6

Epidemia

Seth lanzó la pelota de béisbol lo más alto y fuerte que pudo, poniéndoselo muy difícil aposta a Mendigo para devolverla. Como por acción de un resorte, la rudimentaria marioneta de madera se puso en movimiento en el preciso instante en que la bola alzaba el vuelo, y corrió por la hierba como una centella. El limberjack tamaño natural llevaba puesto un guante de béisbol en una mano y una gorra en la cabeza. Los ganchos dorados que hacían las veces de goznes tintinearon mientras él se lanzaba por encima de un seto, estirándose para atrapar la bola con su manopla.

El ágil muñeco aterrizó dando una voltereta por el suelo y, acto seguido, nada más ponerse en pie siguiendo el impulso de su cuerpo, lanzó la pelota a Seth. La bola, en lugar de hacer un globo, silbó al cortar el aire trazando una línea totalmente recta, y se estampó contra el guante de Seth con tal fuerza que le hizo daño en la mano.

—No la tires tan fuerte —le ordenó Seth—. ¡Mis manos sí que tienen nervios!

El limberjack esperó agachado, listo para capturar la bola en el siguiente lanzamiento imposible de atrapar. Después de jugar en el jardín con Mendigo a lanzar la pelota y que el muñeco la cogiera, y de unas cuantas rondas de prácticas con el bate, Seth estaba convencido de que Mendigo podría hacerse con un contrato multimillonario en las ligas profesionales.

Nunca se le caía la bola y jamás lanzaba sin ton ni son. Cuando Seth hacía de pitcher, la marioneta ponía la pelota donde se lo pedía, a la velocidad que desease. Cuando bateaba, era capaz de atizar la pelota con fuerza para que saliera despedida en línea recta y a poca distancia del suelo, en cualquier dirección que le indicase Seth, o bien conseguía hacer igual de fácilmente un home run con su forma de batear rápida y fluida. Claro que tal vez los requisitos para poder ser elegido podrían suponer un obstáculo. No estaba muy seguro de cuál era la política de la Liga Profesional de Béisbol en lo tocante a muñecos mágicos gigantes.

—Nuestro gran número —indicó Seth, y lanzó la pelota de béisbol bien alta.

Mendigo había empezado a correr antes de que la bola saliese de la mano del chico.

Cuando le quedaba poco para atraparla, se cambió el guante de la mano al pie y ejecutó una preciosa voltereta lateral, cogiendo la pelota con el pie enguantado mientras estaba cabeza abajo. El muñeco se la devolvió a Seth, todavía con bastante ímpetu pero no tan fuerte como en el lanzamiento anterior.

El chico lanzó la pelota sin levantar el brazo por encima del hombro y la envió en una nueva dirección. Jugar con Mendigo era entretenido, aun siendo consciente de que la marioneta era en realidad su niñera. Las cosas se habían puesto tensas desde que Coulter y Tanu habían vuelto con la noticia de que Warren y Kendra se habían embarcado en una misión para los Caballeros del Alba. Incluso sin conocer todos los pormenores, a Seth le corroía la envidia.

Los abuelos se habían tomado la noticia a la tremenda y se habían puesto aún más protectores de lo habitual con Seth. A pesar de que, técnicamente, había concluido su periodo de tres días sin permiso para salir a hacer excursiones ni siquiera con supervisión adulta, le habían prohibido acompañar a Coulter y Tanu en su misión de esa tarde.

El abuelo había estado siguiendo la situación de los nipsies mientras los demás no estaban y había descubierto que los belicosos no cesaban en sus ansias de conquistar a los demás. Nada de lo que probó sirvió para disuadirlos. Al final, decidió que la única forma de salvar a los nipsies no contaminados consistía en llevarlos a otro lugar. Coulter y Tanu estaban en esos momentos buscando un nuevo hábitat para los nipsies buenos. Una misión rutinaria.

Pero el abuelo había prohibido a Seth adentrarse en el bosque hasta que entendiesen a qué se debía la aparición de esta nueva subespecie de criaturas oscuras.

Mendigo devolvió la pelota a Seth, quien la lanzó hacia la derecha, más baja que la vez anterior. Mendigo corrió tras ella y entonces se paró en seco; la pelota aterrizó en la hierba y rodó hasta un arriate. Seth se puso en jarras. A diferencia de Hugo, Mendigo no tenía voluntad propia, se limitaba a cumplir órdenes. Y la orden de ese momento era jugar a coger la pelota.

