13

La red del ladrón

Kendra removió lentamente sus gachas de avena. Levantó una masa apelmazada con la cuchara, dio la vuelta al cubierto y observó la caída de la bola en el cuenco. La tostada se le estaba quedando fría. El zumo de naranja se le estaba calentando. Simplemente, no tenía hambre.

Fuera, el sol iniciaba su ascenso, bañando el jardín de un brillo dorado. Las hadas revoloteaban por doquier, forzando a las flores recién salidas a abrirse del todo. La suave y apacible mañana parecía indiferente al hecho de que su hermano había sido raptado.

—Deberías comer algo —dijo su abuela.

Kendra se metió una cucharada de gachas en la boca. En otras circunstancias le habrían sabido bien, espolvoreadas con canela y endulzadas con azúcar. Pero hoy no. Hoy era como masticar corcho blanco.

—No estoy de humor.

El abuelo se chupó el pulgar impregnado de mantequilla, después de haberse tomado otra tostada.

—Come, aunque te cueste un gran esfuerzo. Necesitas energía.

Kendra tomó otra cucharada.

—¿No pudisteis hablar con la Esfinge anoche? —preguntó a su abuela.

—Ni esta mañana tampoco. El teléfono sonaba y sonaba, lo cual es una desgracia, pero no es raro. Contesta cuando puede. Volveré a intentarlo después del desayuno.

El abuelo se irguió en su silla y estiró el cuello para mirar por la ventana.

—Aquí vienen —dijo.

Kendra se levantó de un brinco y corrió al porche trasero. Tanu, Vanessa, Dale y Hugo habían salido del bosque y se acercaban por el jardín. Hugo llevaba a Coulter cogido con un brazo. Al golem le faltaba el otro. Kendra no vio a Seth por ninguna parte.

Angustiada, Kendra se volvió hacia la abuela, que traía al abuelo al porche en su silla de ruedas.

—No veo a Seth —dijo.

La abuela la rodeó con un brazo.

—No saques conclusiones precipitadas.

A medida que Hugo y los demás se acercaban, Kendra se dio cuenta de que Coulter estaba cambiado. Su rostro permanecía inexpresivo y totalmente pálido. El pelo, que antes era canoso, ahora estaba blanco. Al parecer, había padecido el mismo sino que Warren.

—¿Qué novedades hay? —preguntó el abuelo cuando los otros se congregaron en el césped justo debajo del porche.

—Nada bueno —respondió Tanu.

—¿Y Seth? —insistió el abuelo.

Tanu bajó la vista. Su gesto lo decía todo.

—Oh, no —susurró la abuela.

Kendra estalló en sollozos, y trató de reprimirlos mordiéndose una manga. Apretar los ojos no le sirvió para impedir que le brotaran las lágrimas.

—Tal vez deberíamos esperar —dijo Vanessa.

—Quiero escucharlo —logró decir Kendra—. ¿Está muerto?

—Todos los indicios apuntan a que Olloch se lo ha tragado —dijo Tanu.

Kendra se apoyó con la espalda encorvada contra la barandilla del porche, mientras los hombros se le movían arriba y abajo. Intentó no creer lo que estaba oyendo, pero no podía hacer otra cosa.

—Contádnoslo todo —dijo la abuela, la voz le temblaba.

—Fue fácil seguir las huellas de Hugo, aunque pasó por terreno accidentado —dijo Tanu—. Nos lo encontramos caminando de regreso a casa, volviendo por la misma ruta que había empleado para llegar a la arboleda.

—Así pues, Coulter fue allí —dijo el abuelo, enfadado.

—Sí. Por mi vida que se le veía muy abatido cuando le encontramos. Le faltaba un brazo, llevaba la cabeza agachada y avanzaba lentamente. Cuando le encontramos, le ordenamos que nos llevase adonde había dejado a Coulter.

—Y Hugo fue derecho a la arboleda del valle de las cuatro colinas —dijo la abuela.

—Siguió sus propias pisadas —afirmó Tanu—. Cuando llegamos al bosquecillo, analicé cualquier prueba que pude encontrar. Vi por dónde habían entrado Coulter y Seth juntos al bosquecillo. Al parecer, Hugo no había podido acompañarlos. Abriéndome paso por el perímetro de la arboleda, encontré el punto en el que las huellas de Coulter se apartaban. Al otro lado de la arboleda descubrí dónde Hugo se había enfrentado a Olloch. Estoy seguro de que fue allí donde Hugo perdió el brazo. Cerca vi el lugar por el que Olloch había entrado en el bosquecillo. No lejos de allí encontré el punto por el que había salido. Buscamos y buscamos, pero no encontramos ninguna señal que indicase que Seth hubiese salido del bosquecillo.

—¿Cómo es posible que Olloch entrase en el bosquecillo si Hugo no podía? —preguntó Kendra.

—Cada barrera funciona de un modo diferente —explicó Tanu—. Yo supongo que la arboleda repele menos a las criaturas de las tinieblas. Un demonio como Olloch debe de ser inmune a muchas maldiciones.

—¿Entrasteis en la arboleda? —preguntó la abuela.

—Allí dentro hay algo maléfico —dijo Vanessa.

—Sentíamos que no estábamos preparados para lo que pudiéramos encontrarnos bajo esos árboles malditos —dijo Tanu—. Tuvimos que sujetar a Dale para que no entrase. Al final, seguimos las huellas de Coulter y le encontramos vagando por el bosque con el aspecto que tiene ahora.

