21

La familia de las hadas

Reinaba un ambiente cargado en la tienda de campaña. La mosca que hacía acrobacias por encima de Patton y Lena sonaba inusualmente ruidosa. Kendra acarició con las palmas de las manos la tela del suelo, palpando las formas de la tierra de debajo. Cruzó con Seth una mirada de preocupación.

—¿Y si usamos este chisme? —preguntó él, levantando el Cronómetro—. A lo mejor podríamos viajar en el tiempo y detener la plaga antes de que comience. Patton negó con la cabeza.

—Me he pasado meses tratando de desentrañar los secretos que envuelven el Cronómetro. Tiene fama de ser el objeto mágico más complicado de usar. Aunque teóricamente tiene muchas funciones, yo solo he logrado descubrir unas pocas.

—¿Alguna que pueda servirnos? —preguntó Seth, toqueteando una rueda ligeramente saliente que había en la bola.

—Cuidado —le advirtió Patton secamente. El chico apartó los dedos de la rueda—. Sé cuál es el botón que hay que usar para viajar hacia delante en el tiempo, para poder desplazarse al instante en que alguien apriete ese mismo botón. Descubrí cómo ajustar el Cronómetro para que la caja fuerte aparezca una vez por semana durante un minuto. Y sé ralentizar el tiempo momentáneamente, haciendo que el resto del mundo se mueva más rápido que la persona que está en posesión del Cronómetro. No veo muy claro cómo ninguna de estas funciones puede ayudarnos a resolver lo que nos inquieta en esos momentos.

—Si no se nos ocurre ninguna idea —dijo Kendra—, la reina de las hadas podría ser nuestra mejor opción. Yo podría devolver el cuenco a la isla y explicarle la situación. A lo mejor ella nos puede ayudar.

Patton toqueteó un roto deshilachado que se le había hecho en la camisa, a la altura del codo.

—No comprendo del todo qué quiere decir ser besado por las hadas, pero estoy bien informado acerca del santuario. ¿Estás segura de que devolver un cuenco será excusa suficiente para pisar territorio prohibido? Antes que tú, Kendra, nadie había puesto el pie en esa isla y había vivido para contarlo.

—Un hada llamada Shiara sugirió que podía hacerlo —dijo Kendra—. En cierto modo, no sé explicarlo, pero me parece que es verdad. Normalmente no puedo pensar en volver a la isla sin que me asalte el temor. Pero mi instinto me dice que sí puedo. El cuenco debe estar allí.

Devolverlo a su lugar debería permitirme acceder a ella.

—¿Shiara? —dijo Patton—. Conozco a Shiara: alas plateadas, pelo azul. Para mí, es el hada más de fiar de todo Fablehaven. Antes era muy amiga de Ephira. Cuando fui tocado por las hadas y Ephira desapareció, Shiara se convirtió en mi más preciada confidente en todo lo relacionado con el mundo de las hadas. Si alguna vez tuviera que recurrir a los consejos de un hada, sin duda la elegiría a ella.

—¿También tú hablas con las hadas? —preguntó Seth.

—Es una de las ventajas de haber sido tocado por ellas —respondió Patton—. Si no, su idioma, el silviano, resulta bastante difícil de dominar, aunque hay quien lo ha aprendido a base de estudiarlo. También leo y hablo su lengua secreta. Como Kendra. Así descifró la inscripción que dejé en la cámara de Meseta Perdida.

—¿Eso estaba escrito en un idioma secreto de las hadas? —preguntó Kendra—. Nunca distingo qué idioma estoy oyendo, hablando o leyendo. Todo me parece inglés.

—Lleva su tiempo —dijo Patton—. Cuando un hada se dirige a ti, tú oyes tu lengua, pero con la práctica puedes percibir además el idioma real en el que está hablando el hada. Al principio cuesta mucho distinguir los diferentes idiomas, probablemente porque la traducción se hace sin el menor esfuerzo. Con un poco de atención, llegarás a ser más consciente de las palabras que oyes o que dices.

