4
Nuevos Caballeros
Cuando la cinta transportadora del equipaje cobró vida repentinamente, los pasajeros del vuelo de Kendra se apiñaron cerca de la abertura más próxima, por la que empezarían a salir sus pertenencias. Comenzó un desfile de maletas, muchas de ellas negras y más o menos del mismo tamaño. Varias de ellas tenían una cinta atada al asa para que sus dueños pudiesen diferenciarlas. Kendra había puesto en la suya pegatinas con una cara sonriente.
Era curioso esperar junto a Tanu, Coulter y Warren en la zona de entrega de equipajes.
Ella los asociaba a pociones mágicas, reliquias encantadas y criaturas sobrenaturales. Aquel escenario le parecía demasiado vulgar. Tanu metió una galleta salada en un pequeño tarro de queso para untar. Warren pasó la última página de su libro de bolsillo. Coulter anotó una respuesta del crucigrama de la revista del avión. A su alrededor aguardaba un variopinto surtido de pasajeros. Los que estaban más cerca de ellos eran dos hombres de negocios con el traje ligeramente arrugado y reloj de pulsera caro.
Kendra se adelantó cuando apareció su maleta, abriéndose paso entre una monja y un chico grunge que llevaba una camisa de colores desteñida y sandalias. Tanu cogió el bolso cuando ella lo sacó de la cinta transportadora. El resto del equipaje salió poco después.
Tanu metió las servilletas en el tarro de queso, la tiró en una papelera y a continuación cogió su equipaje. Coulter tiró la revista.
—¿Alguien quiere leer una novela sobre un súper espía genéticamente mejorado? —preguntó Warren, ofreciéndoles el libro de bolsillo—. Es un supervenías. Mogollón de acción. Un final sorpresa. —Lo acercó al contenedor de la basura.
—Igual yo le echo un vistazo —dijo Kendra, incómoda ante la mera idea de tirar a la basura un libro prácticamente nuevo. Metió el ejemplar rescatado por la cremallera de su maleta y luego extendió el asa para poder transportar el bulto con las ruedas.
Los cuatro se alejaron de la zona de recogida de equipajes en dirección a unas puertas automáticas. Un hombre con traje y gorra negra sostenía en alto un letrero con el nombre «Tanugatoa» escrito con rotulador.
—¿Tenemos chófer? —preguntó Kendra, impresionada.
—Para salir de la ciudad, una limusina cuesta apenas un poco más que un taxi —le explicó Tanu.
—¿Por qué no aparece mi nombre en el letrero? —se quejó Warren.
—Mi nombre es el más raro —contestó Tanu sonriendo. Saludó al hombre del letrero y con las manos le indicó que no hacía falta que le ayudase a llevar los bultos.
Siguieron al hombre al exterior y continuaron con él por una acera hasta donde los aguardaba plácidamente una limusina negra con los cristales ahumados. El conductor, un hombre de Oriente Medio muy bien vestido, metió las maletas en el maletero y a continuación les abrió la puerta para que fuesen entrando en el vehículo. Warren se quedó con la maleta más pequeña de las suyas.
—Es la primera vez que monto en limusina —le contó Kendra a Coulter en voz baja.
—Yo hace mucho tiempo que no lo hago —dijo Coulter.
Kendra y él se sentaron en un lado, frente a Tanu y Warren, que ocuparon el otro. Había un montón de espacio entre ellos. Kendra pasó la mano por la tapicería aterciopelada. El aire olía a pino, con un leve aroma de fondo a humo de cigarrillo.
Cuando Tanu hubo confirmado la dirección con el conductor, la limusina salió de su estacionamiento y se metió en un carril atestado de coches.
Charlaron un poco mientras el conductor avanzaba hasta la autopista.
—¿Cuánto dura el trayecto? —preguntó Kendra.
—Una hora más o menos —dijo Coulter.
—¿Algún consejo de última hora? —preguntó Kendra.
