16
Refugio
Hugo cruzó el jardín de atrás con sus pesadas y veloces zancadas, tirando de la carreta vacía sin miramientos entre los setos y por encima de los arriates de flores, hasta llegar a la terraza del porche y dejarla apoyada ahí. Warren abrió la puerta trasera y saltó del porche a la carreta, registrando el paisaje con la mirada en busca de hadas, con los puños llenos de polvos refulgentes. Al cabo de unos instantes, indicó a los demás mediante gestos que ya podían salir.
El abuelo, la abuela, Kendra, Seth y Dale se apiñaron en la carreta, cada uno cargado con una tienda de campaña o con algún saco de dormir.
—Hugo, corre al estanque lo más rápido que puedas —le ordenó el abuelo.
La carreta salió disparada hacia delante, dando tumbos y botes con Hugo al frente, cruzando el jardín a una velocidad de vértigo. Kendra perdió el equilibrio y cayó de hinojos.
Cogió un puñado de polvos refulgentes de la bolsa que la abuela le había confiado. El resto del grupo hizo lo mismo, excepto Dale, que llevaba una red en una mano y un arco compuesto en la otra, con un carcaj con flechas colgado de un hombro.
Cruzaron el jardín con gran estruendo sin ver hadas por ninguna parte. Luego, Hugo tiró por un camino de tierra. Kendra sabía que la entrada al estanque no quedaba muy lejos. Estaba empezando a albergar la esperanza de poder llegar a su destino sin toparse con ninguna resistencia, cuando un grupo de hadas oscuras apareció ante su vista, un poco más adelante.
—Justo delante de nosotros —dijo el abuelo.
—Las veo —repuso Dale.
—Espera a que estén más cerca —le avisó Warren—. A esta velocidad los polvos no se quedarán suspendidos en el aire para protegernos. Tenemos que tirar a dar.
Las hadas se desplegaron y atacaron la carreta desde todas direcciones. De pie en la parte delantera de la carreta, el abuelo lanzó su puñado de polvos hacia delante con un gesto amplio del brazo. Mientras se producían fogonazos y chispas, algunas de las hadas que se les venían encima desviaron el rumbo. Kendra lanzó su puñado de rutilantes polvos plateados. Se produjo un chisporroteo eléctrico que liquidó a las hadas en pleno vuelo cuando entraron en contacto con la volátil sustancia.
Hugo siguió corriendo a toda velocidad, virando bruscamente de vez en cuando para ayudarlos a esquivar a las hadas, que volaban hacia ellos como flechas. Las oscuras hadas chillaban cada vez que les lanzaban puñados de polvos. Ellas disparaban vetas de sombra contra la carreta. Y cada vez que la energía negra chocaba contra los polvos, se producían fogonazos cegadores.
El alto seto que cercaba el estanque apareció ante su vista. Desde el camino salía un senderillo que se metía por una abertura del seto. Tres sátiros oscuros montaban guardia delante de la entrada al estanque, con la cabeza tan de cabra como las patas.
Dale hizo girar la red por el aire para espantar a las hadas. Una densa formación de hadas de sombra se les acercó velozmente por un costado pero la abuela las frio con los polvos.
—¡Hugo, ábrete paso entre los sátiros! —gritó el abuelo.
Este agachó la cabeza y se abalanzó hacia la entrada. Dos de los sátiros agarraron al tercero de ellos y lo lanzaron de manera acrobática por los aires, y a continuación saltaron para apartarse del camino del golem que se les venía encima. El sátiro volador pasó por encima de Hugo con los peludos brazos estirados al frente y enseñando los dientes. Warren apartó al abuelo justo a tiempo. El hombre cabra aterrizó grácilmente encima de la carreta un instante antes de que Dale se arrojase sobre él y le hiciese un placaje que acabó con los dos sobre la carreta.
Sin que le diesen ninguna orden, Hugo se apartó de la parte anterior de la carreta de un salto y le dio un último empujón para asegurarse de que atravesaba el hueco del seto. El golem trotó a por Dale, que seguía rodando por el suelo con el hombre cabra. Del carcaj que Dale llevaba colgado a la espalda se habían salido casi la mitad de las flechas. Los otros dos sátiros oscuros corrieron a por Hugo cada uno desde un lado. Sin interrumpir sus zancadas en ningún momento, el golem hizo un gesto extendiendo los brazos en cruz como cuando el árbitro de béisbol canta que el corredor ha llegado a la base, golpeando al mismo tiempo a los dos asaltantes, que salieron despedidos dando volteretas por la hierba.
