10

Un invitado sorpresa

El abuelo se recostó en su silla de ruedas y se dio unos golpes suaves en los labios con el extremo cerrado de una pluma estilográfica. Kendra y Seth estaban sentados en las butacas extra grandes y la abuela se había puesto detrás del escritorio. Los niños no habían visto a su abuelo la noche anterior, pues la abuela los había llevado a un restaurante especializado en fondues después de la reunión con la Esfinge y no habían regresado hasta bien entrada la noche.

—Nuestra historia es que las hadas te tocaron y que a raíz de aquel incidente han quedado unos efectos residuales —dijo el abuelo, poniendo fin a su silencio contemplativo—. Suena perfectamente creíble. Y si no se corre la voz de que ahora eres como las hadas, será menos probable que quieran venir por ti. Evidentemente, nunca dimos a entender que el diagnóstico provino de la Esfinge; a él no le mencionamos nunca, a nadie.

—Coulter ya sabe que hemos ido a verle —confesó Kendra.

—¿Qué? —La abuela se inclinó hacia delante.

—Ya me lo ha dicho él mismo —dijo el abuelo—. Ruth, estaba explicándoles que puede haber espías por todas partes, escuchando a escondidas, y mientras se lo demostraba se enteró de lo de la Esfinge. El secreto está a salvo con Coulter. Pero no debe enterarse de más detalles. Nada de hablar del tema fuera de estas cuatro paredes.

—Entonces, si alguien nos pregunta, Kendra fue tocada por las hadas —dijo Seth.

—Si alguien sabe tanto como para preguntar, y merece una respuesta, esta es nuestra historia —reiteró el abuelo—. Ahora espero que podamos volver a nuestros asuntos. Tanu ha salido a recorrer territorio inexplorado. Coulter tiene preparada una excursión especial para Seth. Y Kendra puede ayudar a Vanessa con sus investigaciones.

—¿Investigaciones? —preguntó Kendra—. ¿Aquí en la casa?

Seth se mordió un lado de la mano, tratando de aguantarse la risa, lo que no hizo sino incrementar la indignación de Kendra.

—Está revisando los diarios —dijo la abuela—. Siguiendo una serie de pistas dejadas por Patton Burgess.

—¿Por qué no puedo ir con Coulter? ¡Es sexista! ¿No podéis hacer que me lleve?

—Coulter es uno de los hombres más tozudos que conozco —dijo el abuelo—. Tengo serias dudas de que haya alguien capaz de obligarle a hacer algo. Pero no estoy seguro de que hoy vaya a importarte mucho, Kendra. Sospecho que tú misma te saltarías esa excursión por propia voluntad. Verás, cierto gigante de la niebla nos ha hablado de una valiosa pista. A cambio le prometimos un búfalo vivo. Así que Coulter, Seth y Hugo van a llevarle un búfalo a la bestia para que lo devore al instante. Será una escena asquerosa.

—Alucinante —susurró Seth, admirado.

—Bueno, vale, supongo que no me importará saltarme eso —reconoció Kendra—. Pero sigue sin hacerme gracia quedarme al margen de las excursiones de Coulter.

—Consta en acta —dijo el abuelo—. Escucha, Seth: no quiero que el asunto del tal Olloch, el Glotón te quite el sueño. La Esfinge tiene razón, los muros de Fablehaven serán protección suficiente y si dice que nos ayudará a ocuparnos del glotón cuando aparezca ese demonio, entonces no veo motivos para que te preocupes.

—Me parece bien —dijo Seth.

—De acuerdo —contestó el abuelo—. Y ahora, marchaos.

• • •

Seth miraba una y otra vez por encima del hombro al búfalo que llevaban por el camino.

Tenía una testa enorme y peluda, unos cuernos blancos cortos, un corpachón inmenso y andares lentos y pesados. Nunca se había parado a pensar en lo grandes que eran esas bestias. Si Hugo no hubiese llevado al animal atado con una brida, Seth se habría subido a un árbol.

Habían iniciado el camino por unas sendas que Seth conocía, pero enseguida tomaron por otras desconocidas para él. Ahora atravesaban por una zona más baja y húmeda de lo que Seth había visto hasta entonces en Fablehaven. Los árboles tenían más musgo y enredaderas, y los primeros jirones de una neblina inesperada se arremolinaban a poca distancia del suelo.

Seth se aferró a su equipo de emergencias. Junto a los artículos más convencionales, Tanu había metido una pequeña poción que le ayudaría a recobrar fuerzas si se sentía exhausto. Esa mañana, Coulter había puesto una pata de conejo para la buena suerte y un medallón que se suponía que servía para repeler a los seres de ultratumba.

—¿De verdad da suerte esta pata de conejo? —preguntó Seth, tocándola.

—Ya lo veremos —respondió Coulter, sin dejar de observar atentamente cada árbol.

—¿Eres supersticioso?

—Me gusta cubrir todo el espectro de posibilidades —respondió en voz baja—. No levantes la voz. Esta no es un área muy hospitalaria de la reserva. Ahora sería un buen momento para que te pusieses el medallón.

Seth sacó el medallón del equipo de emergencias y se puso la cadena al cuello.

—¿De dónde ha sacado Hugo un búfalo, en primer lugar? —preguntó en voz baja.

—Dentro de la reserva hay un complejo de corrales y establos —le explicó Coulter—. No están llenos al máximo de su capacidad, pero sí que cuenta con suficiente cantidad de animales como para que Fablehaven sea autosuficiente. Hugo se encarga de casi todas las labores de mantenimiento. Trajo el búfalo de allí esta mañana.

