7
Meseta perdida
El camino de tierra, en el que no había un alma, se alargaba hacia el horizonte delante de Kendra hasta desvanecerse convertido en un espejismo borroso de calor brillante. Al avanzar la camioneta a trompicones por la superficie salpicada de baches de la desolada pista, sus vistas del paisaje desierto temblaban. Era una tierra ardua: llanos irregulares interrumpidos por gargantas rocosas y mesetas cortadas a pico. Un aire tibio brotaba de las ranuras de ventilación del salpicadero del vehículo, negándose a enfriar de verdad.
No habían ido todo el tiempo por carreteras. Parte del trayecto los había llevado a recorrer kilómetros de terreno salvaje, lo que subrayaba el carácter aislado de su destino escondido. Viajero alguno iba a llegar a ningún punto ni remotamente cercano a Meseta Perdida si seguía las indicaciones de ruta extraídas de una búsqueda por Internet.
El conductor era un taciturno navajo de piel curtida que debía de rondar los cincuenta años. Llevaba un inmaculado sombrero blanco de vaquero y una corbata bolo. Kendra había intentado entablar conversación con él, y el hombre respondía a todas sus preguntas directas, pero en ningún momento se extendió en detalles ni preguntó nada. Se llamaba Neil. Había estado casado hacía tiempo, durante menos de un año. No tenía hijos. Había trabajado en Meseta Perdida desde la adolescencia. Estaba de acuerdo en que ese día hacía calor.
Warren, Dougan y Gavin se recostaron los tres en la parte trasera de la camioneta con el equipaje y se calaron cada uno un sombrero que les protegía la cara del sol. Lo único que tenía que hacer Kendra era recordar el calor que debían de estar pasando y el polvo que los cubría, para acallar cualquier posible queja sobre el penoso aire acondicionado del vehículo.
—Casi hemos llegado —dijo Neil, en lo que eran sus primeras palabras espontáneas desde aquel «Yo llevaré su equipaje» que le había dicho en el pequeño aeropuerto de Flagstaff.
Kendra se inclinó hacia delante, buscando con la mirada algún accidente en el camino, aparte de la tierra abrasada por el sol y la artemisa color turquesa. El único rasgo fuera de lo normal era una valla baja de alambre de espino que se divisaba cada vez más cerca, con una maltrecha puerta de madera que cruzaba la carretera. La valla, compuesta por tres hilos de alambre horizontales, se perdía de vista a un lado y otro. De la puerta colgaba un letrero con las palabras «No pasar» medio borradas, con letras blancas sobre fondo rojo.
—No veo gran cosa, aparte de una valla —dijo Kendra.
Neil la miró, con los ojos tan entornados que parecían cerrados.
—¿Ves la valla?
—Claro. De alambre de espino. ¿Realmente impide el paso de la gente?
—Llevo treinta años conduciendo por esta carretera —dijo el hombre—. Y sigo sin poder ver la valla hasta que la he cruzado. Un poderoso hechizo distractor. Tengo que centrar toda mi atención en la carretera. Cada vez que vengo lo paso mal, luchando contra el impulso de dar media vuelta y marcharme, aunque sé exactamente adónde voy.
—Oh —dijo Kendra. Su objetivo no había sido anunciarle que los hechizos distractores no tenían efecto sobre ella, pero no se le ocurrió ninguna argumentación falsa para explicarle cómo era posible que hubiese visto la valla tan fácilmente. Ahí estaba: tres hilos paralelos de alambre de espino, fijados a postes finos y herrumbrosos.
Cuando la camioneta llegó a la cancela, Neil redujo la velocidad hasta detenerse, se apeó, abrió la puerta, volvió a subirse al vehículo y avanzó para cruzar la valla. En el instante mismo en que el coche cruzó la línea de la valla, apareció ante su vista una altiplanicie inmensa, dominando tanto el paisaje que Kendra no pudo entender cómo era posible que no la hubiese visto hasta ese momento. La imponente altiplanicie no solo era descomunal, sino que su apariencia resultaba muy llamativa, con unas franjas blancas, amarillas, naranjas y rojas que daban color a sus escarpadas laderas.
—Bienvenidos a Meseta Perdida —dijo Neil, que detuvo nuevamente la camioneta.
—¡Ya voy yo! —exclamó Warren cuando Neil abrió la portezuela para bajarse otra vez del vehículo.
Warren salió corriendo y cerró la cancela. Neil cerró su puerta y Warren saltó de nuevo a la parte trasera de la camioneta.
Kendra empezó a darse cuenta de que la imponente meseta no era la única variación en el paisaje a este lado de la valla. Unos cactus saguaro de gran altura eran de repente unas hermosas ramas verdes y redondeadas que señalaban hacia el cielo. Intercalados con los saguaros había árboles de Josué, cuyas ramas retorcidas se contorsionaban creando formas imposibles.
—Hace un momento no había cactus como esos —dijo Kendra.
Neil negó con la cabeza.
—Como esos no. Aquí tenemos un bosque muy variado.