Kendra escuchó a duras penas las noticias. Se aferraba a la barandilla y luchaba contra la terrible pena que estaba destrozándola por dentro. Cada vez que se apoderaba de ella una nueva oleada de sollozos, trataba de llorar en silencio. Después de todo lo que había ocurrido el verano anterior, de lo cerca que habían estado todos de perecer, le parecía injusto que ahora la muerte tuviera que llevarse a Seth de un modo tan súbito e inesperado. No podía imaginar que no fuese a ver a su hermano nunca más.

—¿Podría ser que estuviera vivo, si se lo ha tragado entero? —preguntó Kendra con un hilo de voz. Ninguno de ellos quiso mirarla.

—Si el demonio lo ha devorado, ya no —dijo el abuelo dulcemente—. Le daremos un día. Si Olloch se ha comido a Seth, debería ir más lento y volver a su estado durmiente hasta que otra persona cometa el error de darle de comer. No pretendo darte falsas esperanzas, pero no sabremos con certeza si Olloch se ha comido a Seth hasta que encontremos al demonio en su estado durmiente.

—¿Deberíamos ir a ver antes? —preguntó Kendra, secándose los ojos—. ¿Y si Seth está todavía por ahí, corriendo?

—No está corriendo —dijo Tanu—. Créeme, le busqué. En el mejor de los casos, puede que haya encontrado un lugar dentro del bosquecillo en el que esconderse.

—Lo que es poco probable si el demonio entró y salió —dijo la abuela en tono triste.

—¿Podemos sacar algo de Coulter? —preguntó Kendra.

—Parece responder tan poco a estímulos como Warren —dijo Dale—. ¿Quieres probar a ver si reacciona ante ti, Kendra?

La chica apretó los labios. La idea de acercarse a Coulter le revolvía las tripas. Él había matado a su hermano. Y ahora, igual que Warren, se había quedado alelado. Pero si existía alguna probabilidad de que tal vez pudiese revelar algún dato útil, tenía que intentarlo.

Kendra pasó las piernas por encima de la barandilla y se dejó caer al césped.

—Hugo, deja a Coulter en el suelo —le ordenó Dale.

El golem obedeció. Coulter se quedó inmóvil; parecía aún más menudo y más frágil, ahora que se había vuelto albino e inexpresivo. Kendra le puso una mano en el cuello blanco.

Coulter ladeó la cabeza y la miró fijamente a los ojos. Le temblaron los labios.

—De Warren nunca conseguimos que nos dijera nada —dijo Kendra.

—Prueba a preguntarle a él —propuso Vanessa.

Kendra puso una mano en cada lado de la cara de Coulter y le miró a los ojos.

—Coulter, ¿qué le ha pasado a Seth? ¿Dónde está?

Coulter pestañeó dos veces. La comisura de su boca se contrajo, queriendo formar una sonrisa. Kendra lo apartó de sí.

—Parece alegrarse —dijo.

—No estoy seguro de que estuvieses haciéndote entender —dijo Dale—. Creo que simplemente le ha gustado que le tocaras.

Kendra levantó la vista al golem.

—Pobre Hugo. ¿Podemos arreglarle lo del brazo?

—Los golems tienen una gran capacidad de recuperación —respondió el abuelo—. Con frecuencia se desprenden o acumulan materia. Con el tiempo volverá a formársele el brazo. Kendra, tal vez deberías entrar a echarte.

—No creo que pueda dormir —gimió Kendra.

—Yo podría darle un sedante suave —se ofreció Vanessa.

—A lo mejor no es mala idea —dijo la abuela.

Kendra consideró la propuesta. La idea de dormirse y dejar atrás por un rato tanto dolor le resultó atractiva. No tenía sueño, pero estaba agotada.

—De acuerdo.

Colocando una mano en el codo de Kendra con gesto de apoyo, Vanessa subió con ella al porche y la llevó al interior de la casa. En la cocina, Vanessa puso un poco de agua en el fogón. Salió y regresó con una bolsita de infusión.

Kendra se sentó ante la mesa y se puso a jugar con un salero, con la mente ausente.

—Seth ha muerto de verdad, ¿no?

—La cosa no pinta bien —reconoció Vanessa.

—No me imaginé que podría pasar esto. Todo empezaba a parecerme una especie de juego fabuloso.

—Puede ser de fábula, pero desde luego que no es un juego. Las criaturas mágicas pueden resultar mortíferas. Yo he perdido a muchos seres queridos por su culpa.

—Lo estaba siempre pidiendo a gritos —dijo Kendra—. Siempre buscando el riesgo.

—No ha sido culpa de Seth. ¿Quién sabe qué clase de presión debió de ejercer Coulter sobre él para convencerle de ir? —Vanessa vertió agua caliente en una taza, metió la bolsita de infusión, echó azúcar y lo removió—. Supongo que preferirás el té caliente, pero no hirviendo. —Sacó la bolsita de la infusión y la dejó en la encimera—. Así debería estar lo suficientemente potente.

Kendra dio un sorbito a la infusión de hierbas. Sabía a menta y estaba dulce. A diferencia del resto del desayuno, tenía un sabor que sí le daba ganas de tomársela entera.

—Gracias, está muy buena.

