Miró el suelo, cubierto de una fina capa de polvo en la que se apreciaba un rastro de huellas profundas de bota, marcas negras que se arrastraban por el polvo gris. Aquellas pisadas contaban una historia. Entraban por la otra puerta, iban de una mesa a un estante cercano, y luego trazaban una línea hasta la puerta donde se encontraba Auri.
Miró con odio el sitio por donde las huellas franqueaban el umbral. Al salir del suelo polvoriento de Tenimiento, las marcas se volvían invisibles. Eran de mucho tiempo atrás, pero aun así, su visión hacía que se le acelerara el pulso. Le ardía la piel, furiosa solo de pensar en ellas. Había otra serie de huellas de bota que contaban la historia a la inversa. Volvían a Tenimiento desde la Subrealidad, pasaban por las mesas y el estante y salían por la otra puerta. Describían una especie de círculo. Un circuito.
No eran huellas recientes. No obstante, contaban una historia que a Auri no le gustaba. Una historia que ella no quería que se repitiera.
Inspiró hondo para serenarse. No había tiempo para eso. Ellos vendrían, con sus botas duras y su arrogancia y sin ni una pizca de conocimiento adecuado de aquel lugar. Un sudor frío aplacó el ardor de su piel; Auri respiró hondo una vez más y se concentró.
Con gesto furibundo, inspiró, cruzó el umbral y entró en Tenimiento. Puso su piececito blanco dentro de la huella negra de una bota. Le resultó fácil, porque tenía los pies muy pequeños. Aun así, lo hizo con lentitud y parsimonia. Dio un segundo paso sin apenas posar los dedos del pie en el suelo. Sus piececitos encajaban fácilmente dentro de las huellas de bota, sin alterarlas y sin dejar su propio rastro.
Fue avanzando así, pasito a pasito. Primero hacia un estante, donde examinó los recipientes que allí había y se decidió por una pesada botella con tapón de cristal esmerilado. Luego cogió un cepillo y pasó un dedo por las cerdas. Entonces volvió hasta la puerta, con pasos lentos y gráciles de cervatillo.
Cerró la puerta al salir y, tras soltar un hondo suspiro de alivio, fue corriendo a Rúbrica.
Aunque iba deprisa, tardó una hora en encontrar el lugar correcto. Los túneles redondeados de ladrillo de Rúbrica recorrían la Subrealidad a todo lo largo y ancho, kilómetros y más kilómetros de pasillos que subían y bajaban y giraban para llevar las tuberías a donde tenían que llegar.
Cuando empezaba a temer que nunca la encontraría, cuando empezó a temer que quizá no estuviera en Rúbrica, oyó algo parecido a serpientes furiosas y lluvia. De no ser por ese ruido, tal vez habría tardado todo el día en encontrarla. Fue guiándose por el oído hasta que olió la humedad en el aire.
Por fin, al doblar una esquina, vio salir agua de una tubería de hierro agrietada. Parecía una fuente. La rociada había mojado los ladrillos en ambas direcciones hasta una distancia de seis metros, y las otras tuberías también goteaban. A las tuberías pequeñas de latón que transportaban aire presurizado no les importaba en absoluto. Y la tubería de orines, negra y gruesa, lo encontraba todo muy divertido. La tubería de vapor, en cambio, no estaba nada contenta. Su grueso envoltorio se había empapado, y rezongaba y humeaba, llenando el túnel de humedad y enrareciendo la atmósfera.
Desde donde se hallaba, Auri rastreó con la mirada la línea negra de la tubería de hierro rota, distinguiéndola de las demás. Sostuvo a Foxen en alto y echó a andar alejándose de la fuga y remontando el trazado de la oscura tubería.
Tras diez minutos y un rápido rodeo por Centenas, Auri encontró la válvula, una ruedecita tan pequeña que casi no podía manejarla con las dos manos. Dejó el cepillo y la botella, agarró la válvula con fuerza e intentó hacerla girar. Nada. De modo que se sacó el pañuelo del bolsillo, envolvió con él la ruedecilla y volvió a intentarlo, apretando los dientes. Al cabo de un buen rato, la válvula, que llevaba mucho tiempo sin engrasarse, cedió y, a regañadientes, dejó que la girasen.
Auri recogió sus utensilios y volvió sobre sus pasos. Ya no se oían las serpientes. La rociada se había detenido, pero todo el túnel seguía empapado. La humedad pesaba en el aire, y hacía que se le adhiriera el pelo a la cara.