Sin hacer caso de la bola, Mendigo echó a correr a toda prisa en dirección a Seth. El gesto era desconcertante. Antiguamente Mendigo había estado al servicio de la bruja Muriel, pero unas cuantas hadas habían ayudado a Kendra a romper aquella vinculación ese mismo verano. Ahora Mendigo solo obedecía órdenes del personal de Fablehaven. Había resultado ser tan útil que el abuelo había dispuesto que Mendigo tuviese permiso para cruzar las barreras que protegían el patio y la casa.

Entonces, ¿por qué Mendigo venía corriendo a por él?

—¡Mendigo, detente! —gritó Seth, pero la marioneta no le hizo caso.

El abuelo había establecido como orden permanente que Mendigo no debía permitir a Seth abandonar el jardín. ¿Estaría confundido el títere de madera? No estaba cerca del borde del césped.

Cuando Mendigo lo alcanzó, se inclinó lateralmente hacia él bajando un hombro, le rodeó las piernas con los brazos, lo levantó del suelo y corrió a toda velocidad hacia la casa.

Colgado del hombro de madera, Seth alzó la vista y vio a un grupo de hadas negras que volaban en dirección a ellos. No se parecían en absoluto a ninguna de las que había visto hasta entonces. Las alas no les resplandecían por efecto de la luz del sol. Las vestiduras no emitían destellos. A pesar de que el cielo estaba totalmente despejado y de que brillaba el sol, cada una de la docena de hadas estaba envuelta en una sombra. Detrás de todas ellas, borrosamente, se veía una estela negra poco densa. A pesar de la luz, esas hadas irradiaban oscuridad.

Las hadas acortaban rápidamente la distancia. Pero la casa ya no quedaba lejos.

Mendigo se contoneaba para esquivar unos haces impenetrables de sombra procedentes de las hadas. Allí donde llegaba esa energía negra, la vegetación se marchitaba al instante. La hierba se volvía blanca y reseca, las flores se ponían mustias y perdían el color, las hojas se arrugaban y secaban. Un haz negro alcanzó a Mendigo en la espalda, y se le formó un cerco negro en la madera marrón.

Mendigo obvió los escalones, saltó por encima de la barandilla del porche y avanzó estrepitosamente en dirección a la puerta trasera. La marioneta depositó a Seth en el suelo y este abrió rápidamente la puerta y ordenó al títere de madera que entrase. Seth cerró de un portazo y llamó a gritos a su abuelo.

Ahora entendía el comportamiento de Mendigo. La marioneta obedecía una orden permanente por encima de todas las demás: proteger a las personas de Fablehaven. El limberjack había notado que se acercaban las hadas y había sabido que venían con malas intenciones. Seth tenía la desasosegante sensación de que, de no haber sido por Mendigo, tal vez estaría convertido en un cuerpo marrón, reseco y arrugado, tirado en la hierba como una versión humana de un plátano pasado.

—¿Qué pasa, Seth? —preguntó su abuelo, que apareció por la puerta del estudio.

—Unas hadas malvadas acaban de atacarme en el jardín —respondió Seth sin resuello.

El abuelo le miró con el ceño fruncido.

—¿Otra vez has estado tendiendo trampas a las hadas?

—No, te lo juro. No he hecho nada para provocarlas —insistió el chico—. Estas hadas son diferentes. Son salvajes y de color negro. Mira por la ventana.

Seth y su abuelo se acercaron a una ventana. El lúgubre grupo de hadas se entretenía aplicando su magia en una hilera de rosales, volviendo marrones sus hojas verdes y negros los coloridos pétalos.

—Nunca he visto nada igual —dijo el abuelo con un hilo de voz, al tiempo que se dirigía ya a la puerta.

—¡No! —le avisó Seth—. Irán a por ti.

—Tengo que verlo —dijo el abuelo, y abrió la puerta de la casa.

De inmediato, las hadas se abalanzaron como flechas en dirección al porche, disparando haces negros. El abuelo retrocedió enseguida al interior de la casa. Las hadas se quedaron revoloteando justo en el borde del porche. Varias de ellas se reían a carcajadas. Algunas hacían muecas. Y antes de marcharse volando, dejaron resecas unas cuantas plantas que había en unos tiestos.

—Nunca he oído hablar de nada parecido a esas criaturas —dijo el abuelo—. ¿Cómo han entrado en el jardín?

—Entraron como Pedro por su casa —respondió Seth—, como habría hecho cualquier otra hada.

—Las hadas son criaturas de la luz. —El abuelo lo dijo en tono débil, inseguro, como si dudase entre creer lo que estaba pasando o no.

—Unos cuantos nipsies se volvieron oscuros —le recordó Seth.

El abuelo arrugó la frente y se frotó la barbilla.