—Vamos hacia tu cuarto —dijo Vanessa—. Dentro de nada te alegrarás de tener cerca una cama.

Kendra siguió bebiendo a sorbitos de su taza, mientras subían por la escalera y recorrían el pasillo. Le entró el sopor cuando subían los escalones del desván.

—No estabas exagerando —dijo Kendra, y se apoyó en la pared para no caerse—. Me siento como si pudiese enroscarme aquí mismo y quedarme frita.

—Podrías hacerlo —dijo Vanessa—. Pero será mejor que des unos pasitos más y te eches a dormir en tu cama. —Vanessa cogió la taza de manos de Kendra. Ni siquiera había bebido la mitad.

Kendra hizo el resto del camino hasta la cama como si estuviese andando a cámara lenta. Después de la dolorosa noticia sobre su hermano, era de agradecer aquella sensación de aturdimiento y desapego. Se metió en la cama y al instante cayó en un profundo sueño, incapaz de entender las últimas palabras que Vanessa le dijo.

Despertar de aquel sueño drogado fue para Kendra un proceso delicioso y gradual, como si se levase perezosamente de una poza de aguas profundas. La superficie no quedaba lejos y cuando llegase a ella sabía que se sentiría perfectamente descansada. Sin deseos de machacar ningún botón de alarma, sin somnolencia por haber dormido demasiado. Nunca había sido consciente de un despertar tan agradable.

Cuando finalmente estuvo despierta del todo, Kendra dudó de si abrir los ojos o no, pues esperaba que durase aquella sensación placentera. ¿No había una razón por la que no debía sentirse tan increíblemente bien? Abrió los ojos de golpe y miró hacia la cama vacía de Seth.

¡Había desaparecido! ¡Muerto! Kendra volvió a cerrar los ojos, tratando de fingir que todo había sido una penosa pesadilla. ¿Por qué no se había despertado cuando Coulter vino a buscarle? ¿Cómo había conseguido Coulter sacarle de la casa con tanto sigilo?

Abrió los ojos. A juzgar por la luz, era última hora de la tarde. Había pasado todo el día durmiendo.

Kendra bajó a la planta baja y se encontró a la abuela en la cocina, cortando unos pepinos.

—¿Qué tal, querida? —dijo.

—¿Alguna novedad en mi ausencia?

—He intentado contactar con la Esfinge dos veces. Sigue sin responder. Espero que esté bien. —La abuela dejó de trocear y se limpió las manos en un trapo—. Tu abuelo quería hablarnos en el estudio en cuanto te despertases.

Kendra siguió a su abuela al estudio, donde el abuelo se encontraba leyendo un diario.

Cerró el libro cuando entraron ellas.

—Kendra, pasa, tenemos que hablar.

Kendra y su abuela se sentaron en la cama supletoria junto al abuelo.

—He estado pensando —empezó a decir el abuelo—, y hay algo que no encaja en cómo se desarrolló todo anoche. Conozco bien a Coulter. Es un hombre astuto. Cuanto más sopeso la situación, menos sentido estratégico veo en sus actos, especialmente al ver que ha terminado convertido en albino, como Warren. Su forma de actuar fue tan chapucera que sospecho que no estaba haciéndolo por propia voluntad.

—¿Crees que alguien estaba controlándole? —preguntó Kendra.

—Es posible, de muchas maneras —dijo el abuelo—. Tal vez me equivoque, y no tengo ninguna prueba concreta, pero sospecho que todavía no hemos descubierto a nuestro traidor. Así pues, he puesto en marcha un plan. Puede que provoque cierta conmoción esta noche, así que pensé que lo justo era advertírtelo. Mira debajo de mi cama.

Debajo de la cama supletoria, Kendra vio una caja de un metro ochenta de largo, tallada profusamente. La abuela también se agachó a mirar.

—¿Qué hay dentro? —preguntó Kendra.

—Hace menos de una hora hice venir a Vanessa, a Tanu y a Dale. Les dije que creía que habíamos cogido a nuestro traidor, pero que estaba preocupado por la presencia de Christopher Vogel en la finca, indudablemente con la idea de llevar a cabo más maldades. Les expliqué que había decidido esconder la llave de la cámara del objeto mágico debajo de mi cama, y que quería que supiesen dónde estaba, por si acaso. Luego, pasamos a discutir los planes para encontrar a Olloch mañana, así como el asunto de cómo podría descubrir el paradero de nuestro otro invitado sorpresa.

—Menuda caja tan grande para una llave —dijo Kendra.

—No es una llave cualquiera —respondió el abuelo.

—En realidad, no estás usando la llave como cebo —dijo la abuela en un tono de voz que denotaba que estaba segura de que no sería tan tonto.

—Por supuesto que no. La caja contiene una malla de ladrón. La llave está escondida en otro sitio.

La abuela cabeceó con gesto de aprobación.

—¿Una malla de ladrón? —preguntó Kendra.

—Si alguien abre la caja sin haber desactivado antes la trampa, la red saldrá disparada y le atrapará —le explicó su abuelo—. Una herramienta mágica para pillar a posibles ladrones.

—¿Dónde está la llave? —preguntó Kendra.

—No estoy segura de que debas cargar con esa información —respondió su abuela—. Esa clase de dato podría convertirte más claramente en un objetivo. Tu abuelo y yo somos las únicas personas que conocen la ubicación de la llave.