Dale se las apañó para zafarse del hombre cabra y estaba poniéndose de pie cuando Hugo agarró por un brazo al sátiro oscuro, lo elevó bien alto y le propinó una patada que lo mandó al camino de tierra, mientras el sátiro gruñía enseñando los dientes. Hugo cogió a Dale en brazos como acunándolo y cruzó el seto a toda velocidad, saliendo a la pradera de césped que rodeaba el estanque.
Kendra lanzó exclamaciones de júbilo junto al resto del grupo mientras la carreta iba frenando poco a poco hasta detenerse. Docenas de hadas oscuras volaron hacia diferentes puntos de la muralla de seto, se elevaban y se quedaban sobrevolándola, pero ninguna la cruzó. Los sátiros contagiados se levantaron del suelo y se acercaron al hueco del seto, gruñendo de furia frustrada. Hugo depositó con mucho cuidado a Dale de pie en el suelo. Dale parecía conmocionado, con la ropa destrozada y manchada de tierra y un arañazo en un codo.
—Buen trabajo, hermano mayor —dijo Warren, saltando de la carreta para examinar a Dale—. Esa bestia no llegó a morderte, ¿verdad?
Dale respondió que no con la cabeza. Warren le dio un abrazo.
El abuelo se bajó de la carreta y se puso a inspeccionar a Hugo, estudiando las zonas descoloridas que le habían dejado las hadas al alcanzarle con su energía negra.
—¡Qué pasada, Hugo! —exclamó Seth, entusiasmado.
—Menudos reflejos —le felicitó el abuelo.
El golem lució una sonrisa llena de huecos y bultos irregulares.
—¿Se pondrá bien? —preguntó Seth.
—Gran parte de la tierra y de las piedras que componen el cuerpo de Hugo son temporales —dijo el abuelo—. Se le desprenden constantemente y vuelve a coger más. Como has visto, puede incluso hacer que le vuelva a crecer poco a poco un brazo o una pierna. La plaga tendría que esforzarse en llegar muy hondo para conseguir afectarle.
Mientras el abuelo decía esto, el golem se limpió con las manos la tierra descolorida y dejó su cuerpo totalmente libre de máculas.
Desde su posición elevada en la carreta, Kendra repasó con la mirada el paisaje. El estanque parecía igual a como lo recordaba, rodeado de una pasarela de madera blanqueada que comunicaba entre sí doce cenadores ornamentados. La cara interna de los setos estaba primorosamente cortada y el césped de la pradera parecía recién segado.
Pero ahí terminaba lo conocido. El claro del bosque que rodeaba el estanque, con su diseño de parque, nunca había estado tan concurrido. Revoloteaban hadas por todas partes, a centenares, de todas las tonalidades y variedades. En los árboles que se asomaban al estanque se podían ver posadas aves exóticas, entre ellas unos cuantos búhos dorados con rostro humano. Había sátiros retozando por la pasarela y dentro de los cenadores, haciendo sonar sus pezuñas contra los tablones de madera mientras perseguían a alegres damiselas que no parecían tener más edad que alumnas de último curso del instituto. A un lado del estanque se había instalado un pulcro asentamiento de hombres y mujeres de corta estatura y complexión recia, ataviados con ropajes de confección casera. Al otro lado del agua, varias mujeres altas y elegantes conversaban en corros, con unos vestidos vaporosos que le recordaron a Kendra las hojas de los árboles. En un rincón apartado del jardín, pegados al seto, Kendra observó a dos centauros que la miraban con gran atención.
—¡Seth, Stan, Kendra! —los llamó una voz jovial—. ¡Me alegro de veros por aquí!
Kendra se dio la vuelta y vio a Doren correteando alegremente en dirección a la carreta, seguido de un sátiro desconocido cuyas patas blancas y lanudas estaban cubiertas de topos marrones.
—¡Doren! —exclamó Seth, saltando de la carreta—. ¡Cuánto me alegro de que Newel no te diera alcance!