—Estas hadas no se encuentran en su estado caído característico. Cuando un hada cae, se transforma en un diablillo, y no podría acceder al jardín. Estas se encuentran en un estado oscurecido, una alteración indefinida que les permite seguir teniendo acceso a los jardines. Es la primera vez que veo algo semejante. A lo mejor debería emitir una prohibición temporal para todas las hadas, hasta que averigüemos qué está pasando. No estoy seguro de que pueda excluir únicamente a las hadas oscuras.

—¿La abuela sigue en la compra? —preguntó Seth.

—Sí —respondió el abuelo—. No volverá hasta dentro de una hora por lo menos. Dale está abajo en el establo. Tanu y Coulter siguen fuera, buscando un lugar en el que re ubicar a los nipsies buenos.

—¿Qué deberíamos hacer? —preguntó Seth.

—Llamaré a Ruth por teléfono —dijo el abuelo—. Para avisarle que tenga cuidado cuando entre por el jardín. Y mandaré a Mendigo a buscar a Dale.

—¿Podemos ponernos en contacto con Tanu y Coulter? —preguntó Seth.

—No, pero tienen a Hugo con ellos —dijo el abuelo—. Tendremos que confiar en que sabrán cuidar de sí mismos. —Se dio la vuelta para dirigirse al muñeco gigante—. Mendigo, ve a toda velocidad a traer a Dale de los establos; protégelo de cualquier daño. Mantente lejos de cualquier criatura oscura, como esas hadas.

El abuelo abrió la puerta y Mendigo salió corriendo al porche, saltó por encima de la barandilla y cruzó la pradera de hierba a toda velocidad.

—¿Qué hago yo? —preguntó Seth.

—Vigila desde las ventanas —dijo el abuelo—. No salgas de la casa. Dime si ves cualquier cosa rara. En cuanto llame a tu abuela, intentaré contactar con la Esfinge.

El abuelo se marchó a toda prisa y Seth fue por todas las habitaciones, para echar un vistazo desde cada ventana e intentar ver más hadas oscuras. A la tercera ronda, tiró la toalla.

Al parecer, se habían ido todas.

Para comprobar esta suposición, abrió la puerta de la casa y se arriesgó a salir al porche. ¿No había hecho eso mismo su abuelo hacía un momento, pero con las hadas a plena vista? Estaba preparado para retroceder en cualquier instante, pero no le atacó ningún hada siniestra. ¿Les habría prohibido ya el abuelo entrar en el jardín? Seth se sentó en una silla y se quedó observando el jardín.

Se dio cuenta de que era la primera vez que salía de la casa sin supervisión de nadie desde que le castigaron por haber ido a visitar a los nipsies. Al instante, notó el anhelo de salir corriendo y meterse en el bosque. ¿Adónde iría? A lo mejor a la cancha de tenis, a ver cómo les iban las cosas a Doren y Newel. O al estanque, a tirarles piedras a las náyades.

No. Después del susto con las hadas, tuvo que reconocer, a regañadientes, que seguramente su abuelo tenía razón al considerar que sería un disparate ir en esos momentos a dar una vuelta por el bosque. Además, si le pillaban, seguramente perdería para siempre la confianza del abuelo y acabaría castigado para toda la eternidad.

Reparó en un puñado de hadas normales que revoloteaban por el jardín. Se acercaron a las rosas muertas y empezaron a curarlas con destellos resplandecientes. Los pétalos marchitos recobraron el color. Las hojas resecas y retorcidas se estiraron. Las frágiles ramitas se volvieron flexibles y verdes.

Era evidente que la prohibición sobre las hadas aún no funcionaba, por lo que las otras habían debido de abandonar voluntariamente el jardín. Seth se quedó observando a las hadas mientras devolvían la vida a las plantas afectadas. No intentó acercarse para mirarlas mejor. Les caía mal incluso a las hadas bonitas. Seguían resentidas por haber transformado accidentalmente a una de ellas en un diablillo el verano anterior. Le habían castigado, el hada había recuperado su estado original y él se había deshecho en disculpas, pero las hadas seguían desdeñándole en gran medida.

Conforme iba decayendo su entusiasmo ante la ausencia de hadas negras, el aburrimiento fue apoderándose de Seth. Si el abuelo se fiase de él como para dejarle las llaves de la mazmorra, seguramente podría encontrar un modo de pasar el rato allí abajo. Le daba rabia que Mendigo no hubiese vuelto. Le daba rabia no poder cambiarse por Kendra, correr esa aventura misteriosa, tan misteriosa que nadie había querido darle detalles al respecto. ¡Casi le daba rabia no haber ido a la compra con su abuela!