La camioneta cogió velocidad. Ahora el camino estaba pavimentado. El asfalto era tan oscuro que parecía reciente.
—¿Esa meseta es la Meseta Perdida? —preguntó Kendra, mirando hacia lo alto de la elevación.
—Es la meseta que desapareció cuando se fundó la reserva. Aquí la llamamos la Meseta Pintada. Casi nadie lo sabe, pero parte de la razón por la que el pueblo navajo acabó recibiendo la reserva más grande del país fue que estuvieron ahí para ocultar este lugar sagrado.
—¿La gobiernan los navajos? —preguntó Kendra.
—No exclusivamente. Nosotros los dinés somos nuevos aquí, comparados con los pueblos.
—¿La reserva existe aquí desde hace mucho? —preguntó Kendra. ¡Por fin conseguía que Neil dijese varias frases seguida!
—Esta es la reserva más vieja del continente, fundada siglos antes de la colonización de los europeos, y los primeros en gobernarla fueron los anasazis, como se llamaba a una ramificación de la antigua raza. Quienes de hecho crearon la reserva fueron unos magos persas. Querían mantenerla en secreto. En aquel entonces esta tierra no era conocida al otro lado del Atlántico. Y seguimos cumpliendo bien el cometido de mantenernos fuera del mapa.
—¿La Meseta Pintada no se puede ver desde el otro lado de la valla? —preguntó Kendra.
—Ni siquiera por los satélites —dijo Neil orgulloso—. Esta reserva es lo contrario de un espejismo. No nos ves, pero realmente estamos aquí.
Kendra vio fugazmente varias hadas que revoloteaban entre los cactus. Algunas eran brillantes, con alas de mariposa o libélula, pero la mayoría de ellas lucían colores más terrosos.
Muchas tenían escamas o pinchos o caparazones protectores. Sus alas hicieron pensar a Kendra en langostas y escarabajos. Un hada marrón aterciopelada movió unas alas correosas como de murciélago.
Cuando la camioneta dobló un recodo, surgieron a la vista nuevas especies de cactus.
Unos tenían hojas como espadas, otros presentaban ramas largas y finas, y unos terceros tenían agujas rojizas. Sentado junto a un macizo de cactus esféricos, moviendo el hocico como si estuviese comprobando algún aroma del aire, un enorme conejo con un par de cuernos cortos bifurcados llamó la atención de Kendra.
—¡Ese conejo tiene cuernos! —exclamó Kendra.
—Es un chacalope —dijo Neil—. Dan buena suerte. —Miró a Kendra sin mover la cabeza—. ¿Has tomado leche esta mañana?
—Warren tiene una cosa mantecosa que actúa como la leche —respondió Kendra, saliéndose por la tangente.
Era verdad que Warren tenía una sustancia así, procedente de leche de una morsa gigante de una reserva de Groenlandia. Incluso había tomado un poco ese día, por lo que sus ojos estarían abiertos a las criaturas mágicas de Meseta Perdida. Pero Kendra obvió mencionar que Warren no le había dado a ella un poco de esa manteca porque ya no necesitaba tomar leche para poder ver a los seres mágicos.
La camioneta subió una loma y aparecieron ante su vista los edificios principales de Meseta Perdida. Lo primero en lo que Kendra se fijó fue el gran complejo urbano de los pueblos, que venía a ser un par de docenas de viviendas hechas de adobe y con forma cúbica, ingeniosamente apiñadas. Las ventanas eran negras y no tenían cristal. De los muros rojizos sobresalían vigas de madera. Junto al pueblo se levantaba una hacienda blanca con cubierta de teja roja y planta en U. La hacienda tenía un aspecto considerablemente más moderno que el complejo de los pueblos. Un depósito elevado de agua, construido sobre largos postes, hacía sombra sobre la hacienda.
En el extremo de una zona despejada junto a las casas se levantaban otras dos estructuras. Una era una construcción de madera de grandes dimensiones con techo de aluminio curvado. Kendra no vio ninguna pista de aterrizaje, pero se preguntó si aquello no sería un hangar para aviones. La otra construcción era una estructura baja y abovedada que cubría una gran extensión de terreno. La gigantesca cabeza negra de una vaca más grande aún que Viola asomaba por una inmensa abertura, justo por encima del nivel del suelo. La vaca masticaba heno de una artesa increíblemente grande. Viendo el tamaño de aquella cabeza al nivel del suelo, Kendra entendió que la cubierta abovedada debía de tapar un agujero inmenso en el que vivía la colosal vaca.
La camioneta serpenteó por las curvas de la carretera y se detuvo al llegar a una zona solada con baldosas, en el exterior de la hacienda. Antes de que Neil hubiese apagado el motor, se abrió la puerta principal y salió una mujer de corta estatura, de raza india americana. Llevaba los cabellos de plata recogidos en un moño y vestía un colorido chal sobre los hombros. Aunque su tez morena estaba surcada de arrugas, sus ojos transmitían vida y caminaba vigorosamente.