—¿Por qué, de entrada, dejaste un mensaje en la cámara? —se extrañó Kendra.

—El idioma de las hadas, que es imposible de enseñar, es un secreto muy bien guardado —le contestó—. Este idioma es, por definición, incomprensible para todas las criaturas de las tinieblas. Tuve la sensación de que debía dejar una pista sobre lo que había hecho, para impedir que cundiera el pánico si los Caballeros del Alba descubrían que el objeto mágico no estaba. Así pues, inscribí un mensaje en un arcano idioma que solo un amigo de la luz sería capaz de entender.

—Ya que te fías de Shiara, ¿te parece bien que yo vaya a la isla? —preguntó Kendra.

—Respecto a eso tú sabes más que yo —reconoció Patton—. Salvo que nos veamos en circunstancias muy apuradas, te imploraría que no te embarcases en una aventura tan peligrosa. Pero ahora quizá nos encontremos en uno de esos momentos. ¿Que si creo yo que la reina de las hadas podrá ayudarnos a hacer frente a la plaga? Es difícil de saber, pero ya una vez te ayudó, y siempre es mejor albergar alguna esperanza que ninguna.

—Entonces, voy a intentarlo —dijo Kendra con firmeza.

—Cuando tienes que saltar, saltas —la animó Seth.

—Cruzar el estanque va a ser peligroso —advirtió Lena—. Las náyades están irritadas.

Querrán que les devuelvas el cuenco. Querrán vengarse por mi partida. Será mejor que Patton te traslade hasta allí en una barca.

—No consentiría otra cosa —dijo él—. Tengo cierta experiencia en la navegación entre esas aguas turbulentas. —Guiñó un ojo a Lena.

La antigua náyade levantó las cejas.

—Y en ser arrastrado al fondo por esas mismas turbulencias, si no me falla la memoria.

—Cada vez te pareces más a la Lena que yo conozco —dijo Patton con una ancha sonrisa.

—En cuanto se ponga el sol, estaré atento por si veo al abuelo o a la abuela —anunció Seth—. Seguramente se presentarán en forma de sombras. A lo mejor aún pueden echarnos una mano.

—Mientras tanto, ¿deberíamos acercarnos al estanque? —preguntó Kendra.

—Deberíamos ir mientras dure la luz del día —dijo Patton.

Seth guardó el Cronómetro en un macuto que antes había servido para llevar parte del equipo de acampada. Metió los brazos por las correas y salieron todos juntos de la tienda de campaña. En el exterior se habían reunido sátiros, enanos y dríades movidos por la curiosidad, que empezaron a cuchichear entre ellos y a gesticular en dirección a Patton.

Doren trotó hasta él.

—¡Enséñame la llave que le hiciste a Pezuña Ancha!

—Para evitar toparme con un montón de sátiros lesionados, será mejor que no te la enseñe —respondió Patton. Entonces, levantó las manos y elevó la voz—. Solo he vuelto por un breve espacio de tiempo. He viajado hacia delante en el tiempo, y tengo la intención de detener la plaga antes de marcharme. —Varios de los curiosos aplaudieron y silbaron—. Espero poder contar con vuestra ayuda cuando sea necesaria.

—¡Cualquier cosa por ti, Patton! —exclamó una hamadríade con voz entrecortada.

Lena le lanzó una mirada fulgurante.

—Vamos a necesitar un poco de privacidad en el estanque cuando nos acerquemos al santuario —dijo Patton—. Vuestra colaboración será muy apreciada.

Patton escoltó a Kendra hasta el cenador más próximo. Se notó tensa mientras él subía delante de ella los peldaños y empezaba a andar por el paseo de madera. La última vez que había cruzado el estanque hasta el islote se contaba entre sus recuerdos más espeluznantes.

