18

La vieja casona

A solas, Kendra se apoyó en la lisa barandilla del cenador a contemplar cómo iban colocándose en posición docenas de criaturas por todo el jardín. Dríades y hamadríades se apiñaron alrededor de los huecos por donde podría atravesarse el seto. Doren dirigía a una manada de sátiros por el sendero en dirección al hueco principal. Grupos de hadas patrullaban el aire en rutilantes formaciones. Pezuña Ancha y Ala de Nube se colocaron en posición en el centro del campo, cerca de Hugo y de la carreta.

No participaban todas las criaturas. La mayor parte de las hadas revoloteaban en torno al enrejado de la pasarela de madera y jugaban entre las flores. Los enanitos se habían refugiado todos sin excepción en sus tiendas de campaña, después de quejarse al abuelo de que correr no era su fuerte. Las criaturas más semejantes a animales se habían metido en sus escondrijos. Muchos sátiros y ninfas observaban las maniobras desde otros pabellones.

Aun en la sombra, el calor de media mañana resultaba incómodo. Kendra se abanicó con una mano sin mucho ánimo. No podía ver a Seth, ni a la abuela, ni a Warren ni a Dale, que habían desmontado una de las tiendas y se habían escondido debajo de ella en la carreta. El abuelo se había puesto en la parte delantera para supervisar los preparativos finales, con los brazos en jarras.

Kendra había mantenido su palabra y se había contenido de decirle nada a nadie sobre el pacto entre Seth y Pezuña Ancha.

Los abuelos se habían llevado una alegría inmensa al enterarse de que los centauros colaborarían en la maniobra de distracción. Kendra había hecho todo lo posible por aparentar la misma alegría.

El abuelo levantó un pañuelo con el brazo, lo agitó unos segundos y a continuación lo soltó. Mientras el sedoso cuadrado de tela descendía delicadamente hasta el suelo, Ala de Nube reculó; sus músculos de equino se tensaron y destensaron bajo su argéntea capa de pelo.

En una mano sostenía un arco de grandes dimensiones y cruzada en sus anchas espaldas llevaba una aljaba de flechas del tamaño de jabalinas. Pezuña Ancha desenvainó su fabulosa espada con una floritura, arrancándole un destello a la luz del sol con su bruñida hoja.

Los dos centauros cruzaron al galope la hierba en dirección al hueco del seto, levantando matas de hierba con sus cascos difuminados por la polvareda, galopando con una velocidad tan fluida que Kendra se quedó atónita al contemplarlos. Hombro con hombro, se metieron a la carga por el hueco del seto, abriéndose paso con su estampida sobre los sátiros oscuros, que intentaron impedirles el paso.

Con un grito triunfal, veinte sátiros iniciaron la marcha junto al seto, a ambos lados del hueco, y siguieron a los centauros por él para a continuación desperdigarse en todas direcciones. Unas cuantas hamadríades salieron corriendo junto a ellos. Si bien los sátiros eran raudos y ágiles, las ninfas los superaban con diferencia, pues más parecían volar que correr y dejaban atrás a cualquier perseguidor con gran facilidad.

Kendra sonrió para sí. ¡No había sátiro presa de enamoramiento súbito capaz de dar alcance a una hamadríade que no desease ser apresada!

Por todo el jardín, dríades y sátiros salían a hurtadillas por las aberturas camufladas del seto, muchas veces a cuatro patas. Las hadas pasaron volando por encima de la muralla vegetal y viraban bruscamente hacia el cielo en cuanto sus umbrías hermanas les salían al paso. Los sátiros que observaban la maniobra desde la pasarela de madera silbaban, daban pisotones y las animaban a gritos. Muchas náyades asomaron a la superficie, con la cabeza chorreando agua y los ojos abiertos como platos mientras observaban el tumulto.

En medio de todo aquel jaleo, Hugo se abalanzó hacia delante tirando de la carreta. El abuelo se había escondido bajo la tienda con los demás. Kendra contuvo la respiración mientras veía cómo el gigantesco golem se metía por el hueco del seto sin que nadie le molestase, y siguió con la mirada la carreta, que se alejaba dando tumbos, hasta que la perdió de vista.

Cuando la carreta hubo atravesado el hueco principal, lo cruzaron unas cuantas altas dríades que se dispersaron después en diferentes direcciones, con sus vestidos vaporosos y sus largos cabellos ondeando tras ellas. Sátiros y hamadríades habían empezado a volver entre el seto y a través del hueco. Unos reían, otros parecían confundidos.

Kendra miró hacia atrás, a las náyades, cuyos cabellos como manojos de hierbas relucían cubiertos de cieno; sus caras mojadas tenían un aspecto sorprendentemente frágil y juvenil, sobre todo si se tenía en cuenta que su pasatiempo favorito consistía en ahogar humanos. Kendra cruzó su mirada con una de ellas y la saludó con la mano. En respuesta, todas sin excepción se sumergieron súbitamente en el agua.

A lo largo de los siguientes veinte minutos volvieron más hadas, sátiros y dríades.