—No le digas tu nombre a nadie —dijo Coulter—. No hables de Fablehaven, ni de tus abuelos ni de dónde vienes. No digas los años que tienes. No muestres la cara. No aludas a ninguna de tus habilidades. No menciones a la Esfinge. No hables, salvo si tienes que hablar. Casi todos los Caballeros están ávidos de información. Depende del territorio. Ya sean buenos o malos, mi lema es «cuanto menos sepan, mejor».
—Entonces, ¿qué cosas sí puedo hacer? —preguntó Kendra—. ¡A lo mejor debería ponerme el guante de la invisibilidad y esconderme en un rincón!
—Permite que puntualice la recomendación de Coulter de no hablar —intervino Tanu—. Siéntete libre de preguntar lo que quieras. Conoce a las personas. El hecho de ser novata te proporciona una excusa estupenda para pedir información. Simplemente, procura no revelar demasiado. Recaba información, pero tú no la dispenses. Desconfía de cualquier extraño que muestre demasiado interés en ti. No vayas con nadie tú sola a ninguna parte.
—Estaremos cerca de ti, pero no demasiado —dijo Warren—. Los tres conocemos a otros Caballeros, a algunos bastante bien. Ellos van a poder localizarnos fácilmente. No queremos ponerle las cosas demasiado fáciles a nadie para que te relacionen con nosotros.
—¿Hemos conseguido entusiasmarte? —preguntó Coulter.
—Estoy bastante nerviosa —confesó Kendra.
—¡Relájate y disfruta! —la animó Warren.
—Vale, lo haré mientras intento aplicar todas las indicaciones que me habéis dado y evitar que me secuestren —se lamentó Kendra.
—¡Así se habla! —la jaleó Warren.
Otros vehículos de la autopista tenían los faros encendidos, pues quedaba poco para el anochecer. Kendra se acomodó en su asiento. Los demás la habían avisado de que tal vez tardase mucho en poder irse a dormir. Había intentado dormir en el avión, pero había estado demasiado ansiosa y el asiento no se reclinaba lo suficiente. En lugar de dormir, se había puesto los auriculares para escuchar los diferentes canales de audio del avión, entre ellos varias selecciones de monólogos humorísticos más o menos buenos y de música pop.
Ahora, allí en la limusina medio a oscuras, tenía un poquito más de sitio y el sueño estaba pudiendo con ella. Decidió no resistirse. Los párpados se le cerraron y pasó unos minutos en la frontera del sueño, oyendo los comentarios ocasionales de los otros como si los oyese bajo el agua.
Sumida en ese duermevela, Kendra se encontró deambulando por una feria de pueblo, con una nube de algodón de azúcar en una mano, ensartada en un palito blanco desechable. A los cuatro años, Kendra había pasado casi media hora separada de su familia en mitad de una feria, y la escena que veía ahora le resultaba muy parecida. Se oía la música chillona y estridente de un órgano de feria. Una noria cercana daba vueltas y vueltas, elevando a sus ocupantes a gran altura, hasta el cielo del atardecer, para volver a bajarlos al suelo, y el mecanismo chirriaba y gemía como si la atracción estuviese a punto de venirse abajo.
Kendra veía fugazmente a algún miembro de su familia en medio del gentío, pero cuando intentaba abrirse paso entre la turba para llegar hasta ellos, habían desaparecido. Una de esas veces creyó ver a su madre andando por detrás de un puesto de palomitas. Cuando fue tras ella, se encontró frente a un desconocido alto y con el pelo gris a lo afro. El hombre, sonriendo como si supiese un secreto, le arrancó un trozo grande del algodón de azúcar y se lo metió en la boca. Kendra apartó la golosina de él, mirándole con intensidad, y una gorda que llevaba aparato dental le quitó otro fragmento desde detrás. Al poco, Kendra se encontró abriéndose paso entre la multitud, tratando de apartarse de los numerosos extraños que le quitaban trozos del algodón de azúcar para comérselo. Pero no le servía de nada. La muchedumbre al completo le quitaba fragmentos y enseguida lo único que le quedó en la mano era un palito blanco mondo y lirondo.