—Fue una persecución épica —presumió Doren, sonriendo de oreja a oreja—. Me salvé gracias a dar varios giros abruptos. Puede que ahora sea más grandullón, pero ha perdido agilidad. Eso sí: es tenaz. Si no se me hubiese ocurrido venir aquí, habría terminado atrapándome.
Kendra se bajó de la carreta.
El sátiro de las patas blancas le dio a Doren un codazo.
—Este es Veri —dijo.
Veri tomó la mano de Kendra y se la besó.
—Encantado —dijo con una expresión bobalicona y voz melosa, luciendo una ridícula semi sonrisa. Tenía unos cuernos pequeños y gruesos y cara aniñada.
Doren propinó un empellón a Veri en el hombro.
—¡A ella ni tocarla, pedazo de burro! Es la nieta del encargado.
—Yo podría ser tu encargado —persistió Veri, reteniendo su mano lánguidamente.
—¿Por qué no te das un chapuzón, Veri? —dijo Doren, apartándole y alejándose con él varios pasos, antes de volver. Kendra ignoró a Veri cuando el sátiro se dio la vuelta y le guiñó un ojo al tiempo que movía los dedos en señal de cursi despedida—. No le hagas caso. Está un poco embriagado por la presencia de tanta ninfa atrapada en el mismo recinto que él. Por lo general, jamás se acercan a menos de lo que alcanza el oído. El chico se apunta carreras cuando en realidad ha pinchado.
—No puedo creer la cantidad de criaturas que hay por aquí —confesó Seth.
Kendra siguió la mirada de su hermano, hasta un grupo de seres con aspecto de mono, peludos y de color pardo rojizo, que brincaban acrobáticamente en lo alto de un cenador. Cada uno parecía tener unas cuantas piernas o brazos de más.
—Ya no quedan muchos lugares seguros —dijo Doren—. Hasta algunos nipsies se han refugiado aquí, los únicos que no se volvieron oscuros, que no llegan ni a medio reino. Están construyendo un pueblecito debajo de uno de los cenadores. Trabajan deprisa.
—¿Quiénes son esas mujeres altas de allí? —preguntó Kendra.
—Estas damas señoriales son las dríades. Ninfas del bosque. Más accesibles que las acuáticas, pero ni de lejos tan animadas como las hamadríades, a las que les encanta coquetear.
—¿Qué son las hamadríades? —preguntó Seth.
—Las dríades son seres del bosque en su conjunto. Las hamadríades están relacionadas con cada árbol concreto y son las jovencitas más alegres que ves mezcladas con los sátiros entre los cenadores.
—¿Me puedes presentar a un centauro? —preguntó Seth.
—Te irá mejor si te presentas tú mismo —respondió Doren en tono agrio—. Los centauros son unos arrogantes. Les ha dado por creer que los sátiros somos criaturas frívolas. Por lo que se ve, tener un poco de diversión de vez en cuando nos hace indignos de su compañía. Pero por mí que no quede. Ve a decirles hola, a lo mejor puedes unirte a ellos y ponerte a mirar fijamente a todo el mundo.
—¿Esas gentecillas de ahí son enanos? —preguntó Kendra.
—No les ha hecho ni pizca de gracia verse obligados a asomarse a la superficie. Pero en tiempos de guerra, cualquier agujero es trinchera. Aquí han venido a refugiarse toda clase de seres. Incluso hemos visto aparecer un puñado de brownies, lo cual no puede ser un buen augurio para vosotros.
—Hemos perdido el control de la casa —dijo Seth—. Unos brownies malvados han robado el registro.
Doren movió la cabeza con tristeza.
—Hay situaciones que tienden a ir de mal en peor.
—Doren —dijo el abuelo, acercándosele por un lado—, ¿cómo lo llevas? Siento mucho lo de Newel, de corazón.
La pena recorrió el semblante de Doren.
—Voy tirando. Era un gamberro cabeza de chorlito y petardo que se volvía loco por unas faldas, pero era mi mejor amigo. Siento mucho lo del isleño grandote, vuestro amigo.
—Tenemos que montar estas tiendas —anunció el abuelo—. ¿Te importaría echarnos una manita?
De pronto Doren pareció incómodo.