—¿Tenéis jirafas?

—Lo más exótico que encuentras son avestruces, llamas y búfalos —respondió Coulter—. Así como animales de granja más tradicionales.

La neblina empezaba a hacerse más densa. El aire seguía siendo cálido, pero el empalagoso olor a materia en descomposición aumentaba en intensidad. El terreno se volvió más blando. Seth empezó a ver cúmulos de setas velludas y piedras cubiertas con una película de limo.

Coulter señaló una bifurcación del camino.

—Normalmente en Fablehaven uno está relativamente a salvo si no se sale del camino. Pero eso sólo se aplica a los caminos auténticos. Ese sendero, por ejemplo, ha sido marcado por una arpía de la ciénaga para llevar a los incautos a la muerte.

Seth contempló el angosto sendero que se perdía de vista entre la niebla, tratando de grabarlo en la mente para no cometer nunca el error de ir por él. Apenas avanzaron unos metros más cuando Coulter se detuvo.

—Nos encontramos ahora en las inmediaciones de la gran ciénaga de Fablehaven —susurró—, una de las zonas más peligrosas y menos exploradas de la reserva. Una región con altas probabilidades de albergar la torre invertida, escondida en algún lugar. Vamos.

Coulter salió del camino y continuó por un terreno embarrado. Seth avanzó entre el fango, tras él, con Hugo y el búfalo destinado a morir cerrando la retaguardia. Delante de ellos apareció a lo lejos una cúpula geodésica que asomaba por entre el manto de niebla blanca. La trama de triángulos que componía la cúpula parecía estar hecha de cristal y acero. Por su forma, la estructura era similar a esas cúpulas de barras de metal entrelazadas que Seth había visto en parques de columpios.

—¿Qué es eso? —preguntó Seth.

—Un refugio seguro —respondió Coulter—. Cúpulas de vidrio situadas estrategicamente en algunas de las áreas más peligrosas de la reserva. Ofrecen el tipo de protección de la que disfrutamos en la vivienda principal. Ahí no puede entrar nadie que no haya sido invitado.

Siguieron andando y dejaron el refugio a unos diez metros.

—Hugo, deja al búfalo aquí, atado a una estaca —le ordenó Coulter—. Luego monta guardia detrás del refugio.

Hugo sacó una estaca del tamaño de un poste de valla y la clavó profundamente en la tierra, hincándola con un simple pero poderoso gesto. A continuación, el golem ató el búfalo a la estaca. Coulter vació una bolsa sobre la palma de la mano para extraer algo de ella y la acercó, ahuecada, al hocico del animal.

—Esto le anestesiará —explicó Coulter.

Luego, sacó un cuchillo y le hizo un corte al búfalo en un hombro. El animal meneó su pesada testa.

Un rugido profundo reverberó entre la niebla.

—Al refugio —murmuró Coulter, y limpió el cuchillo antes de guardarlo. Tiró cerca del búfalo el trapo que había utilizado para limpiar el cuchillo.

La simetría de la cúpula de vidrio sólo quedaba rota por una trampilla de reducido tamaño que había en un lado, hecha también de vidrio y con un marco de acero. Coulter abrió la trampilla y entró a gatas detrás de Seth. El refugio carecía de suelo, simplemente lo formaba la tierra desnuda. Hugo esperó en el exterior.

—¿Estamos seguros aquí dentro? —preguntó Seth.

—Mientras no rompamos el vidrio desde dentro, no podrá cogernos ninguna criatura, ni siquiera un gigante de la niebla preso de un frenesí sangriento.

—¿Un frenesí sangriento?

—Ya lo verás —le aseguró Coulter—. A los gigantes de la niebla les enloquece la sangre. Se ponen peor que los tiburones. Este tributo es el precio que accedimos a pagar a cambio de la información que Burlox nos dio en relación con la ciénaga. Una vez que reciba su tributo, nos ha prometido que nos dará más información.

—¿Burlox es el gigante?

—Sí, el más accesible de todos ellos.

—¿Y si el que viene por el búfalo es otro?

Coulter negó con la cabeza.

—Los gigantes de la niebla son sumamente celosos con sus dominios. Ningún otro invadiría los dominios de Burlox. Sus fronteras están claramente delimitadas.

Pese a la condensación en el cristal y a la neblina que se interponía, Seth podía ver perfectamente al búfalo. Estaba pastando.

—Lo siento por el búfalo —dijo Seth.

—Como casi todos los animales de cría, nació para ser sacrificado —dijo Coulter—. Si no a manos de un gigante de la niebla, a manos de tu abuelo. La anestesia adormecerá sus sentidos. El gigante de la niebla le dará una muerte rápida.

Seth frunció el ceño mientras miraba a través del cristal. Lo que en la casa le había sonado divertido había dejado de parecerle atrayente, pues ahora se daba cuenta de que el búfalo era un ser vivo.

—Supongo que yo como hamburguesas todo el tiempo —dijo finalmente.

—Esto no es muy diferente —coincidió Coulter—. Más dramático, de alguna manera.

—¿Qué pasa con las normas del tratado? —preguntó Seth—. ¿No te meterás en un lío por matar al búfalo?

—Yo no voy a matar a nadie. Lo hará el gigante —explicó Coulter—. Además, las normas son diferentes para los animales. El tratado está pensado para evitar que seres sensibles cometan crímenes y se echen maleficios unos a otros. Esta medida de protección no se aplica a animales pertenecientes a un orden menor de inteligencia. Cuando surge la necesidad, podemos matar animales para comer, sin que haya repercusiones.

Se oyó otro rugido, mucho más próximo e intenso. Una sombra gigantesca se acercaba al búfalo.