Las náyades habían intentado con todas sus fuerzas volcar su pequeño patín de pedales. Por lo menos ahora el sol lucía en el cielo y no estaría sola.

Patton bajó la escalera que comunicaba con el embarcadero, al lado del cobertizo de las barcas. Se dirigió a la casita flotante y abrió el cerrojo de una patada perfectamente calculada.

—¡Patton está entrando en el cobertizo de las barcas! —gritó una voz exultante desde las profundidades del agua del estanque.

—¡Al final vamos a contar con sus huesos en nuestra colección! —exclamó jubilosa una segunda náyade.

—¡Mirad quién va con él! —dijo la primera voz con gran asombro.

—¡La viviblix que le sacó de la tumba! —se burló una tercera.

—Ojo con su magia de zombi —advirtió en tono cantarín la segunda náyade.

—¡Tienen el cuenco! —se fijó una náyade, indignada.

Las voces se volvieron más bajas y urgentes.

—¡Deprisa!

—¡Que vengan todas!

—¡No hay tiempo que perder!

Las voces se apagaron cuando Patton y Kendra pasaron al interior del cobertizo de las barcas. Por dentro estaba prácticamente como Kendra lo recordaba. Dos barcas de remos flotaban en el agua, una más ancha que la otra, al lado de un pequeño patín provisto de pedales.

Patton cruzó el cobertizo rápidamente, eligió los remos más grandes y los puso en la barca más ancha. Después, metió uno de los segundos remos más grandes.

—Suena como si nuestras enemigas de allí debajo estuvieran preparándose para ponérnoslo difícil —dijo Patton—. ¿Estás segura de que quieres hacerlo?

—¿Y tú crees que podrás llevarme a la isla? —preguntó Kendra.

—Confío plenamente en que lo lograremos —respondió Patton.

—En ese caso, tengo que intentarlo. —¿Te importa llevar tú el cuenco? Kendra lo levantó en las manos.

—Claro. Estoy segura de que tú tendrás las manos ocupadas.

Patton levantó una palanca que había al lado de la puerta dañada y empezó a dar vueltas a una manivela. Al fondo del cobertizo empezó a abrirse poco a poco la puerta corredera que daba acceso directo al estanque. Patton desató la barca de remos y se subió a bordo.

Tendió una mano a Kendra y la ayudó a subir a la embarcación. Al meterse, la barca se bamboleó.

—¿Llegaste a la isla montada en ese cacharro? —preguntó Patton, señalando con la cabeza hacia el patín.

—Sí.

—Eres más valiente incluso de lo que pensaba —dijo Patton sonriendo.

—En realidad es que no sabía remar, pero sí pedalear. Patton asintió en silencio.

—Recuerda inclinarte hacia el lado contrario del que ellas traten de hacernos volcar.

Pero no demasiado, pues podrían usar la táctica contraria y hacerte caer de la barca por el otro lado.

—Entendido —dijo Kendra, asomándose a mirar por su lado, esperando ver acercarse a las náyades de un momento a otro.

—No pueden molestarnos mientras estemos dentro del cobertizo de las barcas. Solo a partir del momento en que dejemos atrás estas paredes. —Pasó los remos por los escálamos y los levantó para impulsarse—. ¿Preparada?

Kendra asintió con la cabeza, pues no estaba segura de lo que pudiese responder su voz.

Justo delante de ellos, bajo la superficie, Kendra oyó una risilla floja. Varias voces mandaron callar a la que se reía.

Metiendo las palas de los remos en el agua, Patton propulsó la embarcación fuera del cobertizo. En el instante en que la barca pasó por la puerta, empezó a inclinarse de delante hacia atrás, de atrás adelante, de un lado a otro. Patton empuñó los remos con agresividad, poniendo caras, haciendo denodados esfuerzos por mantener la barca estable. Cabeceando y ladeándose, la barca empezó a dar vueltas en círculos cerrados. Kendra intentó colocarse hacia el centro de la pequeña embarcación, pero el violento zarandeo la obligaba a moverse de un lado para otro, mientras se aferraba al cuenco con una mano y trataba de mantener el equilibrio con la otra.