—De acuerdo —dijo Kendra. El abuelo se frotó el mentón.

—He estado dándole vueltas a la idea de si debería mandarte fuera de aquí, Kendra. Por una parte, tengo fuertes sospechas de que la crisis aquí en Fablehaven no ha terminado. Por otra, la Sociedad del Lucero de la Tarde empezará a perseguirte en el momento mismo en que cruces la verja. Al menos las vallas de Fablehaven son una barrera contra ellos. Con el registro escondido en un nuevo sitio, no deberíamos tener más visitas indeseadas.

—Yo prefiero quedarme aquí —dijo Kendra—. No quiero poner en peligro a mis padres.

—Creo que de momento eso es lo mejor —respondió el abuelo—. Te recomiendo que esta noche duermas con tu abuela en nuestro dormitorio. No quiero que duermas sola. El desván ofrece protección extra frente a criaturas mágicas malintencionadas, pero me temo que los enemigos que nos quedan son mortales.

«Porque Olloch se comió a Seth y ya no contamos con su presencia», pensó Kendra con angustia.

—Como quieras —dijo.

La hora de irse a dormir llegó demasiado pronto para Kendra. Antes de que se diese cuenta, habían cenado, habían expresado sus condolencias y ella estaba tumbada en una cama de matrimonio extra-grande al lado de su abuela. Kendra la quería mucho, pero estaba empezando a darse cuenta de que olía demasiado a jarabe para la tos. Para colmo, roncaba.

La chica se agitó y se dio la vuelta tratando de encontrar una posición cómoda. Probó a tumbarse de lado, boca abajo y boca arriba. Ahuecó la almohada de varias maneras. Nada le daba resultado. Después de haber pasado el día entero durmiendo, estaba más preparada para jugar al fútbol que para conciliar el sueño. Tampoco ayudaba mucho el dormir con la ropa puesta, por si acaso alguien realmente caía en la red del abuelo durante la noche.

En casa habría puesto la tele. O se habría preparado algo de picar. Pero en Fablehaven los únicos que disponían de televisor eran los sátiros. Y tenía miedo de levantarse a comer algo, por temor a toparse con alguien que estuviese tratando de colarse en el estudio del abuelo.

No había ningún reloj a la vista, por lo que el tiempo empezó a parecerle indefinido y eterno. No paraba de intentar imaginar la posibilidad de que Seth no hubiese muerto. Al fin y al cabo, nadie había visto a Olloch comiéndoselo. No estaban seguros al cien por cien. Por la mañana, después de rastrear el paradero de Olloch, la cosa estaría más clara; pero esta noche aún podía albergar alguna esperanza.

Un ajetreo repentino en el piso de abajo interrumpió la inquieta monotonía. Se oyó un grito y un estrépito. La abuela se despertó sobresaltada. El abuelo empezó a pedir ayuda a voces.

Kendra se calzó los zapatos y salió corriendo al pasillo. Dobló por una esquina y siguió por el tramo que daba a las escaleras. El abuelo gritaba como un loco desde el piso de abajo.

En las escaleras, la chica se topó con Vanessa y con Tanu. La mujer llevaba su cerbatana; él portaba su bolsa llena de pociones. Kendra podía oír a la abuela justo detrás de ella.

Después de bajar las escaleras a toda velocidad, los cuatro atravesaron como centellas el vestíbulo y entraron en el estudio, donde Dale yacía en el suelo, enredado en la malla. El abuelo estaba sentado en el borde de su cama con un cuchillo en la mano ilesa.

—Hemos pillado a alguien con las manos en la masa —anunció.

—Ya te lo he dicho, Stan —jadeó Dale—. No sé cómo he llegado hasta aquí.

Tanu guardó en su bolsa la poción que sostenía en una mano. Vanessa bajó la cerbatana. La abuela puso el seguro de su ballesta.

—¿Por qué no se lo explicas a todos? —sugirió el abuelo.

Dale estaba tumbado boca abajo. La malla le tenía tan sujeto que le apretaba la cara y sólo le permitía girar parcialmente la cabeza para intentar mirarlos. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho en una postura incómoda, y las piernas, atadas.

—Me fui a dormir y me desperté así, en el suelo —afirmó Dale—. Tan simple como eso. Sé que tiene mala pinta. De verdad, no tenía ninguna intención de robar la llave. Debo de haber sufrido un episodio de sonambulismo.

Dale lucía una expresión desesperada y su voz sonaba del mismo modo. El abuelo entrecerró los ojos.

—Te fuiste a dormir y te despertaste aquí —repitió, meditabundo. En su mirada se notó que, de pronto, lo entendía todo—. El traidor es tan listo que sabe que ahora conozco el secreto, así que no servirá de nada que finja otra cosa, pues las pistas conducen a una conclusión obvia. Amigos de confianza que se comportan de un modo extraño en ellos. Drumants sueltos que explicarían las picaduras. Y ahora Dale afirma que su extraño comportamiento ocurrió mientras dormía. Debería haber conectado antes los puntos. Me temo que esto acabará en una escaramuza. Dale, siento que estés atrapado en la red. Tanu, esto no lo podemos desperdiciar.

