20
Historia
-A pesar de que Lena volvió al agua en contra de su voluntad, ha permanecido allí voluntariamente —recapituló Patton mientras Seth, Kendra y él contemplaban el embarcadero desde uno de los pabellones. Aunque en un primer momento había echado a andar lleno de seguridad en sí mismo para acercarse a conversar con Lena, ahora se le veía nervioso ante cómo podría reaccionar ella.
—Así es —respondió Kendra—. Pero siempre ha reaccionado muy bien ante cualquier mención que hiciéramos de ti. Creo que acudirá cuando la llames.
—Las náyades son unas criaturas peculiares —dijo Patton—. De todos los seres de Fablehaven, yo las considero las más egoístas. Las hadas atienden si las adulas. Los centauros se irritan si los insultas. Pero cuesta llamar la atención de una náyade. Lo único que les preocupa es cuál será su siguiente distracción.
—Entonces, ¿por qué se molestan en ahogar a la gente? —preguntó Seth.
—Por diversión. ¿Por qué si no? Hay poca malicia deliberada en ello. Solo conocen la vida en el agua. La idea de que el agua pueda matar a alguien les parece de lo más divertida. Nunca tienen suficiente. Además, las náyades son ávidas coleccionistas. Lena me contó una vez que tienen una cámara repleta de preciadas baratijas y esqueletos.
—Pero Lena es diferente de las demás náyades —dijo Kendra—. Ella se preocupa por ti.
—Una victoria que me costó años conseguir —suspiró Patton—, y que con algo de suerte no se habrá deshecho a causa de su regreso al agua. Su interés por mí fue lo que acabó distanciando a Lena del resto de las náyades. Poco a poco empezó a preocuparse por otra persona que no era ella misma. Empezó a disfrutar de mi compañía. Las demás la aborrecían por ello. Despreciaban que tuviese motivos para preguntarse si tal vez la existencia no se reducía a un bucear infructuosamente de acá para allá absortas en sí mismas. Pero ahora temo que su mente haya podido volver a sus orígenes. ¿Dices que Lena guarda un grato recuerdo de nuestro matrimonio?
—Tras tu fallecimiento, creo que nunca volvió a encontrar su sitio —dijo Kendra—. Salió a recorrer el mundo, pero acabó de nuevo aquí. Me consta que odiaba envejecer.
—Puedo creerlo —sonrió Patton—. A Lena no le agradan muchos aspectos propios de la mortalidad. Llevamos casados cinco años, es decir, desde mi punto de vista, y nuestra relación no ha sido fácil. Tuvimos una discusión muy acalorada no mucho antes de que yo viniese aquí. Todavía tenemos que arreglar el asunto. En mi época, si Lena hubiese recibido alguna proposición para retornar al agua, creo que la habría aceptado de buen grado. Me animas al contarme que nuestro matrimonio acaba sobreviviendo. ¿Averiguamos si todavía me quiere? —Patton se asomó a observar bien el agua con aprensión.
—Necesitamos que se apodere del cuenco —dijo Kendra—. O al menos que lo intente.
Mientras conversaban en el cenador, Kendra le había explicado cómo había acabado convertida en miembro de la familia de las hadas, y que esperaba utilizar el cuenco para presentarse ante la reina de las hadas por segunda vez.
—Ojalá tuviera mi violín —se lamentó Patton—. Sé exactamente qué melodía tocaría. Cortejar a Lena la primera vez fue bastante complicado, pero por lo menos disponía de tiempo y de recursos. Espero que responda favorablemente. Preferiría luchar contra otro centauro que descubrir que su cariño por mí se ha apagado.
—Solo hay un modo de averiguarlo —dijo Seth.
Patton descendió las escaleras del pabellón hasta el embarcadero, mientras se estiraba las mangas y se alisaba el pelo. Seth fue a seguirlo, pero Kendra le retuvo.
—Deberíamos mirar desde aquí.
Patton se alejó por el pantalán.
—¡Busco a Lena Burgess! —llamó—. Mi mujer.