Cuando Coulter la zarandeó para despertarla, se sintió aliviada, si bien le quedó un resto de desasosiego. ¡Para tener un sueño tan desagradable, debía de estar más nerviosa con la velada de lo que era consciente!
Warren había abierto su bolso y estaba repartiendo túnicas y máscaras. Las largas túnicas estaban fabricadas con una tela fina y resistente, de color gris oscuro y un ligero brillo.
—Ya casi hemos llegado —la informó Warren.
Kendra se desabrochó el cinturón de seguridad y se puso la túnica por la cabeza.
Warren le dio una máscara de plata. Coulter se puso la suya. Las cuatro máscaras eran idénticas. Lisa y reluciente, la sencilla máscara sonriente le tapaba toda la cara. Le pareció más pesada de lo que le hubiese gustado.
Kendra se dio unos toquecitos con los nudillos en la frente metálica.
—¿Estos chismes son a prueba de balas?
—No son ninguna birria —respondió Tanu.
—Ponte la capucha —le sugirió Coulter, con la voz algo amortiguada por la máscara. Él se había puesto la suya, de modo que no se le veía nada de la cabeza. Podría haber sido cualquier otra persona.
Warren le entregó a Kendra unos guantes livianos y muy ceñidos que iban a juego con la larga prenda ceremonial. Ella se quitó los zapatos y se puso unas zapatillas grises. Warren y Tanu se pusieron la máscara.
—¿Cómo os voy a reconocer? —preguntó Kendra.
—A Tanu es al que reconocerás más fácilmente por su tamaño —dijo Warren—. Pero no es el único Caballero de grandes dimensiones. —Warren levantó una mano y se puso dos dedos en la sien—. Esta será nuestra señal. Tú no debes hacerla nunca. No te perderemos de vista.
La limusina abandonó la carretera, cruzó las puertas de una verja y avanzó por una suave pista de acceso flanqueada por estatuas blancas de doncellas con toga, héroes con armadura, animales, sirenas y centauros. Al frente, apareció ante ellos la mansión.
—Un castillo —dijo Kendra, asombrada. Iluminada por numerosas luces en el jardín y por docenas de apliques eléctricos, la fortaleza se elevaba resplandeciente en medio de la mortecina luz crepuscular. Construida por entero con bloques de piedra amarillenta, el castillo contaba con múltiples torres redondas de diversa altura, un puente levadizo bajado, un rastrillo subido, ventanas ojivales, troneras y almenas en lo alto de los muros. Unos lacayos con librea aguardaban en posición de firmes a cada lado del puente levadizo, sosteniendo antorchas.
Kendra se volvió hacia sus enmascarados compañeros.
—Sé que os hacéis llamar Caballeros, pero ¿va tan en serio?
—Así son los coleccionistas de hadas —rezongó Warren—. Tienen tendencia a las excentricidades, pero tal vez los que se llevan la palma son Wesley y Marión Fairbanks.
La limusina se detuvo. El conductor abrió la portezuela que daba al puente levadizo.
Salieron del coche y Tanu se llevó aparte al chófer, para decirle algo en voz baja y darle algo de dinero.
Un sirviente que llevaba una peluca empolvada y unos bombachos rojos con medias blancas se les acercó y les dedicó una reverencia.
—Sean bienvenidos, honorables invitados. Síganme, se lo ruego.
Kendra vio que una furgoneta blanca abollada llegaba a continuación de la limusina. El conductor llevaba puesta una máscara de plata. En un lateral de la finca había un par de helicópteros posados en la hierba. En otra zona había varias docenas de coches aparcados, desde vehículos de lujo a candidatos al desguace.
El sirviente disfrazado escoltó a Kendra y a sus amigos hasta el puente levadizo. A ella la toga le llegaba por los tobillos, de modo que podía dar zancadas normales sin que se le inflase demasiado la tela. La máscara le limitaba la visión periférica, pero, por lo demás, veía perfectamente.
El grupo accedió a un patio empedrado, iluminado con pebeteros eléctricos. Alrededor de esas fuentes de luz pululaban nubes de insectos. Varios grupitos de personas togadas y con máscara de plata se paseaban por el lugar, conversando.