—Nunca había visto un ahínco semejante —gruñó Patton, tirando con fuerza de uno de los remos para soltarlo de las garras de una náyade.

El costado derecho del bote se levantó alarmantemente, como si estuviesen empujándolo por debajo muchas manos. Patton se abalanzó hacia la derecha, y asestó varios golpes en el agua con un remo. El lado derecho descendió y el izquierdo se levantó. Kendra estuvo a punto de salir por la borda. Patton se lanzó al lado contrario y estabilizó la barca.

La batalla se prolongó un buen rato, con las náyades luchando infatigablemente por volcar la barca y, al mismo tiempo, alejarles de la isla. Los remos caían en sus garras cada vez que Patton los metía en el agua, por lo que tuvo que dedicar gran parte del tiempo a tirar de uno o de otro para soltarlos de sus manos invisibles. Entre tanto, la barca daba vueltas y se mecía como si estuviesen en una atracción de feria.

A medida que transcurría el tiempo, el ataque, en vez de menguar, iba volviéndose más encarnizado. Sus manos salían del agua para agarrarse a la borda. Durante un momento particularmente complicado en que la barca estuvo ladeada, Kendra perdió el equilibrio y se cayó contra un lateral de la embarcación, y se encontró mirando un par de ojos de color violeta.

La pálida náyade se había aupado del agua con una mano y había tratado de coger con la otra el cuenco de plata.

—¡Atrás, Narinda! —bramó Patton, blandiendo un remo.

Enseñando los dientes, la decidida náyade se impulsó y sacó aún más el cuerpo del agua. Kendra apartó el cuenco de Narinda, pero la náyade la agarró de la manga y empezó a tirar de ella para hacerla caer al agua.

Patton bajó rápidamente el remo y golpeó a la náyade en la cabeza con la parte plana de la pala. Lanzando un chillido, la náyade se puso como loca, soltó a Kendra y desapareció de un chapuzón. Otra mano agarró la borda y Patton descargó al instante el remo contra aquellos dedos.

—No salgan del agua, señoras —las avisó Patton.

—Pagarás por tu osadía —le amenazó una náyade invisible.

—Solo habéis sentido la parte plana del remo —se rio Patton—. Os estoy dando cachetes, no hiriendo. Seguid así y os dejaré lesiones más duraderas.

Las náyades continuaron obstaculizando el avance de la barca, pero ya no volvieron a salir del agua. Patton empezó a remar con más rapidez, dejando espuma en la superficie del agua y salpicando mucho a cada brazada. Los toques rápidos y poco profundos hacían que las náyades no pudieses agarrarse tan fácilmente a los remos, y la barca empezó a avanzar de verdad hacia la isla.

—¡Chiatra, Narinda, Ulline, Hyree, Pina, Zolie, Frindle, Jayka! —las llamó Lena—. El agua nunca me había parecido tan buena como ahora.

Kendra se dio la vuelta y vio a Lena sentada en el borde del embarcadero con una plácida sonrisa y moviendo los pies dentro del agua. Seth estaba detrás de ella, con el entusiasmo reflejado en su semblante.

—¡Lena, no! —gritó Patton.

Ella se puso a tararear una dulce melodía. Movió los pies desnudos con delicadeza, chapoteando suavemente. De pronto, sacó los pies del agua a toda prisa y retrocedió un paso desde el borde del embarcadero. Unas manos salieron por la superficie cerca de allí, buscando a tientas.

—Casi —se burló Lena—. ¡No me has pillado por poco! —Dando saltitos, retrocedió un poco más por el muelle y volvió a meter la punta del pie, para sacarlo de nuevo rápidamente, justo a tiempo para evitar que otra mano consiguiera apresarla.