—Ah, sí, claro, me encantaría, pero la cosa es que… resulta que le prometí a unos de esos enanos que me daría un voltio a ver qué tal estaban acomodándose. —Empezó a retroceder—. Todos vosotros significáis para mí mucho más que ellos, pero no puedo permitir que el vínculo especial que nos une interfiera con un compromiso férreo, especialmente cuando esos chiquitines están fuera de su elemento.
—Comprensible —dijo el abuelo.
—Ya me contaréis más cosas después, cuando hayáis montado…, digo…, cuando estéis más tranquilos. —Dio media vuelta y se alejó al trote.
El abuelo se sacudió las manos como si estuviese limpiándoselas de polvo.
—La manera más segura de librarse de la compañía de un sátiro es hablarle de arrimar el hombro.
—¿Por qué le has ahuyentado? —preguntó Seth.
—Porque los sátiros pueden tirarse horas parloteando, y necesito que Kendra venga conmigo al embarcadero.
—¿Ahora? —preguntó Kendra.
—No hay motivos para posponerlo.
—A ver si lo adivino —dijo Seth—. No estoy invitado.
—Demasiados espectadores pueden impedir el contacto —aclaró el abuelo—. Si quieres, puedes ayudar a Warren y a Dale con las tiendas. Kendra, no te dejes el retrato de Patton.
Seth acompañó a Kendra y al abuelo hasta la carreta y allí se desvió y fue corriendo a unirse a una fila de enanos que pasaba por allí, marchando como soldados. Ninguno le llegaba por encima de la cintura.
—¿Cómo están ustedes, señores? —preguntó.
Cuando los enanitos levantaron la vista, Seth vio que, a pesar de sus bigotes ralos, eran todas mujeres. Una de ellas escupió a sus pies. Seth saltó para evitar el escupitajo.
—Perdonen, es que soy miope —dijo Seth.
Las enanitas prosiguieron su camino sin prestarle más atención. El chico corrió sin prisa hasta el estanque. ¿A quién le apetecía montar tiendas de campaña, pudiendo estar cerca de todas esas asombrosas criaturas, ahí acorraladas para su disfrute personal? Además, así les daba a Warren y Dale la oportunidad de hablarse de hermano a hermano.
Seth estaba impresionado con la cantidad de sátiros que pululaban por allí. Había dado por hecho, vagamente, que Newel y Doren podrían ser los únicos. Pero contó por lo menos cincuenta, algunos mayores que otros, unos sin camisa, otros con chaleco, y su pelambre variaba entre el negro, el castaño, el rojo, el dorado, el gris y el blanco.
Los sátiros poseían una energía incombustible. Perseguían hamadríades, bailaban en corrillos, se peleaban y entablaban espontáneos juegos acrobáticos. Aunque sus bulliciosas payasadas resultaban tentadoras, la relación de Seth con Newel y Doren había reducido algo de la mística que rodeaba a los sátiros. Tenía más curiosidad por trabar contacto con criaturas a las que veía por primera vez en su vida.
Se acercó sigilosamente hasta el grupito de dríades. Había aproximadamente veinte esbeltas damas, ninguna de las cuales medía menos de metro ochenta de estatura. Muchas lucían la tez bronceada de las nativas americanas. Algunas eran blancas, otras rubicundas.
Todas tenían hojas y ramas entretejidas con las largas trenzas de sus cabellos.
—Has tenido la mejor idea, hermano —dijo una voz en su oído. Sobresaltado, Seth se dio la vuelta y vio a Veri detrás de él, mirando boquiabierto a las dríades—. Las hamadríades son unas crías; estas son mujeres.
—No voy buscando novia —le aseguró Seth.
Veri sonrió con cara de lobo hambriento y le guiñó un ojo.
—Vale, ninguno de nosotros busca novia, somos Caballeros que hemos visto ya mucho mundo y estamos por encima de esas cosas. Mira, si necesitas refuerzos, haz una señal y volveré. —Le dio un codazo a Seth para empujarle hacia las majestuosas mujeres—. Resérvame a la pelirroja para mí.
Las dos pelirrojas que Seth podía ver le sacaban a Veri por lo menos una cabeza. Tener a ese sátiro sediento de amor a su vera le produjo de repente un ataque de vergüenza. Las mujeres no solo eran preciosas, sino que intimidaban por su insólita estatura. Seth retrocedió acobardado.
