14
De vuelta a casa
El sol del amanecer bañaba en luz dorada la parte superior de la Meseta Pintada, con las ruinas de los pueblos proyectando largas sombras más allá del filo del precipicio más próximo.
Un lagarto esquelético correteó por encima de una pared semi derruida. Su avance se veía interrumpido por pausas impredecibles. La tierra sedienta y el aire árido habían absorbido ya toda el agua del aguacero. Una cálida brisa y unas cuantas nubes suaves y esponjosas sugerían que la tormenta podría no haber sido más que un sueño.
Kendra, Dougan, Gavin y Warren marchaban por una zona de piedra rojiza, alejándose de las ruinas. Cuando llegaron al filo de la meseta, Kendra se asomó a contemplar un ave de presa que sobrevolaba trazando un amplio círculo ladeando sus pardas alas en la brisa. El aire resultaba llamativamente nítido. El panorama desértico (extensiones de arena y piedra horadadas por cañones y dominadas por escarpados riscos) se veía con tal nitidez que Kendra tuvo la sensación de haberse puesto unas gafas graduadas que realmente hubiera necesitado.
Salir de la gruta había resultado casi tan arduo como entrar. Después de mucho rebuscar, probar y equivocarse, al final habían llegado a la conclusión de que el objeto mágico no estaba ni escondido ni camuflado, sino que sencillamente se lo habían llevado de allí. Warren había avisado a Kendra para que no compartiese ni con Dougan ni con Gavin la traducción de la inscripción del altar. Al final cada uno había escogido varios tesoros de la cámara y se habían marchado.
Al volver a la guarida de Chalize, Kendra había conseguido no poner los ojos en el metálico dragón y Gavin había obsequiado a la cobriza bestia con una selección de los tesoros más lindos que habían robado.
Después, Warren había comprobado con éxito el aire de la cueva de las vainas estranguladoras. Atravesar la cueva había sido complicado y peligroso, pero lo consiguieron.
Kendra había evitado mirar a Neil, del que Warren dijo que estaba ya prácticamente licuado del todo.
Kendra se había caído en la sima, pero osciló hasta la pared, que no le había quedado muy lejos, y Warren la había subido. Los demás cruzaron la cavidad sin incidentes. Cuando llegaron a la plataforma en la que habían empezado, Dougan introdujo la llave y, girando en espiral, ascendieron hasta la kiva.
Sin saber qué enemigos podrían estar acechándolos, el recorrido por la meseta resultó muy tenso. Pero, con Gavin encabezando la comitiva, fue para ellos un alivio no encontrar ni rastro de las criaturas que los habían atacado la noche anterior.
Ahora iban andando junto al borde de la meseta. Kendra llevaba en la mano la vara del tiempo que le había quitado al hombre coyote y, en los bolsillos, joyas que tintineaban al entrechocar. Gavin se había quedado con una pesada corona de oro con zafiros incrustados, que se había puesto en la cabeza. Dougan llevaba un cáliz labrado en platino y cristal. Warren portaba varios anillos nuevos y se abrazaba a una espada envainada que tenía la empuñadura nacarada.
A medio camino aproximadamente del borde de la meseta encontraron un sendero que descendía de la altiplanicie en una serie de pronunciados desniveles. En el trayecto de bajada no se toparon con ningún problema. La calma reinaba en la meseta. El calor era cada vez más intenso y la agradable brisa se aquietaba.
En cuanto llegaron al pie de la ladera, Kendra se sorprendió al darse todos la vuelta y ver que el sendero zigzagueante por el que habían bajado había desaparecido. Iniciaron la marcha alrededor de la meseta para volver a los vehículos, hasta que Gavin divisó el cadáver de Tammy, tendido entre dos rocas altas con forma de bala. Mientras Dougan y Gavin se acercaban para inspeccionar la escena más de cerca, Warren acompañó a Kendra por una ruta desde la que no se veía el cadáver.
El todoterreno y la camioneta estaban aparcadas no muy lejos de donde Gavin había encontrado a Tammy. Warren y Kendra esperaron junto a los vehículos hasta que Dougan y Gavin aparecieron cargados con un bulto tapado. Warren acudió hasta ellos a paso ligero para echarles una mano. Entre los tres colocaron los restos mortales de Tammy en la parte trasera de la camioneta.
—No tenemos las llaves del todoterreno —dijo Dougan—. Las perdimos con Neil.
—Yo puedo ir detrás —se ofreció Gavin.
—Antes de que volvamos a la hacienda, os propongo una cosa —dijo Dougan—. Por si acaso aún tenemos entre nosotros a un traidor, a alguien que trabaje en la reserva, por ejemplo, propongo que digamos que la misión ha sido un éxito. —Dougan levantó el cáliz de platino y cristal—. Mi recomendación es que guardemos este objeto en nuestra caja fuerte como si se tratase del objeto mágico, a ver si el señuelo sirve para desenmascarar a algún enemigo. —Envolvió el cáliz bien envuelto en su poncho.