El abuelo lanzó el cuchillo en dirección a Vanessa. Ella se llevó la cerbatana a los labios y, arqueando el cuerpo para eludir por poco el cuchillo, disparó un dardo contra Tanu. El enorme samoano interceptó el dardo con su bolsa. Vanessa se abalanzó ágilmente sobre la abuela, maniobrando con la cerbatana como si fuese una vara, de modo que, de un golpe, la ballesta se soltó de sus manos. Tanu arremetió contra Vanessa. Ella soltó la cerbatana y sacó un par de dardos diminutos, y le clavó uno a Tanu en el antebrazo justo cuando él iba a darle alcance. Al instante, Tanu abrió los ojos como platos y las rodillas se le volvieron de goma. La bolsa de las pociones se le cayó de las manos, insensibles, y el hombre se desplomó en el suelo del estudio.

La abuela trató de coger la ballesta caída, con un verdugón rojo hinchándosele ya en la mano. Vanessa saltó hacia ella y le clavó el otro dardito. Mientras la abuela se tambaleaba y perdía el equilibrio, Kendra se agachó, cogió la ballesta y se la tiró al abuelo, al otro lado de la habitación, un segundo antes de que Vanessa se echara encima de ella.

El abuelo apuntó a Vanessa con la ballesta y ella se escondió detrás del escritorio, apartándose de su línea de tiro. Kendra vio que la mujer cerraba los ojos. Su rostro adoptó una expresión de serenidad.

El abuelo agarró la ballesta y se levantó de la cama para acercarse al escritorio a la pata coja.

—Cuidado, Kendra, es una narcoblix —la avisó.

Con movimientos rápidos, Tanu extrajo el dardo alojado en su mochila de pociones y fue dando saltos hacia el abuelo, lo redujo y le quitó la ballesta de las manos.

—¡Vete, Kendra! —exclamó el abuelo, mientras Tanu le clavaba el dardo. Vanessa seguía en el suelo, como en estado de trance.

Tanu había dejado la mochila de las pociones en el suelo cuando fue a atacar al abuelo.

Kendra cogió la mochila y salió por la puerta a todo correr. No había asimilado todos los detalles, pero era evidente que ella estaba controlando a Tanu.

—Corre —jadeó el abuelo, medio adormilado.

Kendra fue corriendo a la puerta trasera de la casa y salió al porche. Saltó la barandilla y cayó de pie en la hierba. El jardín estaba oscuro. Casi todas las luces de la vivienda estaban apagadas. Kendra se alejó del porche corriendo y atravesó el jardín. Echó un vistazo hacia atrás y vio que Tanu salía a toda prisa por la puerta y salvaba limpiamente la barandilla.

—¡Kendra, no te precipites, vuelve! —la llamó.

Kendra no respondió y apretó aún más la marcha. Se daba cuenta de que Tanu acortaba la distancia con ella.

—¡No me obligues a hacerte daño! —gritó él—. Tus abuelos están bien; sólo los he dormido. Vuelve, hablaremos. —Su voz sonaba forzada.

Kendra corrió a toda velocidad en dirección al bosque por la ruta más recta que pudo encontrar, abriéndose paso por los lechos de flores y atravesando de lado los arbustos en flor.

Las espinas de un rosal le arañaron el brazo. Jugar al fútbol durante el pasado curso escolar la había llevado a practicar jogging de manera habitual. Apreció su mayor velocidad y aguante cuando llegó al lindero del bosque: le sacaba al descomunal samoano una buena ventaja y notando que aún corría con ganas.

—¡El bosque es una trampa mortal por la noche! —gritó Tanu—. ¡No quiero que te pase nada malo! ¡No se ve ni torta, vas a tener un accidente! Vuelve. —Le costaba articular palabra, pues intentaba correr y gritar al mismo tiempo.

El bosque estaba oscuro, pero Kendra veía lo suficiente. Saltó una rama caída y se escabulló tras unos brezos espinosos. De ningún modo iba a volver atrás. Vanessa había organizado un golpe. Kendra sabía que si conseguía huir, tal vez más tarde podría regresar con un plan.

Ya no oía a Tanu persiguiéndola. Se detuvo y miró atrás, con la respiración agitada.

Tanu se había quedado en el borde del bosque con las manos en jarras, en una postura femenina. Parecía dudar de si entrar o no en el bosque.

—Soy tu amigo, de verdad, Kendra. ¡Yo me ocuparé de que no te pase nada malo!

Kendra tenía serias dudas. Permaneció agachada y trató de seguir adelante sin hacer tanto ruido, preocupada por si delataba su ubicación exacta y Tanu se animaba a perseguirla. Él se llevó las manos a los ojos, como si le costase ver. Parecía que estaba más oscuro por donde ella caminaba que donde estaba él. No fue por ella, y Kendra se adentró más en el bosque.

No transitaba por un camino hecho. Pero más o menos era la ruta que Seth y ella habían tomado la primera vez que fueron al estanque de las náyades. Si seguía en línea recta, llegaría al seto que rodeaba el estanque y desde allí sabía cómo dar con un sendero. Aunque tampoco es que tuviese mucha idea de adonde debía ir a partir de allí.

Mientras caminaba a buen paso, contoneándose para sortear las matas de helechos, Kendra intentó encajar las piezas de todo lo que había pasado. El abuelo había dicho que Vanessa era una narcoblix. Recordaba que Errol les había hablado a Seth y a ella de los blixes antes de que Seth se metiese a hurtadillas en la funeraria.