Un sinfín de voces superponiéndose las unas a las otras respondieron:
—No va a poder ser.
—Ha muerto.
—Ya la han llamado antes.
—Debe de ser un truco.
—Pues parece que es él.
Varias cabezas asomaron a la superficie cuando Patton llegó al extremo del pantalán.
—¡Ha vuelto!
—¡Oh, no!
—¡El demonio en persona!
—¡Que no la vea!
El agua de cerca del bordillo empezó a agitarse. Lena asomó la cabeza abriendo mucho los ojos y de pronto tiraron de ella hacia abajo. Al cabo de un instante volvió a aparecer.
—¿Patton?
—Estoy aquí, Lena —dijo él—. ¿Qué estás haciendo en el agua? —Mantenía un tono de voz coloquial, con un punto de curiosidad.
La cabeza de Lena volvió a desaparecer. El agua se agitó. Se oyeron las voces de nuevo.
—¡Le ha visto!
—¿Qué hacemos?
—¡Es muy escurridiza!
Lena chilló:
—¡Soltadme, o abandonaré el estanque en este preciso momento! —Un instante después su cabeza asomó de nuevo sobre el agua. Lena se quedó mirando a Patton con embeleso y le preguntó—: ¿Cómo puede ser que estés aquí?
—He avanzado en el tiempo —dijo él—. He venido de visita solo por tres días. Nos vendría bien un poco de ayuda…
Lena levantó una mano para hacerle callar.
—No digas nada más, humano —le pidió con severidad—. Después de mucho esfuerzo, he recuperado mi verdadera vida. No trates de confundirme. Necesito un poco de tiempo a solas para ordenar las ideas. —Le hizo un guiño y desapareció debajo del agua.
Kendra oyó a las náyades murmurar, sorprendidas y aprobando lo que acababan de escuchar. Patton no se movió.
—Ya la has oído —dijo una voz insidiosa—. ¿Por qué no te vuelves gateando a tu tumba?
Unas risillas nerviosas siguieron al comentario. Entonces, Kendra oyó otras voces, unas que exclamaban desesperadas:
—¡Detenedla!
—¡Sujetadla!
—¡Ladrona!
—¡Traidora!
Lena salió disparada del agua al final del embarcadero, saltando por el aire como un delfín. Patton la rodeó en un fuerte abrazo, empapándose la camisa y los pantalones al hacerlo.
Ella llevaba un reluciente trajecito ajustado de color verde. Su largo y brillante cabello formaba una melena densa y mojada que le caía por encima de los hombros como si fuese un chal. Con una de sus manos palmeadas asía el cuenco de plata del santuario de la reina de las hadas.
Lena apoyó su frente en la de Patton y entonces sus labios se unieron a los de él. Mientras se besaban, las membranas de los dedos de Lena se deshicieron.
Alrededor del embarcadero las náyades gemían o soltaban improperios.
Sosteniendo a Lena contra su pecho, cogida entre sus brazos, Patton regresó al cenador. Kendra y Seth bajaron las escaleras del pantalán. Patton dejó a Lena en el suelo, de pie.
—Hola, Kendra —dijo Lena con una dulce sonrisa.
Conocía a esa mujer (sus ojos, su cara, su voz) y aun así estaba cambiada. Era unos centímetros más alta que antes y tenía el cutis liso y sin imperfecciones, y el cuerpo con curvas y en forma.
—Qué guapa estás —dijo Kendra, tendiéndole los brazos para abrazarla.
Lena retrocedió unos pasos y agarró las manos de Kendra en vez de abrazarla.
—Te voy a retorcer el pescuezo. Qué alta te has puesto, querida mía. ¡Y Seth! ¡Estás hecho un gigante!
—Solo en comparación con las diminutas náyades —contestó Seth, y sonrió. Si se estiraba bien, le sacaba más de una cabeza.
—Solo tendrás a Patton durante tres días —recordó Kendra a su amiga, preocupada porque Lena pudiese lamentar su decisión al final.