—Las náyades nunca habían actuado tan unidas, ni habían sido tan persistentes —murmuró Patton—. Lena está tratando de distraerlas. Golpea el agua con el remo de sobra.

Kendra se puso el cuenco en el regazo y cogió del suelo de la barca el remo. Asiéndolo por el centro del brazo, empezó a golpear el agua a cada lado de la barca, metiendo y sacando rápidamente la pala y el extremo del remo. De vez en cuando golpeaba algo duro. Kendra oyó gruñidos y quejas.

Patton empezó a meter los remos más profundamente y la barca se impulsó con más velocidad hacia la isla. Animada por esto, ella golpeó el agua con más ímpetu, jadeando del esfuerzo. Tan concentraba estaba tratando de asestarles palazos a las náyades que cuando la barca encalló en la isla la pilló por sorpresa.

—Sal —ordenó Patton.

Kendra dejó el remo en el suelo, cogió el cuenco y subió hasta la proa. Allí vaciló unos segundos. Haber salido con vida de la isla una vez no era garantía de que fuese a sobrevivir de nuevo. ¿Y si su seguridad en sí misma había sido infundada? Otros que se habían atrevido a pisar la isla habían sido convertidos al instante en pelusa de diente de león. En el momento en que su pie entrase en contacto con la embarrada orilla, tal vez se desharía en forma de aterciopelada nube de semillas de diente de león y la brisa se la llevaría.

Pero, también, si optaba por no correr ese riesgo, posiblemente acabaría transformada en una persona de sombra, encerrada en una reserva caída gobernada por un demonio y por una hamadríade perversa. En cierto modo, un final en forma de semillas de diente de león podría ser preferible.

Dejando a un lado todas estas consideraciones, la decisión ya estaba tomada; ahora solo necesitaba el valor para llevarla a cabo. ¡Las náyades podrían arrastrar la barca otra vez al agua en cualquier momento! Preparada para lo peor, saltó al compacto barro de la isla.

Como en su anterior excursión al santuario, no ocurrió nada de lo que había esperado.

Ni se transformó en una nube de semillas ni hubo indicio alguno de que hubiese hecho algo fuera de lo normal.

Kendra miró hacia atrás a Patton y le hizo la señal de los pulgares hacia arriba. Él se acercó los dedos a la frente a modo de saludo casual. Un segundo después, la barca fue arrastrada al agua y empezó a dar vueltas.

—No te preocupes por mí —le dijo Patton alegremente, mientras describía ferozmente un semicírculo con uno de los remos en la superficie del agua—. Ve a hablar con la reina en total intimidad.

En su primera visita a la isla, no había tenido ni idea de dónde se encontraba el diminuto santuario y le había resultado muy difícil dar con él. Esta vez, con el cuenco en la mano, Kendra empezó a cruzar la isla en diagonal, abriéndose paso por los arbustos con los brazos, sin desviarse de su dirección hasta llegar a su destino. Encontró el delicado manantial borboteando en el suelo, en el centro mismo del islote, discurriendo por una suave pendiente para desembocar en el estanque. En el nacimiento del manantial había una estatua bellamente tallada de un hada de unos cinco centímetros de alto.

Agachándose, Kendra depositó el cuenco delante del pedestal en miniatura sobre el que descansaba la figurilla del hada. En ese preciso instante percibió un aroma a flores recién abiertas, que florecían en una tierra rica, cerca de un mar.

«Gracias, Kendra». Oyó perfectamente las palabras en su cabeza; las percibió con la misma claridad con que habrían sonado si le hubiesen llegado a través del oído.

—¿Eres tú? —susurró Kendra, emocionada por haber conseguido establecer contacto tan rápidamente.

«Sí».

—Te oigo más nítidamente que la última vez.

«Ahora eres de la familia de las hadas. Puedo llegar a tu mente con mucho menos esfuerzo».