Había un tipo de blix que te chupaba la juventud, y otro que era capaz de reanimar a los muertos. Los narcoblixes eran el tipo de blix que controlaba a la gente mientras dormía, lo cual quería decir que el abuelo estaba en lo cierto: Coulter era inocente. Había actuado bajo el influjo de Vanessa. A esta le traía al fresco si Seth había sido engullido o si Coulter había quedado convertido en un albino alelado. Ella simplemente estaba llevando a cabo un reconocimiento de la arboleda para poder averiguar el modo de conseguir el objeto mágico. Hasta era posible que hubiese querido que el monstruo se comiese a Seth con tal de quitarse a Olloch de en medio.

Kendra estaba que echaba chispas. Vanessa había matado a su hermano. ¡Vanessa! No lo habría adivinado nunca. Ella los había salvado de Errol y había sido un encanto. Y ahora les había dado una puñalada por la espalda y se había adueñado de la casa.

¿Qué podía hacer Kendra? Se planteó volver a recurrir a la Reina de las Hadas, pero algo en lo más profundo de su ser le desaconsejaba seguir esa línea de actuación. No le resultaba fácil explicarlo, simplemente le daba mala espina. Tenía la íntima certidumbre de que si volvía a ella, realmente podría acabar convertida en pelusa de diente de león, como el desgraciado que se había aventurado a entrar en el islote del centro del estanque, según el relato que les había contado el abuelo el verano anterior.

¿De verdad el abuelo y la abuela se encontraban bien? ¿Vanessa iba a hacerles daño?

Kendra quería creer que Vanessa había hablado en serio cuando había dicho que no pretendía hacerles ningún daño. Había motivos para esperar que hubiese sido sincera. Si Vanessa acababa con la vida de alguien en territorio de Fablehaven, se quedaría sin las protecciones que le confería el tratado. No podía permitir que ocurriera eso, si planeaba ir por el objeto mágico, ¿no? Su necesidad de respetar el tratado debería proteger a sus abuelos, aunque sólo fuera por eso. Pero había que tener en cuenta también que Vanessa ya había matado indirectamente a Seth, al sacarlo del jardín. A lo mejor esa muerte no contaba, pues quien de hecho la había propiciado había sido Olloch.

Para colmo de males, Vanessa tenía un cómplice en alguna parte: el intruso invisible, Christopher Vogel. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que se enterase de que Vanessa se había adueñado de la casa y fuese a reunirse con ella allí? ¿O estaba concentrado en otros aspectos de un plan más complejo de lo que Kendra era capaz de imaginar?

Kendra tenía que hacer algo. ¿Dónde estaba Hugo? ¿La ayudaría si pudiera dar con él?

No tenía que obedecer sus órdenes, pero su libre albedrío se estaba desarrollando al máximo, por lo que tal vez podría convencerle para que le echase una mano. Pensándolo mejor, Vanessa había sido autorizada para dar órdenes a Hugo, por lo que era probable que la traidora narcoblix pudiese transformar al instante al golem en un enemigo si Kendra lo hacía venir.

No había nadie más. El abuelo, la abuela, Dale y Tanu habían sido capturados. Coulter era un albino igual a Warren. Seth había muerto. Intentó que ese pensamiento no la trastornara.

¿Con qué bazas contaba? Había cogido la mochila de las pociones, aunque no estaba muy segura de qué poción era cada una. Lamentó no haber prestado más atención cuando Tanu se las estaba mostrando a Seth. Al menos las pociones no podrían ser empleadas contra ella.

¿Y Lena? Pensar en ella le produjo una oleada de emoción y esperanzas. Kendra iba en dirección al estanque. Aún no había visto a su antigua amiga en esta segunda visita a Fablehaven. La última vez que la había visto, Lena era otra vez una náyade de los pies a la cabeza y había intentado ahogarla. Después de que las hadas de tamaño gigante salvasen Fablehaven de las garras de Bahumat, además de deshacer gran parte de los daños causados por el demonio, devolvieron a Lena a su estado de náyade. Décadas atrás ella había abandonado las aguas por voluntad propia para casarse con Patton Burgess. Esa decisión la transformó en un ser mortal, aunque había envejecido mucho más lentamente que él. Cuando él hubo fallecido, ella recorrió el mundo y al final volvió a Fablehaven con la idea de terminar sus días en la reserva. Lena había opuesto resistencia cuando las hadas se la habían llevado en volandas al estanque. Pero una vez que estuvo en el agua de nuevo, parecía contenta.

¡A lo mejor podía tentar a Lena a salir del agua si Kendra le explicaba la angustiosa situación! ¡Así Kendra no tendría que enfrentarse ella sola al problema! Desde luego, era mucho mejor que no tener ningún plan en absoluto. Un nuevo sentido contagió las zancadas de Kendra.

Al poco rato Kendra llegó al alto seto. Sabía que rodeaba el estanque, y si lo recorría encontraría finalmente una abertura con un sendero. La primera vez que Seth y ella habían visitado el estanque, su hermano había encontrado una abertura baja por la que se las apañaron para pasar a gatas. Miraba atentamente en busca de una abertura semejante, pues sin duda le ahorraría tiempo.

No había recorrido muchos metros de grueso seto, cuando se fijó en un entrante pronunciado. Lo investigó más de cerca, pero halló que era impracticable: el follaje era demasiado denso. El siguiente entrante que vio era menos evidente, pero cuando se agachó descubrió que lo atravesaba de parte a parte.

