Una vez limpio, el frasco brilló como el corazón de algún olvidado dios glacial. Lo hizo girar en las manos y descubrió unas letras diminutas grabadas en la parte inferior. Rezaban: «Para mi intoxicante Éster».
Auri se tapó la boca con una mano, pero aun así se le escapó una risita. Moviéndose despacio, con gesto de incredulidad, desenroscó el tapón y olisqueó su contenido. Entonces rio abiertamente, a carcajadas. Reía tan fuerte que le costó trabajo volver a enroscar el tapón. Todavía estaba riéndose al cabo de un minuto, mientras se guardaba el frasco en lo más hondo de su bolsillo.
Todavía sonreía cuando, con cuidado, bajó por la escalera sin nombre y lo puso en el estante para libros de Puerto. El frasco prefería el estante para libros, y eso era bueno por partida doble, porque allí les haría compañía al tarro de bayas de acebo y a la manta.
Todavía sonreía cuando se metió en su perfecta camita. Sí, hacía frío y estaba sola, pero eso no tenía remedio. Y Auri sabía mejor que nadie que valía la pena hacer las cosas correctamente.