Vio que el tarro de Foxen quedaba atrapado en un remolino y giraba lejos de su alcance, detrás de un trío de tuberías de cobre inclinadas. Sus pulmones estaban empezando a protestar. Auri apretó los dientes, se agarró a un borde de algo que encontró cerca con la mano que tenía libre, y se impulsó hacia arriba.
A esas alturas, sus pulmones ya trabajaban muy forzados, así que Auri soltó las burbujas lentamente, pese a que ni siquiera había visto el nudo más cercano al fondo. Sin Foxen, todo estaba muy oscuro, pero al menos ella se movía: iba impulsándose hacia arriba a base de sacudidas bruscas y torpes, utilizando cualquier punto de agarre que encontrara, por extraño que fuese. Pataleaba, pero con eso no conseguía gran cosa, pues iba cargada con aquel pesado fardo de amor afilado y duro que apretaba fuertemente contra el pecho. ¿Serían las respuestas que contenía las que hacían que pesara tanto?
Por fin logró llegar al más profundo de los nudos de tuberías, pero sus pulmones ya estaban vacíos, y el cuerpo le pesaba como si fuera de plomo. Normalmente, se metía por entre el nudo como un pez, sin que su cuerpo rozase siquiera las tuberías. Esa vez, en cambio, se sentía vacía y pesada; pero fue tanteando con una sola mano y, contorsionándose, consiguió colarse entre ellas. Se dio un golpe en la rodilla y un objeto puntiagudo y oxidado le raspó la espalda con muy mala baba. Estiró un brazo cuanto pudo, pero pesaba tanto que sus dedos ni siquiera rozaron el punto de agarre que solía utilizar.
Pataleó, avanzó tres o cuatro centímetros más y entonces, pese al cuidado con que se lo había recogido, el pelo se le quedó enganchado en algo. La sacudida la hizo pararse en seco; echó la cabeza hacia atrás y su cuerpo giró hacia un lado en el agua.
Casi de inmediato, notó que empezaba a hundirse. Se revolvió con furia. Se golpeó una espinilla contra una tubería, y el dolor le recorrió todo el cuerpo; pero buscó la tubería rápidamente con el otro pie, se preparó y empujó con todas sus fuerzas. Salió despedida como un corcho, a tanta velocidad que el pelo se le soltó de aquella cosa tan grosera que se lo había agarrado. El fuerte tirón le hizo echar la cabeza hacia atrás bruscamente y la obligó a abrir la boca.
Entonces empezó a ahogarse. Se atragantaba y le daban arcadas. Sin embargo, mientras el agua se le metía por la nariz y la garganta, lo que más temía Auri era que el pesado artilugio metálico le resbalara de la mano, que lo soltara y lo dejase caer en las oscuras profundidades. Perder a Foxen había sido terrible; se quedaría sola y ciega en la oscuridad. Quedar atrapada bajo las tuberías y morir ahogada también sería espantoso. Pero ninguna de esas dos cosas era incorrecta. Soltar el objeto metálico y dejarlo caer en la oscuridad, en cambio, era algo que no podía hacer. Era impensable. Era tan erróneo que la aterrorizaba.
El pelo, que ahora llevaba suelto, revoloteaba a su alrededor en el agua como una nube de humo. Auri asió con una mano el codo de una tubería conocida y reconfortante. Se enderezó y encontró otro asidero. Apretó los dientes, sujetó fuerte, se atoró y tiró.
Salió a la superficie dando bocanadas y resoplando, y luego volvió a sumergirse.
Al cabo de un segundo, trepó de nuevo hasta la superficie. Esa vez la mano que tenía libre se agarró al borde de piedra de la balsa.
Auri sacó del agua el objeto, que al golpear el suelo de piedra produjo un sonido parecido al de una campana. Era un engranaje de latón, brillante, del tamaño de una bandeja. Del grosor de su pulgar y un poco más. Tenía un agujero en el centro, nueve dientes y un hueco irregular correspondiente a un décimo diente faltante.
Estaba repleto de respuestas sinceras, amor y calor de hogar. Era hermoso.
Auri sonrió y vomitó la mitad del agua que tenía en el estómago sobre el suelo de piedra. Le vino otra arcada y giró la cabeza para no salpicar al brillante engranaje de latón.
Entonces tosió, tomó un sorbo de agua y la escupió en la balsa. El engranaje reposaba, pesado como un corazón, sobre la fría piedra del Doce Amarillo. La luz que entraba por arriba daba a su superficie una pátina trémula y dorada. Parecía un trozo de sol que ella hubiera subido de las profundidades.
Auri volvió a toser y se estremeció. Entonces estiró un brazo y tocó el engranaje con un dedo. Sonrió y lo miró. Tenía los labios azules, y temblaba. El corazón le rebosaba de júbilo.
Después de salir del agua, Auri contempló la balsa del fondo del Doce. Abrigaba esperanzas de descubrir a Foxen cabeceando perezosamente en la superficie, pese a saber que las probabilidades eran escasas.
Nada.
Adoptó una expresión solemne. Se planteó volver. Pero no. Tres veces: así funcionaban las cosas. Sin embargo, la perspectiva de abandonar a Foxen en la oscuridad fue suficiente para que apareciera una fina grieta que recorría su corazón de extremo a extremo. Perderlo después de tanto tiempo…
Entonces Auri distinguió algo bajo la superficie, a gran profundidad. Un fulgor. Un resplandor. Sonrió. Foxen iba subiendo lentamente, bamboleándose y dando tumbos, a través de la maraña de tuberías. Parecía una gran luciérnaga patosa.
Auri permaneció cinco largos minutos mirando el tarro de Foxen que cabeceaba e iba a la deriva hasta que por fin asomó a la superficie como un pato. Entonces lo atrapó y lo besó. Lo abrazó contra el pecho. ¡Sí! Valía la pena hacer las cosas debidamente.
Lo primero era lo primero. Auri sacó a Foxen del tarro y lo puso al lado de los otros, en el anaquel. A continuación se dirigió a Retintín y se bañó en sus agitadas aguas. Se lavó con los últimos restos de una pastilla de jabón que olía a cínaro y a verano.
Tras enjabonarse, frotarse y restregarse el pelo, Auri se zambulló en las infinitas aguas negras de Retintín para aclararse una última vez. Bajo la superficie, algo la rozó. Algo resbaladizo y pesado apoyó su peso móvil contra la pierna de Auri. A ella no le molestó. Fuera lo que fuese, estaba en el lugar correcto, y ella también. Las cosas eran como debían ser.
Auri salió por Centenas limpia, goteando y retorciéndose el pelo. No era el camino más rápido, pero salir por Incordios en cueros habría resultado impropio. Pese a haber tomado el camino más largo, no tardó mucho en doblar la esquina y llegar a Secadores, caminando por el suelo de piedra con los pies mojados. Dejó a Foxen en un trozo de ladrillo que sobresalía, pues a él no le gustaba el calor excesivo.