Reptó pegada al suelo para pasar al otro lado del seto, preguntándose qué animales o criaturas usaban esa entrada tan angosta. Al llegar al otro extremo se puso de pie y echó un vistazo al estanque. Una pasarela de tablones pintados de blanco comunicaba entre sí una docena de cenadores de madera, dispuestos alrededor del agua oscura. Kendra echó atrás la cabeza para mirar el cielo y se fijó en que no había estrellas ni luna. El cielo estaba encapotado.

Aun así, parecía que a través de las nubes se filtraba suficiente luz como para iluminar la noche, pues aunque el claro estaba en penumbra, era capaz de distinguir el contorno de la pradera de césped y las celosías de los cenadores y la vegetación del islote del centro del estanque.

Kendra cruzó la explanada en dirección al cenador más próximo. No cabía duda de que alguien se preocupaba por cuidar todo este paraje. La hierba siempre estaba perfectamente cortada y la pintura de los tablones de madera nunca estaba descascarillada. A lo mejor era el resultado de un hechizo.

Saliendo de la pasarela de debajo de uno de los pabellones, un pequeño embarcadero comunicaba con un cobertizo flotante para barcas. La última vez, Kendra había visto a Lena al final de ese embarcadero, por lo que le pareció un buen sitio para llamarla.

Kendra reparó en que no había señales de vida en el claro. A veces había visto sátiros y otras criaturas, pero esa noche todo estaba en silencio. Las tenebrosas aguas del estanque estaban inmóviles e inescrutables. Kendra procuró caminar sin hacer ruido, por puro respeto a aquel silencio. La tranquila noche estaba cargada de presagios. En algún lugar bajo, la impenetrable superficie del estanque esperaba la vieja amiga de Kendra. Con suerte, si le hacía la petición adecuada, Lena renunciaría a su vida de náyade y saldría en su ayuda. Lena había decidido abandonar el estanque una vez, y podría volver a hacerlo.

Mientras avanzaba por el pantalán, Kendra se mantuvo alejada de los bordes. Sabía que nada les gustaría más a las náyades que tirarla al agua para ahogarla. Kendra miró el islote. De nuevo, tuvo un mal presentimiento. Regresar a la isla sería un error. La sensación era tan tangible que se preguntó si tendría algo que ver con el hecho de formar parte de la familia de las hadas. Tal vez era capaz de percibir qué consideraba la Reina de las Hadas que era permisible.

O tal vez sólo estaba asustada.

Se detuvo justo delante del extremo del embarcadero y se humedeció los labios.

Vacilaba ante la idea de hablar y profanar el silencio. Pero necesitaba ayuda y no podía permitirse perder tiempo.

—Lena, soy Kendra, necesito hablar contigo.

Las palabras parecieron enmudecer nada más salir de sus labios. No se transportaron en el aire ni reverberaron. El negro estanque seguía siendo inescrutable.

—Lena, es una emergencia; por favor, ven a hablar conmigo —probó, más fuerte esta vez.

Nuevamente, tuvo la sensación de haber hablado sólo para sí. No hubo ni la menor señal de respuesta del sombrío entorno.

—¿Por qué ha vuelto otra vez? —dijo una voz a su derecha. El sonido salía del agua, las palabras en voz baja, pero no distorsionadas.

—¿Quién ha dicho eso? —preguntó Kendra.

—Ha venido a pavonearse, ¿para qué si no? —replicó otra vez justo debajo del embarcadero—. Los mortales se llenan de orgullo cuando saben hablar nuestro idioma, como si no fuese lo más sencillo y natural del mundo.

—Yo diría que, en comparación, sus horribles bocinazos no tienen nada que hacer —añadió con una risilla una tercera voz—. Ladran como focas.

Varias voces formaron un coro de risas bajo la superficie de las negras aguas.

—Necesito hablar con Lena —suplicó Kendra.

—Necesita buscarse un entretenimiento nuevo —dijo la primera voz.

—A lo mejor debería iniciarse en la natación —propuso la tercera.

Las risas resonaron a su alrededor.

—No tenéis que hablar como si no estuviera delante —protestó Kendra—. Puedo entender perfectamente todo lo que decís.

—Es una cotilla —dijo la voz de debajo del embarcadero.

—Debería acercarse un poquito más al agua para que podamos oírla mejor —soltó una voz nueva cerca del extremo del pantalán.

—Estoy bien donde estoy —replicó Kendra.

—Está bien, dice —comentó otra voz nueva—. Menudo espantapájaros gigante y patoso, pegado al suelo y pateando de acá para allá en zancos. —El comentario dio pie al estallido de risitas ahogadas más largo hasta el momento.

—Mejor eso que vivir atrapada en un acuario —replicó Kendra.

El estanque se quedó en silencio.

—No es muy educada —comentó finalmente la voz de debajo del embarcadero.

Una nueva voz intervino, cantarina.

—¿Qué esperabas? Probablemente tiene ampollas en los pies.

Kendra puso los ojos en blanco al oír el coro de risitas que siguió. Sospechaba que las náyades estarían encantadas de pasarse la noche entera intercambiando insultos con ella.

—Fablehaven está en peligro —dijo Kendra—. La Sociedad del Lucero de la Tarde ha hecho prisioneros a mis abuelos. Han matado a mi hermano Seth. Necesito hablar con Lena.