Lena entregó a Kendra el cuenco en perfecto estado y miró con adoración a su marido, acariciándole la cara.
—Habría abandonado el estanque aunque solo hubiese sido por tres minutos.
Inclinando la cabeza, Patton frotó su nariz contra la de Lena.
—Creo que necesitan pasar un rato a solas —dijo Seth con gesto de repugnancia, tirando de Kendra.
Patton miró a Seth a los ojos.
—No os vayáis. Tenemos mucho de qué hablar.
—La tienda amarilla y morada está hecha a prueba de escuchas —dijo Seth.
—Perfecto. —Cogiendo a Lena de la mano, Patton la llevó por las escaleras y entró con ella en el pabellón.
—No mucho tiempo antes de tu muerte —dijo Lena—, me dijiste que un día volveríamos a estar juntos, jóvenes y sanos. En aquel momento pensé que te referías al Cielo.
Patton le dedicó una sonrisa irónica.
—Probablemente me refería a esto. Pero el Cielo también estará muy bien.
—No te puedes imaginar lo alucinante que es sentirse joven otra vez —dijo Lena entusiasmada—. Tú mismo estás hecho un mozalbete. ¿Cuántos años tienes, unos treinta y seis?
—No vas desencaminada.
Lena se detuvo entonces, se soltó de su mano y se cruzó de brazos.
—Espera un momento. En los primeros años de nuestro matrimonio, avanzaste en el tiempo para venir a visitarme y nunca me lo contaste.
—Es evidente que no.
—Tú y tus secretos. —Volvió a darle la mano. Siguieron andando juntos por el jardín hacia la tienda de rayas—. ¿Qué estabas haciendo antes de venir?
—Lo último que hice fue apretar un botón del Cronómetro —dijo Patton en tono de confidencia, e indicó con la cabeza en dirección a la esfera que llevaba Seth en las manos—. Estaba escondiéndola en la casona. Antes de guardarla bajo llave, pulsé un botón que me haría avanzar en el tiempo hasta el siguiente instante en que alguien apretase el botón.
—Y he sido yo —anunció Seth.
—No me has hablado del objeto mágico hasta que has tenido más de sesenta años —le riñó Lena—. Rara vez sabía en qué andabas metido.
—Acabábamos de pelearnos —dijo Patton—. Por las cortinas de nuestro dormitorio. ¿Te acuerdas? Todo empezó con las cortinas y acabó en una riña sobre que yo no cumplía mis promesas…
—¡Recuerdo esa discusión! —exclamó Lena con nostalgia—. De hecho, puede que fuese la última vez que me levantaste la voz. Fue una época difícil para los dos. Anímate. No mucho después le cogimos el tranquillo. Tuvimos un matrimonio precioso, Patton. Me hacías sentir como una reina, y corresponderte no me costaba ningún esfuerzo.
—Contente y no me cuentes tanto —dijo Patton, tapándose los oídos—. Prefiero ver cómo evoluciona con mis propios ojos.
Llegaron a la tienda de campaña y entraron en ella. Patton bajó la portezuela de tela para cubrir la abertura. Se sentaron en el suelo y se miraron unos a otros.
—No me puedo creer que hayas abandonado el estanque con tantas ganas —le dijo Kendra—. He deseado que salieras de él desde el mismo instante en que te zambulliste.
—Fuiste un encanto por venir a buscarme —respondió ella—. Recuerdo la primera vez que trataste de convencerme para que saliera del agua. No podía pensar con claridad. La cabeza ya no me funcionaba igual. Había perdido gran parte de quien fui cuando era mortal. No lo suficiente para encajar allí, pero sí lo bastante para quedarme. La vida en el estanque es muy fácil. Está virtualmente carente de todo sentido, pero desprovista de dolor y casi de pensamientos. Había muchas cosas que no echaba de menos de la mortalidad. En cierto modo, volver al agua fue como morir. Ya no tenía que sobrellevar el hecho de tener que vivir. Hasta que he visto a Patton, solo deseaba seguir muerta.
