Auri compuso una sonrisa que quedó oculta tras la cortina de su pelo. Entonces hizo una voltereta lateral, la primera en mucho tiempo. Su pelo, finísimo, la siguió como la cola de un cometa. Paseó la vista alrededor y vio un árbol con un agujero oscuro en el tronco. Fue danzando hasta él, brincando y revoleando, y una vez allí se agachó y se asomó al agujero.
Entonces, de espaldas a la granja, Auri abrió la caja de Foxen, y, en ese preciso instante, un gritito ahogado recorrió el silencio nocturno que la envolvía. Se tapó la boca con una mano para no reír. El agujero era perfecto; tenía la profundidad justa para que una niñita metiera una mano y rebuscase dentro. Una niñita curiosa, claro, y lo bastante valiente para hundir el brazo casi hasta el hombro.
Auri se sacó el cristal del bolsillo. Lo besó; era un explorador valiente y afortunado. Era la cosa perfecta. Y aquel era el lugar perfecto. Cierto: Auri ya no estaba en la Subrealidad, pero aun así, aquello era tan auténtico que no podía negarse.
Envolvió el cristal con una hoja y lo puso en el fondo del agujero.
Entonces echó a correr por el bosque. Danzando, brincando y riendo feliz.
Regresó al cementerio y se subió a una gran lápida. Risueña y sentada con la espalda recta, Auri hizo una cena pertinente a base de pan moreno tierno con una pizca de miel. De postre comió piñones recién extraídos de sus piñas; cada uno era un festín diminuto y perfecto.
Entretanto, su corazón rebosaba de emoción. Su sonrisa brillaba más que el creciente de luna del cielo. Y se lamió los dedos, como habría hecho un ser ordinario, indecoroso y malvado.