¿Qué podía hacer? En el cuarto del desván había juguetes, montones de juguetes, pero había jugado tanto con ellos a lo largo del verano que ya no le llamaban la atención. A lo mejor podía desgarrar alguna prenda de su ropa y pedir que los brownies se ocupasen de arreglársela. Siempre resultaba interesante ver las mejoras que aplicaban.

Se levantó, listo para entrar en la casa, cuando de los bosques salió un personaje vaporoso. La figura, neblinosa, traslúcida, se deslizaba en dirección al porche. Seth se dio cuenta, para su espanto, de que la fantasmagórica aparición se parecía a Tanu, solo que en un estado etéreo e inmaterial.

¿Habrían matado a Tanu? ¿Era eso su espíritu, que venía a perseguirlos? Seth se quedó mirando mientras la gaseosa figura se acercaba cada vez más. Lucía un semblante muy serio.

—¿Eres un fantasma? —preguntó Seth.

El vaporoso Tanu negó con la cabeza y empezó a gesticular como si bebiese de una botella.

—¿Una poción? —preguntó Seth—. Eso es: tienes una poción que te convierte en estado gaseoso, como la que Kendra dijo que Warren había usado en su combate con la pantera gigante.

Tanu dijo que sí moviendo la cabeza, y se acercó más. Se levantó una ligera brisa, que hizo que se desviara un poco y llegó a disipar momentáneamente su cuerpo de bruma. Cuando la brisa cesó, Tanu volvió a formarse y continuó hasta llegar al porche. Incapaz de resistirse, Seth atravesó con la mano al etéreo samoano. Al tacto, el gas que lo formaba parecía más una nube de polvo que de niebla. Pero no se le quedó nada impregnado en la mano.

Tanu indicó a Seth que abriese la puerta trasera. El chico hizo lo que pedía y siguió a Tanu al interior de la casa.

—¡Abuelo, Tanu ha vuelto! ¡Está en estado gaseoso!

Dentro de la vivienda, Tanu se materializó mejor, lo cual le dio un aspecto más consistente. Seth metió una mano por el estómago de Tanu, haciendo que el vapor se arremolinara y se desplazara ligeramente.

—¿Qué ha pasado, Tanu? —preguntó el abuelo, irrumpiendo a toda prisa con el móvil en una mano—. ¿Ha habido problemas?

El samoano respondió afirmativamente con la cabeza.

—¿Dónde está Coulter? ¿Se encuentra bien?

Tanu respondió negativamente.

—¿Muerto? —preguntó el abuelo.

Tanu negó levemente con la cabeza y se encogió de hombros.

—¿Necesita nuestra ayuda?

Tanu volteó una mano un par de veces.

—No necesita nuestra ayuda de inmediato.

Tanu respondió afirmativamente.

—¿Nos hallamos en peligro inminente?

Tanu negó con la cabeza.

—¿Cuánto tiempo va a pasar hasta que vuelvas a tu estado normal?

Tanu arrugó la frente y, al poco, levantó una mano con los dedos abiertos.

—¿Cinco minutos? —trató de confirmar el abuelo.

Tanu respondió afirmativamente.

Se abrió la puerta trasera y Dale entró con Mendigo.

—¿Qué está pasando? —preguntó al ver el estado alterado de Tanu—. Mendigo se presentó en los establos y me secuestró.

—Tenemos un problema —dijo el abuelo—. Unas hadas oscuras han atacado a Seth en el jardín.

Tanu se puso a hacer gestos con mucho ahínco, con los ojos como platos.

—¿Unas hadas negras te han atacado a ti también? —preguntó Seth.

Tanu señaló al chico con un dedo, al tiempo que asentía enfáticamente.

—¿Has percibido cualquier cosa inusual en alguna de las criaturas, hoy? —preguntó el abuelo a Dale.

—Nada del estilo de las hadas negras —respondió.

—He llamado a Ruth. Entrará en la casa con cuidado. Y sigo sin poder comunicarme con la Esfinge.

—¿Cuándo volverá al estado sólido? —preguntó Dale, indicando con la mirada en dirección a Tanu.

—Dentro de unos minutos.

—¿Te importa si cojo un poco de agua? —preguntó Dale.

—Podría venirnos bien a todos —dijo el abuelo.

Fueron a la cocina y Dale les sirvió a todos un vaso de agua fresca de la nevera.

Mientras Seth se la tomaba, Tanu se transformó en el Tanu de siempre. Un silbido pasajero acompañó la rápida transformación.

—Disculpad lo ocurrido —dijo Tanu—. No estoy seguro de si habría podido escapar sin la ayuda de una poción.

