Auri oyó cascos de caballos sobre adoquines, un ruido redondo y nítido como el chasquido de unos nudillos. Oyó el lejano retumbar de un carromato y un murmullo impreciso de voces. Y, entretejido en todos esos sonidos, llegaba el llanto estridente y furioso de un crío que, sin ninguna duda, quería mamar y no lo conseguía.

En el fondo del Doce Amarillo había una balsa alargada y profunda con la superficie lisa como el cristal. La luz del sol que entraba desde arriba era lo suficientemente intensa para que Auri alcanzara a ver hasta la segunda maraña de tuberías bajo el agua.

Allí ya tenía paja y, en una estrecha cornisa de piedra que discurría a lo largo de una de las paredes, aguardaban tres botellas. Pero Auri las miró y arrugó el entrecejo. Había una verde, una marrón y una transparente. Una tenía cierre de brida; otra, un tapón de rosca gris; la tercera, un corcho grueso como un puño. Todas eran de distintas formas y tamaños, pero ninguna era idónea.

Auri levantó las manos en un ademán de exasperación.

Así pues, volvió corriendo a Manto, triscando el suelo de piedra con los pies descalzos. Una vez allí, vio el tarro de cristal gris con la lavanda. Lo cogió, lo examinó minuciosamente, volvió a dejarlo en su sitio correcto y salió de nuevo correteando.

Presurosa, atravesó Puerto, y esa vez salió por el umbral inclinado y no por la brecha de la pared. Subió por Mimbre; Foxen iba arrojando sombras espectaculares por las paredes. Mientras Auri corría, su pelo la seguía flotando como un estandarte.

Tomó la escalera de caracol de Casa Oscura y fue bajando y girando, bajando y girando. Cuando por fin oyó agua en movimiento y tintineo de cristal, supo que había cruzado el umbral por donde se accedía a Retintín. Poco después, la luz de Foxen se reflejó en el estanque de aguas negras y agitadas donde se sumergía el pie de la escalera de caracol.

Allí había dos tarros en una pequeña hornacina. Uno era azul y estrecho; el otro, verde y chato. Auri ladeó la cabeza y cerró un ojo; entonces estiró un brazo y tocó el verde con dos dedos. Sonrió, lo cogió, se dio la vuelta y echó a correr escaleras arriba.

Regresó atravesando Brincos para variar. Corrió por el pasillo y saltó por encima de la primera fisura profunda del suelo agrietado con la agilidad de una bailarina. La segunda grieta la salvó con la ligereza de un pájaro. Brincó por encima de la tercera con el arrojo de una niña preciosa que parecía el sol.

Entró en el Doce Amarillo fatigada y jadeando. Mientras recobraba el aliento, metió a Foxen en el tarro verde, lo rellenó cuidadosamente de paja y cerró la brida que aseguraba la junta de goma, con lo que el tarro quedaba sellado. Se lo acercó a la cara; entonces sonrió y lo besó antes de dejarlo con cuidado en el borde de la balsa.

Se quitó su vestido favorito y lo colgó en una brillante tubería de latón. Sonreía, y temblaba un poco, y unos pececillos nerviosos nadaban por su estómago. Entonces, desnuda como estaba, se recogió el vaporoso cabello con las manos. Se lo peinó hacia atrás y se lo ató, enrollándolo y enlazándolo con la vieja tira de tela de lino gris. Cuando hubo terminado, una larga cola le colgaba hasta la rabadilla.

Abrazándose el torso, Auri dio un par de pasitos y se acercó a la balsa. Metió la punta del dedo de un pie en el agua, y luego el pie entero. El agua, fría y dulce como la menta, la hizo sonreír. Entonces se agachó e introdujo las piernas en el agua; las dejó colgando un momento, sosteniendo su cuerpo desnudo con ambas manos para no sentarse en la piedra fría del borde de la balsa.

Pero no había más remedio. Así que Auri frunció el ceño y flexionó los brazos hasta bajar del todo. El frío borde de piedra no tenía nada que ver con la menta. Era una mordedura seca y dura en su tierna y desnuda parte posterior.

Entonces se dio la vuelta despacio y fue tanteando con los pies hasta que encontró el pequeño saliente de piedra; se sujetó a él con los dedos y se quedó con el agua a la altura de los muslos. Respiró hondo varias veces, cerró fuertemente los ojos, apretó los dientes, se soltó del saliente y se hundió hasta la cintura. Dio un débil chillido, y el frío hizo que se le pusiera la piel de gallina.