—Ahí viene —susurró Coulter.

A Seth se le quedó la boca seca. Cuando el gigante de la niebla emergió de la bruma, Seth se fue corriendo a resguardarse en la otra punta de la pequeña cúpula. Burlox era descomunal. Seth le llegaba por encima de la rodilla. Y Hugo, por la cadera. De repente, el búfalo parecía una mascota a su lado.

El gigante de la niebla tenía la constitución de un hombre corpulento. Llevaba unas pieles hechas jirones y apelmazadas, y el cuerpo embadurnado de una mugre grasienta. Por debajo de la suciedad, el color de su piel era de un repugnante tono gris azulado. Llevaba el pelo y la barba largos, enredados y sucios de cieno. En una mano portaba una burda y pesada porra. La impresión de conjunto era la de un fiero vikingo cansado de la guerra que se hubiese extraviado en medio de un pantano.

El gigante se detuvo cerca del búfalo. Se dio la vuelta y miró en dirección a la cúpula, bajó el mentón y observó con ojos ávidos. Seth sintió agudamente que un solo golpe con aquella porra enorme bastaría para hacer añicos el refugio. Burlox echó la porra a un lado y se abalanzó sobre el búfalo, arrancando la brida y levantando al animal, nervioso, por los aires.

Seth apartó la mirada. Aquello era demasiado. Oyó una ruidosa mezcla de huesos partiéndose y carne desgarrándose, y se tapó las orejas con las manos. En parte, quería mirar. Pero no lo hizo y mantuvo la cabeza agachada y las orejas tapadas.

—Te lo estás perdiendo —dijo Coulter al final, arrodillándose a su lado.

Seth miró furtivamente. El búfalo ya no parecía exactamente un búfalo. Estaba medio despellejado y se le veían algunos huesos. Seth trató de imaginarse que la pata que Burlox estaba zampándose era una costilla gigante y que, en su festín, el gigante se había manchado de salsa barbacoa.

—Esto no se ve todos los días —insistió Coulter.

—Cierto —admitió Seth.

—Mírale, cómo zampa. ¡Ni que tuviera prisa! Rara vez consigue un bocado de tanta calidad. Debería comer más despacio para poder saborearlo. Pero es superior a sus fuerzas.

—Resulta bastante asqueroso.

—Es sólo una bestia comiéndose la carne de otra —dijo Coulter—. Pero reconozco que yo también aparté la vista al principio.

—Me da más pena de lo que imaginaba.

—Mira cómo busca el tuétano. No quiere dejarse nada.

—No me puedo imaginar comiendo algo así de crudo —dijo Seth.

—Y él no puede imaginarse cocinándolo —respondió Coulter.

Observaron al gigante dejar limpios los huesos y lamerlos hasta succionar todo su jugo.

—Aquí viene —dijo Coulter, frotándose las manos—. Pensarías que se ha quedado a gusto, pero por mucha carne que les des, sólo sirve para abrirles más el apetito.

El gigante de la niebla empezó a hozar por la tierra, al parecer comiéndose a lengüetazos todo lo que encontraba entre el barro. Enseguida la cara se le quedó cubierta de lodo, con una planta mustia colgándole de los labios. Se puso a golpear fuertemente la hierba embarrada con sus poderosos puños y a lanzar fragmentos de huesos a la niebla. Echó la cabeza hacia atrás con ímpetu y emitió un grito largo y colérico.

—Está como loco —dijo Seth.

El gigante de la niebla viró hacia la cúpula con cara de pocos amigos. Levantó la porra y empezó a correr hacia allí con los ojos echando chispas. Seth se sintió totalmente expuesto.

Rodeado de vidrio por todas partes, ensamblado mediante finas tiras de metal, la sensación era peor que la de no contar con ningún tipo de escudo en absoluto. Con un solo golpe de la porra, la cúpula explotaría encima de él, y quedaría convertida en un millar de puñales. Se acurrucó y levantó los brazos para protegerse la cara de los trozos de cristal. Coulter permanecía sentado a su lado tranquilamente, como si estuviese viendo una película.

Corriendo a todo tren, el gigante levantó la porra por encima de su cabeza y la bajó con una fuerza aterradora. Justo antes de que el garrote impactase contra la superficie de la cúpula, rebotó violentamente emitiendo un extraño sonido metálico y salió disparado de las manos del gigante. El movimiento de avance de Burlox se revirtió instantáneamente y el gigante cayó hacia atrás de forma violenta.

Aturdido y furibundo, el gigante de la niebla se levantó y se alejó de la cúpula con paso vacilante. Burlox, convertido así en una silueta descomunal en mitad de la neblina, la tomó con un árbol. Le arrancó varias ramas enormes y al poco se puso a dar puñetazos al recio tronco.

Gruñendo y rugiendo, asió el árbol abrazándolo con una fuerza terrorífica, retorciéndolo y forcejeando hasta que el tronco empezó a partirse. Con un último y poderoso empujón acompañado de un crujido impresionante, derribó el árbol entero y cayó de hinojos, jadeando, con las manos apoyadas en las rodillas.

—Una fuerza increíble —comentó Coulter—. Ya debería estar más sosegado.

Y así fue: transcurridos unos instantes, el gigante regresó con sus andares pesados a recoger la cachiporra. Luego, se acercó a la cúpula, minúscula a sus pies. Se le había caído gran parte del barro de la cara, que estaba más rojiza después de ingerir comida y del esfuerzo físico.

—Más —exigió, señalándose la boca.

—Acordamos un solo búfalo —le respondió Coulter, a voces.

