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Kendra se había tumbado en la cama y se había acodado para leer el texto de un diario enorme, escrito con una letra enérgica e inclinada, que parecía pertenecer a la Declaración de Independencia. El autor del diario era Patton Burgess, el antiguo encargado de Fablehaven, el hombre que por la náyade Lena había salido del estanque más de un siglo atrás. Leyendo atentamente los diarios de Patton a lo largo de todo el verano, Kendra se había sentido más fascinada que nunca con la historia de Lena.

Aunque al abandonar el agua la ninfa se había transformado en un ser mortal, había envejecido mucho más lentamente que Patton. Y cuando este sucumbió al paso de los años, Lena había salido a recorrer el mundo y al final había regresado a Fablehaven para trabajar con los abuelos de Kendra. Ella la había conocido el verano anterior y se habían hecho muy amigas.

Todo había acabado cuando Kendra había recibido ayuda de la reina de las hadas para reunir un ejército de hadas gigantes con el que detener a una bruja llamada Muriel y al demonio al que esta había liberado. Las brujas habían derrotado al demonio, Bahumat, y habían aprisionado a Muriel con él. Después, habían subsanado gran parte de los daños causados por la bruja.

Habían devuelto al abuelo, la abuela, Seth y Dale a su estado normal y habían rehecho por completo a Hugo. Pero además habían devuelto a Lena a su estado de náyade, pese a que ella no estaba muy dispuesta. Una vez de nuevo en el agua, Lena había vuelto a su anterior estilo de vida; cuando Kendra había intentado ofrecerle ayuda, no se había mostrado muy deseosa de regresar a tierra firme.

Tenía buenos motivos para estudiar las anotaciones del diario. Durante su estancia en Fablehaven, Vanessa había dedicado gran parte de su tiempo a indagar en los registros dejados por anteriores encargados de la reserva. Kendra había resuelto que, si tanto le había interesado a aquella traidora examinar la historia que contenían los diarios, la información debía de ser valiosa. Ningún encargado había dejado escrito ni una décima parte de lo que escribió Patton, así que Kendra había terminado enfrascándose prácticamente de manera exclusiva en la lectura de sus textos.

Era un hombre enigmático. Él supervisó la construcción de la nueva casa de Fablehaven y del granero, así como de los establos, todo lo cual seguía utilizándose aún. Impidió que los ogros se marcharan, negociando con ellos el punto final de una antigua hostilidad. Ayudó a levantar las cúpulas de cristal que se usaban como observatorios y como espacios seguros, repartidos por toda la reserva. Hablaba seis de los idiomas empleados por las criaturas mágicas y utilizó esos conocimientos para establecer relaciones con muchos de los habitantes más temibles y escurridizos de la reserva.

Sus intereses no se limitaban a la conservación y mejora de Fablehaven. En lugar de quedarse atado a la reserva, Patton viajó mucho, cuando los aviones aún no habían hecho que el globo pareciese pequeño. Unas veces informaba abiertamente sobre sus visitas a exóticos lugares, como reservas de otros países. Otras, omitía el nombre del destino de sus excursiones.

Fanfarroneaba en broma acerca de sus andanzas, y a menudo se refería a sí mismo como el mayor aventurero del mundo.

En sus escritos, Patton hablaba sin tapujos de su ambición por seducir a Lena y convertirla en su prometida. Detallaba los progresos graduales que hacía, como tocar música para ella con su violín, escribirle poemas, fascinarla con relatos, conseguir que conversara con él. Saltaba a la vista que estaba obsesionado. Sabía lo que quería y no cejó hasta hacerla suya.

Kendra estaba leyendo en esos momentos el fragmento culminante del relato de amor:

¡Éxito! ¡Victoria! ¡Júbilo! ¡Ya no debería seguir viviendo, aunque jamás me he sentido más vivo que hoy! Después de tantos agotadores meses, qué digo, de años de aguardar, de esperar, de luchar, ella reposa en una habitación de mi casa mientras escribo estas exultantes palabras. La verdad del hecho se resiste a calar en mi mente. Nunca ha pisado la tierra una doncella más gentil que mi bella Lena. Nunca se ha sentido un corazón humano más satisfecho como el mío.

