Precioso y dañado

Auri descansó un momento; luego bebió agua de la balsa de Mota, y entonces bajó a buscar el engranaje de latón. Era paciente como tres piedras, pero aun así, merecía encontrar su lugar adecuado, como cualquiera.

Puesto que no se le ocurrió nada mejor, Auri lo bajó a Galeras. Quizá fuera ese el lugar que le correspondía. O mejor aún, quizá aquel artefacto de latón le diese alguna pista de qué podía ser aquella minúscula y misteriosa incorrección que impedía que la sala de estar produjera un sonido dulce como el de una campanilla.

Y quizá allí abajo pudiera ver el engranaje con mejor luz. Sobre todo ahora que el sitio estaba tan nuevo y casi perfecto. Suponía que era un sitio tan bueno como el mejor.

Así que bajó al elegante y correcto Galeras, con sus paredes forradas con paneles de madera. Y entró en su nueva sala de estar. Puso el engranaje encima del sofá y se acurrucó a su lado, recogiendo las rodillas.

El engranaje no parecía más contento allí. Auri suspiró y lo miró ladeando la cabeza. Pobrecillo. Mira que ser tan bonito y estar tan perdido… Estar tan repleto de respuestas, con todo ese conocimiento atrapado dentro. Ser tan precioso y estar dañado. Auri asintió con la cabeza y posó delicadamente una mano sobre la cara lisa del engranaje para consolarlo.

¿Y en Fondotravés? ¿Por qué no se le había ocurrido antes? Cierto: cuando pensaba en amor y en respuestas, nunca le venían a la mente las antiguas ruinas de la caverna. Pero quizá precisamente por eso… Quizá hubiera algún mecanata que llevara mucho tiempo muerto, y que necesitara desesperadamente nueve dientes brillantes y amor para su abandonado corazón.

Auri deslizó un dedo por uno de los lados del engranaje, y se le enganchó un poco la piel en el borde irregular de la parte donde faltaba el décimo diente.

Y de golpe lo entendió. Supo exactamente qué pasaba. Claro. Se puso en pie de un brinco, sonriendo emocionada. Levantó la esquina de la alfombra y la enrolló hasta que vio el botón que había allí debajo, tan contento.

Se metió rápidamente las manos en los bolsillos, buscándolo. ¡Sí!

Auri puso la hebilla deslustrada junto al botón. La acercó un poco más. Le dio la vuelta. Ya. Tembló ligeramente al volver a colocar bien la alfombra. La alisó con las dos manos.

Se levantó, y dentro de ella se produjo un chasquido, como el de una llave al accionar una cerradura. Ahora la habitación estaba perfecta, completa como un círculo. Como una campanilla. Como la luna cuando estaba completamente llena.

Auri rio encantada, y cada brote de risa era un pajarillo que revoloteaba por la estancia.

Se quedó en el centro de la habitación y giró sobre sí misma para verla toda. Y cuando su mirada pasó por el anillo de encima de la mesa, vio que ya no le correspondía estar allí. Podía irse a donde quisiera. Tenía un resonar dorado, y el ámbar que contenía era manso como una tarde de otoño.

Rebosante de júbilo, Auri se puso a bailar. Sus pies descalzos destacaban, blancos, contra la oscuridad suave como el musgo de la alfombra.