Una vez superado lo peor, cerró los ojos y sumergió también la cabeza. Emergió boqueando y parpadeando, y se quitó el agua de los párpados. Entonces, mientras se tapaba los pechos con un brazo, un fuerte estremecimiento la sacudió de la cabeza a los pies. Pero, para cuando dejó de temblar, su mueca se había transformado en sonrisa.

Sin su halo de pelo, se sentía muy pequeña. No era la pequeñez por la que ella luchaba todos los días. No era la pequeñez de un árbol entre árboles. Ni la de una sombra subterránea. Ni era solo pequeña físicamente. Sabía que no era gran cosa. Cuando se le ocurría examinarse más atentamente en su espejo de cuerpo entero, veía a una niña diminuta como una golfilla de las que mendigan por las calles. La niña que veía era sumamente delgada. Tenía los pómulos prominentes y delicados, y se le marcaban mucho las clavículas.

Pero no. Con el pelo recogido, y empapado, se sentía… menos. Se sentía apisonada. Tenue. Más leve. Fina. Falsa. Afinada. De no ser por aquella tira de lino tan perfecta, habría resultado muy desagradable. Sin ella, Auri no se habría sentido simplemente como una mecha enroscada, sino absolutamente repugnante. Valía la pena hacer las cosas de la forma correcta.

Pasados unos momentos, había parado por completo de temblar. Los pececillos seguían nadándole por el estómago, pero Auri sonreía, expectante. La luz dorada que entraba por arriba descendía, recta, esplendorosa y firme como una lanza, hasta la balsa.

Auri inspiró hondo y expulsó el aire con fuerza, al tiempo que agitaba los dedos de los pies. Inspiró hondo una vez más y soltó el aire más despacio.

Inspiró por tercera vez. Asió el cuello del tarro de Foxen con una mano, se soltó del borde de piedra de la balsa y se zambulló en el agua.

La luz caía con el ángulo perfecto, y Auri vio con toda claridad el primer nudo de tuberías. Rápida como un pececillo, giró y se deslizó suavemente por él, evitando que las tuberías la tocaran.

Más abajo estaba el segundo nudo. Auri empujó una vieja tubería de hierro con el pie para seguir impulsándose hacia abajo; tiró de una válvula al pasar con la mano que tenía libre, cambiando de velocidad y deslizándose por el estrecho hueco entre dos tuberías de cobre del grosor de su muñeca.

La lanza de luz iba desvaneciéndose a medida que Auri buceaba, y al poco rato ya solo contaba con el resplandor verde azulado de Foxen. Pero allí su luz estaba amortiguada, filtrada a través de la paja, el agua y el grueso cristal verde. Auri formó una «O» perfecta con los labios y lanzó dos rápidas ráfagas de burbujas. La presión aumentaba a mayor profundidad, y Auri veía surgir formas borrosas en la oscuridad. Una vieja pasarela, un bloque de piedra inclinado, una antigua viga de madera recubierta de algas.

Sus dedos, estirados al máximo, encontraron el fondo antes que sus ojos, y Auri pasó la mano por la superficie de piedra lisa del suelo que apenas vislumbraba. Adelante y atrás, adelante y atrás. Con movimientos rápidos pero cautelosos. A veces había allí cosas afiladas.

Entonces cerró los dedos alrededor de un objeto largo y liso. ¿Un palo? Se lo puso bajo el brazo y, flotando, inició el ascenso hacia la luz lejana. Su mano libre topaba con tuberías que ya conocía, se agarraba a ellas y se impulsaba en determinada dirección, serpenteando por el laberinto de formas intuidas. Empezaron a dolerle un poco los pulmones y, mientras ascendía, soltó un chorro de burbujas.

Su cara emergió cerca del borde de la balsa; bajo la luz dorada, Auri vio qué era aquello que había encontrado: un hueso blanco y limpio. Largo, pero no de una pierna, sino de un brazo. Un prima axial. Deslizó los dedos a lo largo y notó una fina cicatriz que lo rodeaba como un anillo e indicaba que se había roto y luego soldado. Estaba lleno de agradables sombras.

Auri lo dejó a un lado, sonriente. Entonces respiró hondo tres veces, agarró fuerte a Foxen y volvió a sumergirse en la balsa.

Esa vez se le quedó atrapado un pie entre dos tuberías del segundo nudo. Mala suerte. Arrugó la frente y tiró con fuerza, y al cabo de un momento consiguió soltarse. Expulsó la mitad del aire de los pulmones, dio una patada fuerte y cayó como una piedra hacia las negras profundidades.