—¡No, Seth, no! —gritó Veri, presa del pánico, retrocediendo con él—. No flaquees ahora. ¡Ya lo tenías! La morena de la izquierda te estaba comiendo con los ojos. ¿Es que necesitas que rompa el hielo por ti?
—Me has hecho pasar vergüenza —murmuró Seth, continuando su retirada—. Yo solo quería conocer a una dríade.
El sátiro sacudió la cabeza con aire cómplice y le dio una palmada en la espalda.
—¿No es eso lo que queremos todos?
Seth se encogió de hombros para apartarse de él.
—Necesito estar un rato a solas.
Veri levantó las manos.
—El tipo necesita su espacio. Me hago cargo. ¿Quieres que allane el camino, que te espante a los moscones?
Seth clavó la mirada en el sátiro, sin estar muy seguro de lo que quería decir.
—Supongo que sí.
—Dalo por hecho —dijo Veri—. Cuéntame: ¿Cómo conociste a Newel y Doren?
—Un día estaba robando sin querer el guiso de una ogra. ¿Por?
—¿Por?, pregunta él. ¿Me estás tomando el pelo? ¡Newel y Doren son ni más ni menos que los sátiros más guays de todo Fablehaven! ¡Esos sujetos son capaces de meterse a una tía buena en el bote con solo guiñarle el ojo a cincuenta metros de distancia!
Seth empezaba a comprender que Veri era el equivalente en sátiro de un plasta. Si quería librarse de él, iba a tener que echar mano de una buena dosis de ingenio.
—Eh, Veri, acabo de ver que la pelirroja te estaba mirando.
El sátiro palideció.
—No.
Seth trató de no alterar su semblante.
—Es cierto. Ahora le está susurrando algo a su amiga. No te quita el ojo de encima.
Veri se atusó los cabellos.
—¿Qué está haciendo ahora?
—Casi no sé cómo describirlo. Se pirra por ti, Veri. Deberías ir a hablar con ella.
—¿Yo? —dijo con un hilo de aguda voz—. No, no, todavía no, mejor dejaré que la cosa macere suavemente un tiempo.
—Veri, es tu momento. Nunca tendrás una ocasión mejor.
—Te oigo, Seth. Pero, sinceramente, no me siento bien entrometiéndome en tu territorio. No soy ningún usurpador. —Levantó un puño—. Que tengas buena caza.
El chico se quedó mirando cómo Veri se marchaba correteando a toda prisa. Entonces, posó la vista en los centauros. No se habían movido de sitio desde que Seth los había divisado por primera vez. Los dos eran varones de cintura para arriba, asombrosamente anchos de pecho y musculados, y tenían una mirada inquietante. Uno tenía cuerpo de caballo plateado; el otro de color marrón chocolate.
Después de haber contemplado a las dríades, de repente los hoscos centauros le parecieron mucho menos intimidantes.
Seth empezó a caminar hacia ellos. Los centauros le vieron acercarse, por lo que Seth mantuvo la vista baja casi todo el camino. No cabía duda: eran las criaturas más imponentes de todas las que alcanzaba a ver.
Cuando estuvo cerca, Seth alzó la vista. Ellos le miraron ceñudos. El chico se cruzó de brazos y miró por encima del hombro, tratando de comportarse como si estuviese hastiado, pero con naturalidad.
—Estos estúpidos sátiros me sacan de mis casillas.
Los centauros le miraban sin decir nada.
—Vamos, que no hay manera de encontrar un poco de paz para meditar sobre los recientes problemas que nos asolan, y para analizar pormenorizadamente los asuntos más importantes. ¿Sabéis?
—¿Pretendes burlarte de nosotros, joven humano? —preguntó el centauro plateado con la melodiosa voz de un barítono.
Seth decidió abandonar el papel.
—Solo quería acercarme a conoceros.
—Nosotros no solemos alternar —dijo el centauro plateado.
—Estamos todos atrapados aquí —respondió Seth—. Podríamos conocernos un poco.
Los centauros le miraron con expresión de gravedad.
—Nuestros nombres son difíciles de pronunciar en tu idioma —dijo el centauro marrón, con una voz aún más grave y áspera que la de su compañero—. El mío se traduciría como Pezuña Ancha.
