Ese día, las gruesas tuberías de acero que recorrían la pared del túnel estaban tan calientes que no podías acercarte mucho a ellas, y las paredes y el suelo se habían calentado y también estaban ardiendo. Auri giró sobre sí misma lentamente para impedir que el silencioso y rojo rugido que desprendían las tuberías le abrasara alguna parte de su tierna desnudez. Al cabo de un momento, el calor de aquel lugar le había secado la piel, había conseguido que su fino pelo volviera a flotar y había aplacado los temblores de sus huesos helados.
A continuación, recogió su vestido favorito del Doce Amarillo. Se lo puso por la cabeza, y entonces se llevó todos sus tesoros a Puerto y los repartió por la mesa del centro.
El cinturón de cuero tenía grabados unos extraños dibujos helicoidales. El gran engranaje de latón brillaba intensamente. La llave era negra como un tizón. La hebilla, en cambio, era negra pero con brillo debajo. Era una cosa oculta.
¿Y si la hebilla era para él? Esa habría sido una buena forma de empezar el día. Habría sido bonito solucionarlo bien temprano, tener su regalo preparado y muchos días por delante hasta el de su visita.
Auri observó minuciosamente la hebilla. ¿Era un regalo adecuado para él? Él era más bien complejo. Y también muy oculto. Asintió con la cabeza, estiró un brazo y tocó el metal oscuro y frío.
Pero no, no iba con él. Ya debería haberse dado cuenta. Él no era para cosas que atan. Para cosas que encierran. Tampoco era oscuro. No, ni hablar. Él era ascuante. Era encarnado. Era brillante, y debajo tenía un brillo aún mejor, como el oro bañado en cobre.
El engranaje iba a requerir su consideración. Casi parecía adecuado para él… Pero podía esperar. La llave, en cambio, exigía atención urgente. Era, sin ninguna duda, el hallazgo más inquieto del lote. Y eso no le produjo a Auri ni siquiera un susurro de sorpresa: las llaves no destacaban por ser complacientes, y aquella pedía casi a gritos una cerradura. La cogió y le dio vueltas en las manos. Era la llave de una puerta, y no se avergonzaba de ello en absoluto.
Llave negra. Día blanco. Ladeó la cabeza. La forma de las cosas era la correcta. Era un día de hallazgos, y no cabía duda de que aquella pobre cosita necesitaba desesperadamente que se ocuparan de ella. Auri asintió y se guardó la llave en el bolsillo del vestido.
Con todo, antes de marcharse, Auri ayudó a que todo encontrara el lugar que le correspondía. El cinturón se quedó en la mesa del centro, evidentemente. La hebilla pasó a descansar junto al plato de resina. El hueso se recostó casi indecentemente cerca de las bayas de acebo.
El engranaje era problemático en ese aspecto. Lo puso en el estante para libros, y luego lo trasladó a la mesa del rincón. Quedó apoyado contra la pared, con el hueco del diente faltante apuntando hacia arriba. Auri frunció el ceño. No acababa de ser el sitio idóneo.
Se sacó la llave del bolsillo y la sostuvo delante del engranaje. Negro y latón. Ambos estaban hechos para girar. Entre los dos sumaban doce dientes…
Sacudió la cabeza y dio un suspiro. Volvió a guardarse la llave en el bolsillo y dejó el enorme engranaje de latón en el estante para libros. No era el sitio adecuado para él, pero de momento era lo mejor que podía hacer.
Banca era lo que estaba más cerca, de modo que Auri se apresuró a ir allí, agachando la cabeza para pasar por los bajos umbrales de piedra hasta llegar a la primera puerta. Una vez allí, sopló suavemente sobre Foxen, posado en su mano ahuecada, para avivar su luz. La puerta de madera, enorme, estaba vieja y gris, y la herrumbre había desmenuzado los goznes.
Plantada ante la puerta, se sacó la llave del bolsillo y la sostuvo ante sí. Miró alternadamente la puerta y la llave; se dio la vuelta y echó a andar con paso suave. Torció tres veces a la izquierda, pasó por una ventana rota y llegó ante la segunda puerta, también vieja y gris, pero más grande que la primera. Esa vez le bastó con echarle un vistazo para comprender la verdad: no servía. Aquellas no eran las puertas adecuadas. ¿Dónde podía estar, pues? ¿En Centenas? ¿En Puerta Negra?