Conforme regresaban al jardín, eran recibidos con abrazos de bienvenida de sus amigos.

Luego, la mayoría se daba la vuelta para esperar con ansiedad el regreso del resto de sus seres queridos.

Transcurrieron los minutos y las llegadas fueron escaseando. Con los flancos cubiertos de sudor, los centauros entraron al galope por el hueco, haciendo grandes esfuerzos y forzando a un enjambre de hadas oscuras a abandonar su persecución. En la aljaba de Ala de Nube solo quedaban dos flechas.

Menos de un minuto después, haciendo quiebros y luchando contra varios sátiros oscuros, Doren reapareció por el hueco encabezando una comitiva de desesperados sátiros.

Apartando a sus adversarios a base de empujones, media docena más de sátiros cruzó como pudo el hueco y fueron recibidos con abrazos de sus amigos.

Kendra divisó a una figura familiar en el umbral del seto Veri, con su pelambre blanca como la nieve embadurnada de arena, con el pecho y los hombros llenos de mordeduras y arañazos, hacía denodados esfuerzos para dar un paso al frente. Había logrado salir al jardín, pero de pronto sus ojos se abrieron mucho con una expresión de pánico al notar que una barrera invisible le impedía entrar.

Kendra vio cómo su rostro aniñado empezaba a deformarse y a adquirir un aspecto más propio de una cabra, y vio cómo empezaba a oscurecérsele la capa de pelo blanco. Unos sátiros negros que no cesaban de balar le empujaron por la espalda y se amontonaron encima de él.

Unos segundos después, cuando Veri se puso de pie, tenía cabeza de cabra y el pelo negro como el azabache.

Los sátiros y las hamadríades se apartaron del hueco. Kendra bajó por la escalera del cenador y corrió hacia Doren.

—¿Han salido sin problemas? —preguntó el sátiro, sin resuello.

Sí —dijo Kendra—. Qué horror lo que le ha pasado Veri.

—Un espanto —estuvo de acuerdo Doren—. Por lo menos la mayoría hemos podido volver. Lo peor se produjo cuando una bandada de hadas oscuras arrinconó a una de nuestras dríades más poderosas. La transformaron en un abrir y cerrar de ojos, y entonces ella fue a pillar a un puñado de los nuestros. Veo que los centauros han podido regresar. —Movió la cabeza señalando hacia donde se encontraban Pezuña Ancha y Ala de Nube, rodeados de animados sátiros y soportando estoicamente la adulación.

—Han sido muy rápidos —dijo Kendra.

Doren asintió en silencio, mientras trataba de limpiarse un poco el barro que le había manchado la clavícula.

—Saben correr y pelear. Ala de Nube inmovilizó a dos sátiros oscuros, clavándolos con una sola flecha en un árbol. Pezuña Ancha lanzó a la dríade oscura a una zanja. Hacia el final, apareció un centauro oscuro y los obligó a batirse en retirada. Pezuña Ancha y Ala de Nube se alejaron de sus admiradores al trote. Kendra contempló con desesperación la musculada espalda de Pezuña Ancha. Si Seth sobrevivía a la huida de la casona, aquel centauro estaría esperándole. Se preguntó si no le valdría más a su hermano dejarse transformar en sombra.

• • •

Debajo de la tienda, junto a cuatro personas más, Seth respiraba un aire caliente y cargado. Cerró los ojos e intentó concentrarse en otra cosa que no fuese su sensación de incomodidad, y se imaginó lo refrescante que sería sacar la cabeza y notar la caricia del viento mientras Hugo corría a grandes zancadas por el camino.

Hacía bochorno, pero el calor y la humedad reinantes no eran nada comparadas con la atmósfera asfixiante de debajo de la tienda.

Para Seth, aquella mañana había tenido tintes surrealistas: había visto cabras y ciervos corriendo por el jardín y marmotas congregándose en su campamento particular junto al estanque. El abuelo había dedicado gran parte del tiempo a revisar los planes junto a un par de caballos y a dar órdenes a un grupo de rocas extrañamente móviles.

Kendra le había señalado cuál de las cabras era Doren, y había ejercido de intérprete cuando se habían deseado buena suerte mutuamente. Seth solo había oído balidos de ovino.

El panorama de los alrededores del estanque había sido tan absurdo que por un momento Seth se preguntó si lo que en realidad hacía la leche era volver loco a todo el mundo.

Pero cuando el montón de rocas le levantó del suelo y le llevó delicadamente hasta la carreta, entendió que estaban pasando muchas más cosas de las que podían distinguir sus ojos.

La carreta dio un fuerte bote y Seth se golpeó la cabeza contra el lateral. Reptó hacia el centro de la abarrotada carreta y apoyó la cabeza en sus brazos cruzados, tratando de tranquilizarse y respirando aquel aire tibio y asfixiante.

Durante el primer tramo del trayecto en carreta había estado nervioso, consciente de que en cualquier momento podrían echárseles encima las criaturas oscuras. Pero a medida que fueron avanzando, cada vez parecía menos probable que sufriesen alguna desagradable visita.