—A mí me puedes llamar Ala de Nube —dijo el otro.
—Yo me llamo Seth. Mi abuelo es el encargado.
—Pues le hace falta más práctica a la hora de encargarse de las situaciones —se burló Pezuña Ancha.
—Ya salvó Fablehaven en otra ocasión —replicó Seth—. Vosotros dadle tiempo.
—No hay mortal capaz de hacer frente a semejante tarea —afirmó Ala de Nube.
Seth espantó una mosca con la mano.
—Espero que te equivoques. No he visto muchos centauros por aquí.
Ala de Nube estiró los brazos, haciendo sobresalir los tríceps.
—La mayoría de los de nuestra especie se han congregado en otro refugio.
—¿En el corro de piedra? —preguntó Seth.
—¿Conoces la existencia de Grunhold? —Pezuña Ancha parecía sorprendido.
—No sabía cómo se llamaba. Solo he oído decir que había otro lugar en Fablehaven que repelía a las criaturas oscuras.
—Nosotros somos de allí, igual que toda la especie —dijo Pezuña Ancha.
—¿Por qué no os vais al galope hasta allí? —preguntó Seth.
Ala de Nube dio un pisotón en la tierra.
—Grunhold está lejos de aquí. Teniendo en cuenta cómo se ha extendido la oscuridad, sería una irresponsabilidad intentar hacer ese viaje.
—¿Alguno de los de vuestra especie ha resultado contaminado? —preguntó Seth.
Pezuña Ancha arrugó el entrecejo, mirándole con curiosidad.
—Algunos. Dos que vigilaban el terreno junto a nosotros se transformaron y nos persiguieron hasta aquí.
—Tampoco es que ninguna zona de Fablehaven vaya a servir de refugio durante mucho más tiempo —intervino Ala de Nube—. Yo quiero saber si hay alguna magia capaz de resistir indefinidamente una oscuridad que lo invade todo.
—Ya nos hemos presentado mutuamente —declaró Pezuña Ancha—. Si nos disculpas, joven humano, preferimos seguir conversando en nuestra propia lengua.
—De acuerdo. Me alegro de haberos conocido —dijo Seth, y se despidió tímidamente con la mano.
Los centauros no respondieron nada ni se pusieron a charlar entre ellos. Seth se marchó de allí, decepcionado por no poder oír cómo sonaba su idioma, y seguro de que su adusta mirada seguía clavada en su espalda. Doren tenía razón. Los centauros eran unos cretinos.
Kendra contempló la fotografía enmarcada color sepia que tenía en las manos. Incluso con aquel peinado anticuado y con su denso mostacho, Patton era un hombre increíblemente apuesto. No sonreía, pero algo en su expresión delataba claramente una mezcla de picardía y petulancia. De todos modos, era muy posible que se viera influida por haber leído tantos pasajes de aquellos diarios que él había escrito tiempo atrás.
El abuelo caminaba a su lado por el pequeño embarcadero que salía de la base de uno de los pabellones. A un lado del pantalán flotaba el cobertizo de las barcas que había construido Patton. Las aguas del estanque estaban serenas. Kendra no veía ni rastro de las náyades. Su mirada paseó por la zona hasta posarse en la isla del centro del estanque, donde se hallaba, escondido entre la maleza, el diminuto santuario dedicado a la reina de las hadas.
—Creo que también voy a preguntarle a Lena si puede recuperar el cuenco —dijo Kendra.
—¿El cuenco del santuario? —preguntó el abuelo.
—Estuve hablando con un hada, Shiara, que me dijo que las náyades se quedaron con el cuenco como si fuese un trofeo.
El abuelo frunció el entrecejo.
—Ellas cuidan del santuario. Di por hecho que confiar el cuenco a su cuidado sería la mejor manera de asegurarnos de que lo devolviesen a su sitio, ya que está prohibido pisar la isla.
—Shiara dijo que no me habrían castigado si lo hubiese devuelto yo personalmente. Me pareció que me lo decía de verdad. Estaba pensando que si pudiera conseguir que me diesen el cuenco…
—… tal vez podrías utilizarlo como un pretexto para acceder sana y salva a la isla y hablar con la reina de las hadas sobre el problema de la plaga. Las probabilidades de éxito no son para tirar cohetes, pero al menos podemos preguntarles por el cuenco.