Hoy, sin yo saberlo, puse a prueba su afecto. Me avergüenzo de confesar mi desvarío, pero la vergüenza queda eclipsada por mi júbilo. Estando a la deriva en el estanque, me incliné demasiado hacia mi amor y sus perversas hermanas aprovecharon enseguida la ventaja de mi laxitud para tirarme por la borda. Esta noche debería estar durmiendo para siempre en un ataúd acuático. En el agua, era insignificante, comparado con ellas. Pero mi amor nadó a socorrerme.

¡Lena estuvo increíble! Hubo de vencer a no menos de ocho de las acuáticas náyades para conseguir liberarme de sus garras y llevarme a la orilla. Para culminar el milagro, se reunió conmigo en tierra, aceptando al fin mi invitación y renunciando a su condición de ser inmortal.

Al fin y al cabo, ¿qué es la inmortalidad cuando se ha de vivir confinado en un triste estanquillo, en compañía tan despreciable? Ahora podré desvelarle maravillas que otros seres de su especie jamás han imaginado. Será mi reina, y yo su más ardiente admirador y protector.

Supongo que debería estar agradecido a sus despreciables hermanas por tratar de quitarme la vida por todos los medios. De no haberse presentado tan terrible situación, ¡tal vez nunca habría movido a Lena a pasar a la acción!

No escapa a mi entendimiento que muchos de mi entorno han optado por mofarse y reírse a mis espaldas de mi adoración. Sospechan una reiteración de la calamitosa escapada que acabó con mi tío. ¡Ojalá pudieran comprobar de algún modo la autenticidad de mi afecto!

Estos no son mezquinos devaneos con una dríade, no es una nimia indiscreción fuera de toda proporción y mesura. La historia no será emulada; antes bien, un nuevo estándar de amor quedará establecido para la posteridad. ¡El tiempo certificará mi devoción! ¡Por ello apostaría de buen grado mi alma misma!

Por muchas veces que Kendra leyera estas palabras, siempre conseguían emocionarla.

No podía evitar preguntarse si algún día alguien podría experimentar unos sentimientos tan apasionados por ella. Como ya había escuchado la versión de Lena de la historia, sabía que la adoración de Patton había sido correspondida con una historia de amor que había durado toda la vida. Trató de no pensar en Warren. Desde luego, era un chico bastante guapo, valeroso y divertido. ¡Pero también era súper mayor y, para colmo, primo lejano de ella!

Kendra hojeó el diario, disfrutando del olor a papel viejo y, sin poder evitarlo, deseó poder encontrar algún día a alguien como Patton Burgess.

En la mesilla de noche al lado de su cama había una vela umita. Kendra no sabía lo que era la cera umita hasta que Vanessa se la enseñó: una sustancia elaborada por hadas sudamericanas que vivían en comunidades semejantes a las colmenas. Al escribir con una barrita de cera umita, las palabras eran invisibles hasta que se leían a la luz de una vela hecha con esa misma materia. Vanessa había empleado una para garabatear su último mensaje en el suelo de la celda. Y Kendra había descubierto que Vanessa había hecho anotaciones con cera umita en los diarios que había estado analizando.

Cada vez que Kendra encendía la vela, se sorprendía al descubrir datos subrayados importantísimos, acompañados aquí y allá de notas escritas a mano en los márgenes. Había encontrado las notas que Vanessa había ido dejando mientras deducía que el bosquecillo con la aparición era el lugar en el que se escondía la torre invertida. También encontró varias pistas falsas que Vanessa había seguido, referentes a otras áreas peligrosas de Fablehaven, como un foso embrujado lleno de alquitrán, una ciénaga envenenada o la guarida de un demonio, de nombre Graulas. Kendra no entendía todas las observaciones que Vanessa había anotado, pues algunas estaban escritas con una letra indescifrable.