—¿Ahora te sientes más lúcida? —preguntó Patton.
—Como en los viejos tiempos —respondió Lena—. O supongo que debería decir como en los nuevos tiempos. Con mi mente actual, contigo o sin ti, Patton, jamás escogería el anonadamiento del estanque. Su hechizo solo se apodera de mí cuando estoy allí dentro. Pero contadme qué es eso de una plaga.
Kendra y Seth le contaron todos los pormenores relativos a la epidemia. El chico le contó lo de su encuentro con Graulas y lo de los cables que había visto conectados a Ephira en la casona. Lena se entristeció al oír que el abuelo, la abuela y los otros se habían transformado en sombras. Patton expresó su sorpresa al oír mencionar a Navarog.
—Si de verdad Navarog ha salido de su cautiverio, tendréis noticias de él. Según la tradición popular, es reconocido a lo largo y ancho como el más corrupto y peligroso de todos los dragones. Considerado un príncipe entre los demonios, no se detendrá ante nada con tal de liberar a los monstruos confinados en Zzyzx.
A continuación la conversación pasó a versar sobre los objetos mágicos escondidos.
Kendra y Seth les contaron todo lo que sabían sobre los cinco objetos mágicos, y relataron cómo habían encontrado el primer objeto sanador en la torre invertida. Kendra pasó a narrar someramente sus hazañas en Meseta Perdida y contó que los Caballeros del Alba no tenían información sobre una de las reservas secretas.
—Entonces, la Torre Invertida contenía las Arenas de la Santidad —dijo Patton—. Nunca lo comprobé. Quería dejar las trampas activadas y sin alterar.
—¿Por qué te llevaste el Cronómetro de Meseta Perdida? —preguntó Kendra.
Patton se atusó el bigote.
—Cuantas más vueltas daba al potencial de esos objetos mágicos para abrir las puertas de la gran prisión de los demonios, menos gracia me hacía ver cuánta gente conocía los lugares en los que estaban escondidos. Los Caballeros del Alba tienen buenas intenciones, pero las organizaciones de este estilo se las ingenian para mantener con vida esa clase de secretos y para contribuir a su difusión. Solo conocía a una persona en todo el mundo en quien podría confiar esa vital información: yo mismo. Así que asumí la tarea de descubrir todo lo que pudiera sobre los objetos mágicos, a fin de hacer más difícil su localización. El único objeto mágico que realmente me llevé de su escondite fue el de la Meseta Perdida.
—¿Cómo conseguiste pasar por delante del dragón? —preguntó Kendra.
Patton se encogió de hombros.
—Tengo mi ramillete de talentos, entre otros el de amansar dragones. No soy, ni de lejos, el mejor domador de dragones que os podáis encontrar, de hecho apenas soy pasable amaestrando, pero normalmente sí sé mantener una conversación sin perder el dominio de mis facultades. El objeto escondido en Meseta Perdida estaba protegido por un dragón llamado Ranticus, un mal bicho de mucho cuidado.
—Ranticus era el nombre del dragón que había en el museo —rememoró Kendra.
—Correcto. Una vasta red de cavernas discurre por debajo de Meseta Perdida. Después de mucha indagación, me enteré de que una banda de trasgos tenía acceso a la guarida donde vivía Ranticus. Le veneraban y usaban su entrada secreta para llevarle tributos, en su mayor parte comida. Matar a un dragón no es cosa fácil, una proeza más propia de un brujo que de un guerrero. Pero existe una planta muy poco frecuente, llamada «hija de la desesperación», de la que se puede extraer una toxina conocida como «ruina del dragón», el único veneno capaz de emponzoñarlos. Encontrar una de esas plantas y crear la fórmula del veneno constituyó una hazaña en sí misma. En cuanto tuve la toxina, me disfracé de trasgo y le llevé a Ranticus un buey muerto saturado de veneno.
—¿Y Ranticus no podía olerlo? —se preguntó Seth.