—Vale —dijo Kendra. Se fue por el embarcadero a grandes pasos y miró hacia atrás al ver que el abuelo no la acompañaba.
—Me quedaré aquí para que puedas hablar con Lena —dijo él—. La última vez no tuve suerte.
Kendra llegó al extremo del embarcadero y se detuvo a unos palmos del borde.
Sabía que no debía acercarse demasiado al agua para que las náyades no pudieran cogerla.
—¡Lena, soy Kendra! Tenemos que hablar.
—Mira quién lo ha estropeado todo con estos trota tierras sin techo —dijo una insidiosa voz de mujer desde debajo del agua.
—Creía que a estas alturas la marioneta la habría estrangulado —respondió una segunda voz.
Kendra frunció el entrecejo. En una de sus anteriores visitas al estanque, las náyades habían liberado a Mendigo. Como el limberjack continuaba a las órdenes de la bruja Muriel, había apresado a Kendra y se la había llevado a la colina en la que antiguamente se elevaba la Capilla Olvidada.
—Podríais llamar a Lena, ya que estáis —dijo Kendra—. Le he traído un regalo que querrá ver.
—Y tú podrías marcharte de aquí con tus patosos andares sobre esos zancos que tienes, ya que estás —la reprendió una tercera voz—. Lena no quiere tratos con ningún pisatierras.
Kendra elevó la voz aún más.
—Lena, te he traído un retrato de tu trotatierras favorito. Una fotografía de Patton.
—Vete a cavar un hoyo y métete dentro —dijo con voz viperina la primera de las náyades, con un puntito de desesperación—. Hasta un ser inhalador de oxígeno y tonto de remate debería darse cuenta de cuándo no es bienvenida su compañía.
—Hazte vieja y muérete —le espetó otra náyade.
—¡Kendra, espera! —la llamó una voz conocida, etérea y musical. Lena llegó nadando hasta quedar a la vista de Kendra y la miró desde debajo del agua, con la cara casi rozando la superficie. Estaba aún más joven que la última vez que la había visto. En sus cabellos negros no quedaba ni uno solo gris.
—Lena —dijo Kendra—, necesitamos tu ayuda.
Ella miró a la chica con sus ojos negros y almendrados.
—Has dicho algo de una fotografía.
—Patton sale muy guapo en ella.
—¿Qué le importará a Lena un viejo retrato reseco? —dijo una voz chillona.
Las otras náyades prorrumpieron en risillas.
—¿Qué necesitas? —preguntó Lena pausadamente.
—Tengo motivos fundados para creer que Patton trajo un segundo objeto mágico a Fablehaven. Te estoy hablando de los objetos mágicos serios, los que anda buscando la Sociedad. ¿Sabes algo del asunto?
Lena se quedó mirando fijamente a Kendra.
—Lo recuerdo. Patton me hizo prometer que jamás contaría a nadie el secreto, salvo si era estrictamente necesario. Ese hombre era tan raro con sus misterios… Como si nada de todo eso importase realmente.
—Lena, necesitamos desesperadamente localizar el objeto mágico. Fablehaven está al borde de la hecatombe.
—¿Otra vez? ¿Y esperas canjear la fotografía a cambio de información sobre el objeto escondido? Kendra, el agua la echaría a perder.
—No te daría la foto en sí —dijo Kendra—. Es solo para que le eches un vistazo. ¿Cuánto tiempo hace que no ves su cara?
Por un instante pareció herida, pero casi de inmediato recobró la compostura.
—¿No te das cuenta de que encontrar el objeto escondido es irrelevante? Todas las cosas que pasan ahí arriba encuentran su final. Todo es pasajero, ilusorio, temporal. Lo único que puedes mostrarme es una imagen plana de mi amado, un recuerdo sin vida. El hombre de verdad desapareció. Y tú también desaparecerás.
—Si realmente no tiene importancia, Lena —dijo el abuelo desde más atrás, en el embarcadero—, ¿por qué no nos lo dices? Esa información no significa nada para ti, pero aquí, ahora, para el breve lapso de tiempo en que nosotros vivimos y respiramos, sí tiene importancia.
—Ya está el viejo dando la lata —se quejó una náyade invisible.