—Si puedes llegar a mí tan fácilmente, ¿por qué no me has hablado antes?

«Yo no habito en tu mundo. Mi morada está en otra parte. Mis santuarios señalan los puntos en los que puede percibirse mi influencia directa. Son mis puntos de contacto con tu mundo».

Kendra se sentía emocionada. Ideas y sentimientos se mezclaban como si realmente nunca se hubiese comunicado con nadie.

—Te llaman la reina de las hadas —dijo Kendra—. Pero ¿Quién eres en realidad?

«Soy molea. En tu idioma no existe una palabra que pueda describirme adecuadamente. No soy un hada. Soy el hada. La madre, la hermana mayor, la protectora, la primera. Por el bien de mis hermanas, resido más allá de tu mundo, en un reino no tocado por las tinieblas».

—Fablehaven se encuentra en peligro —dijo Kendra.

«Aunque rara vez puedo hablar con su mente, veo a través de los ojos de mis hermanas en todas las esferas en las que habitan. Muchas de mis hermanas que viven cerca de ti han quedado contaminadas por una terrible oscuridad. Si esa oscuridad llegase a contaminarme a mí, todo estaría perdido».

Por un instante, Kendra se quedó sin habla, mientras la inundaba un sentimiento de tristeza y desamparo. Se dio cuenta de que ese funesto sentimiento había manado de la reina de las hadas. Cuando remitió aquella sensación, Kendra volvió a tomar la palabra.

—¿Qué puedo hacer yo para detener las tinieblas?

«Las tinieblas proceden de un objeto dotado de un inmenso poder oscuro. Ese objeto debe ser destruido».

—El clavo que Seth le sacó a la aparición —dijo Kendra.

«Ese objeto intensifica la angustia de una hamadríade corrupta y potencia la fuerza de un demonio. El profano objeto se encuentra clavado en un árbol».

Por un momento, Kendra contempló un árbol negro y retorcido que se levantaba junto a un charco de alquitrán humeante. Del torturado tronco sobresalía un clavo. La imagen hizo que le quemasen los ojos y le produjo un sentimiento de hondo pesar. Sin necesidad de más palabras, Kendra tuvo la certeza de estar observando el árbol a través de los ojos de un hada oscura tal como lo percibía la reina de las hadas.

—¿Cómo puedo destruir el clavo? —preguntó Kendra.

Siguió una pausa prolongada. Oyó las zambullidas de los remos de Patton, que continuaba resistiendo el ataque de las náyades.

—¿Podemos hacer otra vez que las hadas se vuelvan grandes? —tanteó Kendra.

Una imagen de unas hadas oscuras gigantes le cruzó la mente por un segundo con toda claridad. Terribles y hermosas, se dedicaban a marchitar árboles y rezumaban oscuridad.

«Aparte de otros inconvenientes potenciales, todavía estoy recuperándome del derroche de energía que tuve que hacer para transformar a las hadas y para iniciarte a ti como miembro de la familia de las hadas».

—¿Qué fue lo que me hiciste? —preguntó Kendra—. Hay hadas que dicen que soy tu sierva.

«Cuando miré dentro de tu corazón y de tu mente, y presencié la pureza de tu lealtad a tus seres queridos, decidí que me sirvieses como agente en el mundo en estos tiempos turbulentos. Ciertamente, eres mi sierva, mi azafata. Tú y yo extraemos la energía de la misma fuente. El oficio lleva aparejada una autoridad inmensa. Ordena algo a las hadas en mi nombre y te obedecerán».

—¿Las hadas me obedecerán?

«Si les transmites órdenes en mi nombre, y no abusas de este privilegio».

—¿Cuál es tu nombre?

Kendra notó la respuesta en forma de risas melodiosas.

«Mi verdadero nombre debe permanecer en secreto. Bastará con que emitas órdenes en nombre de la reina».