Auri suspiró. Era tal como el maestro Mandrag había dicho años atrás. Regresó a la parte del túnel donde el suelo estaba seco y se sentó con las piernas cruzadas sobre los ladrillos entre las tuberías.
Aquello era lo más difícil. La espera la ponía nerviosa. Tenía mucho que hacer. Aquello era importante, desde luego, pero él llegaría al séptimo día, y ella apenas había empezado a prepararse…
Oyó algo a lo lejos. El eco de un sonido. ¿Un roce? ¿Un paso? ¿Ruido de botas? Auri, sobresaltada, se quedó quieta. Encerró con la mano a Foxen y permaneció inmóvil en la repentina oscuridad, aguzando el oído…
Pero no. No había nada. La Subrealidad acogía un millar de pequeñas cosas que se movían, el agua de las tuberías, el viento que pasaba por Trapo, el ruidoso retumbar de los carromatos, que se filtraba entre los adoquines, voces entreoídas cuyo eco se colaba por las rejillas. Pero botas, no. Ahora no. Todavía no.
Destapó a Foxen y fue a examinar de nuevo la fuga. Como el aire seguía caliente y cargado de humedad, Auri volvió a sentarse en aquel sitio donde no había nada que hacer más que preocuparse y tamborilear con los dedos. Se planteó volver corriendo a recoger el engranaje; así, al menos, tendría compañía. Pero no: tenía que quedarse.
Una fuga era un mal asunto. Pero una fuga podía pasar desapercibida cierto tiempo. Ahora, una vez cortado por completo el paso del agua por aquel trozo de tubería, era muy probable que allí arriba algo de vital importancia se hubiera visto alterado. Pero no había forma de saber qué. La tubería podía llevar a alguna parte en desuso de la Principalía, donde podía permanecer seca durante años sin que nadie se diese cuenta.
Pero también podía llevar a la residencia de los profesores, y quizá en ese preciso momento alguno de ellos estuviera dándose un baño. ¿Y si llevaba al Crisol, y algún experimento que hubieran dejado a calcinar allí tranquilamente estuviera sufriendo, en cambio, una cascada exotérmica no planeada?
Todo llevaba a lo mismo. Trastornos. Gente que encontraba llaves. Gente que abría puertas. Desconocidos paseándose por su Subrealidad con sus luces impropias. Su humo. Sus estridentes voces. Pisoteándolo todo con sus botazas, indiferentes a todo. Mirándolo todo sin tener ni idea de lo que implica una mirada. Toqueteando las cosas y desordenándolas sin la menor conciencia de lo que era correcto.
Auri se dio cuenta de que tenía los nudillos blancos. Se sacudió y se puso en pie. El pelo le colgaba, lacio, alrededor de la cabeza.
La atmósfera, sin embargo, estaba más limpia y despejada. Ya no había agua ni vapor. Auri recogió sus utensilios y comprobó, satisfecha, que la tubería se había secado por completo y lo había secado todo alrededor. Mejor aún: la sutil contemplación del silencio de las cosas había hecho desaparecer la humedad del ambiente.
Auri acercó a Foxen a la tubería negra de hierro, y le alivió ver que solo tenía una grieta del grosor de un cabello. Pese a que la tubería parecía seca, Auri sacó el pañuelo y se lo pasó. Y volvió a pasárselo. A continuación destapó la botella, mojó su cepillo y extendió un líquido transparente por aquella grieta diminuta.
Arrugó la nariz ante aquel olor cortante como un cuchillo, volvió a mojar el cepillo y embadurnó de nuevo toda la circunferencia de la tubería. Sonrió y observó la botella. Era maravilloso. El tenaculum era peliagudo, pero perfecto. Ni espeso como la mermelada, ni fluido como el agua. Se agarraba, se adhería y se extendía. Estaba lleno de hierba verde, volteretas y… ¿sulfonio? ¿Nafta? No era lo que ella habría utilizado, pero los resultados eran incuestionables. El arte empleado era digno de admiración.
No tardó mucho en recubrir el tramo de tubería donde estaba la grieta con aquel líquido brillante. Se pasó la lengua por los labios, miró hacia arriba, acumuló saliva y escupió con delicadeza en el extremo del segmento húmedo. La superficie embadurnada con tenaculum se rizó, y Auri amplió su sonrisa. Estiró un dedo y se alegró al comprobar que la superficie había quedado dura y lisa como el cristal. Sí. Quienquiera que hubiese preparado aquello había demostrado que dominaba a la perfección el arte de la alquimia.
