Sin embargo, estaba la tercera cosa. Esa vez Auri no se ruborizó. Sonrió. Se lavó la cara, las manos y los pies. Entonces se dirigió a Puerto y abrió el tarro de bayas de acebo. Sacó una sola semilla que cogió con el índice y el pulgar. La diminuta baya brillaba como la sangre pese a la luz verdosa de Foxen.

Auri fue correteando hasta Caraván y se miró en el espejo. Se pasó la lengua por los labios y se los frotó con la baya, pasándola de izquierda a derecha. Entonces volvió a pasar la baya una y otra vez, de un lado a otro, por encima de sus labios.

Se miró en el espejo. Estaba igual que antes. Sus labios eran de un rosa pálido. Sonrió.

Auri regresó a Manto. Se lavó la cara, las manos y los pies.

Burbujeante de emoción, Auri remiró la cama que le había preparado. La manta. El estante con el Amyr diminuto esperando allí para protegerlo.

Era perfecto. Era correcto. Era un principio. Algún día, él necesitaría un lugar, y ya lo tenía allí, preparado. Algún día, él iría y ella lo cuidaría. Algún día él sería todo de cáscara de huevo, hueco y vacío en la oscuridad.

Y entonces… Auri sonrió. No para ella. No. No para ella, eso nunca. Ella debía permanecer pequeña y oculta, bien escondida del mundo.

Pero para él era completamente diferente. Para él, Auri emplearía todo su deseo. Emplearía toda su astucia y todo su arte. Y entonces haría un nombre para él.

Auri giró tres veces sobre sí misma. Olisqueó el aire. Sonrió. A su alrededor todo era correctamente auténtico. Ella sabía exactamente dónde se encontraba. Se encontraba exactamente donde debía encontrarse.