Por lo visto, el plan estaba funcionando. Lo único que tenían que hacer era llegar a la casona sin asfixiarse.

El incómodo tedio del camino en carreta se convirtió en la máxima preocupación de Seth. Iba tendido prácticamente inmóvil, con el cuerpo entero rezumando sudor; se imaginó que acercaba la cara al conducto de ventilación de un aparato de aire acondicionado que lo envolvía con su frescor. Se imaginó a sí mismo bebiéndose a tragos un vaso de tubo lleno de agua helada, cuyo vidrio estaba tan frío que le dolían las manos, tan gélida el agua que le daba pinchazos en los dientes.

Estaba tumbado al lado de Warren y quiso entablar conversación con él, o al menos intercambiar algunas quejas susurradas, pero le habían advertido estrictamente que no dijese ni una palabra. Acató las órdenes con firmeza, permaneciendo quieto y callado, incluso reprimiendo la tos cuando le entraron ganas de toser. Entre tanto, la carreta rodaba interminablemente por el camino.

El chico se metió una mano en el bolsillo y palpó la porción de manteca de morsa que llevaba envuelta en plástico transparente. Cada uno llevaba un trozo, por si llegaba un momento en que se hacía preferible ver criaturas mágicas que seguir ciegos aposta. Deseó poder tomársela simplemente para distraer la mente de aquel ambiente tan miserable. ¿Por qué no habría traído alguna chocolatina? ¿O agua? Le daba pena pensar en su precioso kit de emergencias, olvidado debajo de su cama. ¿Cómo se le había olvidado traerlo cuando había bajado la escalera llena de trampas? ¡Tenía grageas de gelatina!

El viaje se hizo más accidentado, como si Hugo estuviese pasando sobre una tabla de lavar gigantesca. Seth apretó la mandíbula para evitar que le castañeteasen los dientes. La traqueteante vibración le impedía pensar con facilidad.

Por fin la carreta se detuvo de golpe. Seth oyó un sonido susurrante y el abuelo se asomó a mirar.

—Hemos llegado al borde del jardín —anunció con voz queda—. Tal como temía, Hugo no puede seguir adelante. Salgamos. No hay ninguna amenaza a la vista.

Feliz y contento, Seth gateó por la carreta para salir de debajo de la tienda y se sintió un poco aliviado al comprobar que los demás tenían la cara tan colorada y estaban tan empapados en sudor como él. Notaba la ropa pegajosa y mojada, y aunque el aire no era tan fresco como había esperado, aun así era muy preferible al ambiente cargado de la carreta.

Detrás de esta se extendía una maltrecha calzada de losas, flanqueada por los restos de antiguas cabañas y cobertizos. Muchas de las losas estaban descolocadas y entre los huecos crecían altas hierbas. El irregular camino de piedra explicaba la sensación de haber estado yendo por una tabla de lavar durante la última parte del trayecto. Seth había caminado por aquella calzada una vez, ¡debía haberlo adivinado!

Ante ellos la carretera trazaba una curva cerrada sobre sí misma y daba paso a un camino de acceso a vehículos por el que se llegaba a la fachada de una majestuosa casona.

Comparada con la vetusta carretera y con los decrépitos cobertizos que la bordeaban, la casona se encontraba en excelente estado de conservación.

El edificio tenía una altura de tres plantas, con cuatro señoriales columnas en el pórtico de entrada. Las plantas trepadoras habían invadido los grises muros, y unos recios postigos verdes protegían las ventanas.

Seth contempló boquiabierto la casona, asimilando la fantasmagórica diferencia de la mansión respecto de su visita anterior. Ahora, cientos de cabos negros y finos convergían en la casona desde todos los puntos cardinales y penetraban por los muros, algunos de ellos bastante gruesos, pero la mayoría finos y difíciles de ver. Las oscuras cuerdas salían serpenteando desde el inmueble en todas direcciones. Muchas desaparecían bajo el suelo; otras se metían en zigzag entre la vegetación circundante.

—¿Qué son todos esos cables? —preguntó Seth.

—¿Qué cables? —contestó el abuelo.

—O sogas o cuerdas o lo que sean —aclaró el chico—. Están por todas partes.

Los demás le miraron con cara de preocupación.

—¿Vosotros no los veis? —Seth ya sabía la respuesta.

—No hay ningún cable —confirmó Warren.

—He visto este tipo de cuerda antes —dijo el chico—. Van como conectadas a las criaturas oscuras. Es como si todas las cuerdas se juntasen en la casona.

El abuelo arrugó los labios y soltó un fuerte suspiro.

—Hemos descubierto pistas que indican que el culpable ha sido una criatura que de alguna manera se fusionó con Kurisock. Y nos han dado información de que la aparición que ronda esta propiedad tiene algo que ver con ese demonio.

—¿Qué podría ser esa criatura? —preguntó Warren.