Burlox hizo una mueca, con lo que dejó ver las hierbas, los trozos de corteza y los fragmentos de pelo del animal que se le habían quedado entre los dientes. Dio un pisotón en el suelo con su pie inmenso.

—¡Más! —Le salió más como un rugido que como una palabra.

—Dijiste que conocías un lugar en el que Warren había estado explorando antes de volverse albino —dijo Coulter—. Hicimos un trato.

—Después, más —gruñó Burlox en tono amenazador.

—Si te damos algo más, será por pura generosidad, no porque tengamos la obligación Un trato es un trato. ¿Es que el búfalo no estaba delicioso?

—Cuatro montes —espetó el gigante, que dio media vuelta y se marchó, contrariado.

—Los cuatro montes —repitió Coulter en voz baja, mientras veía cómo se perdía de vista la descomunal silueta entre la neblina. Entonces, dio una palmada en la espalda a Seth—. Hemos obtenido lo que vinimos a buscar, muchacho. Una pista de buena tinta.

• • •

Kendra metió la mano en la bolsa de papel y echó un puñado de pasas por el tubo de vidrio. La masa naranja del fondo se desplazó hacia las pasas como si se tratara de unas natillas dotadas de vida, se puso encima de las pasas y fue tornándose de color rojo oscuro poco a poco.

—Qué mascotas tan repugnantes tienes —dijo Kendra.

Vanessa levantó la vista del diario, que leía con atención.

—La baba de brujo tiene un aspecto poco atractivo, pero no hay ninguna sustancia capaz de igualar su capacidad de extraer venenos de tejidos infectados. Todas mis preciosidades tienen su utilidad.

Una colección de criaturas insólitas ocupaba la mayor parte de la habitación de Vanessa.

Jaulas, cubos, acuarios y terrarios contenían una asombrosa variedad de moradores. Tanto si su aspecto era de reptiles, de mamíferos, arácnidos, anfibios, insectos, esponjas u hongos, o un cruce entre dos categorías, todos eran seres mágicos. Había un lagarto de colores que tenía tres ojos y que era prácticamente imposible de coger, porque era capaz de ver un poco del futuro y evitar así cualquier movimiento ajeno. Un ratón sin pelo que se transformaba en pez si lo metías en el agua. Y un murciélago que mudaba las alas cada dos semanas, y si se cogían rápidamente las alas viejas y se pegaban al cuerpo de otra criatura, agarraban y seguían creciendo. Vanessa las había utilizado para crear un conejo volador.

Aparte de las incontables formas de vida, guardadas en sus respectivos recipientes, la habitación aparecía tomada por pilas de libros. La mayoría de ellos eran voluminosos manuales, así como diarios en piel de los anteriores responsables de Fablehaven. De los diarios sobresalían puntos de lectura que señalaban las páginas interesantes que Vanessa había ido descubriendo a lo largo de su investigación.

—Creo que yo no podría dormir rodeada de tal cantidad de bichos raros —dijo Kendra.

Vanessa cerró el diario que estaba leyendo, marcando la página con una cinta de seda.

—He vuelto inofensivos a los seres verdaderamente peligrosos, como los drumants. Ninguna de las criaturas que meto en Fablehaven sería capaz de causar un daño grave.

—Anoche a mí me picaron —dijo Kendra, y estiró el brazo para mostrarle las marcas de picaduras en la cara interna del codo—. Ni me enteré.

—Lo siento —dijo Vanessa—. Ya tengo quince en la jaula.

—Lo cual significa que hay cuatro corriendo libremente por ahí —respondió Kendra en tono áspero, imitando a Coulter.

Vanessa sonrió.

—No lo dice con mala intención.

—Pues no está ganando puntos llevándose a Seth y dejándome a mí en casa. Si me diese la opción de elegir, seguramente renunciaría voluntariamente a algunas excursiones. Es decir, lo más probable es que pueda vivir mi vida perfectamente sin haber visto cómo devoran vivo a un búfalo. Pero todo cambia si te dicen que no puedes ir.

Vanessa se levantó y cruzó la habitación hasta una cómoda.

—Sospecho que yo también me sentiría así. —Abrió un cajón y empezó a buscar algo—. Me parece que lo menos que puedo hacer es contarte un secreto. —Extrajo una vela y lo que parecía un lápiz alargado y transparente.

—¿Qué son esas cosas? —preguntó Kendra.

—En las selvas tropicales del mundo entero es posible encontrar unos duendecillos diminutos, llamados umitas, que fabrican miel y cera, como las abejas. De hecho, habitan en comunidades muy parecidas a colmenas. Este rotulador y esta vela están hechos de cera de umita. —Vanessa escribió algo en la parte frontal del cajón con el rotulador de cera semitransparente—. ¿Ves algo?

—No.

—Observa.

La mujer encendió una cerilla y prendió la vela. En cuanto se formó la llama en la mecha, la vela entera resplandeció con una luz amarilla, al igual que el rotulador y que el claro mensaje escrito en el cajón: «¡Hola, Kendra!».

—Qué chulada —soltó Kendra.

—Intenta borrarlo —dijo Vanessa.

La chica intentó borrar las palabras, en vano. En cuanto Vanessa apagó la vela, el mensaje desapareció. Le tendió el lápiz y la vela a Kendra.

—¿Son para mí? —preguntó.

—Tengo de sobra. Ahora ya podemos enviarnos mensajes secretos sin que se entere ninguno de los chicos. Siempre llevo encima un rotulador de estos. Escriben asombrosamente bien sobre casi cualquier superficie, los mensajes no son fáciles de borrar únicamente pueden leerlos quienes tengan una vela umita adecuadamente embrujada. Los he utilizado para recordarme por dónde he pasado, para enviar un mensaje confidencial a un amigo y para no olvidar secretos importantes.

