El segundo día, Auri despertó en una oscuridad perfecta y solo oyó silencio.
Eso significaba que era un día de giros. Un día de acciones. Bien. Quedaba mucho por hacer antes de que él llegara. Ella no estaba lista, ni mucho menos.
Levantó a Foxen y dobló su manta, cuidando de que las esquinas no tocaran el suelo. Echó un vistazo a la habitación y comprobó que su caja, su hoja y su lavanda estaban bien. Su cama estaba bien. Todo estaba como debía estar.
Habría tres caminos para salir de Manto. El pasillo era para más tarde. El portal era para ese momento. La puerta era de roble, forrada de hierro. Auri no la miró.
En Puerto, la estatuilla de piedra y la tira de encaje parecían en su casa. El cristal valiente estaba satisfecho en el botellero. El hueso de brazo y el saco de hilo estaban tan cómodos que se diría que llevaban cien años allí. La vieja hebilla negra importunaba un poco a la resina, pero eso tenía fácil solución. Auri la apartó para que no hubiera problemas.
Miró alrededor y suspiró. Todo estaba bien, salvo el gran engranaje de latón. Eso la exasperaba.
Cogió el cristal y lo puso al lado del engranaje, pero con eso solo consiguió que el cristal se molestara. Era valiente como el que más, pero no era para la mesa del rincón. Auri le dio un beso a modo de disculpa y lo devolvió al botellero.
Entonces levantó el pesado engranaje con las manos y se lo llevó a Manto. La situación era francamente insólita, pero a esas alturas Auri ya no sabía qué hacer. Lo puso en la estrecha repisa de piedra de la pared de enfrente de su cama. Lo giró de modo que el hueco del diente que faltaba apuntara al techo. Como si estirase sus bracitos regordetes hacia arriba.
Dio un paso atrás, lo miró y suspiró. Mejor. Pero aun así, no era el sitio idóneo.
Auri se lavó la cara, las manos y los pies. Su fina pastilla de jabón olía a sol, y eso la hizo sonreír. Luego se puso su segundo vestido favorito, porque tenía mejores bolsillos. Al fin y al cabo, era un día de giros.
En Puerto se colgó de un hombro el saco de hilo de recoger y metió unas pocas cosas dentro. Entonces se llenó los bolsillos al máximo. Antes de salir de Manto, Auri se volvió y le echó un vistazo al engranaje. Pero no. Si había querido venir, no debería importarle tener que quedarse en Puerto. Era muy orgulloso.
En Caraván le sorprendió descubrir que el espejo estaba incómodo. Angustiado, incluso. No era una forma muy prometedora de empezar el día. Con todo, eso era la clase de cosa que solo un necio ignoraría deliberadamente. Y Auri no era necia.
Además, el espejo llevaba bastante tiempo por allí, de modo que ella se sabía sus trucos. Quería que lo movieran, pero primero era preciso calmarlo. Era preciso consolarlo. Convencerlo. Necesitaba que lo taparan. Así que, pese a no haberse peinado todavía, Auri recogió a Foxen y tomó el camino más largo para bajar a Galeras. Fue despacio hasta su puerta recién abierta, contemplando los frescos del techo.
Se detuvo brevemente en la sala de estar y miró alrededor. Aquella levísima incorrección seguía allí, como un trocito de cartílago que se le hubiese quedado atrapado entre los dientes. Si todo lo demás no hubiera estado rozando la perfección, no le habría molestado.
Pero hay cosas que no pueden hacerse deprisa y corriendo. Auri lo sabía muy bien. Además, necesitaba arreglar el espejo antes que ninguna otra cosa. Eso implicaba taparlo. Así pues, subió la escalera sin nombre, brincando para esquivar las piedras sueltas. Pasó por la pared derrumbada y entró en Tumbrel.
Una vez allí, Auri abrió el cajón del armario. No tocó las sábanas, sino que se metió las manos en los bolsillos. Palpó las facetas lisas del cristal valiente. No. Tocó las líneas curvadas de la amable estatuilla de piedra. No. ¿El pedrusco negro y plano? No.
Entonces sus dedos tocaron la hebilla, y Auri sonrió. La sacó y la puso suavemente en el cajón. Entonces levantó la sábana doblada que estaba encima del montón. Era lisa y suave, muy agradable al tacto. Pálida como el marfil.
Auri se detuvo y contempló la negrura de la hebilla que había puesto en el cajón. Notó como si tuviera una piedra en el estómago. Aquel no era el lugar para la hebilla. Sí, parecía adecuado, desde luego. Pero ella sabía que, al final, parecer no era suficiente, ¿verdad?
A regañadientes, volvió a dejar la sábana en el cajón. Sus dedos se deslizaron por su blancura perfecta. Era tan lisa, tan limpia y tan nueva… Había en ella un ligero rastro de invierno.
Pero no. No es lo mismo la verdad que lo que desearíamos que fuera verdad. Auri dio un suspiro, cogió la hebilla y se la guardó en el fondo del bolsillo.