Tras la mujer salieron por la puerta unas cuantas personas más. Un hombre barrigudo, de hombros estrechos, brazos largos y bigote poblado se acercaba junto a una mujer india americana alta y delgada, de mandíbula grande y pómulos altos.
Detrás de ellos salió una mujer llena de pecas, con el pelo castaño y corto, que empujaba una silla de ruedas en la que iba un hombre mejicano regordete y de cara redonda.
Kendra se bajó de la furgoneta, y lo mismo hicieron Warren, Dougan y Gavin.
—Bienvenidos a Meseta Perdida —dijo la anciana del moño—. Yo soy Rosa, la encargada. Nos alegramos de tenerles aquí.
Se presentaron unos a otros. La mujer alta y joven era Mara, la hija de Rosa. No dijo nada. El hombre desgarbado y con bigote se llamaba Hal. Tammy era la mujer que empujaba la silla de ruedas, y al parecer conocía a Dougan. El tipo de la silla de ruedas se llamaba Javier. Le faltaba una pierna y tenía la otra entablillada.
Se decidió que Warren y Dougan entrasen en la hacienda para hablar con Rosa, Tammy y Javier. Neil y Mara los ayudaron a meter los bártulos en la casa, mientras Kendra y Gavin se quedaban con Hal, al que habían designado para que les mostrase la reserva.
—Esto es la monda —comentó Hal en cuanto los otros estuvieron fuera de su vista—. El cielo empieza a desmoronarse por aquí, y nos mandan a un par de adolescentes. Sin intención de ofenderos. Lo primero que una mente despierta aprende en Meseta Perdida es que las apariencias engañan.
—¿Q-q-quién ha muerto? —preguntó Gavin.
Hal enarcó las cejas.
—Si no os lo han dicho, no estoy seguro de que me corresponda a mí decíroslo.
—¿Javier resultó herido entonces? —quiso saber Gavin.
—Eso me han dicho —respondió Hal, enganchando los pulgares en las trabillas de sus pantalones vaqueros. Su ademán permitió a Kendra fijarse en la pesada hebilla de plata de su cinturón, con un majestuoso uapití grabado.
—Vaya calor hace hoy —comentó Kendra.
—Si tú lo dices… —concedió Hal—. Está empezando la estación del monzón. Esta semana hemos tenido dos noches de lluvia. Ha refrescado un par de grados desde julio.
—¿Q-qué nos vas a enseñar? —preguntó Gavin.
—Lo que vosotros queráis —dijo Hal con una radiante sonrisa que reveló una muela de oro—. Tenéis derecho al tratamiento para invitados VIP, en parte porque podríais acabar recibiendo el tratamiento RIP. No lo quiera el Cielo.
—¿S-s-sabes por qué estamos aquí? —preguntó Gavin.
—No es asunto mío. Por alguna estupidez que habrá pasado en Meseta Pintada, supongo. Algo arriesgado, a juzgar por cómo está Javier. No soy quién para meterme en eso.
—¿Tammy estaba trabajando con Javier y con la persona que murió? —preguntó Kendra.
—Efectivamente —respondió Hal—. Las cosas se pusieron feas y llamaron a la caballería. ¿Vosotros, chicos, habéis estado antes en una reserva como esta?
Gavin respondió que sí con la cabeza.
—Sí —dijo Kendra.
—Entonces, supongo que ya sabréis para qué sirve la vaca. —Indicó en dirección a la estructura abovedada, con un gesto de la cabeza—. La llamamos Mazy. Últimamente ha estado un poco revuelta, así que no os acerquéis demasiado, sobre todo si está comiendo. En el pueblo de ahí al lado vive alguna gente, pero vosotros os alojaréis en la casa, por lo que daréis las gracias, en cuanto notéis la corriente de aire de los ventiladores de agua.
—¿Qué es esa construcción que parece un hangar? —preguntó Kendra.
—Eso es el museo —dijo Hal—. Único en su especie, por lo que yo sé. Lo reservaremos para el final. —Cogió del suelo un cubo de plástico blanco con tapa y con asa metálica, y lo subió a la parte trasera de la camioneta que había conducido Neil. Sacó un juego de llaves del bolsillo y abrió la puerta del copiloto—. Vamos a dar una vuelta. Cabemos los tres delante si nos apretamos un poco.
Kendra se subió al vehículo y se colocó en el centro. Hal rodeó la camioneta a la carrera para subirse al asiento del conductor, utilizando el volante para auparse mejor.
—Cómoda y preciosa —dijo Hal, al tiempo que giraba la llave de contacto. Miró a Kendra y a Gavin y soltó—: No me digáis que sois dos tortolitos.
Los dos negaron rápidamente con la cabeza.
—Bueno, no hace falta que os pongáis así —se rio, y salió marcha atrás con la camioneta hasta llegar a continuación a una carretera de tierra—. Aparte de los edificios y de Meseta Pintada, sé que este lugar parece el culo del mundo. Pero os llevaréis una sorpresa cuando veáis los manantiales secretos, las quebradas y los laberintos de arenisca. Por no hablar de que aquí casi toda la actividad tiene lugar debajo de la superficie.