Sobre sus cabezas, estandartes y banderas pendían flácidos en el inmóvil aire de la noche. El sirviente llevó a Kendra y a los demás por el patio en dirección a una pesada puerta de hierro forjado, la abrió con una llave, se puso a un lado y les hizo otra reverencia.
Warren entró el primero en una recargada antecámara, desde la cual se accedía a un tenebroso pasillo. A un lado había una mesa, delante de dos cabinas cerradas con sendas cortinas. Una persona con máscara de plata estaba sentada ante el escritorio. Detrás de ella, de pie, había cuatro personajes togados con sus máscaras de plata ribeteadas con un filo de oro.
Una mujer de corta estatura, que llevaba un vestido largo de color lila, los saludó.
—Bienvenidos, viajeros, a nuestra humilde morada. Deseo que halléis aquí un puerto seguro hasta que el deber os lleve a otro lugar.
Era de constitución normal y parecía tener poco más de cincuenta años. Llevaba el pelo castaño recogido en una trenza de estilo anticuado. En la mano izquierda lucía un anillo con un diamante obscenamente gigante.
—Un placer verla de nuevo, señora Fairbanks —dijo Warren con ademán gentil—. Le damos las gracias por abrirnos las puertas de su casa.
Ella se ruborizó de gusto.
—Siempre que lo deseen. ¡No es preciso que tengan invitación!
Detrás de ella, en pie, había un hombre de aspecto juvenil con peluca empolvada y que se estaba comiendo una brocheta de pollo con verduras.
—Desde luego —dijo, mientras le resbalaba por la barbilla un hilo de jugo.
—Un placer, como siempre, Wesley —le saludó Warren inclinando la cabeza.
Hincándole el diente a un champiñón, el hombre de la peluca le devolvió el gesto.
Warren se volvió para mirar a las cuatro figuras enmascaradas que aguardaban delante de las cabinas.
—Norte —dijo, y se señaló a sí mismo con el pulgar de una mano—. Oeste. —Señaló a Tanu y Coulter. A continuación, señaló a Kendra—. Novata.
—La novata es esta —dijo el hombre sentado ante el escritorio.
Warren se inclinó hacia Kendra.
—Estos son los cuatro lugartenientes. Verifican nuestra identidad con la máscara puesta, como medida de seguridad. Cada uno supervisa a un grupo determinado, designado por los puntos cardinales. El lugarteniente del Este confirmara tu identidad.
Warren entró en una cabina acompañado de una de las figuras con máscara de filo dorado. Otro lugarteniente condujo a Tanu a la otra cabina. Warren salió enseguida, con la máscara puesta, y un tercer lugarteniente, el más alto, guio a Kendra a la cabina vacía.
—Por favor, quítate la máscara —dijo con voz áspera.
Kendra se la quitó.
El lugarteniente movió la cabeza en gesto afirmativo.
—Bienvenida. Puedes continuar. Hablaremos más dentro de poco.
La chica volvió a ponerse la máscara y salió de la cabina a la vez que Coulter salía de la otra. Juntos, siguieron a Warren y a Tanu por el extravagante pasillo, pisando una larga alfombra roja ribeteada con un complicado bordado. De las paredes colgaban tapices y a ambos lados del pasillo había relucientes armaduras al completo. Warren y Tanu cruzaron unas puertas dobles de color blanco y entraron en un espacioso salón dominado por una imponente lámpara de araña. Por todo el salón se veían personajes togados, la mayoría de ellos conversando en grupos de dos o tres. Se habían repartido por el salón sofás, sillas y divanes, permitiendo que numerosos grupos pudiesen sentarse a charlar cómodamente. Tal vez por fuera la casa pareciese una fortaleza, pero por dentro era, sin lugar a dudas, una auténtica mansión.
Tanu y Warren se separaron nada más entrar en el salón. Siguiendo su ejemplo, Kendra se dirigió distraídamente hacia un rincón, ella sola. Un par de enmascarados la saludaron con un leve gesto de la cabeza al cruzarse con ella. Ella les devolvió el saludo del mismo modo, aterrorizada de decir una sola palabra.
