9

Senderos

Kendra se le escapó un grito al despertar en plena noche, con el rugido de un trueno que se desvanecía. Se sintió confusa, nerviosa y desorientada. El ruido la había sacado del sueño de golpe, tan de sopetón como si le hubiesen dado un puñetazo en la cara. Aunque era su segunda noche en Meseta Perdida, la oscura habitación le resultó extraña en un primer momento y necesitó unos segundos para reconocer el mobiliario rústico hecho con nudosos tablones de madera.

¿Había caído un rayo en la casa? Aunque había estado dormida, tuvo la certeza de que no había oído en su vida un trueno así de fuerte. Había sido como si hubiese explotado dinamita dentro de su almohada. Se incorporó y pasó las piernas por el borde de la cama para sentarse.

Se produjo un brillante resplandor, tan intenso que los objetos iluminados por él proyectaron su sombra, y casi al instante le siguió la ensordecedora detonación de otro trueno.

Tapándose las orejas con las manos, Kendra se acercó hasta la ventana y se quedó mirando el patio en penumbra. Con las nubes tapando por completo el firmamento estrellado y sin una sola luz encendida en la hacienda, el patio debería haber estado totalmente a oscuras.

Podía distinguir la silueta de los cactus en la penumbra. El patio tenía una fuente en el centro, caminitos de baldosas, senderos de grava y varios tipos de plantas típicas del desierto.

Esperaba ver en llamas alguno de los cactus más altos por culpa de algún rayo, pero no parecía haber pasado nada de eso. No llovía. El patio estaba en silencio. Kendra se notó tensa, aguardando el siguiente fogonazo acompañado de estruendo.

En lugar de producirse más relámpagos y truenos, empezó a llover. Por unos instantes, cayó suavemente; entonces, empezó a diluviar. La chica abrió la ventana y disfrutó del aroma a lluvia que desprendía el suelo del desierto. Un hada con alas como de escarabajo se posó en el alféizar. Emitía un fulgor verde, tenía una cara preciosa y era la más regordeta de todas las hadas que había visto.

—¿Te ha pillado la lluvia? —preguntó Kendra.

—El agua no me importa —respondió con su voz cantarina el hada—. Refresca el ambiente. Este chaparroncillo se irá dentro de unos minutos.

—¿Has visto el relámpago? —preguntó Kendra.

—Cómo no verlos. Tú brillas casi con la misma intensidad…

—Eso me han dicho. ¿Quieres pasar a mi habitación?

El hada emitió una risilla.

—No puedo ir más allá del alféizar. Estás levantada muy tarde.

—Me ha despertado el relámpago. ¿Las hadas soléis quedaros despiertas toda la noche?

—No todas. Normalmente yo no. Pero me da mucha rabia perderme una tormenta. Llueve tan poco por aquí. Adoro la temporada del monzón.

La lluvia caía ya más suavemente. Kendra estiró un brazo para sentir los goterones en la palma de la mano. Un resplandor iluminó las nubes, más lejos que antes y amortiguado por la humedad del aire. Unos segundos después se oyó el trueno.

Kendra se preguntó qué estaría haciendo Warren en esos momentos. Se había marchado en dirección a la cámara en compañía de Dougan, Gavin, Tammy y Neil aproximadamente una hora antes de la puesta de sol. Era posible que hubiese vuelto ya, según sus cálculos. Pero también podía ser que estuviese en la tripa de un dragón.

—Es posible que mis amigos estén a la intemperie con este tiempo —comentó Kendra.

El hada soltó una risilla ahogada.

—¿Los que estaban intentando escalar la meseta?

—¿Los has visto?

—Sí.

—Estoy preocupada por ellos.

El hada volvió a reírse por lo bajini.

—No tiene gracia. Cumplen una peligrosa misión.

—Sí que es gracioso. Creo que no han ido a ninguna parte. No han podido encontrar el modo de subir.

—¿No han escalado la meseta? —preguntó Kendra.

—Ascender por ella puede ser problemático.

—Pero Neil conoce un camino.

—Conocía un camino, por lo que se ve. Ya escampa.

El hada tenía razón. En esos momentos apenas chispeaba. Olía de maravilla, a tierra húmeda.