—¡Gracias, es un regalo genial!

Vanessa le guiñó un ojo.

—Ahora somos amigas de escritura.

• • •

Seth siguió a Coulter con la mirada mientras este subía los escalones del porche trasero y entraba en la vivienda. Como sabía que el margen de maniobra de que disponía podía ser reducido, se dirigió a toda prisa, pasando por delante del granero, hasta un árbol que había junto a un sendero que se perdía en el bosque. Era el mismo sendero que llevaba al invernadero en el que Kendra y él habían llevado la cosecha de calabazas del año anterior. Esa mañana, antes de que se despertaran los demás, Seth había dejado una nota al pie del árbol, debajo de una piedra.

El año anterior, después de que Kendra salvase Fablehaven y mientras dormía durante dos días seguidos, Seth había mantenido una primera reunión privada con los sátiros, Newel y Doren. La mayoría de los habitantes de Fablehaven no tenían permitido entrar en la zona del jardín sin haber sido invitados, por lo que los sátiros se habían quedado en el borde del espacio ajardinado y habían hecho señales a Seth para que se acercase. Habían acordado que cuando el chico volviese a Fablehaven, les llevaría pilas tipo C y que dejaría una nota debajo de la piedra. Newel y Doren cogerían la nota y le dejarían escrito los detalles de la próxima reunión, en la que intercambiarían oro por las preciadas pilas que darían nueva vida a su televisor portátil.

Seth se acuclilló al pie del árbol. Aunque había dejado la nota por la mañana y ya era última hora de la tarde, esperar que los sátiros hubiesen respondido era pedir demasiado.

¿Cómo podía saber con qué frecuencia pasaban a comprobar si había alguna novedad?

Conociéndolos, tal vez nunca. Seth levantó la piedra. En el reverso de su nota los sátiros habían garabateado un mensaje:

Si lees esto hoy, toma por este sendero, dobla la segunda a la izquierda, la primera a la derecha y sigue recto hasta que nos oigas. Nos oirás. Si lees esto mañana, ¡pondrá otra cosa!

Entusiasmado, Seth se guardó la nota en un bolsillo y se marchó por el sendero. Llevaba ocho pilas tipo C en el fondo del estuche de emergencias. Después de venderles esas, y de que los sátiros se quedaran con ganas de más, pensó que podría vender las restantes a mejor precio aún. Si todo salía bien, ¡se jubilaría antes de empezar en el instituto!

Caminando a paso rápido, tardó unos seis minutos en llegar a la segunda bifurcación a la izquierda y unos cuatro más en llegar a la siguiente desviación a la derecha. O, al menos, esperaba que fuese esa. El sendero era apenas visible, menos atrayente que el camino falso que Coulter le había mostrado en la ciénaga. Pero los sátiros habían dicho «primera a la derecha», así que debían de referirse a ese tenue caminillo. No estaba demasiado lejos del jardín, así que estaba seguro de que no era peligroso.

Cuanto más se adentraba en el bosque, más tupida se volvía la vegetación de los árboles y los arbustos que rodeaban el pequeño camino. Ya estaba empezando a plantearse dar media vuelta y esperar un segundo mensaje de parte de los sátiros, pero entonces oyó unos gritos un poco más adelante. Sin duda, se trataba de los hombres cabra. Echó a correr hacia allí. Cuanto más cerca estaba, más claramente podía oírlos.

—¿Estás mal de la cabeza? —protestó una de las voces—. ¡Ha dado justo en la raya!

—Ya te lo he dicho: vi perfectamente que la pelota caía por detrás de la línea, y arbitro yo —replicó una voz estridente.

—¿A ti te parece divertido? ¿Ganar haciendo trampa? ¿Qué sentido tiene siquiera jugar?

—¡No vas a conseguir que me sienta culpable para quitarme el punto, Newel!

—Mejor lo echamos a un pulso.

—¿Y qué va a demostrar un pulso? Arbitro yo, y digo que ha sido fuera.

Seth se había quedado tan atascado como el tira y afloja. No podía ver a los sátiros, pero podía percibir que no se encontraban lejos del sendero.

Empezó a abrirse paso entre la maleza.

—¿Que tú arbitras? La última vez que lo miré ponía que hacen falta dos personas para jugar. Voy ganando; igual lo dejo ahora mismo y me declaro campeón.

—Pues entonces yo también me declararé campeón, porque sería una penalización irrefutable.

—¡Ya te enseñaré yo lo que es una penalización irrefutable!

Seth pasó entre unos arbustos y salió a una cancha de tenis, con la hierba primorosamente cortada, en un terreno llano. La cancha tenía las rayas perfectamente pintadas con tiza, así como una red de competición. Newel y Doren se encontraban en la otra punta de la cancha, con la cara colorada y asiendo cada uno fuertemente una raqueta de tenis. Parecían a punto de ponerse a pelear a puñetazos. Cuando Seth apareció en la cancha, se volvieron hacia él.

Los dos sátiros iban descamisados, con el pecho velludo y los hombros cubiertos de pecas. De cintura para abajo tenían las patas peludas y las pezuñas de una cabra.

Newel tenía el pelo más rojo, mayor número de pecas y unos cuernos algo más largos que los de Doren.

—Me alegro de que nos hayas encontrado —dijo Newel, tratando de sonreír—. Lamento que aparezcas justo cuando Doren se está comportando como un cabeza de chorlito.