—¿Hay cuevas? —preguntó Gavin.
—Unas cavernas que harían sonrojarse a Carlsbad —exclamó Hal—. Hay grutas en las que solo en una cabría un estadio de fútbol entero y aún sobraría sitio. Os hablo de no más de siete complicados sistemas de cavernas que se extienden a lo largo de centenares de kilómetros en total. Yo calculo que algún día descubriremos cómo se comunican todas ellas entre sí. Si este lugar estuviese abierto al público, sería la capital mundial de las cuevas. Por supuesto, como podéis imaginaros, nunca se sabe qué clase de espeleólogo podría recorrer los túneles que pasan por debajo de Meseta Perdida. Más vale quedarse en la superficie, disfrutar de las increíbles gargantas y de los preciosos barrancos.
—¿Qué clase de criaturas pueblan las cuevas? —preguntó Kendra.
—Yo he preferido no saberlo. Cualquier día de estos sucumbiré, claro, pero la curiosidad no será el motivo de mi caída. Dicho esto, no es necesario que bajéis a echar un vistazo para saber que esas cavernas están plagadas de todas las clases de cocos y fantasmas que han atormentado a la raza humana desde el principio de los tiempos. Allá vamos. Echad un vistazo a eso de ahí delante.
Rodearon la pared de un despeñadero y ante su vista apareció una antigua misión española que tenía un campanario. Las paredes marrones de la edificación se alzaban y caían formando unas suaves curvas. La camioneta rodeó el conjunto hasta la parte de atrás, donde encontraron un cementerio cercado por un muro bajo.
Hal detuvo el vehículo.
—Esto y el pueblo son las estructuras más antiguas de la propiedad —dijo—. Uno de los elementos más inolvidables es el osario. No solo alberga la colección de zombis más grande del mundo, sino que por si fuera poco es uno de los más antiguos del planeta. —Abrió la portezuela de su lado y se apeó del vehículo.
Kendra se volvió para observar la reacción de Gavin, pero él también estaba bajándose de la furgoneta. Oyó el tintineo de un montón de campanillas, procedente del cementerio.
—¿Zombis? —preguntó Kendra, incrédula, deslizándose desde el asiento para caer con las dos suelas a la vez en el suelo de arena—. ¿Te refieres a muertos vivientes?
—No hablo de personas —aclaró Hal—. No como tú o como yo. —Sacó el cubo de plástico del vehículo—. No tienen más cerebro que una sanguijuela. Y tampoco son más humanos.
—¿Esto es seguro? —preguntó Kendra.
Hal encabezó la marcha en dirección a una cancela baja de hierro que había en el muro del cementerio.
—Los zombis solo tienen un impulso: saciar el hambre. Satisfecho ese instinto, no son demasiado dañinos. Aquí usamos un sistema muy bueno, como no hay otro igual, que yo sepa.
Kendra siguió a Hal y Gavin y cruzó tras ellos la cancela para acceder al camposanto.
Ninguna de las lápidas era ostentosa. Eran pequeñas y viejas, blancas como un hueso, tan lisas por la erosión que solo eran apenas visibles unos cuantos números y letras aquí y allá. Clavada al lado de cada tumba había una vara de la que pendía una campanilla con una cuerda atada.
Las cuerdas desaparecían bajo la tierra.
De las casi doscientas campanillas del cementerio, al menos treinta estaban tintineando.
—Costó su trabajo —dijo Hal—, pero al final consiguieron entrenar bastante bien a estos zombis. Lo hicieron antes de que yo llegase aquí. Cuando a los zombis les entra hambre, tocan la campanilla. Si la tocan el tiempo suficiente, les traemos un poco de salvado. —Levantó el cubo—. Mientras saciemos su hambre, ellos no se mueven de su sitio.
Hal se acercó a la campanilla más próxima de todas las que sonaban. Se agachó, levantó un tubo transparente que se perdía bajo tierra y lo destapó. Luego, cogió un embudo que llevaba en el bolsillo de atrás.
—¿Te importa sujetarme esto? —preguntó a Gavin.
Este mantuvo el embudo metido en el tubo mientras Hal levantaba la tapa del cubo y empezaba a verter un fluido rojo y pegajoso. Kendra desvió la mirada del espeso engrudo, que fue bajando por el tubo. Hal dejó de verter, tapó el tubo y se acercó a la siguiente campanilla activa. Kendra se fijó en que la primera había dejado de tintinear.
—¿Qué pasa si no vienes a darles de comer? —preguntó Gavin, insertando el embudo en el siguiente tubo.
—Supongo que te lo puedes imaginar —dijo Hal, vertiendo aquella pasta asquerosa—. El hambre iría a más y acabarían abriéndose paso hasta la superficie arañando la tierra para tratar de encontrar alimento por sí mismos.
—¿Por qué no les dais lo que quieren hasta que se harten, luego los desenterráis y los quemáis? —preguntó Kendra.