—No le respondas, Lena —la animó una segunda voz—. No digas nada hasta que se aburra y se largue. Estará muerto antes de que te des cuenta.
Siguió un coro de risitas.
—¿Has olvidado nuestra amistad, Lena? —preguntó el abuelo.
—Por favor, dinos algo —suplicó Kendra—. Por Patton. —Sostuvo en alto el retrato.
Lena abrió mucho los ojos. Su rostro rompió la superficie del agua y pronunció sin sonido el nombre de Patton.
—No nos obligues a tirar de ti hasta el fondo —la avisó una voz.
—Tocadme y así me impediréis que os abandone —murmuró Lena, embelesada mirando la imagen que Kendra sostenía en alto.
Los ojos de Lena se dirigieron a Kendra.
—Muy bien. Tal vez esto es lo que él habría querido. Escondió el objeto mágico en la vieja mansión.
—¿En qué lugar de la mansión?
—Costará encontrarlo. Ve a la habitación que queda más al norte en la tercera planta. La caja fuerte que contiene el objeto mágico aparece cada lunes a las doce del mediodía durante un minuto.
—¿La caja fuerte tiene una llave?
—Una combinación: dos veces a la derecha hasta el treinta y tres, una vez a la izquierda hasta el veintidós y luego a la derecha hasta el treinta y uno.
Kendra miró al abuelo, detrás de ella. Estaba anotando los números.
—¿Lo tienes? —preguntó ella.
—Treinta y tres, veintidós y treinta y uno —dijo él, y dirigió a Lena una curiosa mirada.
Su antigua ama de llaves apartó la vista tímidamente.
—Tengo otra pregunta —dijo Kendra—. ¿Qué le hizo Kurisock al tío de Patton?
—No lo sé —respondió Lena—. Nunca compartió conmigo esa historia. Le causaba mucho dolor y yo nunca le insistí sobre el tema. Él quiso contármelo, creo, en sus últimos años. Varias veces me dijo que algún día me contaría la historia.
—Entonces, ¿no sabes nada de Kurisock? —preguntó Kendra.
—Solo que es un demonio de esta reserva. Y que es posible que haya tenido algo que ver con la aparición que usurpó la mansión.
—¿Qué aparición? —preguntó Kendra.
—Sucedió antes de mi caída en la mortalidad. Como te he dicho, nunca me contó los detalles. La aparición que destruyó a Marshal sigue morando en la mansión, sin duda. Patton escondió allí el objeto mágico porque estaría bien protegido.
—¿Marshal era el tío de Patton?
—Marshal Burgess.
—Una última cosa. Hay un cuenco de plata. La reina de las hadas me lo dio a mí.
Lena asintió en silencio.
—Olvídate del cuenco. Tú lo arrojaste al estanque y ahora es nuestro.
—Necesito que me lo devolváis —dijo Kendra. Se oyó un coro de sonoras carcajadas procedentes de las otras náyades—. Es la clave para que pueda presentarme de nuevo ante la reina de las hadas sin correr peligro. Tal vez sea nuestra única esperanza de vencer esta plaga.
—Acércate a la orilla, que yo te lo daré —se burló una náyade invisible.
Varias vocecillas se rieron.
—El cuenco es su más preciado recuerdo —dijo Lena—. Nunca renunciarán…, nunca renunciaremos a él. Será mejor que me vaya. Mis hermanas se ponen muy nerviosas cuando paso demasiado tiempo cerca de la superficie.
Kendra notó que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Lena, ¿eres feliz?
—Lo suficiente. Mis hermanas han hecho denodados esfuerzos para rehabilitarme. Ha sido todo un detalle de tu parte dejarme ver a Patton, pero ha hecho que vuelvan a dolerme mis viejas heridas. Por la bondad de tu gesto, te he dicho lo que querías saber. Disfruta del tiempo que te quede en esta vida.
Lena se sumergió en el estanque. Kendra la siguió con la mirada, pero el estanque era profundo y enseguida la perdió de vista.
El abuelo se acercó a su nieta y le puso las manos en los hombros.
—Bien hecho, Kendra. Muy bien hecho.
—El marchito ha agarrado a la repelente —observó una voz.
—¡Tírala al agua! —exclamó otra voz.
—Vámonos de aquí —dijo Kendra.