—Estoy aquí, Kendra —anunció una voz conocida. Sonaba ligeramente más aguda y musical, ligeramente menos cálida, pero sin duda era la voz de Lena.

—Chis, Lena —dijo la voz de debajo del embarcadero.

—Hablaré si quiero —respondió Lena.

—¿Qué te importan a ti las intrigas de los mortales? —intervino una de las voces anteriores—. Aparecen y desaparecen. ¿Te has olvidado de qué es lo que mejor hacen los mortales? Se mueren. Es el único talento que tienen en común.

—Kendra, acércate al agua —dijo Lena. Su voz sonaba más cerca de ella. Casi no podía distinguir su cara debajo de la superficie del estanque, en el lado izquierdo del embarcadero. Su nariz casi salía del agua.

—No estás lo bastante cerca —dijo Kendra, poniéndose en cuclillas totalmente fuera de su alcance.

—¿Por qué estás aquí, Kendra?

—Necesito tu ayuda. La reserva está a punto de caer otra vez.

—Sé que piensas que eso importa —dijo Lena.

—Claro que importa —respondió Kendra.

—Parece que importa durante un ratito. Como lo que tarda en vivirse una vida.

—¿Te da igual lo que les pase a los abuelos? ¡Podrían morir!

—Morirán. Todos moriréis. Y en ese momento parecerá que importa.

—¡Claro que importa! ¿Qué me dices de Patton? ¿Él importaba?

No hubo respuesta. La cara de Lena rompió la superficie del agua y la náyade miró fijamente a Kendra con unos ojos líquidos. Aún con tan poca luz, Kendra pudo ver que Lena estaba mucho más joven. Tenía el cutis más liso y con un tono más uniforme. Sus cabellos apenas tenían unos cuantos mechones grises. El agua alrededor de Lena chapaleó y se agitó y la criatura desapareció.

—¡Eh! —dijo Kendra—. Dejadla en paz.

—Ya ha terminado de hablar contigo —soltó la voz de debajo del embarcadero—. No eres bienvenida aquí.

—¡Habéis tirado de ella! —la acusó Kendra—. Sois unas celosas y unas cabezas de chorlito. Cabezas de agua. ¿Qué le hacéis, le laváis el cerebro? ¿La encerráis en un armario y le ponéis canciones sobre vida submarina?

—No sabes lo que dices —replicó la voz de debajo del embarcadero—. Habría muerto y ahora vivirá siempre. Te lo avisamos por última vez: ve a enfrentarte con tu destino; deja que Lena disfrute del suyo.

—Yo no me voy a ninguna parte —respondió Kendra con resolución—. Traed a Lena. No me podéis hacer nada si me quedo lejos del agua.

—¿Ah, no? —dijo la voz de debajo del embarcadero.

A Kendra no le gustó el tono resabiado de su interlocutora. Demasiado segura de sí.

Tenía que ser un farol. Si las náyades salían del agua, se volvían mortales. Aun así, Kendra miró a su alrededor, preocupada con que alguien pudiera estar acechándola y fuese a tirarla al agua. No vio a nadie.

—¿Hola? —dijo Kendra—. ¿Hola?

Silencio. Estaba segura de que podían oírla.

—No digas que no te avisamos —advirtió en tono cantarín una de las voces de antes.

Kendra se agachó, tratando de prepararse para cualquier sorpresa. ¿Iban a arrojarle algo las náyades? ¿Podían hundir el embarcadero? La noche seguía silenciosa y tranquila. Una mano salió del agua en el extremo del pantalán. Kendra retrocedió de un brinco, con el corazón en un puño. Era una mano de madera. Unos ganchos dorados hacían las veces de articulaciones. Mendigo salió del agua oscura y trepó al embarcadero.

Kendra retrocedió mientras Mendigo se ponía de pie; era el muñeco de madera que Muriel había convertido en su temible criado. El año anterior, las náyades habían tirado al agua la rudimentaria marioneta de tamaño natural. A Kendra no se le había pasado por la imaginación la idea de que las náyades pudieran liberarlo. Ni siquiera que todavía estuviese activo. Muriel había sido encarcelada. Estaba encerrada junto a Bahumat en el vientre profundo de una verdeante colina. Al parecer nadie se lo había dicho a Mendigo.

La figura de madera corrió hacia Kendra. Aunque ella misma había crecido desde la última vez que había visto al limberjack, seguía sacándoles unos cuantos centímetros. Kendra dio media vuelta y salió corriendo por el embarcadero hacia la pasarela de madera. Podía notar que la marioneta acortaba la distancia, con sus pies de madera resonando al golpear en los tablones.

Le dio alcance al llegar a las escaleras del cenador. Kendra giró sobre sí misma y trató de agarrarle, con la esperanza de coger un brazo y desencajárselo. Él la eludió con agilidad y la sujetó por la cintura y la puso boca abajo. Ella luchó por soltarse y él cambió su forma de sujetarla, pegándole los brazos a los costados.

Kendra se encontraba aprisionada, impotente, mirando hacia abajo y con los brazos inmovilizados. Intentó revolverse y zafarse, pero Mendigo era alarmantemente fuerte. Cuando la marioneta gigante echó a andar a paso ligero en dirección contraria al estanque, le quedó claro que tendría que ir adonde él quisiera.