—Eso no sería muy caritativo —la riñó Hal, mientras se dirigía a otra tumba—. Tal vez no lo comprendas. A diferencia de los seres no muertos, los zombis no tienen chispa humana. Podría entender como un gesto de misericordia el poner fin al sufrimiento de un ser humano atrapado en un estado como este. Pero un zombi carece de humanidad. Es algo aparte. Una especie amenazada, la verdad sea dicha. No son ni bellos ni adorables, ni muy listos, ni muy rápidos. Son tenaces depredadores, mortíferos en cualquier circunstancia concreta, pero no exageradamente empeñados en defenderse ellos mismos. Encontramos un modo de mantener satisfechos a los zombis sin permitirles que hagan daño a nadie, una forma de conservar la especie, y lo aplicamos, sea agradable o no. No nos diferenciamos mucho de un conservacionista de la fauna y flora que trata de proteger de la extinción a unos feos murciélagos o arañas o mosquitos. Estos refugios existen para proteger por igual a todas las criaturas mágicas, las bonitas y las feas.
—Tiene sentido, supongo —dijo Kendra—. ¿Os importa si os espero en la camioneta?
—Como quieras —respondió Hal, y le lanzó las llaves, que rebotaron en su mano y cayeron al reseco suelo, al lado de uno de los tubos. Tras vacilar unos segundos, Kendra las cogió rápidamente y salió a paso ligero del cementerio.
Mientras iba hacia el vehículo, por un instante deseó poder cambiarse por su hermano.
Dar de comer un engrudo sanguinolento a unos zombis enterrados sería seguramente uno de los pasatiempos favoritos en la versión de Seth del Paraíso. Y ella estaría más que encantada de poder estar con sus abuelos, leer antiguos diarios y dormir en su cama.
Dentro de la camioneta, Kendra puso el aire acondicionado a toda potencia, dirigiendo las tibias corrientes de aire de las ranuras de ventilación directamente hacia ella. Aquello apenas era un poco mejor que intentar refrescarse con un secador de pelo. Se imaginó a sí misma huyendo a la carrera de una horda de voraces zombis en un día de mucho calor; desplomándose finalmente de un ataque al corazón y siendo devorada. Entonces se imaginó a Hal pronunciando un emotivo discurso fúnebre durante su funeral, en el que explicaba que la muerte de Kendra había sido un hermoso sacrificio gracias al cual los nobles zombis podrían seguir viviendo, deleitando a las futuras generaciones con sus mecánicos intentos de zampárselos. Con la suerte que ella tenía, podía perfectamente llegar a suceder.
Por fin Hal y Gavin regresaron del cementerio. Hal echó el cubo en la parte trasera de la camioneta y se subió al asiento del conductor.
—Casi he gastado todo el salvado —dijo—. Menos mal que normalmente traigo más de lo que necesito. Veinte campanillas es lo que yo considero un día de mucho trabajo. Treinta y dos es casi un récord.
—¿Ad-ad-ad-ad-adónde vamos ahora? —preguntó Gavin. Kendra se fijó en que cerraba fuertemente un puño cuando tartamudeaba.
—Os llevaré a dos o tres sitios interesantes y luego volveremos para ver el museo.
Hal condujo hasta un viejo molino que tenía en la parte delantera un pozo tapado. Luego, les mostró los campos de regadío en los que un grupo de hombres y mujeres se afanaban para cultivar maíz y otros cereales. Señaló una cavidad con forma de cuenco que se veía en el suelo, donde supuestamente había aterrizado un meteorito, y les mostró un gigantesco árbol de Josué que tenía cientos de ramas, al que rodearon con la camioneta. Finalmente la hacienda y el complejo de los pueblos volvió a aparecer ante su vista. Hal detuvo la camioneta delante del museo.
Kendra y Gavin siguieron a Hal hasta una puertecilla que había al lado de un par de puertas más grandes con ruedas. Este abrió la puerta con llave y entraron. El hangar constaba de un único espacio inmenso y tenebroso. La luz del día entraba por unas ventanas altas. Hal estiró un brazo y encendió las luces, desvaneciendo así los restos de oscuridad que quedaban.
—Bienvenidos al Museo de Historia Antinatural —dijo—. La mayor colección del mundo de esqueletos de criaturas mágicas y demás parafernalia relacionada.
Directamente enfrente de Kendra se erigía un imponente esqueleto humanoide que medía más del doble de la altura de un hombre. Su cráneo se afilaba hasta terminar en una punta redondeada y tenía tres cuencas oculares dispuestas como los extremos de un triángulo.
Una placa de bronce etiquetaba la criatura como un «tríclope mesopotámico». Pero había muchos más: los huesos de un caballo sobre el que salían un torso humano en lugar de una cabeza y un cuello equinos; el esqueleto de un ogro en posición de combate frente a nueve esqueletos enanos; un cráneo de vaca del tamaño de una auto-caravana; un móvil del que pendían delicados esqueletos de hada; un titánico esqueleto humanoide con colmillos curvados y unos huesos desproporcionadamente anchos, que ocupaba la mitad del espacio existente entre el suelo y el alto techo.
