Se llevó con ella a Foxen, por supuesto. No confiaba en que un sitio como aquel se comportara a oscuras. Pero como para darle un buen repaso a la escalera necesitaba las dos manos, Auri ató a Foxen a un largo mechón de su flotante melena. Eso hirió ligeramente la dignidad de Foxen, y Auri se disculpó con un beso por la afrenta. Sin embargo, ambos sabían que, en realidad, a Foxen le gustaba columpiarse por ahí y hacer que las sombras giraran y revolotearan.
Así que se pasó un rato colgado y oscilando. Auri procuró no fijarse en ninguna euforia excesiva por parte de Foxen mientras le daba una rápida pasada a la escalera sin nombre. Subió, bajó y volvió a subir, y la prieta escoba de abedul barrió las piedras, la arenilla y el polvo de los peldaños de piedra; a ellos los halagó recibir aquella atención, y permanecieron perfectamente esquivos.
Tras devolver la escoba al armario, sacó el orinal y lo puso cerca del ropero. Lo giró un poco para dejarlo correctamente orientado.
Pese a ser gracioso, el tocador también era irritante. Estaba todo fuera de sitio, pero nada quería que lo ordenaran. La única excepción era el cepillo del pelo, y Auri lo puso más cerca de un astuto anillo de rubí.
Auri se cruzó de brazos y contempló el tocador durante un minuto largo. Luego se puso a cuatro patas y lo examinó por debajo. Abrió los cajones y pasó los pañuelos del cajón de la izquierda al de la derecha; entonces arrugó la frente y volvió a cambiarlos de sitio.
Al final empujó todo el mueble un par de palmos hacia la izquierda y lo acercó un poco más a la pared, procurando que no cayera nada al suelo. Corrió la silla de respaldo alto la misma distancia para que siguiera estando frente a los espejos. A continuación levantó la silla y examinó la parte inferior de las patas antes de volver a dejarla en su sitio y encogerse suavemente de hombros.
En el suelo, junto al ropero, había una baldosa suelta. Auri la levantó con los dedos, colocó bien el saquito de piel y el trozo de relleno de lana que encontró debajo y volvió a encajar la baldosa en su sitio, apretándola firmemente con el mango de la escoba. La pisó con un pie y sonrió al comprobar que ya no se movía bajo su peso.
Por último, abrió el ropero. Apartó el vestido de terciopelo color burdeos del vestido de noche de seda azul claro. Colocó bien la tapa de una alta sombrerera que se había quedado mal cerrada. Abrió el cajón de la parte inferior del armario.
Se le cortó la respiración. Pulcramente dobladas y guardadas en el fondo del cajón había varias sábanas, suaves y de color claro. Eran perfectas. Auri acarició una y le impresionó la tersura del tejido. Tan fino que sus dedos no notaban la trama. Frío y dulce al tacto, como un amante que hubiera ido a besarla recién llegado del frío.
Auri pasó una mano por la tela. Debía de ser maravilloso dormir sobre una sábana como aquella; tumbarse y notar su dulzura por toda la piel desnuda.
Se estremeció, y sus dedos sujetaron la sábana, sin desdoblarla. Sin darse apenas cuenta de lo que hacía, Auri la sacó de su lugar correcto y la abrazó contra el pecho. Acarició su suavidad con los labios. Debajo había otras sábanas. Un tesoro oculto. Sin duda alguna, idóneo para un lugar como Tumbrel. Además, Auri ya había puesto muchas otras cosas en su sitio correcto. Seguro que…
Contempló la sábana largo rato. Y si bien sus ojos transmitían ternura y deseo, sus labios trazaban una línea cada vez más dura. No, eso no era lo correcto. Ella lo sabía. Sabía perfectamente dónde le correspondía estar a esa sábana.
Cerró los ojos y guardó la sábana en el cajón; la vergüenza le abrasaba el pecho. A veces era muy ansiosa. Deseaba cosas para ella misma. Retorcía el mundo y le cambiaba la forma correcta. Lo revolvía todo con el peso de su deseo.
Cerró el cajón y se levantó. Miró alrededor, asintió para sí. Allí había empezado bien. Era evidente que el tocador requería cierta atención, pero Auri todavía no podía descifrar su carácter. Sin embargo, aquel sitio tenía un nombre y todo lo que era obvio estaba atendido.
Recogió a Foxen y bajó por la escalera sin nombre, atravesó Galeras y Derrumbal y volvió a Manto. Cogió agua fresca. Se lavó la cara, las manos y los pies.
Después de eso se sintió mucho mejor. Sonrió, y se le antojó ir corriendo hasta Miradero. Hacía una eternidad que no lo visitaba y echaba de menos su olor a tierra caliente. La cercanía de las paredes.
Corriendo ágilmente, de puntillas, Auri pasó danzando por Rúbrica, esquivando tuberías. Cruzó como una exhalación por Bosque, y estiró los brazos para colgarse de las vigas envejecidas que sostenían el combado tejado y columpiarse. Al final llegó a una puerta de madera hinchada.
Atravesó el umbral sosteniendo a Foxen en alto. Olisqueó el aire y sonrió. Sabía muy bien dónde estaba. Todo estaba exactamente donde debía estar.