Un lugar muy agradable y singular

Al final, una nube tapó la luna. Qué engreída. Auri aprovechó la ocasión para escabullirse y volver a la Subrealidad.

Recorrió todo Centenas con el corazón encogido. Pero en Umbra encontró una gran maraña de madera seca que debía de haberse colado por alguna rejilla durante una tormenta ya olvidada. Fresno, olmo y espino. Había tanta madera que tuvo que hacer seis viajes para llevársela toda a Manto. Fue un hallazgo interesante, y cuando hubo acabado, Auri casi silbaba de alegría.

Se lavó la cara, las manos y los pies. Sonrió al aspirar el olor de su pastilla de delicado jabón, cuyo tamaño se había reducido un poco más, y volvió a ponerse su segundo vestido favorito. Todavía era un día de acciones.

Tras llenarse los bolsillos y coger su saco de recoger, se dirigió a Mandril. Ni siquiera se mojó los pies, pues hacía una eternidad que no caía una lluvia abundante. Llegó al tramo final del tortuoso camino, y se detuvo ante la última esquina. Como había un ligero rastro de luz de luna, dio un beso rápido a Foxen y se apresuró a guardarlo en su cajita de madera.

Recorrió la última parte de Mandril casi de memoria, pues apenas veía; fue pisando con cuidado hasta que se encontró ante la rejilla de desagüe vertical, desde donde solo se veía el fondo de un barranco. Auri se colocó junto a los gruesos barrotes. Desde allí oteó el contorno del Refugio en lo alto de la colina, recortado contra el cielo estrellado. En unas pocas ventanas había luces encendidas, algunas rojas y otras amarillas, y, en el piso más alto, una de un azul intenso y espeluznante.

Entonces aguantó la respiración. No oyó voces, ni ruido de cascos, ni gritos. Alzó la vista y vio las estrellas, la luna y unos finos jirones de nube. Contempló el lento remar de aquellas estelas de nube por el cielo, y esperó hasta que taparon el creciente de luna.

Entonces descorrió el pestillo oculto de la parte interior de la rejilla, y esta se abrió como una puerta. Auri echó a correr por el barranco, atravesó una extensión de hierba bien cortada y se cobijó bajo las generosas ramas de un roble.

Permaneció un rato allí, inmóvil, hasta que su corazón dejó de galopar. Hasta haberse asegurado de que no la habían visto.

Rodeó lentamente el árbol hasta que el edificio ya no podía verla. Entonces se dio la vuelta y se perdió en el bosque.

Encontró el sitio mientras recogía piñas: un pequeño cementerio olvidado con las lápidas recubiertas de hiedra. Los rosales silvestres trepaban por los restos de una vieja cancela de hierro forjado.

Con los brazos pegados al cuerpo y las manos bajo la barbilla, Auri entró en el cementerio. Sus piececillos se movían entre las lápidas en silencio.

La luna había vuelto a salir, pero ahora estaba más baja, y un poco avergonzada. Auri le sonrió; se alegraba de que le hiciera compañía ahora que ya no estaba en lo alto de las cosas y el Refugio había quedado muy lejos. Allí, al borde del claro, la luna mostraba las bellotas esparcidas por el suelo. Auri pasó unos minutos recogiendo las que tenían el cascabillo perfecto y metiéndolas en su saco de recoger.

Se paseó entre las lápidas y se detuvo junto a una rota, cuya inscripción habían borrado la lluvia y el tiempo. La tocó con la yema de dos dedos y siguió adelante. Levantó la hiedra de un monumento y se volvió para ojear el laurel que se erguía en un rincón alejado del cementerio. Las raíces se extendían entre las lápidas, y las ramas se esparcían por lo alto. Era precioso. Tan extraño y fuera de lugar.

Pisando con cuidado entre las raíces, Auri se acercó al laurel y apoyó una mano en su oscuro tronco. Respiró hondo y aspiró el perfume tibio de sus hojas. Lo rodeó lentamente y descubrió un hueco oscuro en el suelo, entre las raíces.

Hizo un gesto afirmativo, metió una mano en su saco de recoger y sacó el hueso que había encontrado el día anterior. Se agachó y lo metió en lo más hondo del hueco oscuro bajo el árbol. Sonrió, satisfecha.

De nuevo en pie, se sacudió las rodillas y se desperezó. Entonces empezó a recoger los pequeños frutos azules del laurel y también fue guardándolos en el saco de recoger.

Después exploró el bosque. Encontró una seta y se la comió. Encontró una hoja y sopló sobre ella. Alzó la mirada hacia las estrellas.

Más tarde aún, Auri atravesó un riachuelo que nunca había visto, y le sorprendió encontrar una pequeña granja más allá, rodeada de árboles.

Fue una grata sorpresa. Era un sitio apropiado. Toda de piedra, con tejado de pizarra a dos aguas. En el porche trasero, cerca de la puerta, había una mesita, y, encima, un plato de madera tapado con un cuenco de madera vuelto del revés. Junto al plato había un cuenco de cerámica tapado con un plato de cerámica.

Auri levantó el cuenco de madera y, debajo, encontró un trozo de pan moreno recién hecho. Contenía salud, y corazón, y calor de hogar. Era precioso, y estaba lleno de invitación. Se lo guardó en el bolsillo.

Sabía que en el otro cuenco había leche, pero el plato que lo tapaba estaba puesto boca arriba, y eso indicaba que no era para ella. Se lo dejó a las hadas.

