Auri volvió a colocar a Fulcro en su estrecha repisa y le limpió las lágrimas que le había dejado en la tierna cara de latón. Entonces fue hasta el cazo y comprobó, satisfecha, que el sebo ya se había derretido por completo. Olía a caliente, a hogar, a tierra, a aliento. Auri se inclinó y apagó la llama amarilla de un soplido.
Luego fue donde estaba su vasija y se enjuagó la cara. Se enjuagó las manos y los pies.
Se sentó junto al cazo en el cálido suelo de piedra. Ya faltaba poco. Estaba cerca. Sonrió, y durante el tiempo que se tarda en respirar hondo, casi no le importó lo greñuda y sucia que se había quedado.
Removió el sebo con un palito. Respiró acompasadamente para serenarse. Cogió el tarro de agua de ceniza y la vertió despacio sobre el sebo. La mezcla se enturbió al instante, se volvió blanca con una pizca de rosa. Auri sonrió, orgullosa, y siguió removiendo y removiendo.
Cogió la sustancia ambarina, tan picajosa y con bondad de pétalo. La vertió también en el cazo, y toda la habitación se llenó de almizcle, misterio y oso. Siguió removiendo y pronto empezó a oler a flor de selas.
Con gesto de profunda concentración, Auri removió una vez más. Y otra más. Notó que la mezcla se espesaba. Paró de remover y dejó el palito.
Respiró hondo. Fue a enjuagarse la cara, las manos y los pies. De dos en dos, recogió sus utensilios y los devolvió donde les correspondía. A Guardamangel, a Puerto, a Retintín llevó botellas, lámparas y ollas.
Cuando hubo terminado de hacer todo eso, Auri cogió el cazo de cobre, que ya se había enfriado, y lo llevó a Puerto. Inclinó el cazo, metió una mano dentro y sacó una lisa cúpula de dulce y blanco jabón.
Utilizó el borde de la bandeja fina como un pétalo de flor para cortar la cúpula de jabón. Fue cortando pastillas, todas de distinto tamaño y distinta forma. Todas diferentes, y todas de su gusto. Era una travesura deliciosa, pero dado que el jabón era suyo, aquel caprichito no podía causar ningún daño.
De vez en cuando, Auri se daba algún gusto. Eso la ayudaba a recordar que era absolutamente libre.
Mientras trabajaba, Auri se fijó en que el jabón no era realmente blanco. Era de un rosa palidísimo, del color de la nata fresca con una gotita de sangre. Auri levantó una pastilla y, moviéndose con sumo cuidado, se la acercó a la cara y la rozó con la punta de la lengua.
La perfección del jabón le dibujó una sonrisa en la cara. Era jabón de besar. Suave, pero firme. Misterioso, pero dulce. No había nada parecido en todo Temerant. No había bajo la tierra ni bajo el cielo nada que se le pudiera comparar.
No podía esperar ni un segundo más. Fue corriendo a su vasija. Se lavó la cara, las manos y los pies. Rio. Su risa era tan dulce, tan fuerte y tan prolongada que parecía una campana, un arpa, una canción.
Fue a Retintín. Se lavó. Se cepilló el pelo. Riendo y saltando.
Volvió corriendo a casa. Se metió en la cama y se quedó dormida, sola, con una sonrisa en los labios.