Se estremeció. En Puerta Negra no. No en un día blanco. Probaría en Galeras y, luego, en Centenas. Incluso en Fondotravés. Aquella no era una llave para Puerta Negra. No.
Auri recorrió Rúbrica a toda prisa, torció dos veces a la izquierda y dos veces a la derecha con el fin de lograr cierto equilibrio, asegurándose de no seguir el trazado de ninguna tubería demasiado tiempo para no ofender a las demás. Después venía Triunfal con sus caminos retorcidos y su olor a azufre. Se perdió un poco entre sus paredes desmoronadizas, pero al final encontró el camino hasta Derrumbal, un estrecho túnel de tierra con tanto declive que semejaba un agujero. Auri bajó presurosa por una larga escalerilla hecha con palos atados.
La escalera conducía a una habitación diminuta y muy ordenada de piedra pulida. No era mucho más grande que un armario, y dentro solo había una vieja puerta de madera de roble, toda forrada de latón. Auri sacudió las manos, abrió la puerta y entró con paso ligero en Galeras.
El pasillo era lo bastante ancho para que por él pasara un carromato. Los techos eran tan altos y era tan alargado que la luz de Foxen apenas alumbraba la maraña de escombros que taponaba el extremo opuesto. En lo alto, una araña de luces de cristal esparcía una luz blanca azulada.
Unos paneles de madera oscura abrazaban la parte inferior de las paredes, mientras que la superior estaba decorada con adornos de yeso. En el techo, unos grandes frescos representaban a unas mujeres con vestidos de gasa que descansaban, se hablaban al oído y se untaban unas a otras con aceite; y a unos hombres ridículos que, en cueros, retozaban y chapoteaban en el agua.
Auri se tomó un momento para contemplar aquellas pinturas, como siempre hacía, y se sonrió con picardía. Pasaba el peso del cuerpo de un lado a otro; bajo sus diminutos pies, el suelo de mármol pulido estaba frío.
Los dos extremos de Galeras habían quedado taponados por tierra y piedras caídas, pero la parte central de la estancia se veía limpia como un crisol. Todo estaba perfectamente seco y estanco. Sin humedad ni moho. Sin corrientes de aire que transportaran polvo. Con hombres en cueros o sin ellos, era un sitio apropiado, así que Auri procuró comportarse con perfecto decoro.
En el vestíbulo había doce puertas de roble. Todas eran bonitas, estaban bien cerradas y recubiertas de latón. A lo largo de los largos años que llevaba en la Subrealidad, Auri había abierto tres de esas puertas.
Recorrió el vestíbulo; Foxen relucía intensamente en la mano que ella sostenía en alto. Había dado doce pasos cuando descubrió una luz tenue en el suelo de mármol. Se acercó dando saltitos y vio que era un cristal que se había caído de la araña de luces y que había quedado, intacto, en el suelo. Era afortunado y valiente. Auri lo recogió y se lo guardó en el bolsillo en el que no llevaba la llave. Si los ponía juntos, armarían mucho alboroto.
No era la tercera puerta, ni la séptima. Auri ya planeaba la ruta para bajar a Fondotravés cuando se fijó en la novena puerta. Estaba esperando. Impaciente. El picaporte giró y la puerta se abrió suavemente sin que sus goznes chirriaran.
Auri entró, se sacó la llave del bolsillo y, tras darle un beso, la puso con cuidado encima de una mesa vacía junto a la puerta. El ruidito que hizo la llave al tocar la superficie de madera la enterneció. Auri sonrió al verla allí encima, tan cómoda y en el sitio que le correspondía.
Era una sala de estar muy elegante. Auri dejó a Foxen en un aplique de pared y se puso a mirar atentamente alrededor. Una butaca alta de terciopelo. Una mesa baja de madera. Un sofá afelpado sobre una alfombra afelpada. En un rincón había un carrito diminuto, lleno de copas y botellas. Todo muy circunspecto.