Auri aplicó dos capas más, embadurnando bien toda la circunferencia de la tubería donde estaba la finísima grieta, y un palmo más en cada dirección. Volvió a escupir dos veces para fijarla bien. Entonces tapó la botella, la besó, sonrió y volvió, presurosa, a dar el agua.
Una vez cumplido su deber, Auri se ocupó del cepillo y regresó a Tenimiento. Pegó una oreja a la puerta. Escuchó. Oyó un débil… No. Nada. Contuvo la respiración y aguzó el oído. Nada.
Aun así, abrió la puerta lentamente. Miró dentro y comprobó que alrededor de la otra puerta no había luz. Creyó ver huellas nuevas de botas, y se le heló el corazón… Pero no. Solo eran sombras. Solo era su miedo atenazante.
Con cuidado, devolvió la botella a su anaquel, colocándola dentro del círculo oscuro sin polvo donde la había encontrado. Y luego el cepillo. Caminó pisando las grandes y brutas huellas de las botas. No le gustaba desordenar las cosas. Caminaba como se mueve el agua dentro de una pequeña ola. A pesar del movimiento, el agua permanece inalterada. Era la forma correcta de hacer las cosas.
Despacio, cerró la maciza puerta tras ella. Comprobó el pestillo para asegurarse bien. Al volver a entrar en la Subrealidad, debería haber notado la dulzura de las piedras bajo los pies. Pero no la notó. Eran simplemente piedras. El aire estaba raro y tenso. Pasaba algo.
Se detuvo y volvió a escuchar a través de la puerta. Pegó bien la oreja; luego abrió un poquito y escudriñó el interior por la rendija. Nada. La cerró y comprobó el pestillo. Apoyó todo su peso contra la puerta e intentó suspirar, pero no encontró aire dentro de su pecho. Pasaba algo. Se le había olvidado algo.
Regresó corriendo a Rúbrica, y le dio un vuelco el corazón al comprobar que había torcido en la dirección equivocada. Y luego volvió a equivocarse. Pero entonces encontró la válvula. Se arrodilló para asegurarse de que la había abierto en lugar de cerrarla. Puso las dos manos sobre la tubería y notó el temblor del agua que corría por ella.
Entonces no era eso. Pero aun así… ¿Se había movido con suficiente cuidado? ¿Había dejado alguna mancha en el suelo? Corrió hasta Tenimiento y pegó una oreja a la puerta. Nada. La abrió y sostuvo en alto a Foxen para que su luz alumbrara el suelo cubierto de polvo. Nada.
A Auri le brillaba la piel, sudada. Cerró la pesada puerta. Comprobó el pestillo y apoyó su ligero peso contra ella, empujando con las manos y la frente. Intentó respirar más hondo, pero tenía el corazón tenso y rígido en el pecho. Pasaba algo raro con el aire. La puerta se negaba a encajar del todo en su marco. Volvió a empujarla con ambas manos. Comprobó el pestillo. De pronto, la luz de Foxen parecía demasiado débil. ¿Se había movido con suficiente cuidado? No. Lo sabía. Aguzó el oído, abrió un poco la puerta y volvió a mirar dentro. Nada. Pero ver, sin más, no ayudaba. Ella sabía que las cosas eran mucho más que su apariencia. Pasaba algo. Lo intentó, pero no conseguía aflojar. No podía tomar aire. Las baldosas bajo las plantas de sus pies no parecían sus baldosas. Necesitaba llegar a algún lugar seguro.
Pese a las baldosas y la rareza del aire, Auri echó a andar en dirección a Manto. Tomó el camino menos peligroso, y aun así andaba despacio. Y aun así, a veces tenía que parar, cerrar los ojos y concentrarse en respirar. Y aun así, la respiración servía de muy poco. ¿Cómo iba a servir si el aire mismo se había vuelto falso?
En Recolecta nada tenía el ángulo adecuado, pero Auri no se dio cuenta de cuánto se había perdido hasta que miró alrededor y se encontró en Escaperlo. No se explicaba cómo podía haberse alejado tanto, pero no cabía duda de dónde se hallaba. La humedad lo invadía todo. El olor a podrido. La arenilla bajo los pies. La mirada lasciva de las paredes. Auri giró hacia un lado y hacia otro, pero no encontraba su sitio.