—Cualquier cosa —respondió el abuelo—. Cuando se fusionó con Kurisock, se transformó en un ente diferente.

—Pero si se fusionó con ese demonio, ¿cómo es posible que esté aquí? —preguntó Dale—. Kurisock no puede salir de sus dominios.

El abuelo se encogió de hombros.

—¿Sabéis lo que se me ocurre? Que tienen una especie de conexión en la distancia. Algo así como unas cuerdas oscuras que al parecer unen al monstruo de la casona con las criaturas oscurecidas que hay por toda la reserva.

—¿Seguimos igualmente con el plan de recuperar el objeto mágico? —preguntó Warren.

—No veo otra alternativa —respondió el abuelo—. Puede que Fablehaven no sobreviva otra semana. Esta podría ser nuestra única oportunidad. Además, no podemos pensar en derrotar a lo que sea que habita en este lugar hasta que hayamos confirmado qué es.

—Estoy de acuerdo —dijo la abuela.

Dale y Warren asintieron en silencio.

El abuelo miró su reloj de pulsera.

—Será mejor que nos pongamos en marcha, o se nos pasará la oportunidad.

Dejando atrás a Hugo, el abuelo los llevó hasta la escalinata de la entrada a la mansión.

Seth iba en estado de alerta máxima, atento a la aparición de cualquier animal sospechoso.

Pero no vio ni rastro de vida. Ni aves, ni ardillas, ni insectos.

—Silencio —murmuró Dale con recelo.

El abuelo levantó la mano y movió un dedo en círculos dando a entender que diesen una vuelta alrededor de la casona. Tan cerca del edificio, Seth no pudo evitar tocar alguna de la cuerdas oscuras y sintió un gran alivio al descubrir que eran tan intangibles como una sombra.

Mientras avanzaban, se iba preparando para un ataque en cualquier momento, sobre todo cada vez que doblaban una esquina del edificio. Sin embargo, terminaron de dar una vuelta entera a la casona sin toparse con ningún obstáculo. Localizaron varias ventanas lo suficientemente grandes como para caber por ellas, y una puerta trasera.

—¿La última vez la puerta principal no estaba cerrada con llave? —le susurró el abuelo a Seth.

—No.

—Ruth y yo entraremos por ella —dijo—. Warren entrará por la puerta de atrás. Dale, elige una de las ventanas laterales, Seth, tú espera fuera. Si no lo conseguimos, salvo que haya una razón monumentalmente grande para hacer lo contrario, vuelve de inmediato con Hugo y ve a informar a tu hermana y al resto de las criaturas. Si nos convertimos en sombra nosotros también, trataremos de ponernos en contacto con vosotros. Recordadlo todos: vamos a la tercera planta, a la habitación que queda más al norte. —Hizo un gesto para indicarles cuál era la parte norte de la casona—. Probablemente estará al final de un pasillo. La combinación es 33-22-31. —Miró la hora en su reloj de pulsera—. Disponemos de unos siete minutos, aproximadamente.

—¿Cuál es la señal para entrar? —preguntó Warren.

—Silbaré —dijo el abuelo, y se llevó dos dedos a los labios.

—Acabemos con esto —soltó Dale.

Warren y Dale se dirigieron a los laterales de la casona corriendo a paso ligero, mientras los abuelos subían la escalinata.

El abuelo intentó abrir la puerta principal, comprobó que no estaba cerrada con llave y regresó, mirando su reloj de pulsera, Seth había apretado tanto los puños que cuando abrió las manos se dio cuenta de que las uñas le habían dejado unas diminutas medias lunas en las palmas de las manos.

Sin quitar los ojos del reloj, el abuelo se acercó lentamente los dedos a los labios.

Un penetrante silbido estremeció el silencio. Asiendo la ballesta con fuerza en una mano y un puñado de polvos refulgentes en la otra, la abuela siguió a su marido por la puerta principal.

Él cerró la puerta.

Del interior de la casa a Seth le llegó un crujido de madera y el estrépito del cristal al hacerse añicos. Supuso que Dale estaba entrando por una de las ventanas. Volvió a reinar el silencio.

El chico flexionó los dedos de las manos y se dio unos toquecitos en los dedos de los pies. Podía notar los latidos de su corazón. Mirar la casa sumida en el silencio era como una tortura. Necesitaba ver lo que estaba pasando dentro. ¿Cómo podría deducir si había una razón monumentalmente grande para entrar y echarles una mano, si no sabía lo que estaba pasando?

Seth subió la escalinata del pórtico, empujó la puerta para abrirla un poquito y se asomó a mirar por el resquicio. La casa estaba prácticamente tal como él la recordaba: bien amueblada pero cubierta de una densa capa de polvo y adornada con festones de telarañas. Los abuelos estaban petrificados al pie de una escalera en curva. En lo alto de la escalera se elevaba del suelo al techo el vórtice de un remolino de polvo. Todos los cables y alambres de diverso grosor convergían en el torbellino, formando un cúmulo de sombra que tenía vagamente forma humana.