En esa habitación pasaba algo raro. No era nada amenazante. Nada como lo de Doblasiento o Carotillo. No, no: aquel sitio era bueno. Era casi perfecto. Todo era casi. De no haber sido un día blanco en el que todo se hacía debidamente, quizá no se habría percatado de que faltaba algo. Sin embargo, lo era, y Auri se percató.
Recorrió la habitación con las manos remilgadamente entrelazadas detrás de la espalda. Examinó el carrito, donde había más de una docena de botellas de diferentes colores. Algunas estaban llenas y cerradas con tapón; otras no contenían más que polvo. En una de las mesas, cerca del sofá, había un reloj de engranaje de plata bruñida. También había un anillo y unas cuantas monedas. Auri las observó con curiosidad, sin tocar nada.
Avanzaba con delicadeza. Un paso, y luego otro. Notaba la oscura felpa de la alfombra bajo los pies, parecida al musgo, y cuando se agachó para deslizar los dedos por su silencio, distinguió una cosita blanca bajo el sofá. Metió una mano diminuta entre las sombras, y tuvo que estirarse un poco para que sus dedos la atraparan. Era suave y fresca.
Una estatuilla tallada en una pieza de piedra pálida y tímida. Un soldadito con unas líneas muy bien trazadas que representaban su túnica de cota de malla y su escudo. Pero su verdadero tesoro era la dulzura de su semblante, tan amable que daban ganas de besarlo.
Aquel no era su sitio, pero tampoco estaba en mal lugar. Mejor dicho: la estatuilla no era lo que no estaba bien de aquella habitación. La pobre simplemente se había perdido. Auri sonrió y se la guardó en el bolsillo donde tenía el cristal.
Entonces notó un bultito bajo un pie. Levantó el borde de la alfombra, lo enrolló un poco y, debajo, encontró un botoncito de hueso. Auri lo contempló largo rato antes de dedicarle una sonrisa comprensiva. Tampoco era eso. El botón era tal como debía ser. Con mucho cuidado, Auri volvió a dejar la alfombra exactamente como la había encontrado y le dio unas palmaditas con la mano para acabar de ponerla bien.
Volvió a recorrer la habitación con la mirada. Era un buen sitio, y casi completamente como debía ser. La verdad, no tenía nada que hacer allí. Era asombroso, pues obviamente aquella estancia llevaba una eternidad sola, sin que nadie la atendiera.
Aun así, había algo raro. Una carencia. Alguna cosita diminuta, como un solo grillo que cantara, enloquecido, en la noche.
En el otro lado de la habitación había una segunda puerta, impaciente porque alguien la abriera. Auri accionó el pestillo, recorrió un pasillo y llegó al pie de una escalera. Husmeó un poco, un tanto sorprendida. Había creído que todavía estaba en Galeras, pero era evidente que no. Se hallaba en un sitio completamente nuevo.
Entonces se le aceleró el corazón. Hacía una eternidad que no encontraba ningún sitio totalmente nuevo. Un lugar que se atrevía a ser plenamente él mismo.
Sin moverse apenas, y alumbrándose con la luz constante de Foxen, Auri examinó con sumo celo las paredes y el techo. Vio unas cuantas grietas, pero ninguna más gruesa que un pulgar. Se habían desprendido algunas piedras pequeñas, y también había tierra y argamasa en los escalones. Las paredes, desnudas, parecían un tanto condescendientes. No. Estaba claro que había salido de Galeras.
Pasó una mano por los peldaños de piedra. Los primeros eran macizos, pero el cuarto estaba suelto. Igual que el sexto y el séptimo. Y el décimo.
Hacia la mitad, en el rellano, la escalera daba un giro. Había una puerta, pero era tremendamente tímida, así que Auri, muy educada, fingió no haberla visto. Subió con mucho cuidado el segundo tramo de escalones y descubrió que la mitad también estaban sueltos o ligeramente inclinados.
Entonces volvió a bajar la escalera asegurándose de que había localizado todas las piedras que se movían. Y no, no lo había hecho. Resultaba sumamente emocionante. Aquel sitio era traicionero como un calderero borracho, y un poco ladino. Y tenía mal genio. Habría sido difícil encontrar un lugar menos parecido a un sendero de jardín.