—A lo mejor Seth es capaz de encontrar una solución a esto —dijo Doren.

Newel cerró los ojos, exasperado.

—No estaba presente para ver el punto.

—Si los dos pensáis que tenéis razón, entonces repetid el tanto —dijo Seth.

Newel abrió los ojos.

—No tendría problema con eso.

—Yo tampoco —coincidió Doren—. Seth, tu nuevo apodo es «Salomón».

—¿No te importa que terminemos el partido? —preguntó Newel—. ¿Para no perder el impulso? No tendría gracia empezar otra vez en frío.

—Adelante —dijo Seth.

—Haz de juez de línea —dijo Doren.

—Descuida.

Los hombres cabra se dirigieron a sus respectivas posiciones al trote. Newel servía.

—Cuarenta-quince —voceó, y lanzó una pelota al aire para golpearla e iniciar el juego ágilmente.

Doren respondió con un recio derechazo que cruzó toda la cancha, pero Newel estaba bien colocado y se lo devolvió con un suave tiro con efecto que hizo rebotar levemente la pelota con mucho giro. Parecía imposible de devolver, pero Doren se lanzó a la carrera y consiguió poner la raqueta debajo de la pelota antes de que diese el segundo bote, y la hizo pasar sobre la red. Newel se había anticipado correctamente y ya estaba corriendo a toda velocidad hacia la red. Mientras Doren subía también, a trompicones, Newel machacó la pelota con la raqueta, enviándola a la esquina de la cancha, tras lo cual la bola rebotó y se perdió entre los arbustos.

—¡Vete a buscarla, bobo! —dijo Doren—. No hacía falta que la mandases al bosque. Tenías pista de sobra.

—Está molesto porque acabo de ganarle cinco juegos a tres —explicó Newel, haciendo girar la raqueta.

—¡Estoy molesto porque estás tratando de presumir delante de Seth! —repuso Doren.

—¿Me estás diciendo que tú no me habrías machacado si te hubiese lanzado un globo patético?

—¡Estabas en la red! Le habría dado un toquecito con un ángulo bestial. Mejor ganar con elegancia que tener que ir a buscar pelotas entre la maleza.

—Los dos sois realmente buenos —dijo Seth.

Al parecer, el cumplido agradó a los dos hombres cabra.

—Ya sabes, los sátiros inventaron el tenis —dijo Newel, haciendo equilibrios con la raqueta en la punta de un dedo.

—De eso nada —respondió Newel—. Nos enteramos de su existencia por la tele.

—Me gustan vuestras raquetas —afirmó Seth.

—Grafito, liviano y resistente —dijo Newel—. Warren nos consiguió todo el equipo. Antes de que se volviera tarumba. La red, las raquetas, unas cuantas cajas de pelotas.

—Nosotros construimos la cancha —dijo Doren con orgullo.

—Y nos ocupamos de su mantenimiento —añadió Newel.

—Los duendes se ocupan del mantenimiento —le corrigió Doren.

—Bajo nuestra supervisión —puntualizó Newel.

—Hablando de pelotas de tenis —dijo Doren—, casi todas las nuestras estás desinfladas, pero como se nos acaban los suministros nos da siempre mucha rabia abrir una lata nueva. Si nuestro trato con las pilas sale bien, ¿crees que podrías conseguirnos pelotas nuevas?

—Si esto sale bien, creo que podré conseguiros lo que queráis —prometió Seth.

—Entonces, hablemos de negocios —dijo Newel, que dejó la raqueta en el suelo y se frotó las manos—. ¿Tienes la mercancía?

Seth rebuscó por la caja de emergencias y sacó ocho pilas, que alineó en el suelo.

—Pero mira qué cosa —se maravilló Doren—. ¿Alguna vez habías visto algo tan precioso?

—Es un comienzo —dijo Newel—. Pero afrontémoslo: se agotarán en poco tiempo. Deduzco que, allí de donde las trajiste, hay más, ¿verdad?

—Muchas más —le aseguró Seth—. Esto sólo es un pedido de prueba. Si no recuerdo mal, dijisteis algo de que las pilas valían su peso en oro.

Newel y Doren se cruzaron una mirada.

—Creemos que a lo mejor te gusta más lo que se nos ha ocurrido —dijo Newel.

—Síguenos —dijo Doren.

Seth se dirigió con los sátiros hacia un pequeño cobertizo blanco, no lejos de la red.

Newel abrió la puerta y se metió rápidamente por ella. Salió con una botella en la mano, en alto.

—¿Qué dices? —preguntó Newel—. Una botella de buen vino por esas ocho pilas.

—Un vino potente —le dijo Doren en tono de confidencia—. Te hará salir pelo en el pecho en poco tiempo. Tendrías mucha suerte si pudieras conseguir algo así de tus abuelos.

Seth miró a un sátiro y a otro, alternativamente.

—¿Estáis hablando en serio? ¡Tengo doce años! ¿Creéis que soy un alcohólico o algo así?

—Supusimos que te resultaría muy difícil conseguir algo como esto —dijo Newel, guiñándole un ojo.

—Un buen vino —añadió Doren—. De primera.

—Puede que sea cierto, pero sólo soy un crío. ¿Qué voy a hacer yo con una botella de vino?

Newel y Doren se intercambiaron una mirada nerviosa.

—Bien hecho, Seth —dijo Newel con aire incómodo, al tiempo que se pasaba los dedos entre el cabello—. Has… has superado nuestro test. Tus padres estarían muy orgullosos de ti.

Newel le propinó un codazo a Doren.

—Sí, esto… a veces sometemos a la gente a un test —explicó Doren—. Y gastamos bromas.

