El corazón oculto de las cosas

Auri recogió los treses y regresó a Manto. Le pareció que ya no pesaban tanto, pero eso no le sorprendió. Habían derramado sus secretos, y Auri sabía muy bien lo pesados y difíciles de contener que podían volverse los secretos.

De vuelta en Manto, Auri distribuyó meticulosamente los treses. Pero antes de que hubiera terminado de colocarlos a lo largo de la pared, vio la forma de su primer obsequio para él. Estaba más claro que el agua. Ahora entendía que allí sobrara tanto suelo. Ahora entendía que nunca hubiera utilizado el segundo anaquel de la pared.

Los dientes eran maravillosos. Sumamente auténticos. Brillaban como deseos de un cuento de hadas.

Al ver cómo tenía que ser, Auri cogió el primer diente brillante y lo llevó a Tumbrel. Pasó por Galeras, con sus hombres en cueros, y por Redondel, perfectamente circular, y por Nuevemente, tan displicente con su nuevo nombre.

Sonriendo, llevó el reluciente tres de latón al cajón del ropero. El diente se acurrucó sin esfuerzo; encajaba allí como un amante o una llave. Auri metió las manos y notó la fresca y blanca suavidad de la sábana en las yemas de los dedos. La sacó y se la acercó a los labios.

Ya tenía libertad para marcharse; jadeante, Auri volvió a toda prisa a Manto con la sábana apretada contra el pecho.

El segundo tres lo llevó directamente a Tocs. Y por un instante, Auri dejó atrás la Subrealidad. Una pared semiderruida, una escalera oculta; cruzó un sótano y subió al almacén de la mejor posada que conocía. Allí dejó el tres y se llevó un precioso colchoncillo blanco relleno de inocencia y plumón. Era blando y fino, repleto de dulces susurros y caminos recordados.

Pese a lo cargada que iba, Auri corrió por los túneles, ágil como una gacela.

De vuelta en Manto, extendió el colchón con cuidado junto a la pared opuesta a la de su cama. Lo bastante cerca para que, si fuera necesario, ella solo tuviera que susurrar. Lo bastante cerca para que, si él quisiera, pudiera cantarle por la noche.

Al pensar eso se sonrojó un poco; luego puso la sábana, tan suave y tan tersa, en la cama que le estaba preparando. La alisó esmeradamente con las dos manos. Era delicada y tierna como un beso en la piel.

Con una sonrisa en los labios, Auri fue a Puerto a buscar la manta. Claro que la manta la había abandonado. La manta había entendido la realidad de las cosas mucho antes. Ya no era para ella, sencillamente. Auri la extendió sobre la cama y comprobó que ya no le tenía miedo al suelo. Se apartó un poco y la contempló, tan suave y tan dulce, tan inofensiva y bonita.

De Puerto se llevó su preciosa taza de té. Se llevó el libro con tapas de piel, sin cortar y sin leer y absolutamente desconocido. Se llevó la estatuilla de piedra. Puso las tres cosas en el anaquel junto a la cama que le había preparado, para que él tuviera sus propias cosas bellas.

Y ya estaba. Ya tenía un obsequio para él: un sitio seguro donde quedarse.

Por mucho que deseara parar y regodearse, Auri tenía que continuar. Ese día, la regla era el tres. Necesitaba dos regalos más.

Auri volvió a Puerto y pasó la vista por los anaqueles con su mejor mirada de hacedora. Y como era un día de elaboraciones, y con aquel viento tan precioso a sus espaldas, Auri pensó qué podría él necesitar.

Era una forma de pensar diferente. Aunque no deseara nada para ella misma, sabía que aquellas cosas eran peligrosas.

Observó el tarro de las bayas de acebo, y lo atrajo, pero sabía que no era para él. No del todo. Era un obsequio para una visita imprevista. El panal… casi. Extendió un brazo y, con dos dedos, tocó el tarro de frutos de laurel. Levantó la tapa y lo acercó a la luz. Era verdad que a él le faltaban laureles.

Y entonces cayó. Claro. Esbozó una sonrisa. ¿Acaso había algo mejor para mantener a raya la ira? Además, era la tercera parte de una cosa que ella ya había empezado. Una vela. Una vela era lo ideal para él.

De pronto, Auri se detuvo; todavía tenía el tarro en las manos. Contuvo la respiración y pensó en la dura realidad del momento. Una vela significaba derretir. Y fusionar. Sobre todo, significaba un molde. Notó que se le fruncía toda la cara al pensar en bañar algo para él. Eso no habría sido correcto en absoluto; él no era para cosas hechas poquito a poco.

No. Un molde. Era la única forma de hacer una vela lo bastante bonita para él.

Y eso significaba Recaudo.

Auri apenas titubeó. Por ella misma no se habría atrevido a hacerlo, pero así era como tenía que ser, sencillamente. ¿Acaso no se merecía él unas cuantas cosas bonitas? Después de todo lo que había hecho, ¿no se merecía un regalo precioso y magnífico?

Claro que sí. De modo que Auri, decidida, se dirigió a Manto. Y abrió de par en par la puerta forrada de hierro. Y entró en Recaudo.

Era un lugar limpio y tranquilo.