Seth dio un paso para cruzar el umbral. El aire parecía haberse enfriado muchísimo. Su respiración producía volutas blancas de vaho delante de su cara. La mano con que la abuela sostenía la ballesta temblaba como si estuviese haciendo denodados esfuerzos para levantarla bajo una presión tremenda.

La columna de polvo giratoria se deslizó por los escalones. Los petrificados abuelos de Seth no hicieron el menor movimiento para apartarse de su camino. Aunque él no notaba el mismo terror paralizante que tenía atenazados a sus abuelos, el frío era real y la imagen resultaba espeluznante. Si no pasaba a la acción, sus abuelos estarían condenados; el negro epicentro de la plaga de sombras se cernía sobre ellos.

Sacó la manteca de morsa de su bolsillo, rasgó la película de plástico que la envolvía, untó un dedo en la pasta y se lo metió en la boca. Al tragarla, la escena se volvió mucho más nítida. La columna de polvo desapareció, reemplazada por una espectral mujer envuelta en vaporosos ropajes negros; sus pies descalzos levitaban a varios centímetros de las escaleras.

¡Seth la reconoció! ¡Era la misma aparición que se había presentado en el exterior de la ventana del desván la noche del solsticio de verano del año anterior! ¡Ella había luchado en el bando de Muriel y Bahumat durante la batalla de la Capilla Olvidada!

Todas las hebras oscuras convergían en aquella mujer. Tanto su ropa como su piel estaban impregnadas de sombra. Sus ojos eran dos cavidades negras vacías. Unas cintas ondulantes de tela salieron de la aparición en dirección a los abuelos de Seth, desplazándose como si las moviese una suave brisa.

—¡Abuelo! ¡Abuela! —chilló Seth. Ellos no se movieron—. ¡Stan! ¡Ruth! ¡Corred! —Seth gritó tan fuerte que la voz le hizo un gallito.

Ninguno de los dos pestañeó. La aparición hizo una pausa. Sus pozos sin alma miraron a Seth una milésima de segundo. El chico corrió hacia sus abuelos, avanzando más deprisa que las lenguas de tela, pero con más distancia por recorrer. Las hilachas de tela negra llegaron antes que él y abrazaron al abuelo y a la abuela Sorenson como si fuesen tentáculos. Seth frenó en seco y contempló, conmocionado, que la sombra se apoderaba de ellos.

Dio media vuelta y salió disparado por la puerta principal. Sus abuelos eran sombras.

Tenía que darse prisa. A lo mejor todavía podía rescatar a Dale o a Warren.

Mientras rodeaba la casona a todo correr, Seth trató de convencerse a sí mismo de que encontraría la manera de devolver a sus abuelos a su estado normal. Y a Tanu. Y a Coulter. Se preguntó cuánto tiempo quedaba para que se produjese la aparición prevista de la caja fuerte.

Aunque todos los demás fracasasen, él tenía que llegar como fuera a aquella habitación de la planta superior y hacerse con el objeto mágico.

Saltaba a la vista cuál era la ventana por la que había entrado Dale, gracias a los postigos desvencijados y al vidrio roto. Dando un salto, Seth se agarró al alféizar y se aupó.

Dale estaba en un saloncito polvoriento, inmóvil, de espaldas a la ventana.

—Dale, da la vuelta —dijo Seth entre dientes—. Tienes que salir de aquí.

Dale no dio muestras de haber oído el aviso. No se inmutó.

Delante de él, a través de una puerta abierta, Seth vio que la aparición se deslizaba hacia ellos.

El chico saltó desde la ventana y corrió a la parte trasera de la casa. A lo mejor mientras la dama de sombra se apoderaba de Dale, él podía subir las escaleras a toda velocidad.

Abrió la puerta de atrás y se encontró a Warren despatarrado en el suelo, en la otra punta de la cocina, en una posición que hacía pensar que había estado intentando andar a cuatro patas.

¿Cuánto tiempo tardaría en arrastrarlo fuera? ¿El tiempo que le llevase le haría desaprovechar su única oportunidad de subir las escaleras? Tal vez. ¡Pero no podía dejarle ahí simplemente! Se agachó y metió los brazos por debajo de Warren y empezó a tirar de él hacia atrás por el suelo de baldosas en dirección a la puerta.

—Seth —dijo Warren casi sin voz.

—¿Estás consciente? —preguntó él, sorprendido.

Warren dobló las piernas y Seth le ayudó a ponerse de pie.

—Hace tanto frío… como en la arboleda —farfulló.

—Tenemos que darnos prisa —exclamó Seth. Cruzó la cocina a todo correr, pero Warren no fue tras él. Una vez más, pareció quedarse paralizado.

Seth volvió y le agarró de las manos. La vida volvió a asomar a sus ojos.

—Es tu tacto —murmuró Warren.

—Corre —dijo Seth, llevando a su amigo de la mano por toda la casa en dirección al vestíbulo.