—¿Qué fue lo que pasó? —preguntó el abuelo con serenidad.

Tanu bebió un sorbo de agua.

—Tal como teníamos planeado, estábamos recorriendo la zona en busca de un nuevo hogar para los nipsies buenos. Nos encontrábamos en esa pradera con forma de media luna que hay cerca de donde antes se levantaba la Capilla Olvidada. ¿Sabéis cuál?

—Sí, sí —dijo Dale.

El abuelo asintió.

—Yo también la conocería, si es que me dejasen alguna vez salir a explorar —refunfuñó Seth.

—Nos cruzamos con un enjambre de hadas en plena riña, se azuzaban como en una pelea de perros. Unas eran claras y otras oscuras. Por lo que vimos, cuando las oscuras lograban morder a las claras, estas se extinguían, se volvían oscuras. Pero al parecer las hadas claras no podían convertir a ninguna de las oscuras.

—¿Cuántas hadas eran? —preguntó el abuelo.

—Debían de ser unas treinta más o menos —respondió Tanu—. Al principio la pelea parecía casi equilibrada, pero al poco rato las hadas oscuras superaban en número a las hadas claras, en una proporción de tres a una. Coulter y yo decidimos que debíamos poner fin a la riña antes de que todas las hadas quedasen transformadas. Tiene un cristal que produce aturdimiento, y pensó que tal vez podría interrumpir la lucha el tiempo suficiente para que las hadas claras tuviesen la oportunidad de escapar.

»En el instante en que pusimos un pie en el claro del bosque, las hadas oscuras dejaron de atosigar a las claras y vinieron a por nosotros. Prácticamente no tuvimos tiempo para pensar.

Coulter me urgió a adoptar el estado gaseoso. Hugo se interpuso entre nosotros y el enjambre, y las hadas le atacaron con una magia turbia que hizo que se marchitara la hierba que forma parte de su cuerpo, dejándoselo salpicado de manchas negras. Con el cristal en alto, Coulter ordenó a Hugo que se retirara al granero, lo cual fue una idea perfecta. Poco podía hacer Hugo frente a tal cantidad de diminutos enemigos. El golem obedeció y las hadas se abalanzaron sobre Coulter. El cristal paralizó su vuelo. La mayoría se desplomó al suelo. Unas pocas consiguieron posarse encima de Coulter. Empezaron a morderle y entonces desapareció.

—¿Se puso el guante de la invisibilidad? —preguntó Seth en tono esperanzado.

—Nada de guantes —dijo Tanu—. Simplemente, desapareció. Yo me bebí la poción mientras las hadas venían a por mí y me disolví en el estado gaseoso justo a tiempo. Se pusieron como locas, me atravesaban como si fuesen flechas, y me lanzaban haces negros. Pero cuando vieron que todo era inútil, se marcharon volando.

—No han podido matar a Coulter —dijo Dale—. Oscuras o no, siguen sometidas al tratado. Estabais en territorio neutral. No pudieron matarlo, a no ser que él hubiese matado a algún ser de Fablehaven.

—Por esa misma razón no creo que esté muerto —dijo Tanu—. Pero le echaron una especie de maldición que, o bien le ha hecho invisible o bien le ha transportado a otro lugar. Me quedé allí y registré la zona, pero no encontré pruebas de que fuese invisible. No vi que la hierba estuviese aplastada donde pudiera haberse tumbado o haber estado de pie. Le habría oído si hubiese emitido algún sonido, pero no detecté nada. Esto es todo lo que sé. Me vine directamente para acá.

—¿Estás seguro de que Coulter no habrá adoptado también él un estado oscurecido? —preguntó el abuelo—. ¿Simplemente desapareció?

—Eso fue lo que yo vi —dijo Tanu—. A lo mejor se ha convertido en hierba, o en un mosquito, o en oxígeno. A lo mejor ha encogido. Supongo que existe la posibilidad de que, de algún modo, las normas no valgan ahora con estas criaturas oscuras, y que Coulter no exista ya bajo ningún aspecto.

El abuelo suspiró, inclinando la cabeza hacia delante. Cuando volvió a levantarla, su expresión era de angustia.

—Temo no ser apto para seguir ejerciendo de encargado de la reserva. ¿Me habré vuelto demasiado viejo? ¿Habré perdido mi capacidad? A lo mejor debería presentar mi renuncia y pedir a la Alianza de Conservadores que nombre un nuevo supervisor en mi lugar. Es como si últimamente hubiésemos sufrido una catástrofe detrás de otra, y que las personas a las que más quiero hubiesen pagado el precio por mi incompetencia.