Kendra contempló también otros elementos exóticos de la exposición. Un pellejo enorme cubierto de escamas, colgado de unos ganchos, flácido y reseco, al parecer procedente en su día de una criatura con cuatro brazos y cuerpo de serpiente. En el interior de una urna de cristal se veía una vibrante colección de cascaras de huevo, de todos los tamaños. A lo largo de toda una pared había colocada una serie de extrañas armas y piezas de armadura. Sobre el vano de una puerta unas enormes astas de oro se curvaban hacia lo alto.
A pesar de la gran cantidad de llamativos objetos expuestos en la sala, Gavin se acercó inmediatamente a mirar lo que sin duda constituía la principal atracción. Kendra y Hal fueron tras él a la carrerilla y se pusieron a su lado justo cuando Gavin se detuvo en el centro de la sala con las manos en jarras.
Protegido por una barandilla circular y ocupando un cuarto de la extensión total de suelo, se encontraba el esqueleto de un inmenso dragón. Kendra observó los largos y finos huesos de las alas, las zarpas con cuchillas de las cuatro garras, las vértebras de la sinuosa cola y del elegante cuello, y los maliciosos dientes del gigantesco cráneo con cuernos. Los blanquecinos huesos eran semitransparentes, como si estuviesen hechos de cristal ahumado o de cuarzo, lo que dotaba al fabuloso esqueleto de un aspecto etéreo.
—¿Quién osaría exhibir los huesos de un dragón auténtico? —dijo Gavin, furibundo, apretando los dientes.
—Auténticos huesos, eso es —dijo Hal—. A diferencia de otros elementos de la exposición, que son recreaciones y qué sé yo, este es el esqueleto original de un único dragón. Buena suerte si quieres encontrar otro igual.
—¿Quién lo hizo? —reiteró Gavin, echando chispas por los ojos.
Hal por fin pareció darse cuenta de que estaba enfadado.
—Tienes una placa delante de tus narices.
Gavin se acercó, furioso, a leer la placa de bronce fijada a la barandilla.
Gavin se agarró a la barandilla con tal fuerza que se le veían los tendones en el dorso de las manos. Respiró hondo, temblando, y se dio la vuelta rápidamente, con todo el cuerpo en tensión, mirando a Hal como si estuviese a punto de soltarle un puñetazo.
—¿Es que ninguno de vosotros se ha enterado de que los restos de un dragón son sagrados?
Hal le sostuvo la mirada, imperturbable.
—¿Tienes alguna vinculación especial con los dragones, Gavin?
El chico bajó la vista y todo su cuerpo se distendió. Al cabo de unos segundos, dijo con tono más sosegado:
—Mi-mi padre trabajaba con dragones.
—¡Qué me dices! —exclamó Hal con admiración—. No muchos hombres gozan de la constitución necesaria para esa clase de trabajo. ¿Te importa si te pregunto cómo se llamaba tu padre?
—Charlie Rose. —Lo dijo sin alzar la mirada.
—¿Tu padre es Chuck Rose? —Hal estaba boquiabierto—. ¡El representa lo más parecido que hemos tenido a un domador de dragones desde el mismísimo Patton! ¡No tenía ni idea de que Chuck hubiese tenido un hijo! Claro que siempre fue un pelín misterioso. ¿Qué tal está tu viejo?
—Muerto.
A Hal se le demudó la expresión.
—Oh. No me había enterado. Lo lamento mucho, de verdad. No me extraña que la visión de un esqueleto de dragón te ponga enfermo.
—Mi padre luchó duro para proteger a los dragones —dijo Gavin, levantando finalmente la mirada—. Su bienestar constituía su máxima prioridad. Él me enseñó muchas cosas sobre ellos. De Patton Burgess no sé gran cosa.
—Patton ya no es exactamente noticia. Falleció hace más de sesenta años. Tiene lógica que tu padre no lo mencionara demasiado. Los amantes de los dragones suelen evitar el tema. Corre el rumor, nunca confirmado, todo hay que decirlo, que Patton fue la última persona con vida que mató a un dragón adulto.
Kendra intentó mantenerse inmutable. Si revelaba cómo conocía ella la historia de Patton Burgess, la relacionarían con Fablehaven. Sería mejor no dar muestras de saber nada del tema en absoluto.
—¿Que mató a un dragón adulto? —preguntó Gavin con una sonrisa, evidentemente sin creerse ni una palabra—. ¿Dijo haber matado a este dragón?
—Tal como lo cuenta mi abuelo, y mi abuelo le conoció, Patton jamás dijo haber matado a un dragón. Lo cierto es que más bien afirmaba lo contrario. Decía que se había encontrado al viejo Ranticus al seguir a unos turbios mercaderes que estaban quitándole los órganos y vendiéndolos uno por uno.
—Ranticus se contaba entre los últimos veinte dragones —dijo Gavin—. Un miembro de la minoría de seres que nunca buscó refugio en una reserva.