Dando tumbos y corriendo con zancadas mecánicas, Warren logró avanzar a un paso aceptable. Llegaron al pie de las escaleras y empezaron a subir. Respirando con dificultad, Warren avanzó a trompicones, tirando de sí escalón a escalón con ayuda del brazo que tenía libre y apoyándose en las rodillas Seth hizo todo lo posible por ayudarlo.

Al mirar hacia abajo, vio que la aparición de sombra volvía al vestíbulo. Con sus ropajes ondeando e hinchándose con una lentitud onírica, la mujer se deslizó en dirección a ellos, levitando hacia arriba y hacia delante.

Alcanzaron el pasillo de la segunda planta, pasando por delante de una fotografía de Patton y Lena que había colgada en la pared. Seth sostuvo a Warren con las dos manos y ese contacto extra pareció insuflarle fuerzas. Arrastrando los pies, llegaron al pie de la escalera que subía a la tercera planta, justo cuando la espectral mujer llegaba a la segunda y comenzaba a recorrer el pasillo.

Estaban casi en lo alto de las escaleras cuando Warren tropezó peligrosamente.

Seth no pudo seguir agarrándole y Warren descendió varios escalones dando tumbos hasta detenerse hecho un bulto inmóvil. El chico saltó hasta él y agarró una de las manos de Warren entre las suyas.

Warren le miró; tenía las pupilas dilatadas, una más que la otra, y un hilillo de sangre le manaba de la comisura de los labios.

—Ve tú —dijo sin voz. Metió la mano en una bolsita que llevaba colgada de la cintura y sacó un puñado de polvos refulgentes.

La figura de sombra apareció al pie de la escalera, arrastrando tras de sí sus incontables cables oscuros. Warren le arrojó el puñado de polvos. No se produjeron ni chisporroteos ni fogonazos. Sus trémulos ropajes flotaron hacia ellos.

Seth soltó a su amigo y subió a todo correr por las escaleras, saltando de dos en dos los peldaños. Si no lograba apoderarse del objeto mágico, todos esos sacrificios habrían sido en vano. Corrió como una exhalación por el pasillo de la tercera planta en dirección al extremo norte de la casona, aliviado al ver lo rápido que corría sin tener que llevar a Warren a remolque, y con la mirada clavada en la puerta del fondo del pasillo. Sus brazos y piernas se movían como potentes émbolos. Al llegar a la puerta la embistió con el hombro y asió con fuerza el pomo.

Estaba cerrada con llave.

Retrocedió unos pasos y dio una patada en la puerta. Esta se estremeció, pero no se abrió. El impacto le había hecho daño en la espinilla. Lo intentó de nuevo con otra patada, pero también fue en vano. Retrocedió unos cuantos pasos más, se agachó y se abalanzó con los hombros bajos, transformándose en un proyectil, apuntando no ya a la puerta, sino más allá de ella. La madera crujió y se partió, la puerta se abrió de par en par y Seth siguió dando tumbos hasta aterrizar con las manos y las rodillas.

Al levantarse, cerró como buenamente pudo la desportillada puerta. La habitación en la que había irrumpido era una espaciosa alcoba con dos ventanas cerradas con postigos. Una inmensa alfombra oriental cubría el suelo de madera noble. Una de las paredes estaba totalmente cubierta de estanterías de libros. En una zona de estar había un par de sillas, cerca de una cama con dosel. Seth no vio ninguna caja fuerte.

¿Habían hecho bien en tener en cuenta lo del horario de verano? ¿Había aparecido ya la caja fuerte y había vuelto a desaparecer? ¿O aún no había llegado la hora? Tal vez la caja se encontrase allí en esos momentos, pero oculta. Fuera cual fuera la respuesta, a Seth solo le quedaban unos segundos para ir a reunirse con los demás, convertido él también en una sombra.

Corrió hacia la librería y empezó a sacar libros de las estanterías como un loco, ayudándose con los dos brazos, con la esperanza de encontrar una caja fuerte oculta en la pared. Al ver que eso no daba resultado, se dio la vuelta y registró a toda velocidad la habitación con la mirada y de pronto ahí estaba, en un rincón donde antes no había nada: una pesada caja fuerte negra, casi tan alta como Seth, con una rueda plateada en el centro para introducir la combinación.

Cruzó la habitación a zancadas y empezó a girar la rueda de la combinación. Giraba suavemente, no como la rueda de su taquilla, que lo hacía a trompicones y hacía un clic en cuanto llegabas al número correcto. Giró la rueda a la derecha dos veces hasta el 33, luego a la izquierda una vez hasta el 22, y luego otra vez a la derecha directamente hasta el 31. Cuando tiró del asa, la puerta se abrió sin hacer el menor ruido.

Apoyada en el fondo de la caja fuerte había un único objeto: una esfera dorada de aproximadamente treinta centímetros de diámetro, su pulida superficie interrumpida por diversos roscas y botones. Seth no tenía ni idea de para qué podía servir aquel artilugio.