Kendra se incorporó para sentarse y abrió un cajón, con la idea de encender una cerilla y usar la vela para estudiar más páginas. ¡Cualquier cosa, con tal de dejar de pensar en el inminente viaje a Atlanta!

—¿Otra vez echando de menos la biblioteca? —preguntó Seth, que la sobresaltó al entrar en la habitación.

Kendra se volvió para mirar a su hermano.

—Me has pillado —le felicitó—. Estoy leyendo.

—Apuesto a que los bibliotecarios de casa estarán de los nervios. Vacaciones de verano, y no está Kendra Sorenson para mantenerlos ocupados. ¿No te han escrito cartas?

—Igual no te vendría mal coger un libro de vez en cuando, aunque sea solo como experimento.

—Lo que tú digas. He buscado en el diccionario la definición de panoli. ¿Sabes lo que ponía?

—Seguro que tú me lo explicas.

—«Si estás leyendo esto, entonces eres uno».

—Pero qué gracioso eres. —Kendra volvió a concentrarse en el diario y pasó las hojas hasta detenerse en una al azar.

Seth se sentó en su propia cama, enfrente de ella.

—En serio, Kendra, me puedo imaginar que leer un libro ruede estar bien para pasar el rato, pero ¿Leer unos viejos diarios polvorientos? ¿En serio? ¿Es que no te ha dicho nadie que ahí fuera nos esperan criaturas mágicas? —Señaló hacia la ventana.

—¿Es que no te ha dicho nadie que algunas de esas criaturas pueden devorarte? —replicó Kendra—. No estoy leyendo estos documentos solo para pasar el rato. Contienen información.

—¿Cómo qué? ¿Que Patton y Lena eran dos tortolitos?

Kendra puso los ojos en blanco.

—No te lo pienso contar. Acabarías ahogándote en un pozo de alquitrán.

—¿Hay un pozo de alquitrán? —dijo él, animándose—. ¿Dónde?

—Si quieres, puedes averiguarlo tú mismo. —Indicó la inmensa pila de diarios que había junto a su cama.

—Antes preferiría ahogarme —reconoció Seth—. Gente más lista que tú ha tratado de liarme para que coja un libro. —Se quedó sentado sin moverse, mirándola.

—¿Qué pasa? —preguntó ella—. ¿Te aburres?

—No, en comparación contigo.

—Yo no me aburro —respondió Kendra con aire de suficiencia—. Me voy a Atlanta.

—¡Eso es un golpe bajo! —protestó Seth—. No me puedo creer que te vayan a nombrar caballera y a mí no. ¿A cuántas apariciones has destruido tú?

—A ninguna. Pero ayudé a apresar a un demonio, a una bruja y a una pantera tricéfala gigante, que tenía alas y aliento ácido.

—Todavía me tiro de los pelos por no haber podido ver esa pantera —murmuró Seth, resentido—. Tanu y Coulter han recibido hoy las invitaciones. Me parece que os vais mañana.

—Te dejaría ir en mi lugar si pudiera —dijo Kendra—. No me fío de la Esfinge.

—Y no deberías —dijo Seth—. Te dejó ganar al futbolín. Me lo contó él mismo. El sujeto es un profesional.

—Solo me lo dices porque te machacó.

Seth se encogió de hombros.

—¿Sabes qué? Tengo un secreto.

—No por mucho tiempo, ya que me lo anuncias.

—Nunca me lo sonsacarás.

—Entonces moriré sin haberme realizado en la vida —dijo ella con absoluta indiferencia; cogió otro diario del montón y lo abrió. Notaba que Seth no le quitaba los ojos de encima mientras ella fingía que estaba leyendo.

—¿Alguna vez has oído hablar de los nipsies? —preguntó Seth, finalmente.

—No.

—Son unas gentecillas de la familia de las hadas, de lo más inteligentes —la informó—. Construyen unas ciudades diminutas y todo súper pequeño. Miden menos de dos centímetros de alto. Tienen el tamaño de bichitos chiquititos.