Encontró un sitio en el que pudo quedarse de pie con la espalda apoyada en la pared y se dedicó a observar a la gente. Kendra era bastante alta para su edad, pero en esta sala se encontraba entre las personas más bajas. Unos cuantos Caballeros eran insólitamente altos, otros cuantos estaban anormalmente gordos, varios parecían anchos y fornidos, un buen número eran evidentemente mujeres y uno de ellos era tan bajo que podría tener unos ocho años. Todos llevaban la misma máscara plateada y togas idénticas. Kendra contó más de cincuenta Caballeros en total.
Los más próximos a ella eran un grupito de tres que compartían charla y risas. Al poco rato, uno de ellos se volvió y se quedó mirando a Kendra. Ella ladeó la cabeza para esquivar su mirada, pero fue demasiado tarde: el enmascarado se dirigía hacia ella.
—¿Qué estás haciendo en este rincón? —preguntó una voz burlona de mujer con fuerte acento francés.
Kendra no había identificado al desconocido como una mujer hasta que dijo esas palabras. Cualquier respuesta buena se resistía a aparecer por su mente y se sintió terriblemente incómoda.
—Solo estoy esperando a que empiece la reunión.
—¡Pero la charla intrascendente también forma parte de la reunión! —exclamó entusiasmada la mujer—. ¿Dónde has estado últimamente?
Una pregunta directa. ¿Debería mentir? Optó por responder con vaguedades.
—De un lado para otro.
—Yo he vuelto hace poco de la República Dominicana —dijo la mujer—. Un tiempo absolutamente perfecto. Fui siguiendo la pista de un supuesto miembro de la sociedad, un hombre que andaba haciendo preguntas relacionadas con la adquisición de un dulion. —Kendra había visto un dulion, un ser hecho de paja, cuando se marchó a hurtadillas de su casa a principios del verano. Vanessa les había explicado que eran como golems, solo que no tan fuertes y poderosos—. Corre el rumor de que hay un brujo en la isla que sabe fabricarlos. ¿Podéis imaginar qué hubiera pasado si ese arte hubiese sobrevivido? Como no he podido confirmar o desmentir el rumor, quién sabe… No te reconozco, y tienes una voz joven, ¿eres nueva?
La mujer hablaba tan directamente a Kendra que ella se sentía considerablemente presionada a mostrarse franca. Además, le resultaba casi imposible disimular su juventud.
—Sí, soy bastante joven.
—Yo también empecé muy joven, ¿sabes?
—Ah, ahí estás —interrumpió Warren. A su lado tenía a un personaje alto con una máscara de plata ribeteada de oro.
—Si nos disculpa —se excusó el lugarteniente ante la señora francesa—. Esta joven tiene una cita con el capitán.
—Estaba a punto de adivinar que era una novata —dijo la mujer en tono halagador—. Encantada de conocerte, espero que podamos trabajar juntas en algún momento.
—Encantada de conocerla —respondió Kendra, mientras Warren la cogía por el brazo y la llevaba a otra parte.
Los tres salieron de la sala y recorrieron a grandes pasos el enorme corredor hasta llegar a un pasillo más pequeño. Cuando hubieron recorrido cierta distancia, se detuvieron ante una puerta de caoba.
—Tu presencia es algo irregular —informó el lugarteniente a Warren.
—Reclutar menores también es una conducta irregular —replicó él—. Prometí a su abuelo que no la perdería de vista en ningún momento.
—Warren, me conoces —dijo el lugarteniente—. ¿Dónde iba a estar la niña más segura que aquí?
—Una vez más, lo importante de esa frase es la palabra «niña» —insistió Warren.
El lugarteniente respondió con un firme gesto de asentimiento y abrió la puerta. Entraron los tres. En la habitación había ya varias personas. Una estaba de pie junto a una gran chimenea, con una toga plateada y máscara de oro. Las otras dos personas llevaban máscara de plata y una toga como la de Kendra.