Extrajo la esfera de la caja fuerte. Era algo más pesada de lo que parecía. Cuando Seth había entrado en la habitación, la había encontrado fresca, pero ahora la temperatura estaba cayendo en picado rápidamente. ¿Estaría cerca la dama de sombra? Quizás estaba ya al otro lado de la puerta.

Seth corrió hacia la ventana y abrió los postigos de par en par. No daba a ningún voladizo, pues la fachada bajaba en vertical las tres plantas hasta el jardín. Desesperado, empezó a pulsar los botones de la esfera.

Y, de repente, ya no estaba solo en la habitación.

Un hombre alto con bigote apareció delante de él. Llevaba una camisa blanca con las mangas remangadas, unos pantalones grises con tirantes y unas botas negras. Era bastante joven y de complexión fuerte. Seth lo reconoció enseguida de haberlo visto en las fotos. Era Patton Burgess.

—Debes de ser el reventador de cajas fuertes más joven que he visto en mi vida —dijo Patton en tono simpático. De pronto su gesto cambió—. ¿Qué está pasando?

La puerta de la habitación se abrió de golpe. La umbrosa aparición levitaba en el umbral.

La frente de Patton se cubrió de gotitas de sudor y trató de darse la vuelta muy tieso, con ligeros espasmos. Seth le tomó de la mano y el hombre se giró para mirar de frente a la aparición.

—Hola, Ephira.

La aparición retrocedió de modo casi imperceptible.

—¿Qué te ha pasado? —Patton retrocedió de espaldas en dirección a la ventana, sin soltarle la mano a Seth—. Supongo que la oscuridad siempre fue una espiral hacia abajo.

—No hay tejado —le avisó Seth en voz baja.

Patton se dio la vuelta y saltó al alféizar de la ventana. Soltó la mano de Seth y dio un salto, no hacia abajo, sino hacia arriba, contorsionándose para alcanzar el borde del alero de la cubierta. Luego, se aupó, moviendo las piernas como tijeras. Entonces, alargó el brazo hacia abajo para tenderle a Seth la mano.

Ephira se deslizó por la habitación con la cara crispada por la furia, yendo a por Seth con sus movimientos ondulantes, que hacían que la tela del vestido se estirase y se encogiese de nuevo. Agarrando la esfera con un brazo y confiando ciegamente en Patton, Seth se encaramó al alféizar, alargó la mano que tenía libre y se impulsó hacia arriba. Patton abrazó firmemente a Seth por la cintura y tiró de él hasta el tejado.

—Tenemos que salir de aquí —dijo el chico.

—¿Quién eres tú?

—El nieto del encargado. Fablehaven está al borde de la destrucción.

Patton corrió por el tejado. Las tejas gimieron y se partieron al pisarlas con sus botas.

Seth le siguió. Patton se dirigía a la esquina de la cubierta. Cerca de ella había un árbol bastante alto. ¡No podía ser que pensase en saltar!

Sin el menor titubeo, Patton se lanzó al aire desde el tejado con los brazos extendidos para abrazarse a una gran rama, que se combó y se partió. La soltó y se agarró a una rama más baja. Tirando de sí mano tras mano, Patton fue acercándose al tronco del árbol. Una vez junto a él, se columpió para subir las piernas y se sentó a horcajadas en la recia rama.

—Lánzame el Cronómetro.

—¿Esperas que yo salte?

—Cuando saltar es la única opción que tienes, saltas. Y tratas de hacerlo bien. Lánzalo.

Seth lanzó la esfera a Patton, que la cogió hábilmente con una mano.

—¿A qué rama debería apuntar?

—Salta hacia la izquierda de donde he caído yo —contestó Patton—. ¿La ves? Te he dejado a ti la mejor rama.

La rama estaba por lo menos a tres metros del tejado, y a una distancia hacia abajo de entre metro y medio y casi dos metros. No sería difícil errar el salto. Seth ya veía sus manos tocando la rama sin poder aferrarse a ella de manera segura.

—No pienses —le ordenó Patton—. Coge carrerilla y tírate. Parece más difícil de lo que es. Cualquiera podría hacerlo.

Seth clavó la vista en el suelo. Caerse desde esa altura implicaría una muerte casi segura. Retrocedió un poco para coger impulso. Las tejas crujieron bajo sus pies.

Mirando por encima del hombro, vio que la aparición venía flotando hacia él por el tejado.

Eso fue el incentivo extra que necesitaba. Dio tres pasos y se tiró al vacío desde el tejado.

Mientras caía, la rama subió al encuentro de sus brazos extendidos. El impacto fue demoledor, pero pudo aferrarse bien. La rama osciló arriba y abajo, pero no se partió.

Como había hecho Patton, avanzó pasando una mano y luego otra por la rama hacia el tronco del árbol. Patton estaba bajando ya por él hacia el suelo. Seth descendió como loco, angustiado por la dama de sombra que tenía encima. En los últimos tres metros no había rama a la que agarrarse. Se colgó de la última y se dejó caer. Patton le cogió.

—¿Tienes modo de salir de aquí? —le preguntó.

—Tengo a Hugo —dijo Seth—. El golem.