Pese a haber comenzado mal, fue una pesca fácil. Sus dedos encontraron una maraña de algo que no supieron identificar, antes incluso de haber tocado el fondo. No tenía ni idea de qué podía ser. Algo metálico, algo resbaladizo y algo duro, todo revuelto. Lo cogió, se lo pegó al pecho e inició el ascenso hacia la superficie.

Esa vez no pudo guardarse su hallazgo bajo el brazo por temor a perder algún trozo, de modo que sujetó el tarro de Foxen en el pliegue del codo y se ayudó con la mano izquierda para subir. Se sentía cómoda y serena, y salió a la superficie sin necesidad de expulsar el resto de las burbujas.

Esparció aquel enredo por el borde de la balsa: un cinturón viejo con una hebilla de plata, negra como el carbón de tan deslustrada. Una rama frondosa con un caracol perplejo. Y por último, ensartada en un trozo de cordel podrido, enredado con la rama, había una llave fina y no más larga que su dedo índice.

Auri besó al caracol y le pidió perdón, y entonces devolvió la rama al agua, donde le correspondía estar. El cinturón de cuero estaba enroscado y lleno de nudos, pero la hebilla se desprendió al primer tirón. Los dos estaban mejor así.

Auri, agarrada al borde de piedra de la balsa, temblaba a pequeñas oleadas que se extendían por sus hombros y su torso. Sus labios habían pasado del rosa al rosa pálido con un matiz azulado.

Cogió el tarro de Foxen y comprobó que seguía bien cerrado. Se asomó al agua; el pececillo de su estómago nadaba, emocionado. A la tercera iba la vencida.

Auri inspiró y volvió a zambullirse; su cuerpo giraba con soltura mientras su mano derecha iba buscando los puntos de agarre conocidos. Hacia el oscuro fondo: el bloque de piedra, la viga de madera… Luego, nada: solo la tenue luz de Foxen, que teñía la mano de Auri de un verde azulado pálido. Tenía el aspecto que debía de tener un duendecillo acuático.

Rozó el fondo con los nudillos y giró un poco para orientarse. Sin dejar de agitar los pies, hizo un barrido con la mano, palpando suavemente el fondo de piedra negra de la balsa. Entonces atisbó un destello de luz y sus dedos tropezaron con algo sólido y frío, liso y de líneas duras. Estaba repleto de amor y respuestas, tan lleno que Auri los sentía derramarse al mínimo roce.

Durante el tiempo que su corazón tardó en latir diez veces, Auri creyó que aquella cosa debía de estar sujeta a la piedra, pero entonces vio que se deslizaba, y comprendió que se trataba de un objeto muy pesado. Tras un largo y escurridizo momento, sus deditos encontraron el modo de levantarlo haciendo palanca. Era metálico, macizo y del grosor de un libro. Tenía una forma extraña y pesaba como una barra de iridio en bruto.

Auri se lo acercó al pecho y notó que los bordes se le clavaban en la piel. Entonces dobló las rodillas y empujó con fuerza contra el fondo con los pies, alzando la vista hacia el resplandor lejano que se columbraba en la superficie.

Pataleaba y pataleaba, pero apenas conseguía moverse. El objeto metálico la lastraba con su peso. Auri se golpeó un pie contra una gruesa tubería de hierro, y aprovechó para agarrarse y darse impulso otra vez. Notó que salía despedida hacia arriba, pero perdió velocidad en cuanto su pie se separó de la tubería de hierro.

Sus pulmones libraban una batalla con ella. Los muy necios estaban medio llenos, y querían más aire. Auri soltó una bocanada de burbujas con la intención de engañarlos, consciente de que cada burbuja perdida le añadía lastre, y de que todavía se hallaba muy lejos del nudo más cercano al fondo.

Auri trató de pasarse aquel objeto metálico al pliegue del codo para poder impulsarse hacia arriba, pero era tan liso que se le escapó un poco de los dedos. Hubo un momento de pánico; mientras Auri intentaba agarrar aquella cosa, el tarro de Foxen chocó contra algo cuya forma no se distinguía, y acabó resbalando y soltándosele de la mano.

Auri quiso alcanzarlo con la mano que tenía libre, pero lo único que consiguió fue golpearlo con los nudillos y, así, lanzar a Foxen un poco más lejos. Se quedó paralizada un instante. Soltar el objeto metálico era impensable, pero Foxen… Llevaban una eternidad juntos.