—¿Warren? —preguntó la figura de la máscara dorada con voz de mujer y acento sureño—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Capitán, este candidato es menor de edad —contestó él—. Su protector me ha encomendado que no lo pierda nunca de vista. Es la condición para permitirle asistir a la reunión.
—Comprensible —respondió la figura de la máscara dorada—. Muy bien, supongo que estamos preparados para comenzar.
Kendra se inclinó hacia Warren.
—¿Cómo sabía quién…?
—¿Tienes curiosidad por saber cómo supe que el que venía contigo era Warren? —preguntó el capitán. Se dio unos toquecitos en la máscara—. Esta máscara de oro ve a través de las máscaras de plata. Yo debo conocer a todos los Caballeros que están bajo mi mando. Los elijo personalmente y los vigilo. Por si estás preguntándotelo: no, esta no es mi auténtica voz, se trata de otra característica especial de mi máscara. Lugarteniente, ¿procedemos?
El lugarteniente se quitó la máscara. Tenía una espesa mata de pelo pelirrojo y la ancha frente salpicada de pecas. Le resultó curiosamente familiar, pero Kendra no logró ubicarle.
—Los tres novatos seréis nombrados Caballeros hoy. Las nuevas incorporaciones del día habéis sido asignados como Este, así que yo soy vuestro lugarteniente, Dougan Fisk. Vosotros conoceréis mi rostro, y yo el vuestro. Por favor, quitaos el antifaz.
Kendra miró a Warren. Él asintió y se quitó su propia máscara. Kendra lo imitó.
Una de las otras personas que llevaba máscara de plata era más baja que Kendra. Sin la máscara, vio que se trataba de una mujer bastante anciana, seguramente mayor que su abuela, con la cara alargada y llena de arrugas y el cabello gris recogido en un moño. La otra persona de la habitación era un chico unos centímetros más alto que Kendra. Era delgado y no debía de tener más de catorce o quince años, era guapo, tenía la tez morena y absolutamente perfecta, unos labios finos y los ojos negros. Miró a Kendra y por un instante pareció quedarse patidifuso, mirándola con una admiración tan descarada que ella quiso esconderse tras la máscara antes de ruborizarse. Pasada esa reacción inicial de asombro, el chico consiguió regular su expresión.
Levantó ligeramente las cejas y las comisuras de sus labios se curvaron para formar una sonrisa vaga.
—El capitán casi nunca se quita la máscara —explicó Dougan—. La razón principal de ser de nuestra hermandad es combatir a una organización que actúa en secreto y con discreción, llamada la Sociedad del Lucero de la Tarde, por lo que también por nuestra parte es imprescindible actuar en secreto. Para controlarnos a nosotros mismos hacemos chequeos y elaboramos balances. El capitán conoce a todos los Caballeros. Los cuatro lugartenientes conocen, cada uno, a los Caballeros asignados a ellos, así como la identidad del capitán. Cada Caballero conoce al lugarteniente al que debe rendir cuentas, como vosotros me conocéis a mí, Y cada Caballero conoce a algunos Caballeros, como vosotros ahora os conocéis unos a otros. Poned especial atención para no revelar a otras personas vuestra pertenencia a esta hermandad, ni siquiera si tienen motivos para deducirlo.
—¿P-p-p-por qué nosotros somos Este? —preguntó el quinceañero, atascándose penosamente en la primera consonante.
—Por nada en concreto, es simplemente una manera de organizamos —dijo el capitán—. A pesar de hacernos llamar Caballeros del Alba, esto no es un cuerpo militar. Títulos como «capitán» o «lugarteniente» responden estrictamente a objetivos organizativos.
Repartimos la información para la seguridad de todos. Vuestra participación en este grupo es estrictamente voluntaria. Podéis abandonar la hermandad en cualquier momento. Pero os pedimos que lo mantengáis en secreto. Si no confiáramos en que podéis cumplir este requisito, no estaríais aquí.