Guardándose en las sombras, Auri se dirigió por el jardín hacia el granero. Allí había un perro extraño, encallecido y preñado de aullidos. Era casi tan alto como Auri, y la cruz le llegaba a ella casi por los hombros. Salió de las sombras cuando Auri se acercó al granero.

Era negro, con el cuello grueso y cicatrices en la cara. Le faltaba un trozo de oreja, consecuencia de alguna antigua pelea. Se le acercó despacio, con la cabezota agachada, receloso, moviéndose de un lado a otro y sin dejar de mirarla.

Auri sonrió y le tendió una mano. El perro la olfateó; luego le lamió los dedos, dio un bostezo enorme y se echó a dormir.

El granero era inmenso: de piedra la parte inferior y de madera pintada la superior. Las puertas estaban cerradas y aseguradas con un gran candado de hierro. Sin embargo, el pajar estaba completamente abierto para recibir a la noche. Auri, veloz como una ardilla, trepó por la pared de piedra recubierta de hiedra. Al llegar a la planta superior tuvo que reducir la marcha, pues a sus manos y sus pies no les resultaba tan fácil agarrarse a los tablones de madera.

El granero estaba lleno de almizcle y de sueño. Y oscuro, con excepción de unas finas franjas de luz de luna que se filtraban, sesgadas, a través de las paredes de madera. Auri abrió la cajita de Foxen, y su luz verde azulada se derramó e inundó la despejada estancia.

Un caballo viejo le acarició el cuello con el hocico al pasar Auri por delante de su cuadra. Ella le sonrió y se detuvo un momento a cepillarle la cola y la crin. Una cabra preñada la saludó con un balido. Le puso un poco de grano en el comedero. También había un gato; Auri y él se ignoraron.

Auri se quedó un rato para observarlo todo: la rueda de molino, el molinillo de mano, la pequeña pero idónea mantequera, una piel de oso curtida y puesta a secar sobre una tabla. Era un lugar muy agradable y singular. Todo estaba atendido y cuidado. Auri no vio nada inútil, perdido ni erróneo.

Bueno, casi nada. Hasta el barco más estanco deja entrar un poco de agua. Un nabo se había salido del cubo y había quedado abandonado en el suelo. Auri se lo guardó en el saco de recoger.

También había una gran fresquera de piedra. Estaba llena de bloques de hielo, todos más gruesos y el doble de largos que un ladrillo de hormigón. Dentro, Auri encontró varias piezas de carne y mantequilla dulce. Había, asimismo, un cuenco con un pedazo de sebo y una fuente con un trozo de panal.

El sebo estaba furioso. Era una tormenta de manzanas de otoño, vejez e ira. No había nada que deseara más que marcharse de allí. Auri lo guardó en el fondo de su saco de recoger.

Pero el panal… ¡ay, era precioso! No había sido robado en absoluto. El granjero amaba a las abejas y hacía las cosas como era debido. Estaba lleno de campanillas silenciosas y perezosas tardes de verano.

Auri rebuscó en los bolsillos. Sus dedos tocaron el cristal y la estatuilla de piedra. El pedrusco tampoco era indicado para aquel lugar. Metió una mano en el saco de recoger y tanteó entre las bellotas que había reunido.

Durante largo rato pareció que nada de lo que había llevado consigo fuera a encajar. Pero entonces sus dedos lo encontraron, y Auri enseguida lo supo. Con cuidado, sacó el trozo de delicado y deshilachado encaje blanco. Lo dobló y lo dejó cerca de la mantequera. Era la esmerada labor de muchos días de otoño, largos y letárgicos. Sin duda hallaría un objetivo en un lugar como aquel.

Entonces Auri cogió el paño blanco limpio con que habían estado envueltas las bayas de acebo y lo frotó con un poco de mantequilla. Partió un trozo del pegajoso panal, del doble del tamaño de su mano abierta, y lo envolvió lo mejor que pudo.

Le habría encantado tener también un poco de mantequilla, pues la suya estaba llena de cuchillos. En el estante de la fresquera había once porciones cuadradas, una al lado de otra. Llenas de clavo de olor y trinos de pájaros y, curiosamente, sombrías pizcas de arcilla. Aun así, eran todas adorables. Auri registró su saco de recoger y rebuscó dos veces en todos sus bolsillos, pero al final no encontró nada.

Cerró bien la fresquera. Subió por la escalerilla que conducía hasta la ventana abierta del altillo. Guardó a Foxen, y entonces, con el saco de recoger cruzado a la espalda, Auri inició el lento descenso por la fachada del granero.

Ya en el suelo, se apartó el vaporoso cabello de la cara y besó al perro grandote en la cabeza dormida. Dobló la esquina del granero dando saltitos, y había dado una docena de pasos cuando un cosquilleo en la nuca le indicó que la estaban observando.

Paró en seco y se quedó inmóvil como una estatua. Su pelo, acariciado por el viento, se movía por su cuenta e iba lentamente a la deriva, rodeándole la cara con la suavidad de una bocanada de humo.

Sin girar la cabeza, moviendo solo los ojos, Auri la vio. En el piso de arriba, en el rectángulo negro de una ventana abierta: una cara pálida, aún más pequeña que la suya. Una niña la observaba con los ojos muy abiertos y se tapaba la boca con una mano diminuta.

¿Qué había visto? ¿La luz verdosa de Foxen colándose a través de los listones? ¿La menuda silueta de Auri, envuelta por una melena de vilano de cardo, descalza bajo la luz de la luna?