De pronto recordó que el hada de la mansión en la que tuvo lugar la asamblea de los Caballeros del Alba le había insinuado que podía emitir una orden en nombre de la reina.

—¿Las hadas pueden ayudarme a destruir el clavo?

«No. Las hadas no tienen poder suficiente. Solo un talismán dotado de una inmensa energía de luz podría desarmar el objeto oscuro».

—¿Sabes dónde puedo encontrar un talismán lleno de luz? Se produjo otra larga pausa.

«Yo podría hacer uno, pero semejante acción pasaría por la destrucción de este santuario».

Kendra esperó. En su mente se desplegó una escena. Como si estuviese observando desde un punto elevado, vio ante sus ojos la isla y el santuario resplandeciendo en medio de las tinieblas. El agua del lago se había vuelto negra y estaba rebosante de náyades horrendas y deformes. El paseo de madera y los cenadores se habían derrumbado; unas hadas oscuras revoloteaban entre los deshechos en descomposición. Enanos, sátiros y dríadas, todos ellos oscuros, vagaban entre árboles marchitos y campos agostados.

«Preservar el santuario no merece semejante devastación. Preferiría perder uno de mis preciados puntos de contacto con tu mundo, a ver a mis hermanas condenadas a una tenebrosa esclavitud. Concentraré en un solo objeto toda la energía que protege este santuario. Cuando haya forjado el talismán, mi influencia dejará de sentirse en este lugar».

—¿Ya no podré contactar nunca más contigo? —preguntó Kendra.

«No desde este lugar. En cuanto el talismán haya cruzado el seto, el estanque y la isla quedarán despojados de todas sus defensas».

—¿Qué debo hacer con el talismán? —preguntó Kendra.

«Consérvalo en tu poder. La energía que hay dentro de ti te ayudará a mantenerlo estable y plenamente cargado. Mientras esté en tu poder, el talismán despedirá un paraguas de energía que servirá para proteger a quienes estén a tu alrededor. Si pones el talismán en contacto con el objeto oscuro, se destruirán los dos. Estás advertida. Quien conecte los dos objetos perecerá».

Kendra tragó saliva. Notaba la boca seca.

—¿Es preciso que sea yo la persona que los toque a la vez?

«No necesariamente. Preferiría que sobrevivieses a esta misión. Pero si tú u otra persona cumplís la tarea, si se pueden unir el objeto de la luz y el de la oscuridad, el sacrificio habrá merecido la pena. Gran parte de lo que ha quedado bañado en la oscuridad recuperará su estado anterior».

—¿Podemos reparar después tu santuario? —preguntó Kendra, esperanzada. «No habrá nada que pueda reparar el santuario».

—¿No volveré a saber de ti?

«No aquí».

—Tendría que encontrar otro santuario. ¿Podría acercarme a él si lo encuentro?

Kendra notó unas risas mezcladas con afecto.

«Te preguntas por qué mis santuarios están tan blindados. Tener puntos de contacto con tu mundo me hace vulnerable. Si el mal encuentra mi reino, todas las criaturas de la luz sufrirán. Por su bienestar, debo mantener mi reino intacto, y por eso guardo celosamente mis santuarios. Como norma general, todo intruso debe perecer. Rara vez concedo alguna excepción».

—¿Formar parte de la familia de las hadas me garantiza el acceso? —preguntó Kendra.

«No necesariamente. Si alguna vez encuentras otro santuario, indaga en tus sentimientos para encontrar la respuesta. Posees luz suficiente para guiarte».

—Tengo miedo de intentar destruir el clavo —confesó Kendra. No quería que la conversación con la reina de las hadas terminase.

«Yo soy reacia a destruir este santuario».

Kendra podía notar su honda tristeza. El sentimiento hizo que los ojos se le llenasen de lágrimas.

«A veces hacemos lo que debemos hacer».

—De acuerdo —dijo Kendra—. Lo haré lo mejor posible. Una última pregunta. Si sobrevivo a esto, ¿qué se supone que debo hacer? Como miembro de la familia de las hadas, me refiero.