—La ruina del dragón es imperceptible. Si no, no daría resultado con ningún dragón. Y yo iba bien disfrazado, incluso me había puesto un pellejo de trasgo encima de mi propia piel.
—¿Le envenenaste? —exclamó Seth—. ¿Funcionó? ¡Entonces, de verdad eres un matadragones!
—Supongo que ahora sí puedo admitirlo. En vida no quise que corriera la voz.
—Pero si tú mismo diste comienzo a unos cuantos rumores así… —le reprendió Lena.
Patton ladeó la cabeza y se separó el cuello de la camisa de su propio cuello con un dedo.
—Vanagloria aparte, después de deshacerme de Ranticus derroté a los guardianes que protegían el objeto secreto, una tropa de caballeros fantasmagóricos, en una batalla que preferiría olvidar. Luego, a fin de evitar que nadie sospechara que yo había sacado de allí el Cronómetro, debía volver a poner un guardián que vigilase la caverna. Cuando, por otros negocios, tuve que visitar Wyrmroost, una de las reservas de dragones del planeta, birlé un huevo y lo incubé en Meseta Perdida. Llamé Chalize a la dragona y no le quité ojo de encima a lo largo de su infancia. Al poco tiempo, los trasgos se encariñaron con ella y mi asistencia dejó de ser necesaria. Unos años después, doné los huesos de Ranticus al museo.
—¿Has matado más dragones? —preguntó Seth, entusiasmado.
—Matar un dragón no siempre es algo bueno —respondió Patton con toda sinceridad—. Los dragones se parecen a los humanos más que casi ninguna otra criatura mágica. Tienen una inmensa capacidad para mantenerse dueños de sí mismos. Los hay buenos, los hay malvados y hay muchos que están en un término medio. No existen dos dragones idénticos, y solo unos pocos se parecen mucho entre sí.
—Y a ningún dragón le gusta que un individuo de fuera de su comunidad mate a un miembro de su especie —dijo Lena—. Para casi todos ellos constituye un crimen imperdonable. Por eso insistía yo tanto en que Patton no confirmase nunca que había matado dragones.
Seth señaló a Lena con un dedo.
—Has dicho «dragones». Como si hubiesen sido varios.
—Ahora sería mal momento para relatar aventuras del pasado que nada tienen que ver con lo que nos ha de ocupar —dijo Patton—. Puedo daros información sobre algunos de los cabos sueltos a los que os enfrentáis. Sé muchas cosas sobre Ephira. Muchas más de lo que quisiera. —Bajó la vista y tensó los músculos de la mandíbula—. La suya es una trágica historia que nunca he contado a nadie. Pero creo que ha llegado la hora de hacerlo.
—Siempre me decías que algún día me la contarías —dijo Lena—. ¿Te referías a esto?
—Creo que sí —respondió Patton, y entrelazó las manos—. Hace mucho tiempo mi tío Marshal Burgess dirigía Fablehaven. Nunca fue nombrado encargado oficialmente. En teoría lo era mi abuelo, pero delegaba toda la responsabilidad en Marshal, que gestionaba la reserva de un modo admirable. Pese a no ser el mejor a la hora de pelear, Marshal fue un hábil negociador y un mentor maravilloso. Las mujeres fueron su gran debilidad. Tenía un don innegable para atraerlas, pero nunca pudo decidirse por ninguna. Marshal capeó varios escándalos y tres matrimonios fallidos, antes de enamorarse perdidamente de cierta hamadríade.
»De todas las ninfas de los árboles que moraban en Fablehaven, ella era la más brillante, la más efervescente, la más coqueta, siempre riendo, siempre organizando el juego o encabezando una canción. En cuanto se prendó de ella, Marshal empezó a obsesionarse.
»Cuando se empeñaba en conquistar a una mujer, jamás supe de una que pudiese resistirse a sus encantos, y esta vivaz hamadríade no fue ninguna excepción. Su cortejo fue breve y apasionado. Entre ardientes promesas de fidelidad eterna, ella renunció a los árboles y se casó con él.