—¿Qué sabes sobre Meseta Pintada? —preguntó Kendra.

—Nosotras ahí no subimos. Volamos cerca de la meseta, claro; toda la formación posee un aura maravillosa. Pero hay una magia antigua entretejida en ese lugar. Tus amigos tendrán suerte si no consiguen escalar la meseta. Buenas noches.

El hada saltó al aire desde el alféizar y se adentró en la noche con su zumbido de alas, virando hacia arriba, hacia el tejado, hasta perderse de vista. Después de haber tenido compañía, Kendra se sintió sola. Un relámpago latió en algún lugar por encima de su cabeza.

Unos segundos después se oyó el rugido del trueno.

Cerró la ventana y volvió a la cama. En parte, quería comprobar si Warren estaba a salvo en su cuarto, pero a la vez le resultaba incómodo asomarse si estaba durmiendo. Estaba segura de que por la mañana oiría todos los detalles sobre lo ocurrido.

Kendra nunca había comido huevos rancheros, pero descubrió que le gustaban un montón. Jamás se le había ocurrido mezclar huevos con guacamole recién hecho, y se daba cuenta de lo que se había perdido. Warren, Dougan y Gavin estaban sentados con ella a la mesa, mientras Rosa trajinaba por la cocina.

—Entonces, no conseguisteis encontrar una ruta para subir —dijo Kendra, separando la comida del plato con el filo del cuchillo. Se los había encontrado comiendo después de levantarse y ducharse. Ninguno de ellos había mencionado nada aún sobre la misión.

—¿Cómo lo has adivinado? —preguntó Warren.

—Porque no os veo señales de mordiscos —dijo Kendra.

—Muy graciosa —respondió Dougan, y miró por encima del hombro, como si temiese que alguien pudiera estar escuchando a hurtadillas.

—En serio —insistió Warren.

Kendra se dio cuenta de que no debía decir a Dougan y Gavin que hablaba el lenguaje de las hadas.

—Solo tuve que miraros la cara para saber lo que había pasado. Os estabais comportando de manera demasiado normal.

—Neil nos ha dicho que la meseta puede ser caprichosa —explicó Warren—. Hay muchas rutas para subir, pero ninguna se mantiene constante. Solo se abren a ciertas personas en determinados momentos.

—Alquilad un helicóptero —dijo Kendra, y se llevó a la boca un poco más de comida.

—Neil dice que la meseta jamás lo permitiría —dijo Dougan.

—Yo le creo —intervino Gavin—. S-s-s-se nota la magia que hay en el lugar, porque te hace sentir sueño. Debías haber visto la cara de Tammy cuando el sendero no aparecía por ninguna parte. Dijo que la última vez que estuvo era imposible no verlo.

—A Neil tampoco le gustó —dijo Warren—. Supongo que su ruta de ascenso ha sido bastante segura.

—Ascender a la meseta ha supuesto siempre un desafío —intervino Rosa, secándose las manos con un trapo de cocina mientras se acercaba a la mesa—. Os aviso de que podría no ser fácil. Especialmente después de que hayan subido otros y hayan trastocado algunas cosas.

Kendra pensó en la aparición que montaba guardia en la entrada a la cámara en Fablehaven. ¿Aquí la meseta propiamente dicha era la guardiana?

—Puede que la ruta de ascenso esté cerrada por un tiempo —dijo Neil, entrando en ese momento en el salón con su sombrero blanco de vaquero en una mano. Llevaba pantalones vaqueros y botas de montaña—. Ha habido periodos de hasta cincuenta años o más en que no hubo ningún camino posible.

—No podemos esperar —señaló Dougan—. Debemos subir ahí arriba.

—Forzar a la meseta es imposible —dijo Neil—. No perdáis las esperanzas todavía. Quiero llevar a Kendra a recorrer toda la base de la altiplanicie.

—¿A Kendra? —preguntó Warren.

—Ella vio la valla que rodea Meseta Perdida antes de que entráramos en la reserva —dijo Neil—. Si el Camino del Anochecer está cerrado, unos ojos como los suyos podrían ayudarnos a encontrar los otros senderos.

Kendra se fijó en que Gavin y Dougan la miraban con interés.