Dejó la sábana donde estaba y volvió a Manto. Ahora iba más despacio, sin dar saltitos. Bajar por la escalera sin nombre la animó un poco. Avanzaba como si estuviera ebria, rectificando constantemente, esquivando los puntos peligrosos y buscando las partes seguras.
Auri notó moverse una baldosa bajo los pies y agitó los brazos para no resbalar. Ladeó la cabeza y se quedó haciendo equilibrios sobre un pie. ¿Sería aquello Tentetieso? No. Era demasiado malicioso.
En Caraván, el espejo seguía nervioso. A falta de mejores opciones, Auri no tuvo más remedio que utilizar la manta de su cama. Con cuidado de que no tocara el suelo, se la echó por encima al espejo, y entonces lo puso de cara a la pared. Solo así pudo moverlo por la habitación y dejarlo delante de la ventana tapiada, donde tan desesperadamente ansiaba estar.
Auri devolvió su manta a Manto y se lavó la cara, las manos y los pies. Volvió a Caraván y vio que había empleado bien su tiempo. Jamás había visto tan satisfecho a su espejo. Se sonrió, se cepilló los nudos de duende del pelo hasta que este volvió a quedar suspendido a su alrededor como una nube dorada.
Pero cuando estaba terminando, cuando levantó los brazos para echar su nube de pelo hacia atrás, de pronto Auri sintió un ligero mareo y se tambaleó un poco. Cuando se le hubo pasado, fue caminando despacio hasta Grillito y bebió un largo trago. Notaba el agua fría correr por su interior sin que nada la detuviera. Se sentía hueca por dentro. Su estómago era un puño vacío.
Sus pies querían llevarla a Manzanal, pero ella sabía que no quedaban manzanas. Además, él no iba a estar esperando allí. No hasta el séptimo día. Y en realidad era mejor así, pues Auri todavía no tenía nada adecuado para compartir. Ni nada suficientemente bueno para ser un regalo apropiado.
Así que se dirigió a Guardamangel. Sus cacerolas colgaban en los sitios correctos. Su lámpara anímica estaba donde le correspondía. La taza de cerámica rajada reposaba tranquila. Todo estaba como debía estar.
Dicho eso, Auri tenía más utensilios que comida en Guardamangel. En los estantes estaba el saquito de sal que él le había regalado. Había cuatro gruesos higos recatadamente envueltos con una hoja de papel. Una única manzana, sola y arrugada. Un puñado de guisantes secos reposaban tristemente en el fondo de un tarro de cristal transparente.
Empotrada en la encimera de piedra había una pila por la que corría un lento pero constante chorro de agua helada. Pero allí no había nada enfriándose, a excepción de un trozo de mantequilla amarilla; y la mantequilla estaba llena de cuchillos y no era apta para el consumo.
En la encimera había una cosa preciosa y maravillosa: un cuenco de plata, lleno a rebosar de frutos de nuez moscada. Redondos, marrones y lisos como guijarros de río, habían venido de visita desde tierras muy lejanas. Su presencia se percibía en el aire; era casi como si entonaran cantos nostálgicos. Auri los contempló con añoranza y pasó las yemas de los dedos por el borde del cuenco de plata, que tenía grabadas unas hojas entrelazadas…
Pero no. Pese a lo especiales y adorables que eran, Auri no creía que fueran buenos para comer. Al menos no en ese momento. En ese aspecto eran como la mantequilla: no podían considerarse comida exactamente. Eran misterios que querían tomarse su tiempo en Guardamangel.
Auri trepó a la encimera de piedra para poder coger la manzana, que estaba en su estante, muy alto. Entonces se sentó junto a la pila con las piernas cruzadas y la espalda recta; cortó la manzana en siete trozos iguales y se la comió. Era correosa y estaba llena de otoño.
Después seguía teniendo hambre, así que bajó el papel y lo colocó ante sí, desdoblándolo con cuidado. Se comió tres higos, dando bocados minúsculos y tarareando. Cuando hubo terminado, ya no le temblaban las manos. Envolvió de nuevo el único higo que quedaba y lo puso en el estante, y entonces bajó al suelo. Con una mano ahuecada, cogió un poco de agua de la pila y se la bebió. Sonrió. Notó un cosquilleo en las tripas.
Después de comer, Auri supo que ya hacía rato que debería haberle encontrado el sitio correcto al engranaje de latón.
Al principio intentó halagarlo. Con las manos, lo puso con cuidado encima de la repisa de la chimenea, junto a su caja de piedra. El engranaje, sin embargo, ignoró el cumplido y se limitó a quedarse allí, tan poco comunicativo como siempre.
Auri dio un suspiro, lo cogió con las manos y se lo llevó a Umbra, pero no se encontró a gusto rodeado de toneles viejos. Tampoco quiso quedarse en Grillito, cerca del arroyo. Auri lo llevó por toda Casa Oscura y lo puso en cada uno de los alféizares, pero al engranaje no le gustó ninguno.