»No creo que Marshal planease traicionarla. Estoy convencido de que creía que finalmente sentaría la cabeza, que ganarse a una hamadríade le permitiría por fin apaciguar su díscolo corazón. Pero sus pautas de comportamiento estaban profundamente arraigadas y, al poco tiempo, el enamoramiento empezó a marchitarse.
»La hamadríade era realmente una mujer extraordinaria, digna de un compañero afectuoso. Rápidamente se convirtió en mi tía favorita. De hecho, gracias a sus consejos resulté tocado por las hadas. Por desgracia, nuestra relación terminaría pronto.
»A los pocos meses el matrimonio se deshizo. La hamadríade estaba destrozada. Había renunciado a la inmortalidad por motivos equivocados. La traición la dejó totalmente rota. Le nubló el sentido. Abandonó a Marshal y desapareció. Yo la busqué por todas partes, pero no logré encontrarla. Pasaron años hasta que pude finalmente componer las piezas de lo que le había pasado a Ephira.
—¡La dama de sombra es tu tía! —exclamó Seth.
—Estoy empezando a entender por qué no querías contarme esta historia —comentó Lena con tristeza.
—Ephira acabó obsesionándose con recuperar su estatus de hamadríade —continuó Patton—. Le daba igual que una proeza semejante fuese imposible. Ella lo veía como la única compensación posible por su injusto trato. Como parte de su desesperado empeño, desató uno de los nudos de Muriel Taggert. Después, visitó a la bruja de la ciénaga, quien la llevó hasta Kurisock. Y fue finalmente el demonio quien llegó a un trato con Ephira, algo que la permitiría retornar a una vida no mortal.
»Para entender lo que viene a continuación, debéis pensar que la vida de una hamadríade está inextricablemente vinculada a un árbol en concreto. Cuando ese árbol se muere, ella muere con él, a no ser que la vinculación se transmita a través de una semilla del árbol original a uno nuevo. Dado que sus árboles pueden renacer en forma de nuevo árbol de esa semilla, las hamadríades son virtualmente inmortales. Pero, por otro lado, el árbol constituye también su punto débil, un secreto que debe guardarse con celo.
»Cuando Ephira se hizo mortal, perdió la conexión con su árbol. Pero todo acto de magia que pueda hacerse puede también deshacerse. Ephira sabía aún dónde se encontraba su árbol.
Siguiendo las órdenes de Kurisock, lo taló con sus propias manos, lo quemó y le llevó al demonio la última semilla.
»Puede que el vínculo entre Ephira y su árbol se hubiese roto, pero, como sucede con todos los actos de magia que se interrumpen, era posible repararlo. Recurriendo a sus inusuales dones, Kurisock se vinculó a sí mismo con la semilla, y a través de esta con Ephira, para así restablecer su conexión.
—Pero ella no se transformó en hamadríade —entendió Kendra, sintiendo un escalofrío en la espalda—. Se transformó en algo totalmente diferente.
—En un ser nuevo —confirmó Patton—. Se convirtió en un ser oscuro y espectral, bajo el influjo del poder demoníaco, como si fuese un negativo de su ser anterior. Su fusión con Kurisock amplificó sus sentimientos vengativos. Como aún tenía derecho a entrar en la casona, regresó allí y acabó con Marshal y con otras personas que vivían en la casa. Yo me las ingenié para arrancar del registro las páginas fundamentales del tratado y huí.
—¿Cómo compusiste todo este rompecabezas? —preguntó Kendra.
—Me empeñé en saber la verdad. Muchos de estos detalles los inferí yo solo, pero estoy seguro de que son correctos. Hablé con Muriel y con la bruja de la ciénaga. Encontré el árbol que Ephira taló y quemó. Y finalmente visité el foso de alquitrán y contemplé el arbolillo oscuro.