—Estaré encantada de ir a echar un vistazo, si consideras que puede servir de ayuda —soltó ella.

—Iré con vosotros —dijo Warren.

Neil asintió.

—Mara irá con nosotros también. ¿Cuándo estaréis listos para salir?

—Danos veinte minutos —respondió Warren, que miró a Kendra para ver si le parecía aceptable.

—Me parece bien —dijo ella.

Warren se terminó rápidamente la comida y Kendra hizo lo mismo. Cuando hubieron terminado, fueron a la habitación de ella por indicación de Warren. Él cerró la puerta.

—De verdad, ¿cómo te enteraste de que no pudimos encontrar un sendero para subir a la Meseta Pintada? —preguntó Warren.

—Anoche me lo dijo un hada —respondió Kendra.

—Estoy seguro de que los demás no han creído que tu comentario se basaba exclusivamente en la intuición, pero dudo de que vayan a husmear abiertamente. Recuerda: ten mucho cuidado para no desvelar nada sobre tus poderes. Dougan sabe que puedes recargar objetos mágicos escondidos. Punto. Los demás ni siquiera saben eso.

—Lo siento —dijo Kendra—. Tendré cuidado.

—Debemos ser precavidos. Creo que podemos fiarnos de Dougan y de Gavin, pero no quiero dar nada por hecho. Estoy seguro de que la Sociedad ha puesto agentes en el lugar para asegurarse de que el objeto mágico acabe en su poder. Recuerda que en Fablehaven el plan original fue que Vanessa y Errol robasen ellos mismos el objeto. Aquí el traidor podría ser alguien que haya vivido un tiempo en la reserva. O podría ser Tammy, o Javier.

—Espero que fuese Zack —dijo Kendra.

Warren sonrió enseñando todos los dientes.

—¿Estaría bien, verdad? He hecho algunas indagaciones. Tammy está aquí porque es muy hábil a la hora de encontrar trampas y desactivarlas. Javier es un curtido coleccionista de elementos y en tiempos trabajó para dos o tres de los tratantes más importantes. Tiene mucha experiencia en salir con vida de situaciones arriesgadas. La reputación de ambos es magnífica, pero también lo era la de Vanessa.

—¿Estás preocupado por Neil o por Mara? —preguntó Kendra.

—Si la Esfinge es un sospechoso, entonces cualquiera lo es —dijo él—. No te fíes de nadie. Procura quedarte dentro de la hacienda, a no ser que yo esté contigo.

—¿Crees que seré capaz de encontrar algún sendero? —preguntó Kendra.

Warren se encogió de hombros.

—Tú ves a través de las barreras de los hechizos distractores. Se te dará mejor que a mí encontrar un sendero secreto.

—Creo que deberíamos ponernos en marcha.

Neil y Mara esperaban fuera, en un sucio todoterreno con el motor encendido. Warren y Kendra se montaron en la parte posterior. No condujeron por senderos mucho tiempo. Por el cristal del parabrisas se veía Meseta Pintada, imponente, cada vez más grande. Durante un tramo, Neil forzó el todoterreno para que ascendiera por una pendiente tan pronunciada que Kendra temió que el vehículo volcara hacia atrás. El trayecto, lleno de trompicones y chirrido de ruedas, terminó en una zona plana salpicada de inmensas rocas aisladas y de perfil irregular.

Varios centenares de metros de terreno accidentado los separaban del punto en el que se elevaba hacia el cielo una de las caras de la meseta, de pura piedra lisa.

—Es altísima —dijo Kendra, que se puso la mano a modo de visera para mirar hacia lo alto, a la colorida altiplanicie. Casi no había nubes en el brillante cielo azul.

Neil se acercó a su lado.

—Tienes que buscar agarraderas, alguna cuerda, una cueva, una escalera, algún camino…, cualquier cosa que pueda facilitarnos el acceso. Para la mayoría de los ojos, prácticamente todo el tiempo parece que no hay una ruta posible de ascenso a la cima, ni siquiera para un experto escalador. Los senderos solo están disponibles durante momentos concretos. Por ejemplo, hasta hace poco el Camino del Anochecer aparecía durante la puesta de sol. Rodearemos la meseta varias veces.