—Qué guay —dijo Kendra. Siguió fingiendo desinterés, repasando con la mirada la forma de las palabras. Normalmente Seth tardaba poco en perder el control.

—Si supieras algo que pudiera entrañar peligro…, pero que si lo cuentas podría causarte problemas y hacerte perder un montón de dinero, ¿se lo contarías a alguien?

—¡Abuelo! —gritó Kendra—. ¡Seth tiene que contarte un secreto relacionado con los nipsies!

—Traidora —murmuró Seth, enfadado.

—Solo estoy ayudando a Seth, el Listo, a derrotar a Seth, el Idiota.

—Supongo que Seth, el Listo, se alegra —dijo él de mala gana—. Pero ándate con cuidado. Seth, el Idiota, no se anda con chiquitas.

—Bueno, Seth —dijo el abuelo al sentarse tras la mesa de escritorio de su despacho—, ¿cómo es que conoces la existencia de los nipsies?

—Es algo que conoce todo el mundo, ¿no? —Se sentía incómodo en el enorme sillón.

Para sus adentros, se juró a sí mismo que Kendra pagaría por aquello.

—No todos —respondió el abuelo—. Yo nunca hablo de ellos. Los nipsies son extraordinariamente vulnerables. Y viven muy lejos del jardín. ¿Tienes un secreto sobre ellos?

—Es posible —dijo Seth, tratando de eludir el asunto—. Si te lo cuento, ¿me prometes que no me veré en apuros?

—No —respondió el abuelo, cruzando los dedos y apoyando las manos encima de la mesa con expresión expectante.

—Entonces, no pienso soltar ni una sola palabra hasta que lo consulte con un abogado.

—Así solo consigues hundirte todavía más —le advirtió su abuelo—. Yo no negocio con delincuentes. Por otra parte, me conocen por haber mostrado piedad con quienes hablan claro.

—Los sátiros me contaron que los nipsies están en pie de guerra unos contra otros —soltó Seth.

—¿En pie de guerra? Los sátiros deben de estar equivocados. No conozco una sociedad más pacífica en todo Fablehaven, exceptuando quizás a los brownies.

—Es cierto —insistió Seth—. Newel y Doren lo han visto, los reinos Sexto y Séptimo están atacando a los demás. Los nipsies malos dicen que tienen un nuevo señor. Su aspecto es diferente de los otros, tienen la piel gris y los ojos rojos.

—Los sátiros te han dado información muy detallada —comentó el abuelo, que se olía algo.

—Puede que me lo hayan mostrado —reconoció Seth a regañadientes.

—Como tu abuela se entere de que has estado con Newel y Doren, se tirará por el tejado. No puedo decir que no esté de acuerdo. Sería difícil imaginar peor influencia para un chaval de doce años que una pareja de sátiros. Sigue su ejemplo y acabarás hecho un bobo. Un momento: ¿Otra vez estaban los sátiros robándoles a los nipsies?

Seth trató de mantenerse impasible.

—No sé.

—He hablado con Newel y Doren en otras ocasiones sobre cogerles cosas a los nipsies. He sido informado de que los nipsies se las han ingeniado para poner remedio a la situación. A ver si lo adivino… Has estado vendiéndoles pilas a los sátiros otra vez, en contra de mis deseos, lo cual les ha forzado a buscar la manera de entrar de nuevo en los siete reinos, ¿es así?

Seth levantó un dedo.

—Si no lo hubiesen hecho, no nos habríamos enterado de que los nipsies estaban en guerra y puede que hubiesen desaparecido del mapa.

El abuelo se lo quedó mirando.

—Ya hemos hablado otras veces sobre lo de robar oro. Te puede salir muy caro, más de lo que crees.

—Técnicamente, el oro no se robó —dijo Seth—. Los nipsies se lo dieron a Newel por protegerlos de los reinos Sexto y Séptimo.

Los labios del abuelo se fruncieron hasta quedar convertidos en una fina línea.