Ojalá me hubiese arriesgado a cortarlo en aquel momento. Ahora, supuestamente, el clavo que tenía la aparición se ha unido a ese árbol maldito, lo que ha potenciado la influencia de Kurisock y el poder de Ephira, haciendo que la oscuridad que ulceraba su alma se vuelva contagiosa. Del mismo modo que Kurisock la transformó al hacer del árbol su morada, ahora puede actuar a través de ella y transformar a otros seres.
—¿Alguna vez fuiste a visitar a Ephira? —preguntó Kendra.
—Rara vez me acercaba a la casona —dijo Patton—. Le dejé notas, y un retrato mío con Lena cuando nos casamos. Ella nunca respondió. La única vez que entré en la casona fue para esconder el Cronómetro en la caja fuerte.
—¿Cómo metiste la caja fuerte allí dentro? —preguntó Seth.
—Fue en la noche del equinoccio de primavera —dijo Patton—. Me había dado cuenta, otra noche festiva, que Ephira rondaba por la reserva precisamente en esas noches de bullicio.
Era peligroso, pero me merecía la pena correr el riesgo para esconder el objeto mágico en un lugar seguro.
—Patton —dijo Lena tiernamente—. ¡Qué carga tan pesada ha debido de ser esta historia para ti! ¡Qué fuente de preocupaciones a lo largo de nuestro noviazgo y matrimonio!
¿Cómo pudiste enamorarte de mí alguna vez?
—Ahora puedes entender por qué no sabía si contártela —dijo Patton—. Cuando me permití acercarme a ti, me juré que nuestra relación sería diferente, que tú tendrías todo lo que a Ephira le había faltado. Pero no podía dejar de pensar en su historia. Y todavía no puedo dejar de pensar en ella. Los que conocían la historia de Ephira y Marshal cuestionaron mi decisión cuando te saqué del agua. Eché a los que no pudieron mantener el pico cerrado. A pesar de mi determinación de hacer florecer nuestra relación, ha habido momentos en que la duda me ha atormentado. No podía imaginar el efecto que podría tener esta historia en ti, habiendo tanto en juego.
—Me alegro de no haber escuchado el relato en los primeros años de nuestro matrimonio —admitió Lena—. Habría complicado aún más una etapa ya difícil de por sí. Pero sé una cosa: Ephira entendía los riesgos cuando tomó su decisión. Todos los entendemos. Pero, con traición o sin ella, no tenía por qué destrozar su existencia. Y aunque tal vez no quieras que te desvele los secretos de los años que hemos compartido, has de saber esto: tomé la decisión correcta. Te lo he demostrado, ¿no es así?, al preferirte a ti de nuevo.
Patton hizo esfuerzos por contener la emoción. Las venas se le hincharon en el dorso de los puños. Lo único que logró hacer fue asentir en silencio.
—Qué situación tan injusta para ti, Patton: tener que hablar conmigo cuando yo ya he vivido toda nuestra relación mortal. Todavía no eres del todo el hombre que llegarás a ser. En tu vida, nuestra relación no ha alcanzado aún su máximo esplendor. No pretendo abrumarte con insinuaciones sobre lo que será nuestro matrimonio, ni hacer que te sientas obligado a llevarlo a esas cotas. No te preocupes, simplemente deja que suceda. Echando la vista atrás, he amado cada instante de nuestra vida juntos, el hombre que fuiste al principio y el hombre que llegaste a ser.
—Gracias —dijo Patton—. Esta situación está fuera de lo normal. Debo decir que es un alivio llegar hasta aquí y encontrarme a mi mejor amiga esperándome.
—Deberíamos ahorrarnos estas palabras para dentro de un rato —dijo Lena, lanzando una mirada a Kendra y Seth.
—De acuerdo —coincidió Patton—. Ahora los tres conocéis los secretos que he guardado toda mi vida acerca de Kurisock y de Ephira.
—Y ahora la gran pregunta —dijo Seth—: ¿Cómo los detenemos?
Se hizo un silencio en la tienda.
—Todo esto es muy angustioso —respondió Patton—. Voy a ser franco con vosotros: no tengo ni idea.