—¿Conocéis otros senderos además del Camino del Anochecer? —preguntó Warren.

—Conocemos otros, pero no sabemos dónde debemos buscarlos —dijo Neil—. La otra vía fiable es la Pista de las Fiestas. Se abre las noches festivas. La próxima ocasión será el equinoccio de otoño.

—Escalar la meseta una noche festiva sería una locura —afirmó Mara, cuya voz tenía el resonante timbre de una contralto—. Un suicidio.

—Eso suena al tipo de fiesta que me gusta a mí —bromeó Warren.

Mara actuó como si no le hubiese oído.

—¿Y si llegáis arriba y no podéis encontrar un camino de bajada? —preguntó Kendra.

—Normalmente hay muchos caminos para bajar —respondió Neil—. La meseta está encantada de que se vayan sus visitantes. Yo nunca he tenido problemas para bajar, ni sé de nadie que se haya enfrentado a escollos a la hora de descender.

—Es posible que esas personas ya no estén vivas para contarlo —señaló Warren.

Neil se encogió de hombros.

—¿Podría estar abierto otra vez el Camino del Anochecer? —preguntó Kendra.

Neil puso las manos en alto.

—No es fácil saberlo. Yo supongo que no, por muchas razones. Pero lo comprobaremos esta tarde. A lo mejor tú verás algo con tu aguda visión, algo que a mí se me haya escapado.

Kendra reparó en las patas de conejo de color marrón claro que pendían de los lóbulos perforados de Neil.

—¿Dan buena suerte? —preguntó Kendra, señalando los pendientes.

—Son de chacalope —dijo Neil—. Si pretendemos encontrar un sendero, vamos a necesitar toda la suerte que podamos reunir.

Kendra se contuvo de decirle a Neil algo que saltaba a la vista: que, desde luego, esas patas no le habían traído muy buena suerte al chacalope que las tenía.

Rodearon a pie la meseta. Apenas dijeron nada. Neil se dedicó principalmente a mirar con atención las caras de pura roca desde varios pasos de distancia. Mara se acercaba a la piedra y la acariciaba, y a veces arrimaba la mejilla a la inescrutable superficie. Kendra observaba la meseta lo mejor que podía, de cerca y de lejos, pero no percibió el menor rastro de un sendero.

El sol caía a plomo. Neil le prestó a Kendra un sombrero de ala ancha y un poco de crema solar. Cuando acabaron el recorrido y llegaron de nuevo al todoterreno, Neil sacó una neverita de plástico. Comieron unos bocadillos y frutos secos a la sombra.

Durante la tarde empezó a soplar una cálida brisa. Kendra veía las cosas más interesantes cuando dejaba de observar la meseta y captaba fugazmente la imagen de un hada aquí y allá o de un chacalope a lo lejos. Se preguntó si a los chacalopes les molestaba que Neil llevase esos pendientes. Ninguna criatura, ni siquiera los insectos, se arriesgaban a acercarse a la meseta. La atmósfera estaba cargada. Gavin había estado en lo cierto: había algo en el aire que te adormecía, que te acunaba.

Dieron otra vuelta entera alrededor de la meseta, estudiándola meticulosamente, y se sentaron a la sombra para comer los frutos secos y la cecina que Neil había llevado para cenar.

Les dijo que una última vuelta alrededor de la altiplanicie les colocaría más o menos en el punto correcto para buscar el Camino del Anochecer cuando se pusiese el sol.

Mientras marchaban, empezaron a llegar del sur unos nubarrones color plomizo. Cuando se detuvieron un instante para tomar algo de agua, Mara se quedó mirando las nubes que se les aproximaban.

—Esta noche va a caer una buena tormenta —predijo.

Cuando el sol besaba el horizonte, el viento ya soplaba entre las rocas como un gemido constante y espeluznante, que arreciaba produciendo silbidos, aullidos, gritos a cada ráfaga.

Unas nubes aciagas oscurecían gran parte del cielo, atravesadas por vetas de magnífico colorido allí donde se hundía el sol.

—Debería estar aquí —dijo Neil, mirando hacia lo alto de un despeñadero en el que no había absolutamente nada—. Un caminito en zigzag.