Intentó seguir adelante. Sabía que si caminaba, torcía y seguía caminando, al final saldría del lúgubre y arenoso Escaperlo. Llegaría a un lugar más agradable. O al menos, a un lugar que no se retorciera, y se encarrujara, amenazador, a su alrededor.
Así que caminó, torció y miró alrededor, sin perder la esperanza de descubrir un atisbo de algo que le resultara familiar. Sin perder la esperanza de que las piedras, poco a poco, empezaran a ser reconocibles bajo sus pies. Pero no. El martilleo de su corazón le aconsejaba correr. Necesitaba llegar a su lugar seguro. Necesitaba llegar a Manto. Pero ¿dónde estaba el camino? Y aunque supiera el camino, el aire estaba cada vez más tenso y mareante a su alrededor. Aunque se resistía a tocarlas, Auri estiró un brazo y apoyó la mano en una pared afilada y hostil.
Unos pocos pasos más. Un giro. Auri sonrió al ver que las cosas se abrían ante ella. Por fin. La tensión de su pecho empezó a disminuir cuando vio el final de Escaperlo un poco más adelante. Dio un par de pasos, pero entonces se percató de cuál era el camino que se le ofrecía. Paró en seco. No. No, no. La maraña hostil del túnel se despejaba al fondo. Pero iba a dar al extenso y vacío silencio de la Puerta Negra.
Auri ni siquiera dio media vuelta. Se limitó a dar un paso tras otro marcha atrás y volver por donde había venido. Era difícil. La pared se le enganchó a la mano y le arrancó la piel de los nudillos. El nudo prieto y húmedo de Escaperlo no quería que ella volviera dentro. Pero Puerta Negra sí. El camino ancho y acogedor de Puerta Negra se extendía ante ella como una boca abierta, muy oscura. Una cueva. Una caverna. Una cripta.
Paso a paso fue retrocediendo hacia Escaperlo. No se atrevía a perder de vista el camino que conducía a Puerta Negra. No se atrevía a darle la espalda y que se tornara invisible. Indecoroso. Indigno.
Por fin torció una esquina, marcha atrás, y, temblando, se dejó caer al suelo. Necesitaba que las cosas no se desmontaran a su alrededor. Necesitaba volver a Manto. Necesitaba su lugar más perfecto. Allí las baldosas que pisaba eran seguras. Allí todo era dulce y correctamente auténtico.
Auri estaba mareada, inclinada, caída. Se sacudió y no consiguió levantarse, así que se replegó y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas.
Se quedó largo rato allí sentada, en silencio. Cerró los ojos. Cerró la boca. Cubrió a Foxen con una mano. Tan pequeña y tan quieta. La humedad repugnante de Escaperlo se le enganchaba en el pelo, lo volvía lacio y pesado. Auri dejó que su propio intrincamiento cayera a su alrededor como una cortina, formando un diminuto espacio dentro. Un espacio muy pequeño solo para ella.
Abrió los ojos y miró dentro de ese diminuto espacio privado. Vio al valiente Foxen brillando con valentía en ese refugio que le ofrecían sus manos. Lo destapó, y aunque su luz era débil y escasa, verlo en aquel reducido espacio la hizo sonreír. Tanteó en su interior en busca de su nombre, perfecto y auténtico, y si bien tardó un rato largo y triste, al final lo tocó. Estaba estremecido y torcido. Asustado. Pelado. Pero por los bordes todavía destellaba. Todavía le pertenecía. Brillaba.
Moviéndose despacio, Auri se levantó y salió de Escaperlo. La atmósfera estaba cargada y convulsiva. Las paredes estaban llenas de maldad. Las baldosas se resentían de cada uno de sus pasos. Todo gruñía y se desmoronaba por todas partes. A pesar de todo, Auri encontró el camino que llevaba a Recolecta, donde las paredes estaban sencillamente tristes. Desde allí se dirigió a Incordios.
Auri notó por fin las baldosas de Manto bajo los pies. Entró con ligereza en su lugar más perfecto. Se lavó la cara, las manos y los pies. Eso ayudó. Se sentó largo rato en su silla perfecta. Se deleitó contemplando su hoja perfecta. Respiró el aire maravillosamente normal. Ya no notaba la piel tensa. Su corazón se tornó mantecoso y cálido. Foxen volvía a brillar efusivamente, casi radiante.
Auri fue a Caraván y se cepilló el pelo hasta que la humedad y los enredos desaparecieron por completo. Inspiró y soltó el aire con un suspiro. Notaba la dulzura de su nombre dentro de su pecho. Todo volvía a estar en su sitio. Sonrió.