—Lo que está pasando no es culpa tuya —dijo Tanu, apoyando una mano en su hombro—. Sé que Coulter y tú sois viejos amigos.

—No pido compasión —dijo el abuelo—. Simplemente estoy tratando de ser objetivo. Solo el año pasado fui capturado en dos ocasiones. Y la reserva se vio al borde de su destrucción. Es posible que me haya vuelto algo así como un estorbo, en lugar de una ayuda para Fablehaven y para los que aquí viven.

—Es imposible evitar en todo momento que se produzcan situaciones difíciles —dijo Dale—. Pero sí puedes capear el temporal e imponerte a las circunstancias. Lo has hecho anteriormente y cuento con que volverás a hacerlo.

El abuelo negó con la cabeza.

—Últimamente no he solucionado nada. De no haber sido porque mis nietos se han jugado la vida, además de por la ayuda que he recibido de todos vosotros, unida a una considerable dosis de buena suerte, Fablehaven estaría hoy en ruinas.

Seth nunca había visto a su abuelo tan apesadumbrado. ¿Qué podía hacer para infundirle nuevos ánimos? Rápidamente, dijo:

—La primera vez yo provoqué todo el problema. La segunda vez, Vanessa nos traicionó.

Tú no hiciste nada mal en ningún momento.

—¿Y esta vez? —preguntó el abuelo con voz serena y triste—. No solo he permitido sin darme cuenta que tu hermana haya terminado en una peligrosa misión a miles de kilómetros de aquí, sino que además he enviado a mi más viejo amigo a la tumba. ¿Cómo es posible que haya pasado por alto las señales de aviso?

—Lo único que podría hacerte no apto para dirigir la reserva sería que te creyeras estas tonterías —intervino Tanu con delicadeza—. Nadie habría podido prever que esto iba a pasar. ¿Crees que Coulter o yo nos habríamos acercado tan peligrosamente a las hadas si hubiésemos percibido el peligro? Vivimos tiempos convulsos. Fablehaven ha sufrido el ataque deliberado de unos enemigos impresionantes. Hasta ahora, has superado las pruebas, igual que todos nosotros. Yo he viajado por el ancho mundo y te aseguro que no pondría al frente de esta reserva a nadie que no fueses tú, Stan.

—Suscribo tus palabras —dijo Dale—. No te olvides de quién, con toda probabilidad, acabaría designando al nuevo encargado si presentases la dimisión sin nombrar sucesor.

—¿La Esfinge? —tanteó Seth.

—Su opinión es la más respetada por los conservadores —reconoció el abuelo.

—Coulter seguramente estará vivo en algún lugar —dijo Tanu—. Recobra el ánimo, Stan. Necesitamos un plan.

—Gracias, Tanu, Dale, Seth. —El abuelo frunció los labios y endureció su mirada—. Necesitamos información. Contactar con la Esfinge está resultando imposible. Dado lo extremo de nuestra situación, creo que ha llegado el momento de investigar qué más sabe Vanessa.

• • •

Slaggo y Voorsh conducían a un humanoide esquelético y con aspecto de pajarito por el lúgubre y húmedo pasillo de las mazmorras. El prisionero, que iba esposado, tenía una cabeza como de gaviota y estaba cubierto de las plumas grises propias de la época de muda. Slaggo sostenía en alto una antorcha y el abuelo caminaba a su lado, alumbrando con una linterna el grupo de tres. Cuando el foco de la linterna se desvió demasiado hacia arriba dio en los ojos negros, pequeños y redondos del hombre pájaro, que echó la cabeza hacia atrás y emitió un graznido feroz. Voorsh tiró de una cadena enganchada a un collar de hierro y provocó que el asqueroso hombre pájaro se tambalease. El abuelo apagó la linterna.

—¿Preparados? —preguntó el abuelo, al tiempo que miraba uno por uno a Tanu a Dale y a su mujer. Tanu llevaba en las manos unas esposas; Dale agarraba una cachiporra; la abuela sujetaba una ballesta. Los tres respondieron con un solo movimiento afirmativo de la cabeza.

El abuelo abrió la parte frontal de la Caja Silenciosa y dejó a la vista un espacio vacío en el que podía caber una persona de pie. Los guardianes trasgo guiaron al hombre pájaro al interior del compartimento. El abuelo cerró la puerta y la caja rotó 180 grados, hasta dejar a la vista una puerta idéntica a la anterior en la cara opuesta. A continuación, abrió la puerta y Vanessa apareció dentro, de pie, vestida con una de las batas viejas de la abuela, luciendo una leve sonrisa en los labios; la luz de la antorcha acentuaba su elegante rostro. Su tez tenía menos color que la última vez que Seth la había visto, pero sus ojos negros derretían con la mirada. Tuvo que reconocer que seguía siendo una belleza de impacto.

—¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó Vanessa, y salió de la caja y extendió las manos hacia Tanu para que este pudiese esposarla.

—Seis semanas —respondió el abuelo, mientras Tanu le ceñía las esposas y se las cerraba.

—¿Dónde están mis animales?

—Soltamos algunos —respondió el abuelo—. Otros los regalamos a personas capacitadas para cuidar de ellos.

Vanessa movió la cabeza en gesto afirmativo, como si la respuesta la hubiera satisfecho.

—A ver si lo adivino: Kendra ya no anda por aquí y está ocurriendo algún desastre en Fablehaven.

Los abuelos se cruzaron una mirada de recelo.

—¿Cómo lo has sabido? —preguntó la abuela.

Vanessa estiró las manos esposadas por encima de la cabeza y arqueó la espalda. Cerró los ojos.

—Determinadas medidas de precaución que toma la Esfinge son predecibles una vez que entiendes cómo actúa. Así fue como supuse que iba a darme a mí la puñalada trapera de encerrarme en esa caja inmunda.

—¿Y cómo has podido predecir esto? —preguntó el abuelo.

Sin doblar las rodillas, Vanessa se dobló hacia delante y con las manos tocó el suelo entre los pies.

—Me liberáis de la caja y veo vuestras caras serias, así que evidentemente ha habido algún problema. Consideremos las circunstancias. La Esfinge no puede permitirse el lujo de que se descubra que es el cabecilla de la Sociedad del Lucero de la Tarde. Incluso sin la nota que os dejé, había tantas pistas de lo que estaba haciendo que tarde o temprano habríais empezado a sospechar algo. Logró hacerse con el objeto mágico exitosamente y liberó al anterior ocupante de la Caja Silenciosa. Ya no necesitaba para nada esta reserva. Así pues, su siguiente paso iba a ser seguramente poner en marcha algún plan para destruir Fablehaven y a todos vosotros con ella…, salvo a Kendra, que él sospecha que aún puede serle de utilidad. Estoy segura de que se inventó una excusa para sacarla de aquí justo a tiempo. Os halláis todos en grave peligro. Mirad, cuando la Esfinge comete un crimen, elimina cualquier pequeña prueba. Entonces, para asegurarse, arrasa el barrio entero. —Vanessa movió los brazos esposados a un lado y otro, ejercitando la cintura—. No podéis imaginaros lo bien que sienta estirarse.

—¿Puedes adivinar cómo está intentando destruir Fablehaven? —preguntó el abuelo.

Ella levantó una ceja.

—Algunas de las estrategias de la Esfinge son predecibles. Sus métodos no. Pero sea lo que sea lo que ha puesto en marcha, seguramente será imposible de detener. Fablehaven tiene los días contados. Calculo que estaría más segura si volvieseis simplemente a meterme en la Caja Silenciosa.

—Descuida, Vanessa —dijo la abuela—. Volveremos a meterte ahí.

—Me parece que no entendéis del todo en qué consiste esta amenaza, ¿verdad? —preguntó Vanessa al abuelo.

—No se parece a nada que hayamos visto nunca.

—Habladme de ello, a lo mejor os puedo ayudar. Llevo un tiempo trabajando para la Sociedad. —Vanessa empezó a dar saltitos como haciendo jogging sin moverse del sitio, levantando bien las rodillas.

—Varias criaturas de Fablehaven se están volviendo oscuras —dijo el abuelo—. Hasta ahora donde más evidente se ha hecho este cambio ha sido en los nipsies y en las hadas, criaturas de luz que están sufriendo una transformación en su apariencia y en su actitud, convirtiéndose en criaturas de la oscuridad. No me refiero a que las hadas estén cayendo y se estén transformando en diablillos. Hemos visto hadas envueltas en una sombra, que usan su magia para marchitar y destrozar, en vez de para nutrir y embellecer.

—¿Y ese mal se está extendiendo? —preguntó Vanessa, subiendo y bajando rápidamente las rodillas.

—Como una epidemia mágica —dijo el abuelo—. Para empeorar las cosas, las hadas oscuras pueden cruzar todas las fronteras, incluso las que limitan a las hadas claras, incluso las del jardín.

Una expresión de admiración asomó a su rostro.

—Nadie como la Esfinge para inventar nuevos modos de eliminar reservas. Nunca había oído hablar de una epidemia como la que me describes. A ver si lo adivino: aun dudando de la Esfinge, has acudido a él para pedirle ayuda, pero no has tenido noticias.