Mara se apoyó contra la base del precipicio con los ojos cerrados y las palmas pegadas con fuerza a la pared de piedra. Kendra observaba intensamente, tratando de obligar a sus ojos a ver a través de los hechizos que pudieran estar ocultando el sendero. Neil se paseaba de un lado a otro, con claro gesto de frustración. Warren estaba plantado con los brazos cruzados, inmóvil salvo por los ojos. Detrás de ellos, finalmente, el sol desapareció detrás del horizonte.

Una racha de viento particularmente fuerte se llevó por los aires el sombrero de Kendra y la zarandeó. El viento ululó con aullidos inarmónicos.

—Deberíamos volver al todoterreno —dijo Neil, repasando por última vez la meseta con la mirada.

—El Camino del Anochecer está cerrado —anunció Mara en tono solemne.

Cuando iniciaron la marcha de regreso adonde habían dejado aparcado el coche, empezaron a caer sobre las rocas que tenían alrededor gotas de lluvia, que dejaron dibujados en la piedra puntos del tamaño de monedas. A los pocos minutos, las piedras se habían vuelto oscuras por efecto del agua, y resbaladizas y peligrosas en algunos lugares.

Con el todoterreno ya a la vista, treparon por encima y alrededor de varios montones revueltos de piedras mojadas. Llovía con ganas. Aunque Kendra llevaba la ropa empapada, el aire tibio evitaba que se pusiese a tiritar. Miró hacia atrás por encima del hombro y vio una cascada que bajaba por un lado de la meseta. Esa visión hizo que se detuviera. El agua no caía en vertical, sino que dibujaba un ángulo, saltaba y se encabritaba, formando los rápidos típicos de un río profundo. Pero no era un río natural: el agua descendía por una escalera empinada tallada en la cara de la meseta.

—Alto —les dijo Kendra bien fuerte, y señaló hacia allí—. ¡Mirad esa cascada!

Los otros tres se dieron la vuelta y se quedaron mirando la meseta.

—¿Qué cascada? —dijo Warren.

—No es una auténtica cascada —se corrigió Kendra—. Es agua que desciende por una escalera.

—¿Ves unas escaleras? —preguntó Neil.

Ella señaló desde la base de la meseta hasta lo alto.

—Es como si subiese hasta la cima. Ahora no se ven tan bien como antes, pero no me puedo creer que hubiesen estado escondidas. Nos convendrá esperar a que se hayan secado.

Sería muy difícil subir por ellas con toda esa agua.

—Las Escaleras Inundadas —dijo Mara con admiración en la voz.

—Yo no veo nada —dijo Warren.

—Yo tampoco —replicó Neil—. Llévanos al pie de las escaleras.

Los demás siguieron a Kendra otra vez a la base de la altiplanicie. Llegar hasta las escaleras no les llevó mucho tiempo. Justo al filo del inicio de los escalones el agua se colaba por una oscura fisura que había en el suelo.

Kendra se acercó a la grieta para echar un vistazo por ella. No se veía el fondo. Podía oír el agua chorrear en las profundidades lejanas.

—Me sorprende que no nos cayésemos en el agujero cuando estuvimos dando vueltas, antes —comentó Kendra, volviéndose hacia los demás.

—Yo no veo ningún agujero —dijo Warren.

—¿Puedes llevarme a las escaleras? —preguntó Neil.

Kendra le cogió de la mano y rodeó con él la abertura del suelo, para continuar por un saliente rocoso hasta encontrarse los dos juntos en el primer escalón. El agua fría les llegaba por los gemelos.

—¿Ahora lo ves? —preguntó Kendra.

—Súbeme unos cuantos escalones —dijo Neil.

Pisando con mucho cuidado, pues, aunque no era profunda, el agua bajaba muy deprisa, Kendra colocó un pie en el primero de los resbaladizos escalones de piedra. Con Neil a remolque, subió cuatro escalones y entonces resbaló, hincando las rodillas y una mano en el gélido río antes de que Neil la ayudase a levantarse.

—Suficiente —dijo él.

Con mucho cuidado, bajaron hasta la cornisa de piedra, rodearon la grieta y se reunieron con Warren y Mara.