Newel volvió a meterse en el cobertizo. Regresó sosteniendo una rana azul con rayas amarillas.

—Ahora en serio: esto era lo que realmente teníamos pensado, Seth.

—¿Una rana? —preguntó Seth.

—No es cualquier rana —respondió Doren—. Enséñasela.

Newel hizo cosquillas a la rana en la tripa. La papada se le infló hasta el tamaño de un melón pequeño y la rana soltó un tremendo sonido de eructo. Seth se rio, sorprendido y divertido. Los sátiros rieron con él. Newel volvió a acariciar a la rana y sonó de nuevo el mismo atronador sonido de eructo. Doren lloraba de risa y se enjugaba las lágrimas.

—Bueno, ¿qué dices? —preguntó Newel.

—Ocho birriosas pilas a cambio de una rana increíble —dijo Doren—. Yo aceptaría el trato.

Seth se cruzó de brazos.

—La rana mola un montón, pero no soy un niño de cinco años. Si la cosa está entre el oro y una rana que eructa, me quedo con el oro.

Los sátiros arrugaron el entrecejo, claramente decepcionados. Newel asintió en dirección a Doren, el cual se coló en el cobertizo y regresó con un lingote de oro en la mano. Se lo entregó a Seth.

El niño miró y remiró el lingote por todos sus lados. Tenía el tamaño aproximado de una pastilla de jabón de hotel. Había una «N» grabada en uno de los laterales. Por lo demás, se trataba de un rectángulo liso, de oro, un poco más pesado de lo que aparentaba. Contenía probablemente suficiente cantidad de oro como para valer un buen pellizco de dinero.

—Esto ya es otra cosa —dijo Seth con alegría, y metió el oro dentro de su caja de emergencias—. ¿Qué significa la N?

Newel se rascó la cabeza.

—Nada.

—Exacto —dijo Doren rápidamente—. Significa «nada».

—¿Nada? —preguntó Seth, dubitativo—. ¿Por qué iba nadie a poner una N de «nada»? ¿Por qué no lo dejó liso sin más?

—Newel —probó Doren—. Significa «Newel».

—Era mi hebilla favorita de cinturón —añadió Newel con cara de nostalgia.

—¿Usabas pantalones? —preguntó Seth.

—Es una larga historia —explicó Newel—. No nos quedemos en el pasado. El hecho es que hay más… esto… más hebillas de cinturón en el lugar de donde salió esta, todas de oro macizo. Tráenos más pilas y seguiremos comerciando contigo.

—Por mí estupendo —dijo Seth.

—Esto podría ser el comienzo de una fabulosa asociación —dijo Newel.

Doren levantó la mano con gesto de cautela para detener la conversación.

—¿Oís eso?

Los tres guardaron silencio y aguzaron el oído.

—Algo viene —dijo Newel, frunciendo el entrecejo.

Se comportaran como se comportaran, los sátiros solían envolverse de un aura que hacía que todo lo que decían sonase medio en broma. Ahora no había ni rastro de esa actitud.

Siguieron escuchando con atención. Seth no oía nada.

—¿Me estáis tomando el pelo, chicos? —preguntó.

Newel negó con la cabeza y levantó un dedo.

—No logro ubicarlo. ¿Y tú?

Doren olisqueaba el aire.

—No puede ser.

—Será mejor que te pires, Seth —dijo Newel—. Vuelve al jardín.

—Con el oro, ¿verdad? —Seth sospechaba que pudieran estar tratando de tomarle el pelo para quedarse con su recompensa.

—Por supuesto, pero será mejor que te des pri…

—Demasiado tarde —le avisó Doren.

Una criatura del tamaño de un poni salió de pronto de entre los matorrales y apareció en la cancha de tenis. Seth le reconoció de inmediato.

—¿Olloch?

—¿Olloch, el Glotón? —preguntó Newel a Seth.

—Pensaba que olía como un demonio —se quejó Doren.

—Sí —dijo Seth—. Me mordió.

Con su grotesco aspecto de sapo, Olloch se irguió hacia atrás y abrió la boca. Era como si el demonio se hubiese tragado un calamar, tal era la cantidad de lenguas que le salieron de la boca. Sentado recto, Olloch era casi tan alto como Seth. Tras un rugido triunfal, el demonio agachó la cabeza y se lanzó al ataque a cuatro patas, contoneándose y dando saltitos.

Newel agarró a Seth de la mano y tiró de él para apartarlo del demonio.

—¡Corre! —chilló.

—¡Por la televisión! —gritó Doren, blandiendo su raqueta de tenis sin ceder terreno.

Olloch se abalanzó sobre el sátiro, pero Doren hizo un quiebro a un lado y le propinó un raquetazo para alejar de sí un par de lenguas. Otras cuantas lenguas salieron a la carga y le quitaron a Doren la raqueta de las manos. Las lenguas metieron la raqueta en la boca abierta y unos segundos después la escupieron sin las cuerdas y con el marco partido.

Seth había alcanzado los arbustos que rodeaban la cancha cuando Olloch, haciendo caso omiso de Doren, dio un salto gigantesco hacia él y a continuación arremetió a una velocidad espeluznante. El chico supo que no lograría regresar al camino, y menos aún al jardín de la casa. Se puso a pensar a toda velocidad, tratando de recordar si llevaba algo en el kit de emergencia que le pudiera ser de utilidad.

El demonio, con sus lenguas retorciéndose, dio un brinco.

—¡Por las pilas! —exclamó Newel, interceptando al glotón en pleno vuelo y rodeándole la cintura con los dos brazos.