—Menos mal que se lo has contado a Kendra y que ella contribuyó a que me lo contases a mí. Menos mal que me he enterado de que se está produciendo una situación anómala entre los nipsies. Pero me siento decepcionado porque hayas estado vendiéndoles pilas a esos adolescentes eternos a mis espaldas, porque hayas aceptado a cambio un oro dudosamente adquirido y, sobre todo, porque te hayas alejado tanto del jardín sin permiso. No tendrás autorización para salir de esta casa sin ir acompañado, hasta que acabe el verano. Y no saldrás a ninguna excursión tutelada hasta dentro de tres días, lo cual quiere decir que no acompañarás a Tanu y Coulter cuando vayan esta tarde a ver qué pasa con los nipsies. Es más; me devolverás el oro a mí, para que pueda devolvérselo a los nipsies.

Seth bajó la vista y clavó los ojos en el regazo.

—Sabía que debía haber mantenido el pico cerrado —murmuró, hundido—. Yo solo estaba preocupado…

—Seth, has hecho lo correcto al contármelo. Cuando obraste mal fue al desobedecer las normas. A estas alturas deberías saber lo desastroso que puede ser.

—No soy ningún imbécil —dijo Seth, alzando la vista con gesto furibundo—. Regresé yo solo perfectamente, y traje conmigo una información valiosa. Tuve cuidado. No me salí de los senderos. Los sátiros iban conmigo. Por supuesto, cometí algunos errores antes de conocer mejor este lugar. Errores terribles. Y lo lamento. Pero también he hecho bien algunas cosas. Últimamente salgo una y otra vez a investigar por mi cuenta sin decírselo a nadie. Voy solo a los sitios que conozco. Y jamás me pasa nada malo.

El abuelo cogió de encima de la mesa un adornito, un cráneo humanoide diminuto metido en una semiesfera de cristal, y se lo pasó de una mano a otra con expresión ausente.

—Sé que has aprendido mucho de Coulter y los demás. Estás más capacitado que antes para apañártelas tú solo en determinadas áreas de Fablehaven. Puedo comprender que por eso aumente la tentación de no hacer caso de las fronteras. Pero corren tiempos peligrosos y este bosque vallado está plagado de trampas. Aventurarse tan lejos del jardín, como hiciste tú, hasta un entorno con el que no estás familiarizado, fiándote del juicio de Newel y Doren, demuestra una preocupante falta de sentido común por tu parte.

»Si alguna vez decido expandir las áreas de Fablehaven en las que tienes permiso para aventurarte tú solo, tendré que informarte sobre muchas regiones prohibidas, pero misteriosas, que hay que evitar. Seth, ¿cómo voy a confiar en que sabrás respetar las normas más complicadas si te niegas obstinadamente a seguir las más sencillas? Tu empeño reiterado en saltarte las normas básicas es la razón principal por la que no te he dado más libertad para explorar la reserva tú solo.

—Oh —dijo Seth, incómodo—. Supongo que tiene sentido ¿Por qué no me dijiste que la permanencia en el jardín era una prueba?

—De entrada, la norma podría haber parecido aún menos importante. —El abuelo dejó en la mesa la semiesfera de cristal con el cráneo dentro—. Nada de todo esto es un juego. Creé esa norma por un motivo. Realmente pueden pasar cosas malas si te vas por el bosque sin acompañamiento, incluso cuando crees que sabes lo que estás haciendo. Seth, en ocasiones actúas como si creyeras que crecer significase que las reglas ya no están vigentes. Todo lo contrario: una gran parte del crecimiento consiste en aprender a controlarse uno mismo. Trabaja en eso y entonces podremos hablar sobre la posibilidad de expandir tus privilegios.

—¿Puedo reducir la condena por buen comportamiento?

El abuelo se encogió de hombros.

—Quién sabe qué podría pasar si se produce tal milagro.