El abuelo asintió con la cabeza.

—No te responde porque cuenta con que en breve estarás muerto. Tienes dos opciones: o bien abandonar la reserva, o bien intentar averiguar cómo poner freno a esta epidemia creada por la Esfinge, fracasar en el intento y luego abandonar la reserva. Apuesto a que optarás por la segunda.

—Abandonar Fablehaven no es una opción —replicó el abuelo—. No hasta que hagamos todo lo posible para salvarla. Y desde luego que no hasta que descubramos el secreto que está detrás de esta epidemia, para poder evitar que se repita en otro lugar.

Vanessa dejó de saltar y se quedó jadeando ligeramente.

—Tanto si podéis salvar Fablehaven como si no, intentar descubrir la naturaleza de esta plaga me parece lógico. ¿Alguna pista?

—Aún no —dijo el abuelo—. Hasta hoy mismo no nos habíamos dado cuenta de la contundencia con que está extendiéndose el mal.

—Podría ayudaros si me dejáis —se ofreció Vanessa—. Las criaturas mágicas son mi especialidad.

—Junto con controlar a sus víctimas mientras duermen —les recordó a todos la abuela.

—Podríais ponerme un centinela —sugirió Vanessa.

—Antes de abrir la caja, nos prometimos los unos a los otros que después volverías ahí dentro —dijo el abuelo.

—Muy bien, cuando todo lo demás falle y cambiéis de opinión, sabréis dónde encontrarme —dijo ella—. La Caja Silenciosa no es tan terrible como pensaba, la verdad. Después de una temporadita ahí de pie, esperando en la oscuridad, vas entrando en una especie de trance. No es un sueño profundo, pero te apagas, y pierdes la noción del tiempo. No he tenido hambre ni sed en todo este tiempo…, aunque ahora sí que me tomaría algo de beber.

—¿Puedes darnos pruebas concretas de que la Esfinge es un traidor? —preguntó la abuela.

—Será difícil conseguir pruebas. Conozco el nombre de otros traidores. Yo no era la única que se infiltró en los Caballeros del Alba. Y sé un secreto que sin lugar a dudas os dejará patitiesos. Pero, claro está, solo divulgaré nuevas informaciones junto con esa noticia a cambio de mi libertad. Por cierto, ¿dónde está Kendra? —Hizo esta pregunta con fingida inocencia.

—Colaborando en una misión secreta —dijo el abuelo. Vanessa se rio.

—¿La Esfinge va a extraer otro objeto mágico tan pronto?

—Yo no he dicho nada de…

Vanessa se rio con más ganas aún, interrumpiéndole.

—Entiendo —dijo entre dientes—. Kendra no está ni en Arizona ni en Australia. Aun así, cuesta creerlo, después de todo este tiempo, pero la Esfinge ha dejado de avanzar a ritmo controlado y está corriendo en sprint para llegar a la meta. ¿Alguna pista sobre quién la acompaña?

—Ya le hemos contado suficientes cosas —dijo la abuela.

—Vale —contestó Vanessa—. Buena suerte con la Esfinge. Buena suerte con la epidemia. Y buena suerte con volver a ver a Kendra de nuevo. —Retrocedió para meterse de espaldas en la Caja Silenciosa, mirándolos con petulancia.

—Y buena suerte para que algún día puedas salir de ahí —le dijo la abuela. Vanessa abrió mucho los ojos, al tiempo que la abuela cerraba la caja de un portazo. Luego, se volvió para mirar a los demás—. No permitiré que trate de usar nuestros miedos para hacernos rehenes suyos.

—Al final es posible que necesitemos su ayuda —dijo el abuelo.

La Caja Silenciosa giró y la abuela abrió la puerta. Slaggo y Voorsh custodiaron al hombre con aspecto de pájaro.

—Estoy dispuesta a trabajar el doble de duro con tal de evitar esa eventualidad.

—Como no tenemos comunicación con Warren, los conocimientos de Vanessa sobre posibles traidores no serán de ayuda para Kendra en el futuro próximo —dijo el abuelo—. Vanessa no puede darnos pruebas de que la Esfinge sea el jefe de la Sociedad. Y me parece que ella tiene tan poca idea como nosotros sobre cómo combatir esta plaga. Supongo que podemos contenernos de hacerle más preguntas por ahora.

—¿Y ahora qué? —preguntó Seth.

—Tenemos que averiguar cómo empezó esta epidemia —dijo el abuelo—. Solo así podremos hallar el modo de ponerle fin.