—Al acceder a convertiros en Caballeros, se os asignarán ocasionalmente misiones específicas de vuestro campo de experiencia —dijo Dougan—. En general, hasta que renunciéis, al aceptar convertiros en miembros de la hermandad, os comprometéis a acudir cuando se os convoque y a servir allí donde sea necesario. Todos los gastos en los que incurráis se os reembolsarán. Además, recibiréis un estipendio que superará el salario que perdáis. Si desveláis secretos o actuáis de una manera que despierte en nosotros una inquietud fuera de lo común respecto de la seguridad de los Caballeros, nos reservamos el derecho a expulsaros de la hermandad.
—Nosotros somos amigos de todas las criaturas mágicas y de los refugios en los que moran —siguió el capitán—. Somos enemigos de todo aquel que pretenda hacerles daño o explotarlas. ¿Tenéis alguna pregunta?
—¿N-n-no les parece raro que no podamos saber quién es nuestro dirigente? —preguntó el quinceañero.
—No es lo ideal —reconoció el capitán—. Pero, lamentablemente, es lo necesario.
—A mí el calificativo que se me viene a la mente es «cobarde» —dijo el chico.
Kendra notó que se le aceleraba el pulso. Nunca se hubiese esperado semejante osadía de un quinceañero con problemas de tartamudez. Le hizo sentir a un tiempo entusiasmada e incómoda. El capitán tenía la estatura adecuada para poder ser la Esfinge. ¿Cómo reaccionaría?
—Me han llamado cosas peores —contestó, manteniendo el tono cordial—. No eres el primer Caballero que propone que me quite la máscara. Pero dado un reciente fallo en la seguridad que no estoy autorizado a comentar, repartir nuestra información se ha vuelto más esencial que nunca.
—No suelo contarle todo a todo el mundo —dijo el adolescente—. Yo s-s-s-s-solo digo que me gustaría saber quién me encarga las misiones.
—Sospecho que, de estar yo en tu lugar, y viceversa, me sentiría igual que tú, Gavin —concedió el capitán—. ¿Te has parado a considerar que tal vez detrás de esta máscara hay una persona conocida para la Sociedad? ¿Que a lo mejor llevo esta máscara para mi propio beneficio, pero también para proteger a los otros Caballeros, para que la Sociedad no me utilice para llegar a ellos?
Gavin se miró los pies.
—T-tiene sentido.
—Levanta la cara, he preguntado si teníais preguntas. ¿Alguna otra cosa que os preocupe?
—Le ruego que me perdone —dijo la señora mayor—, pero ¿no son un tanto demasiado jóvenes para esta clase de servicio?
El capitán cogió un atizador y dio unos golpes para empujar un tronco que ardía en el fuego, con lo que hizo saltar una lluvia de chispas.
—Dados los peligrosos tiempos que corren, nuestros requisitos de ingreso son más estrictos que nunca. Además de un historial sin tacha y de pruebas abrumadoras de un carácter fiable, los candidatos a Caballeros deben, además, tener un valor estratégico único. Kendra y Gavin poseen los dos unos talentos fuera de lo normal, que los cualifican para prestar una asistencia sumamente especializada. Y eso no difiere mucho de tu propia utilidad, Estelle, como archivera e investigadora de gran talento.
—No te olvides de mi mundialmente conocida pericia con el manejo del sable —alardeó la anciana. Guiñó un ojo a Kendra y Gavin—. Era broma.
—¿Algo más? —preguntó el capitán, mirándolos uno por uno. No se lanzaron a hacer preguntas o comentarios—. Entonces voy a nombraros formalmente Caballeros y a dejaros salir para que os mezcléis con los demás. Recordad, ahora y siempre, que sois bienvenidos a declinar la invitación a uniros a nuestra comunidad. Si deseáis continuar, levantad la mano. —El capitán levantó la suya.
Kendra, Gavin y Estelle imitaron su gesto.
—Repetid conmigo. Prometo guardar los secretos de los Caballeros del Alba y asistir a mis compañeros Caballeros en sus honorables metas.
Los tres repitieron las palabras y a continuación bajaron la mano.