• • •

Un hada menuda con el pelo corto y rojo como una fresa madura se posó en el borde de un bebedero de pájaros hecho de mármol y se asomó a mirar el agua. Sus alas traslúcidas de libélula eran casi invisibles a la luz del sol. Su vestidito, como una enagua color carmesí, resplandecía como los rubíes. Dio media vuelta y miró su reflejo por encima del hombro, arrugando los labios en un mohín y ladeando la cabeza de un lado a otro.

Cerca de ella, un hada amarilla con unos reflejos negros que hacían destacar sus increíbles alas de mariposa se entretenía acicalándose. Tenía la tez pálida y largas trenzas color miel. El hada amarilla se rio disimuladamente, con un sonido que hacía pensar en el tintineo de unas campanillas minúsculas.

—¿Me estoy perdiendo algo? —preguntó el hada roja con falsa inocencia.

—Estaba intentando imaginar mi reflejo con unas alas feas y sin color —respondió el hada amarilla.

—Qué curiosa coincidencia —comentó la otra, pasándose una mano por el pelo—. Yo justo estaba imaginándome a mí misma con unas alas enormes y horteras que me distraían de mi belleza.

El hada amarilla levantó una ceja.

—¿Por qué no finges que tienes unas elegantes y amplias alas que aumentan en vez de restarte belleza?

—Lo he intentado, pero lo único que se me venía a la cabeza era un horripilante fondo de toscos cortinajes amarillos.

Kendra no pudo evitar sonreír.

Últimamente había adoptado la costumbre de fingir que se echaba una siestecita en el jardín, cerca de un bebedero de pájaros o de un macizo de flores, para escuchar los chismorreos de las hadas. Cuando intentaba iniciar una conversación, las hadas no siempre hablaban con ella. Después de haber dirigido a las hadas a la batalla y de entrar a formar parte de su especie, Kendra se había hecho más popular de lo que le hubiera convenido.

Absolutamente todas las hadas estaban celosas.

Entre las felices consecuencias del don que las hadas le habían otorgado se contaba la capacidad de Kendra para entender el lenguaje que hablaban, así como otras lenguas mágicas relacionadas. Todos esos idiomas a ella le sonaban como el suyo propio sin tener que hacer el menor esfuerzo. Y le encantaba aprovechar ese talento para escuchar a hurtadillas.

—Mira a Kendra, ahí despatarrada en ese banco —murmuró el hada amarilla en tono confidencial—, holgazaneando como si el jardín fuese solo suyo.

Kendra hizo esfuerzos por contener una carcajada. Le encantaba que las hadas hablasen sobre ella. Las únicas conversaciones que le gustaban más era cuando decían pestes de Seth.

—Yo con ella no tengo ningún problema —respondió la pelirroja con su aguda vocecilla—. De hecho, me hizo esta pulsera. —Tendió el brazo para mostrar la alhaja, fina como hilo de araña.

—Es demasiado pequeña como para que la hayan hecho sus patosos dedos —objetó el hada amarilla.

Kendra sabía que el hada amarilla tenía razón. Ella nunca había hecho ninguna pulsera, y menos aún para un hada. Tenía gracia: aunque las hadas casi nunca le dirigían la palabra, solían discutir sobre cuál de ellas era la predilecta de Kendra.

—Tiene muchos talentos especiales —insistió el hada roja—. Te quedarías boquiabierta si supieras los regalos que les hace a sus amigas íntimas. Aquellas de nosotras que combatimos junto a ella para apresar a Bahumat tenemos un vínculo especial con Kendra. ¿Recuerdas aquel día? Si no me equivoco, en aquel entonces tú eras un diablillo.

El hada amarilla le tiró agua al hada roja y le sacó la lengua.

—Por favor, querida —replicó el hada roja—, no nos rebajemos a un comportamiento propio de diablillos.

—Las que pasamos un tiempo convertidas en diablillos conocemos secretos que las demás desconocéis —dijo con malicia el hada amarilla.

—Estoy segura de que eres experta en verrugas y piernas torcidas —confirmó el hada roja.