«Ten una vida provechosa. Resístete al mal. Da más de lo que tomes para ti. Ayuda a otros a hacer eso mismo. Lo demás vendrá por sí solo. Apártate del santuario».

Kendra se apartó de la estatuilla del pedestal diminuto. Se le nubló la vista y la inundó una marea de sensaciones. Notó un sabor a miel dulce, a manzanas crujientes, a champiñones carnosos y a agua cristalina. Notó un aroma a mieses recién segadas, a hierba húmeda, a uvas maduras y a hierbas aromáticas. Oyó la caricia del viento, el romper de las olas, el rugido del trueno y el leve crujido de un patito que se abre paso al otro lado del cascarón. Notó que la luz del sol le calentaba la piel y que una ligera bruma la refrescaba. Por un momento no pudo ver nada, pero saboreó, olió, oyó y notó en la piel simultáneamente un millar de otras sensaciones, todas ellas nítidas e inconfundibles.

Cuando recobró la vista, Kendra vio que la minúscula estatua del hada resplandecía intensamente. De manera instintiva, entornó y se protegió los ojos, preocupada porque la brillante luz pudiera producirle daños persistentes. Cuando se atrevió a mirar, la radiación no le causó daño alguno. Esperando que aquel fulgor fuese benigno, miró abiertamente la estatua. En comparación, el resto del mundo se había vuelto gris, apagado, deprimente. Todo el color, toda la luz, había convergido en aquella figurita del tamaño de un pulgar.

Entonces la estatua se rompió en mil pedazos, y las esquirlas de piedra sonaron armónicamente al salir disparadas en todas direcciones. Sobre el pequeño pedestal quedó un guijarro brillante con forma ovalada. Por un instante, el guijarro resplandeció con más intensidad que la misma estatua antes. Entonces, la luz fue apagándose, absorbida por la piedra, hasta que el guijarro ovoide adquirió un aspecto más bien normal y corriente, salvo por el hecho de ser muy blanco y liso.

El color retornó al mundo. El sol de la tarde brillaba de nuevo intensamente. Kendra no podía percibir ya la presencia de la reina de las hadas.

Se arrodilló y cogió la lisa piedrecita. Le pareció que era como cualquier otra piedra, con un peso ni mayor ni menor de lo que había esperado. Aunque ya no resplandecía, Kendra tuvo la certeza de que ese guijarro era el talismán. ¿Cómo podía ser que todo el poder que protegía el santuario cupiese en el interior de un objeto tan pequeño e insignificante?

Mirando a su alrededor, Kendra vio que Patton había vuelvo a la orilla con la barca.

Echó a correr a toda prisa hacia él, preocupada por si las náyades se la llevaban otra vez antes de poder subirse en ella.

—No hay prisa —dijo Patton—. Obedecen mis órdenes.

—A regañadientes —murmuró una voz desde debajo del agua.

—Chitón —la regañó otra náyade—. Se supone que no debemos hablar.

—La última vez también me llevaron de vuelta por mi cara bonita —dijo Kendra, subiéndose a la barca.

—¿Buenas noticias? —preguntó Patton.

—En términos generales, sí —dijo Kendra—. Pero yo esperaría hasta haber llegado a la tienda de campaña.

—Me parece bien —repuso Patton—. Una cosa sí que te voy a decir: esa piedra brilla casi tanto como tú.

Kendra miró la piedra. Era increíblemente blanca y lisa, pero a ella no le parecía que emitiese ninguna luminosidad. Se sentó. Patton apoyó los remos en el regazo. Guiada por unas manos invisibles, la barca partió de la isla y se deslizó en dirección al cobertizo. Al alzar la vista, Kendra vio que un búho dorado con rostro humano la miraba desde una rama, en lo alto de un árbol, y que una lágrima le brotaba de los ojos.