Algunos sitios tenían nombre. Algunos sitios cambiaban, o eran demasiado tímidos para revelar su nombre. Algunos sitios no tenían nombre, y eso siempre producía congoja. Una cosa era ser reservado, pero no tener nombre… Qué horrible. Qué triste.
Auri subió otra vez la escalera, comprobando cada peldaño con los pies y evitando los puntos peligrosos. Iba subiendo sin saber qué clase de lugar era aquel. ¿Tímido o secreto? ¿Perdido o solitario? Un lugar desconcertante, sin duda. Eso le hizo sonreír aún más.
Al final de la escalera, el techo había cedido, pero había un hueco en una pared semiderruida. Auri se metió por él y sonrió, emocionada. Otro lugar nuevo. Dos en un solo día. Sus pies descalzos investigaban el suelo de piedra arenosa, danzando casi de emoción.
Ese lugar no era tan tímido como la escalera. Se llamaba Tumbrel. Era disperso y estaba semiderruido y medio lleno. Había mucho que ver.
La mitad del techo se había derrumbado, y el polvo lo cubría todo. Pero pese a tanta piedra caída, estaba seco y estanco. No había humedad, solo aire viciado y polvo. Más de la mitad de la estancia era una masa sólida de tierra, piedras y maderas caídas. Bajo los escombros se adivinaban los restos de una cama con dosel aplastada; y, en la parte de la habitación no derruida, había un tocador con un triple espejo y un ropero de madera oscura, más alto que una mujer alta puesta de puntillas.
Auri escudriñó tímidamente el interior del ropero por entre las puertas entreabiertas. Dentro alcanzó a ver una docena de vestidos, todos de terciopelo con bordados; zapatos; una bata de seda; unas cuantas prendas de gasa como las que llevaban las mujeres representadas en los frescos de Galeras.
El tocador era un mueble muy simpático, charlatán y desvergonzado. La superficie estaba llena de tarros de polvos, cepillitos y lápices de pintura de ojos; brazaletes y anillos; peines de asta, marfil y madera. Había alfileres y agujas y una docena de botellas, algunas robustas, y otras delicadas como pétalos de flor.
Estaba tremendamente desordenado. Todo lo que había encima del tocador estaba perturbado de una forma u otra: los polvos, derramados; las botellas, volcadas; las horquillas, esparcidas.
Desorganizado o no, Auri no pudo evitar sentir simpatía por aquel mueble, pese a lo brusco y chabacano que era. Se sentó remilgadamente en el borde de la silla de respaldo alto, se pasó los dedos por el vaporoso pelo y sonrió al verse reflejada por triplicado.
También había una puerta, en la pared opuesta a la que estaba semiderruida. Quedaba casi oculta detrás de una viga rota y unos bloques de piedra desmoronados. Pero pese a estar escondida, no era tímida.
Auri se puso a trabajar. Quería arreglar las cosas lo mejor que pudiera.
Apartó la viga de madera que bloqueaba la puerta. La levantó y tiró de ella, moviéndola solo unos centímetros cada vez, hasta que consiguió hacer palanca con otro trozo de madera caída. Luego apartó las piedras; las que no podía levantar, las empujaba. Las que no podía empujar, las hacía rodar.
Bajo las piedras encontró los restos de una mesita, y entre la madera astillada, un trozo de delicado encaje blanco. Lo dobló con cuidado y se lo guardó en el bolsillo junto con el cristal y el soldadito de piedra.
Una vez despejado el camino, la puerta se abrió fácilmente, y sus oxidados goznes gimieron un poco. Dentro había un pequeño armario. Había un orinal de porcelana vacío, un cubo de madera, un cepillo de esos que usarías para fregar la cubierta de un barco y una rígida escoba de ramas de abedul. En la parte de atrás de la puerta colgaban dos sacos de hilo vacíos. El más pequeño estaba impaciente por ser de alguna utilidad, así que Auri sonrió y se lo guardó en un bolsillo, todo para él.
La escoba, que llevaba mucho tiempo allí, también estaba impaciente, de modo que Auri la sacó y se puso a barrer, amontonando polvo y tierra viejos en un rinconcito. Después, seguía nerviosa, así que Auri barrió también la escalera sin nombre.