—La oscuridad te da oportunidades diferentes de las que proporciona la luz.

—¿Tipo «reflejo espeluznante»?

—¿Y si pudiésemos ser oscuras y a la vez hermosas? —susurró el hada amarilla.

Kendra aguzó el oído.

—Yo a esa clase de rumores no les presto la menor atención —respondió el hada roja con altivez, y se marchó revoloteando.

Kendra se quedó muy quieta hasta que vio, a través de los párpados entornados, que el hada amarilla alzaba el vuelo. El diálogo había acabado de forma extraña. Las hadas, una vez que habían recuperado su estado original, casi nunca mencionaban sus tiempos de diablillos. El hada roja le había propinado a la otra un golpe bajo. ¿Qué había querido decir el hada amarilla con eso de ser oscura y bella, y por qué el hada roja había puesto fin a la conversación tan bruscamente?

Kendra se levantó y fue andando hasta la casa. El sol descendía hacia el horizonte. La maleta estaba hecha. Mañana la llevarían en coche a Hartford, donde cogería un avión a Nueva York para hacer escala y coger otro hacia Atlanta.

La idea de conocer a los miembros de los Caballeros del Alba la llenaba de preocupación. Todo aquello parecía tremendamente misterioso. No le parecía que fuese un entorno en el que ella encajase bien, incluso sin la amenaza de la posible existencia de traidores. Su mayor consuelo era recordar que Warren, Coulter y Tanu estarían allí también.

Con ellos cerca, no pasaría nada demasiado terrible.

Al subir los escalones del porche cubierto, Kendra vio a Tanu y a Coulter llegando al área del jardín en una carreta tirada por Hugo.

Cuando el golem se detuvo, Tanu y Coulter se bajaron de un salto y se dirigieron a la casa. Los dos lucían un semblante serio y andaban con paso firme y decidido. No se traslucía pánico en sus movimientos, pero daba la impresión de que traían malas noticias.

—¿Cómo ha ido? —les preguntó Kendra desde el porche.

—Está pasando algo muy extraño —respondió Tanu—. Ve a decirle a Stan que tenemos que hablar con él.

Kendra entró corriendo en la casa.

—¡Abuelo! ¡Coulter ha encontrado algo!

Sus voces alertaron no solo a su abuelo, sino también a la abuela, a Warren y a Seth.

—¿Siguen aún los nipsies con eso? —preguntó Seth.

—No lo sé —respondió Kendra al mismo tiempo que se volvía para quedar frente a la puerta de atrás, por la que entraban ya Tanu y Coulter.

—¿Qué hay? —preguntó el abuelo.

—Cuando nos acercamos a la pradera de los siete reinos, salió huyendo una figura misteriosa —dijo Tanu—. Corrimos tras él, pero el bribón era demasiado rápido.

—No se parecía mucho a nada de lo que hayamos visto en nuestra vida —añadió Coulter—. Debía de medir algo menos de un metro de alto, llevaba una capa oscura y corría agachado, como en cuclillas. —Como usaba las manos de forma muy expresiva, Kendra se acordó de que a Coulter le faltaba un meñique y parte del dedo anular contiguo.

—¿Un trol ermitaño? —preguntó el abuelo.

Tanu negó con la cabeza.

—Un trol ermitaño no podría haber penetrado en el prado. Y este no encajaba exactamente con la descripción.

—Tenemos una teoría —afirmó Coulter—. Enseguida os la contamos.

—¿Qué es un trol ermitaño? —preguntó Seth.

—Es el tipo de trol más pequeño de todos —respondió Warren—. Nunca permanecen mucho tiempo en un mismo lugar, y establecen guaridas temporales en cualquier parte: un desván tranquilo, debajo de un puente, dentro de un barril…

—Sigue —animó el abuelo a Tanu.

—Entramos en el montéenlo y nos encontramos con que los reinos Sexto y Séptimo estaban preparándose otra vez para la guerra, pese a los numerosos daños que Newel había causado.