—Llévame.

Cruzaron el jardín a todo correr. Cuando Seth echó la vista atrás, ya no vio a Ephira.

—¿Adónde habrá ido?

—Ephira no soporta la luz del día —dijo Patton—. Salir al tejado como ha hecho le habrá hecho mucho daño. Nunca fue muy veloz, y hoy parecía llevar más carga que nunca. Sabe que no puede alcanzarnos, o al menos no si pretende venir detrás de nosotros. ¿Tienes alguna idea de lo que le ha pasado?

—¿Sabes esa aparición que había en la arboleda del valle que hay entre las cuatro colinas?

Patton le dirigió una mirada de sorpresa.

—A decir verdad, sí.

—Creemos que Kurisock se apoderó del clavo que le confería poder a la aparición.

—¿Y cómo perdió el clavo la aparición?

Llegaron a la carreta y se montaron rápidamente en ella.

—Vamos, Hugo —dijo Seth casi sin resuello—, corre al estanque lo más deprisa que puedas. —La carreta empezó a dar botes por la maltrecha calzada. Seth encontró los polvos refulgentes que quedaban y le dio una parte a Patton—. De hecho, yo se lo saqué.

—¿Tú se lo sacaste? —Patton parecía atónito—. ¿Cómo?

—Con unos alicates y un poco de poción de la valentía.

El hombre lo miró con una sonrisa de oreja a oreja.

—Creo que tú y yo nos vamos a entender a las mil maravillas.

—Vigila por si aparece alguna criatura oscura —dijo Seth—. No se sabe cómo, entre Kurisock, la dama de sombra y el clavo se ha extendido por todo Fablehaven una plaga que transforma las criaturas de luz en criaturas de oscuridad. Hay de todo: hadas oscuras, enanos, sátiros, dríades, centauros… Si la oscuridad se extiende a los humanos, se transforman en personas de sombra.

Una sonrisita asomó al rostro de Patton.

—Parece que he ido a aparecer en un momento más revuelto de lo que había planeado.

—Cosa que me recuerda que… —dijo Seth—, ¿cómo es que estás aquí? Ni siquiera estás viejo.

—El Cronómetro es uno de los objetos mágicos. Tiene poder sobre el tiempo. Nadie sabe todo lo que es capaz de hacer. Yo he aprendido un par de truquillos. Pulsé determinado botón del Cronómetro a sabiendas de que cuando alguien volviese a apretarlo, yo volvería a ese mismo instante del tiempo y permanecería en él durante tres días. Has debido de pulsar ese botón y me has hecho venir a este punto.

—¿En serio? —dijo Seth.

—Solo pulsé ese botón como una medida adicional de precaución para proteger el objeto mágico. Suponía que si alguna vez lo cogía un ladrón, tarde o temprano el culpable pulsaría el botón y entonces yo podría quitárselo de las manos. Jamás se me ocurrió pensar que acabaría metido en semejante aprieto.

—Mi abuelo Sorenson se ha convertido en sombra. Igual que mi abuela. Todo el mundo, menos mi hermana Kendra.

—¿Por qué nos dirigimos al estanque?

—Porque los brownies oscuros se han adueñado de la casa. El estanque repele a las criaturas oscuras.

—Claro. El santuario. —Patton pareció reflexionar sobre el asunto. Y añadió dubitativamente—. ¿Qué tal está Lena? ¿Ha muerto ya?

—No, de hecho es una náyade otra vez.

—¿Qué? Eso no es posible.

—Últimamente han estado pasando toda clase de cosas imposibles —dijo Seth—. Es una larga historia. Lena fue quien nos habló de la caja fuerte. Creo que deberíamos escondernos debajo de la tienda. —Seth empezó a levantar la tela.

—¿Por qué?

—Hay criaturas oscuras por todas partes. Cuando vinimos a la casona, ninguno de nosotros tomó ni una gota de leche. Nos escondimos debajo de la tienda y así ninguna criatura oscura nos molestó.

Patton se acarició el bigote.

—Yo no necesito beber la leche para ver a las criaturas que viven aquí.

—Yo acabo de tomar un poco de manteca de morsa, así que ahora las puedo ver. A lo mejor no sirve de mucho que nos escondamos.

—Después de lo que ha pasado en la casona, apuesto a que podemos contar con que nos tenderán una seria emboscada. Deberíamos evitar los caminos. Dile a Hugo que abandone la carreta y que nos lleve al estanque campo a través.

Seth sopesó la idea.

—Podría dar resultado.

—Por supuesto que dará resultado. —Patton le guiñó un ojo.

—Hugo, detente —le ordenó Seth. El golem obedeció—. Vamos a dejar la carreta aquí. Nos llevarás por el bosque de regreso al estanque lo más deprisa que puedas. Procura que no nos vea ninguna criatura. Y coge la tienda; la necesitaremos otra vez en el refugio.

El golem se echó la tienda al hombro, cogió con un brazo a Seth y con el otro a Patton y echó a trotar entre los árboles.