—No vi la escalera hasta que empezasteis a subir —dijo Warren—. Y entonces solo parecía tener unos cinco escalones más desde el punto al que llegasteis. Tenía que concentrarme mucho para no dejar de veros.

—Yo vi quince escalones más delante de mí, y luego la escalera terminaba —dijo Neil.

—Pues sigue subiendo —les confirmó Kendra—, gira aquí y allá, llega a rellanos o plataformas en algunos lugares. Estas escaleras conducen a la cima. ¿Habrá dejado de llover mañana por la mañana?

—Cuando cese la lluvia, las escaleras desaparecerán —dijo Mara—. Por eso, aun con tu visión especial, no viste antes las escaleras ni la fisura. Hacía siglos que nadie encontraba las Escaleras Inundadas. Muchos daban por hecho que este camino solo existía en la imaginación popular.

—¿Tenéis que subir las escaleras en mitad de la lluvia? —preguntó Kendra—. ¡Eso va a ser duro!

—Podría ser nuestra única oportunidad —dijo Neil a Warren.

Warren asintió.

—Deberíamos llamar a los demás.

—Necesitaremos que Kendra nos guíe —dijo Neil—. Noté la fuerza del hechizo. Tuve que echar mano de todas mis fuerzas para seguirla. Sin ella, no tenemos la menor oportunidad.

Warren arrugó la frente. El agua le bajaba por la cara, goteándole desde el pelo.

—Tendremos que encontrar otro camino.

Neil negó con la cabeza.

—Esto ha sido pura chiripa, un milagro. No cuentes con que encontremos otro camino, no en muchos años. A lo mejor deberíamos dejar en paz lo que haya ahí arriba. Está muy bien protegido.

—Yo os llevaré arriba, si así lo requerís —dijo Kendra—. Necesitaré a alguien cerca de mí para impedir que el agua me lleve por delante.

—No, Kendra —dijo Warren—. No hay ningún peligro inminente que nos fuerce a ello. No hace falta que lo hagas.

—Si no recuperamos lo que vinimos a buscar, es posible que otras personas sí que estén en peligro —repuso ella—. No hace falta que yo entre en la cámara. Solo he de subir la meseta.

—Podría esperar fuera conmigo —se ofreció Neil.

—Podría haber actividad extraña en la meseta durante la tormenta —advirtió Mara. El viento aulló, como si pusiera en relieve sus palabras.

—Nos cobijaremos en el viejo refugio —dijo Neil—. Durante nuestro último viaje pasé el tiempo tranquilamente allí.

Kendra miró a Warren. Él no parecía del todo reacio a dejarla ir. Sospechaba que quería que fuese, pero no porque él la convenciese.

—Esto es importante —insistió Kendra—. ¿Por qué estoy aquí si no es para ayudar en lo que pueda? Hagámoslo.

Warren se volvió hacia Neil.

—¿La última vez no encontrasteis ningún problema en la cima de la meseta?

—Ningún peligro real —dijo Neil—. A lo mejor en parte fue por pura suerte. Sin duda, la meseta no siempre es un lugar seguro.

—¿Crees que podréis proteger a Kendra?

—Eso espero.

—¿Esta lluvia durará un rato? —preguntó Warren a Mara.

—Con alguna que otra interrupción, durará al menos unas cuantas horas.

Empezaron a caminar hacia el todoterreno.

—Podríamos ir a buscar a los demás y estar listos para regresar dentro de menos de media hora —dijo Warren—. ¿Tenéis equipo de montañismo? ¿Cuerdas? ¿Arneses? ¿Mosquetones?

—¿Para nosotros seis? —preguntó Neil—. A lo mejor sí. Reuniré todo lo que tenemos.

Se quedaron callados. Ya estaba. La decisión estaba tomada. Iban a intentarlo.

Mientras Kendra seguía al grupo, fijándose muy bien en dónde ponía el pie al avanzar por las rocas, por encima y alrededor de ellas, intentó no verse a sí misma petrificada de espanto en lo alto de una escalera cubierta de agua, con las majestuosas vistas de un desierto atenazándola de vértigo paralizante. A pesar de la fe de Warren en ella, deseó poder retirar su ofrecimiento.