—Stan —dijo Coulter—, no te lo habrías creído. El Sexto Reino y el Séptimo están cubiertos de negro, y la mayoría de sus habitantes portan armas. Los nipsies de esos reinos son tal como los describió Seth: con la tez gris, el pelo negro y los ojos rojos. Nos intentaron sobornar, a Tanu y a mí, para que los ayudásemos y nos lanzaron amenazas cuando nos negamos. Si no supiera que es imposible, diría que han caído.

—Pero los nipsies carecen de naturaleza en estado caído —intervino la abuela—. Al menos, no hay nada documentado. Las hadas pueden transformarse en diablillos, las ninfas se vuelven mortales, pero ¿quién ha oído hablar de un nipsie que se haya transfigurado?

—Nadie —respondió Tanu—. Pero ahí estaban. Y eso hila con mi teoría. Yo creo que la criatura a la que perseguimos era una especie de enano caído.

—¡Los enanos tampoco caen! —bufó el abuelo, evidentemente alterado.

—Díselo a ese —murmuró Coulter.

—Es nuestra suposición —dijo Tanu—. Interrogamos a los nipsies para entender el origen de toda esta situación. Evidentemente, todo empezó cuando salieron a explorar la reserva en busca de maneras de mantener a raya a los sátiros. Así fue como los oscuros conocieron a su nuevo amo.

—Cuando quisimos averiguar datos concretos, se cerraron en banda —dijo Coulter.

—¿Qué podría hacer que un nipsie caiga? —musitó el abuelo, como hablando para sí.

—Nunca había visto nada parecido —dijo Coulter.

—Ni yo había oído nada semejante —añadió Tanu.

—Yo tampoco —añadió el abuelo, suspirando—. En situaciones normales, la primera persona a la que llamaría sería a la Esfinge. Tal vez todavía lo sea. Amigo o enemigo, siempre me ha dado buenos consejos y sus conocimientos y su sabiduría no tienen parangón. ¿Os parece que el mal está extendiéndose?

Tanu se chascó los nudillos ruidosamente.

—Según nos dijeron algunos nipsies normales, después de la invasión del Quinto Reino buena parte de sus habitantes fueron trasladados y se volvieron como los otros.

—¿Prefieres que Tanu y yo no vayamos a la reunión de los Caballeros? —se ofreció Coulter.

—No, debéis asistir —dijo el abuelo—. Quiero que los tres veléis por Kendra y que os enteréis de todo lo que podáis.

—Yo hoy oí hablar a las hadas de algo extraño —dijo Kendra—. A lo mejor tiene algo que ver. Estaban hablando de la posibilidad de ser oscuras como diablillos, pero bellas. Un hada parecía fascinada con la idea. La otra salió volando inmediatamente.

—Desde luego, en Fablehaven están pasando muchas cosas extrañas —dijo el abuelo—. Será mejor que vaya a hacer unas llamadas.

Los abuelos y Warren salieron de la habitación.

—Seth, si me permites, quisiera hablar un momento contigo —dijo Tanu.

El chico cruzó la sala en dirección al enorme samoano y este lo llevó hasta un rincón.

Kendra se quedó por allí para escuchar. Tanu le dirigió una mirada y prosiguió.

—He reparado en ciertas huellas interesantes en la pradera de los siete reinos —dijo Tanu en tono casual—. Al parecer, los sátiros contaron con ayuda para poder entrar.

—No se lo digas a mi abuelo —le rogó Seth.

—Si hubiésemos querido contárselo, ya lo habríamos hecho —dijo Tanu—. Coulter y yo pensamos que ya estabas metido en bastantes líos. Solo como recordatorio: Hugo no es un juguete para ayudar a los sátiros a robar.

—Lo pillo —dijo Seth, con una sonrisa de alivio.

Tanu miró a Kendra.

—¿Podrás mantener discreción sobre este asunto? —Sus ojos pedían una respuesta afirmativa.

—Descuida —dijo ella—. Ya he cubierto mi cuota diaria de chivarme de Seth.