—Felicidades —dijo el capitán—. Vuestro nombramiento como Caballeros es oficial. Me alegro de teneros de nuestro lado. Tomaos unos minutos para conoceros unos a otros antes de que comience la asamblea. —El capitán fue hacia la puerta y salió de la sala.
—No ha estado mal, ¿eh? —dijo Warren por encima del hombro de Kendra, al tiempo que le daba unas palmaditas en la espalda—. Yo soy Warren Burgess, por cierto —dijo a los otros Caballeros.
—Estelle Smith —soltó la anciana.
—Gavin Rose —dijo el chico.
—Kendra Sorenson —se presentó Kendra.
—Warren y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo —dijo Dougan.
—De antes de que te nombraran lugarteniente. —Warren bajó un poco la voz—. Desde la última vez que hablamos, tú has visto al capitán sin su máscara. Entre nosotros, ¿quién es él?
—¿Estás seguro de que es «él»? —preguntó a su vez Dougan.
—Al noventa por ciento. Constitución masculina, andares varoniles.
—Llevas tiempo desconectado —dijo Dougan—. Pensé que habías abandonado la causa.
—Sigo en activo —respondió Warren, sin explicar que había pasado los últimos años convertido en un albino catatónico—. Kendra, tú conoces al hermano de Dougan.
—¿A su hermano? —preguntó Kendra. Entonces cayó en la cuenta de por qué Dougan le resultaba familiar—. ¡Oh, Maddox! Es verdad, se apellida Fisk.
Dougan hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Oficialmente, no es Caballero, el tambor le suena demasiado fuerte para poder oír a otros, pero nos ha ayudado en alguna que otra ocasión.
—¡Pero, bueno, estamos monopolizando la conversación! —se disculpó Warren—. Gavin Rose, ¿qué te cuentas tú? ¿Tienes algo que ver con Chuck Rose?
—M-m-mi padre.
—¿En serio? No sabía que Chuck tuviera un hijo. Es uno de nuestros mejores hombres. ¿Cómo es que no está aquí contigo?
—Murió hace siete meses —dijo Gavin—. El día de Navidad, en el Himalaya. En uno de los siete Santuarios.
A Warren se le borró la sonrisa.
—Siento escuchar eso. He estado fuera de onda.
—L-l-l-la gente se pregunta por qué quiero seguir sus pasos —dijo Gavin, y miró hacia el suelo—. Nunca conocí a mi madre. No tengo hermanos. Papá me mantuvo en secreto frente a todos vosotros porque no quería que me involucrase, al menos no hasta que tuviese dieciocho años. Pero compartía conmigo lo que hacía, me enseñó muchísimas cosas. Poseo una aptitud innata para ello.
—Eso es quedarse corto —dijo Dougan, riendo entre dientes—. Arlin Santos, el mejor amigo de Chuck, hizo que nos fijásemos en Gavin. Recuerdas a Arlin, ¿verdad, Warren? Está aquí esta noche. Llevamos años oyendo rumores acerca de que Chuck estaba criando a un niño en secreto. No podíamos imaginar cuánto se parecía a su viejo, y vaya si se parece. De hecho, tenemos misiones para Gavin y Kendra inmediatamente después de la asamblea.
—¿Una misión que Kendra puede llevar a cabo aquí? —preguntó Warren.
Dougan negó con la cabeza.
—En otro sitio. Irá mañana por la mañana.
Warren arrugó la frente.
—No sin mí, y solo si antes me doy de baja. Dougan, tiene catorce años.
—Te pondré al corriente —le prometió él—. Es importante. Nos ocuparemos de que no le pase nada.
Alguien llamó a la puerta.
—Las máscaras —dijo Dougan, tapándose la cara—. Entre —dijo en cuanto los demás hubieron hecho lo mismo.
Un desconocido con máscara de plata asomó la cabeza.
—Es la hora de la asamblea —anunció con voz nasal de hombre.
—Gracias —respondió Dougan, moviendo la cabeza en gesto afirmativo—. Vamos allá, pues.