—¡Al cobertizo! —gritó Doren, que recuperó su raqueta descordada y echó a correr en dirección al demonio.

Seth se dio la vuelta y salió pitando hacia el cobertizo. Gruñendo y baboseando, Olloch se quitó a Newel de encima y echó a correr en pos de Seth, sin erguirse, avanzando rápidamente. De un vistazo por encima del hombro, Seth vio que el demonio estaba cada vez más próximo, acortando a gran velocidad el espacio que le separaba de él, a pesar del bamboleo de sus andares.

Doren se interpuso de un salto en el camino del demonio y levantó la maltrecha raqueta.

Un sinfín de lenguas como serpientes ciñeron al sátiro y le lanzaron a un lado. Los esfuerzos de Doren hicieron poco por frenar a Olloch, pero le proporcionaron a Seth el tiempo suficiente para meterse en el cobertizo como una flecha y cerrar la puerta. El demonio se estampó contra la puerta un segundo después. Algunos tablones blanqueados se partieron, pero se mantuvieron en su sitio. El demonio arremetió contra el cobertizo una vez más, lo que hizo estremecer su pequeña estructura.

—Aguanta, Seth —gritó Doren—. Vienen refuerzos.

El chico buscó algún arma. Lo mejor que consiguió encontrar fue una azada. La puerta se hizo añicos y Olloch entró, gruñendo y con sus húmedas lenguas retorciéndose. A la espalda del babeante demonio, Seth vio que Hugo cruzaba a saltos la cancha de tenis. Las lenguas, ansiosas por agarrarle, se estiraban en dirección al chico, que agitaba con saña la azada. Una lengua se enroscó hábilmente alrededor de la azada y se hizo con ella. Entonces, llegó Hugo.

El golem agarró al demonio por detrás con una mano y lo lanzó fuera del cobertizo.

Olloch aterrizó, rodó sobre sí mismo y volvió a la carga contra Seth, que ahora se encontraba plantado junto a Hugo en el umbral sin puerta. El golem avanzó hacia delante para bloquearle el acceso a Seth.

Las lenguas salivosas se estiraron hacia Hugo, agitándose. El golem asió varias de ellas, levantó al demonio por los aires y empezó a darle vueltas por encima de su cabeza. Las lenguas se estiraron conforme el golem hacía girar al glotón cada vez más rápido, para finalmente soltarlo y mandar a Olloch volando por encima de las copas de los árboles.

Doren dio un silbido, claramente impresionado.

—Volverá enseguida —dijo Newel. Tenía el pecho y los brazos manchados de hierba.

—Deberías volver al jardín a toda prisa —coincidió Doren.

—Estaría bien obtener unas cuantas pilas gratis por esto —dijo Newel, limpiándose.

—Y una raqueta nueva —añadió Doren.

—Hablaremos de ello —dijo Seth, que cogió su caja de emergencias con el oro dentro.

Hugo aupó sin miramientos a Seth y echó a correr, sin darle la menor oportunidad a decir u oír ni una palabra más. No podía creer lo rápido que corría el golem entre los árboles, con zancadas impresionantes con las que ganaba mucho terreno. Hugo se abría paso como una apisonadora por la maleza y la maraña de ramas, sin buscar los senderos.

Al cabo de poco tiempo estaban de vuelta en el jardín. Allí estaba su abuela, con las manos en jarras, junto con Coulter, Vanessa y Kendra. Hugo depositó delicadamente a Seth en el suelo delante de la abuela.

—¿Estás bien? —le preguntó su abuela, agarrándolo por los hombros y echándole un vistazo por si tenía alguna herida.

—Gracias a Hugo, sí.

—Tuviste suerte de que Hugo estuviese en el jardín —dijo la abuela—. Oímos unos rugidos en el bosque y no te encontrábamos por ninguna parte. ¿Qué hacías en el bosque?

—Jugar al tenis con los sátiros —respondió Seth—. Olloch me encontró.

—¡Olloch! —exclamó.

Los demás pusieron también cara de susto.

—¿Cómo es posible que haya entrado en la reserva? —preguntó Coulter.

—¿Estás seguro de que se trataba de Olloch? —preguntó.

—Le reconocí —respondió Seth—. Está mucho más grande. Tiene un montón de lenguas. Vino derecho por mí; prácticamente ni se fijó en los sátiros.

Oyeron un crujido en el bosque y se volvieron para ver de frente lo que quiera que se les estuviera acercando. Olloch avanzaba a gatas hasta llegar al borde del jardín y se detuvo. El demonio se irguió, con las lenguas ondeando cual banderolas hechas de carne, y emitió un bramido lastimero. Se dejó caer hacia delante, pero no podía pisar la hierba.

—No puede entrar en el jardín —dijo Vanessa.

—Aún no —coincidió su abuela.

—Entonces, ¿cómo entró en la reserva? —insistió Coulter.

—No lo sé, pero será mejor que lo averigüemos rápidamente —dijo la abuela.

—¿Hugo puede matarlo? —preguntó Kendra.

—No es muy probable —le respondió su abuela—. De hecho, calculo que incluso con este tamaño, si Olloch se empeñase, podría devorar a Hugo pedazo a pedazo.

El monstruo agitaba la cabeza, meneando las lenguas y golpeando el suelo con las patas, obviamente furioso por tener tan cerca a su presa y verse tan claramente incapaz de darle alcance.

—Vaya, eso sí que sería una imagen insólita —murmuró Coulter.

—Increíble —dijo Vanessa.

—¿Qué hacemos? —preguntó Seth.

—Para empezar —respondió su abuela, enojada—, estás oficialmente castigado.