—No pretendemos hacer daño al tenerlo expuesto —dijo Hal—. Es, más que nada, por puro respeto. Por conservar lo que podemos conservar. No cobramos entrada ni nada de eso.
Gavin asintió.
—P-p-por mi padre, los dragones significan para mí más que cualquier otra criatura. Siento que mi reacción haya sido desmesurada.
—No pasa nada. Perdona que no estuviera al corriente de tu pedigrí, habría actuado de otro modo.
—¿No me habrías traído aquí, por ejemplo? —preguntó Gavin.
—Me has captado —reconoció Hal.
—Los huesos son preciosos —dijo Kendra, volviendo la atención de nuevo al fabuloso esqueleto.
—Más liviano y más fuerte que cualquier cosa que se os ocurra —dijo Hal.
Gavin se volvió para mirar el objeto.
—Solo pueden deshacerse de ellos adecuadamente otros dragones. El tiempo y los elementos no lo consiguen igual.
Estuvieron varios minutos observando en silencio los restos del dragón. Kendra se sentía como si pudiese pasarse el resto del día contemplando aquel esqueleto. Era como si los dragones fuesen mágicos hasta el tuétano de los huesos.
Hal se frotó la panza.
—¿Nadie más se pirraría por algo de papear?
—Yo podría comer algo —dijo Gavin.
—¿Cómo puedes comer con ese bigote? —preguntó Kendra mientras se dirigían a la salida.
Hal se acarició el mostacho con cariño.
—Yo lo llamo mi conservador de sabores.
—Siento habértelo preguntado —dijo Kendra, rascándose la cara.
Salieron del almacén en silencio. Hal obvió la camioneta y se encaminó tranquilamente hacia la hacienda.
—Puedo decir con toda sinceridad que me alegro de haberos conocido, chicos —soltó Hal mientras se acercaban a la puerta de entrada—. Uno de vosotros es, quizás, un poco tiquismiquis con los zombis y el otro un pelín demasiado empático con los dragones, pero todos tenemos nuestras manías. Y, ya puestos, me alegro doblemente de que estéis aquí, porque Rosa nunca llena tanto la mesa como cuando tenemos compañía.
—¿Te gusta Rosa? —preguntó Gavin.
—Me cae muy bien —respondió Hal—. Por lo que, siendo mi mujer y tal, no puedo quejarme para nada. Meseta Perdida se diferencia de otras reservas en que siempre ha contado con una encargada, una mujer. Viene de la cultura de los pueblos, en la cual las mujeres heredaban la propiedad. Calculo que, a no mucho tardar, Mara pasará a ocupar el cargo. Es una mujer dura, leal donde las haya, pero no es demasiado simpática.
Hal abrió la puerta y los condujo por un pasillo hasta un espacioso salón comedor.
Kendra reparó en un ventilador de grandes dimensiones que había cerca de una ventana y que funcionaba mediante el sistema de evaporación de agua. Warren y Dougan estaban sentados ya a la mesa con Rosa y Mara.
—Nos preguntábamos cuándo os presentaríais —dijo Rosa—. ¿Adónde los has llevado, a Colorado?
—Aquí y allá —respondió Hal sin perturbarse lo más mínimo—. Hemos dado de comer a los zombis y tal. —Robó una pieza del cestillo de aperitivos de maíz de color azul que había sobre la mesa y apartó la mano justo a tiempo de evitar que Rosa le diese con un cazo.
—Eso ha debido de ser de lo más apetecible —dijo Warren, lanzándole a Kendra una mirada.
—Es-es-estamos listos para comer —dijo Gavin.
—Y nosotras estamos listas para daros de comer —dijo Rosa con una sonrisa—. Sopa con enchilada, tamales y guiso de maíz.
Tammy entró en el comedor trayendo a Javier en la silla de ruedas y empezaron a pasarse la comida en la mesa. Kendra intentó no pensar en los zombis cuando Rosa le sirvió sopa rojiza en su plato hondo. Todo aquello tenía un aspecto y un sabor diferentes de otros platos mexicanos que había probado anteriormente. Aunque le resultó demasiado picante para su gusto, la disfrutó mucho.
La conversación durante la cena estuvo dedicada a cosas triviales. Hal fue quien más habló; Mara no soltó prenda. Después de cenar, Warren y Dougan se excusaron y se llevaron a Kendra y a Gavin con ellos. Warren condujo a Kendra a un dormitorio con vistas al patio y cerró la puerta.
—Dougan se ocupará de informar a Gavin —dijo Warren—. Esta será tu habitación. Deberíamos salir de aquí cuanto antes. Mañana iremos por el objeto mágico. Han accedido a que yo os acompañe. Lo único que tienes que hacer es quedarte aquí sentadita.
—¿Qué ocurrió la última vez? —preguntó la chica.
Warren se acercó a ella y bajó la voz.
—Iban Javier, Tammy y un tal Zack. La entrada a la cámara se encuentra en lo alto de la Meseta Pintada y puedo imaginar que acceder a ella es un tormento. Neil conocía un camino, así que los guio hasta arriba, pero aguardó en el exterior de la entrada. Rosa les había confiado la llave que daba acceso a la cámara, así que entraron sin mucha dificultad y superaron un par de trampas. Entonces, se toparon con un dragón.