A Auri cada vez le dolían más los brazos de soportar el peso del engranaje; intentó enfadarse, pero no aguantó mucho rato. Aquella rueda dentada no se parecía a nada que ella hubiera visto jamás en tantos años como llevaba allí abajo. Solo de mirarla se ponía contenta. Y aunque pesaba mucho, daba gusto tocarla. Era muy dulce. Una campana silenciosa que transmitía amor. Mientras Auri lo llevaba de un lado para otro, el engranaje cantaba a través de sus dedos sobre las respuestas secretas que contenía.
No, no podía enfadarse. El engranaje estaba haciendo cuanto podía. La culpa era de ella por no saber dónde le correspondía estar. Las respuestas siempre eran importantes, pero raramente eran fáciles. Tendría que tomarse su tiempo y hacer las cosas correctamente.
Para estar segura, Auri devolvió el engranaje al sitio donde lo había encontrado. Le habría entristecido mucho verlo marchar, pero a veces no había más remedio. Había cosas que sencillamente eran demasiado auténticas para quedarse. Algunas solo iban allí un rato, de visita.
Entró en el oscuro y abovedado Doce Gris, y la luz de Foxen se dilató hacia el techo, que no alcanzaba a verse. Su sereno y verde resplandor acarició las tuberías que se enredaban por las paredes. Ese día, aquel sitio estaba diferente. Esa era su naturaleza. Aun así, Auri sabía que era bien recibida allí. O, si no bien recibida, al menos ignorada con indiferencia.
Auri se adentró en la habitación, donde la superficie de las aguas profundas y negras de la balsa estaba lisa como el cristal. Con cuidado, puso el engranaje derecho en el borde de piedra de la balsa, con el hueco del diente roto hacia arriba y un poco torcido. Dio un paso atrás y tapó a Foxen con una mano. Con solo la débil luz gris que entraba por la rejilla de arriba, el engranaje ya no resplandecía tanto como antes. Auri lo observó minuciosamente, expectante, con la cabeza ladeada.
Entonces sonrió. El engranaje no quería irse; eso, como mínimo, estaba claro. Auri lo cogió y lo puso en la estrecha cornisa sobre la balsa, junto a sus botellas. Pero el engranaje se quedó allí quieto, distante, reluciente de respuestas y mofándose de ella.
Auri se sentó en el suelo con las piernas cruzadas e intentó pensar en qué otro lugar podía encajar el engranaje de latón. ¿En Mandril? ¿En Candelero? Oyó un susurro de plumas por el aire. Unas alas batieron con fuerza, y luego cesaron. Al levantar la cabeza, Auri distinguió la silueta de un chotacabras destacada contra el círculo gris de la luz que entraba por la rejilla.
El pájaro golpeó algo duro contra la tubería, y luego se lo comió. Auri supuso que debía de ser un caracol. Sin embargo, no hizo falta que se preguntara qué clase de tubería era, porque el sonido que emitió indicó a Auri que era de hierro, negra y el doble de gruesa que su pulgar. El chotacabras golpeó otra vez la tubería, y luego se acercó a beber a la balsa.
Después de beber, el pájaro echó a volar de regreso a su percha. De nuevo a la tubería. De nuevo a colocarse en el centro del círculo de tenue luz gris. Golpeó la tubería por tercera y última vez.
Auri sintió un escalofrío. Se enderezó y miró con intensidad al pájaro. Él le sostuvo la mirada largo rato, y luego se alejó volando, pues ya había hecho lo que había ido a hacer.
Auri lo siguió con la mirada, como atontada, y, lentamente, el frío de sus entrañas formó un nudo. No podía pedir que las cosas fueran más claras. Entonces se le aceleró el pulso, y de pronto empezaron a sudarle las manos.
Echó a correr, y cuando ya se había alejado una docena de pasos, se dio cuenta de lo que había hecho y se apresuró a volver. Abochornada por su grosería, le dio un beso al engranaje de latón para que supiera que no tenía intención de abandonarlo y que pensaba regresar. Entonces se dio la vuelta y se marchó.
Primero fue a Manto, donde se lavó la cara, las manos y los pies. Sacó un pañuelo de su arcón de cedro y volvió a salir corriendo. Recorrió Rúbrica y Bajantes a toda velocidad hasta Banca. Respirando entrecortadamente, se plantó por fin ante la puerta de madera sin pretensiones que conducía a Tenimiento.
Atenazada por el miedo, examinó los bordes de la puerta, y se relajó al ver que tenían adheridas finas telarañas. Tal vez todavía estuviera a tiempo. Pegó una oreja a la madera y escuchó un buen rato. Nada. La abrió poco a poco.
De pie en el umbral, nerviosa, Auri escudriñó la habitación polvorienta. Miró las telarañas que colgaban del techo, miró las mesas donde había esparcidas herramientas sucias. Miró los estantes, llenos de botellas, cajas y latas. Miró la puerta al fondo de la habitación y comprobó que no había ni rastro de luz alrededor de los bordes.
Aquello no le gustaba. No era la Subrealidad. Era un sitio intermedio. No era para ella. Pero aunque no le gustara, todas las otras opciones eran peores.