—¿Un dragón vivo? —preguntó Kendra.
—Zack, el líder, estaba muerto antes de que les hubiese dado tiempo a entender lo que estaba pasando. Javier perdió una pierna y resultó herido en la otra. No le mordió, recibió un coletazo. Tammy y él tuvieron la suerte de escapar con vida. No pudieron dar muchos detalles sobre cómo era el dragón, pero los dos están seguros de que eso fue lo que les atacó.
—El padre de Gavin trabajaba con dragones —dijo Kendra.
—Motivo por el cual le han traído aquí. Al parecer, Gavin tiene un talento natural como domador de dragones. Es preciso que no digas nada de esto a nadie, por su bien. Es la razón principal por la cual su padre no dijo nada de la existencia de su hijo. Podría convertirle en un objetivo tan grande como tú.
—¿Qué es un domador de dragones?
Warren se sentó en la cama.
—Para entenderlo, primero tienes que entender cómo funcionan los dragones, supuestamente la raza más poderosa de entre las criaturas mágicas. Viven miles de años, pueden alcanzar el tamaño de una torre de pisos, poseen una mente aterradoramente sagaz y una magia profunda metida en cada fibra de su cuerpo. Prácticamente cualquier mortal que intente conversar con un dragón se sentirá arrebatado al instante y perderá absolutamente toda su voluntad. Un domador de dragones es capaz de evitar este efecto y de sostener realmente una conversación con uno.
—¿Y puede controlar al dragón? —preguntó Kendra.
Warren se rio.
—Nadie es capaz de controlar a un dragón. Pero los dragones están tan acostumbrados a imponerse y dominar a cualquier otro ser simplemente con su mirada que para ellos un humano al que no logran desarmar constituye un ser sumamente curioso. Es un juego peligroso, pero a veces los dragones conceden favores a este tipo de personas, entre otras cosas el de permitirles conservar la vida.
—Entonces, ¿Gavin intentará hablar con el dragón para que puedan pasar? —preguntó Kendra.
—Esa es la idea. Acabo de enterarme de lo del dragón, pero a él le informaron antes. Supongo que está dispuesto a intentarlo. Y yo soy tan tonto que iré con él.
—¿Y si la conversación no da resultado? ¿Podríais matarlo?
—¿Hablas en serio? ¿Con qué? Sus escamas son como piedras, los huesos duros como diamantes. Cada dragón posee un arsenal único de poderes a su disposición, por no hablar de sus dientes, cola y zarpas. Y, no lo olvides, todo el mundo, salvo una selecta minoría, se queda petrificado en su presencia. Los dragones son los depredadores supremos.
—Hal nos dio a entender que Patton Burgess podría haber matado a un dragón —dijo Kendra.
—¿Cómo acabasteis hablando de matar dragones?
—Tienen un esqueleto de dragón en el museo. Una donación de Patton.
—Patton siempre negó los rumores que corrían sobre que una vez había matado un dragón. No veo motivos para dudar de él. Antaño los grandes brujos aprendían a usar la magia para destruir dragones, y así era como los convencieron para que acudieran a refugiarse en las Siete Reservas. Pero hace cientos de años que no pisa la faz de la Tierra un brujo que sea capaz de matar a un dragón. Las únicas personas a las que he oído hablar de matar dragones hoy en día son cazadores furtivos que maltratan crías. Escasea esta clase de cazador furtivo, gracias a su limitada esperanza de vida.
—¿Qué son las Siete Reservas? —preguntó Kendra.
—Son unas reservas de categoría más elevada que las que tú has visto —respondió Warren—. Algunas criaturas mágicas son demasiado poderosas para soportar estar bajo supervisión humana. A las Siete Reservas se envía a esta clase de criaturas. Prácticamente nadie conoce dónde están; de hecho ni yo mismo lo sé. Pero nos estamos desviando del tema…
—Vais a intentar robar un objeto mágico a un dragón —dijo Kendra.
—Casi. Voy a colarme por delante de un dragón con el fin de ayudar a Dougan a conseguir un objeto mágico, para luego robárselo a Dougan, con el objetivo de ponerlo a mejor recaudo.
—¿Crees que Gavin es capaz realmente de hablar con un dragón y de convencerle para que le deje pasar? —preguntó Kendra.
—Si es todo eso que dice Dougan que es, a lo mejor sí. Su padre fue el experto en dragones más reputado del mundo. Incluso entre los encargados de reservas y entre los Caballeros del Alba, los dragones siguen siendo materia de leyenda. Yo nunca he visto uno vivo. Casi ninguno de nosotros ha visto uno. Pero Chuck Rose vivió entre dragones durante meses en una época de su vida, dedicado a estudiar sus costumbres. Hasta fotografió uno.
—¿Cómo murió?
Warren suspiró.
—Un dragón se lo comió.