—Qué buena idea —aprobó Warren.
—Además, transmitir el mensaje de que hemos recuperado el objeto no hará ningún daño —dijo Kendra—. Esa falsa información podría servir para que la Sociedad deje de buscarlo en otros sitios.
—Siempre y cuando no sean ellos quienes realmente se lo llevaron de aquí —murmuró Gavin.
—Una hipótesis posible —reconoció Dougan—. Pero hasta que sepamos más sobre este objeto desaparecido, lo mejor que podemos hacer para despistar a la Sociedad es decir que lo hemos conseguido.
En el viaje de vuelta a la hacienda, Kendra iba sentada entre Dougan y Warren. Se sentía un poco culpable por no decirles a Gavin y Dougan que probablemente el objeto mágico no estaba en manos de la Sociedad del Lucero de la Tarde, sino que lo habían trasladado a Fablehaven. Habían pagado un alto precio para llegar hasta la última cámara de la gruta, y detestaba la idea de despedirse de ellos con la sensación de que la misión había sido un fracaso total. Pero si la Esfinge era un traidor, Warren y ella no podían arriesgarse a permitir que llegase a sus oídos una información vital a través de Dougan y Gavin.
Kendra trató de no pensar en Tammy, tendida en la parte trasera de la camioneta. Se sentía mal porque Gavin tuviese que ir detrás con el cadáver. Y se resistió a pensar en Neil, tan valiente y discreto y cuya recompensa a cambio de un heroico rescate había sido ser devorado lentamente por unos extraños globos en una caverna.
Kendra había hablado poco en toda la mañana, y durante el trayecto en camioneta no soltó prenda. Se sentía al límite. Le escocían los ojos. El peligro la había mantenido alerta toda la noche. Ahora que había pasado, le resultaba mucho más difícil ignorar el cansancio.
Rosa, Hal y Mara salieron de la hacienda cuando la camioneta se detenía. Hal fue hacia ellos con sus andares lentos y decididos, y mientras los demás salían del vehículo echó un vistazo a la parte trasera.
—¿Tammy? —preguntó Hal, con la atención puesta en el bulto.
Dougan asintió con la cabeza.
—No está el todoterreno —observó Hal—. Deduzco que Neil tuvo problemas.
—Vainas estranguladoras —le informó Dougan.
Hal hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y desvió la mirada. Rosa se metió el puño cerrado en la boca para morderse los nudillos y ahogar así los sollozos. Se apoyó en Mara, la cual mantuvo una expresión estoica y una intensa mirada en sus ojos negros.
Contemplar su dolor hizo que a Kendra se le saltaran las lágrimas.
—Entró en la cámara —dijo Hal.
—Tuvimos que hacer frente a serios problemas en la meseta —explicó Warren—. Neil fue un auténtico héroe. Ninguno de nosotros habría podido entrar en la gruta de no haber sido por él. Capear la noche fuera de la cámara habría significado una muerte segura, así que Kendra y él entraron con nosotros.
—Supongo que visteis que era un skinwalker, un chamán navajo —dijo Hal.
—Se transformó en corcel zaino y nos llevó a todos a lugar seguro —afirmó Gavin.
—¿Encontrasteis lo que habíais ido a buscar? —preguntó Hal.
Dougan levantó el cáliz, que seguía envuelto aún en su poncho.
—Os dejaremos tranquilos en cuanto podamos reservar un vuelo.
—Llamaremos a Stu por radio —se ofreció Hal—. Puede meterse en Internet y reservaros los billetes. Habéis tenido que pasar una noche tremenda. —Apoyó una mano en el lado de la camioneta—. Entrad en la casa. Yo me ocuparé de ella.
Kendra siguió a Warren al interior de la hacienda, evitando cruzar la mirada con Rosa o con Mara. ¿Qué debían de pensar de ellos? Unos desconocidos que se presentaban en su reserva, que arrastraban a uno de sus amigos a una peligrosa meseta para recuperar un objeto mágico y que volvían para darles la noticia de su fallecimiento, sin siquiera un cuerpo que enterrar.
—¿Estás bien? —le preguntó Warren.
Kendra no creía que quisiera escuchar lo que de verdad le pasaba por la mente, así que se limitó a asentir con la cabeza.
—Estuviste fenomenal. Ha sido una pesadilla. Ve a descansar un poco, ¿vale? Si necesitas cualquier cosa, dímelo.
—Gracias —respondió Kendra, que entró en su dormitorio y cerró la puerta. Después de quitarse las botas y los calcetines, se metió en la cama, se tapó la cabeza con la almohada y lloró. Sus lágrimas y su llanto amortiguado la ayudaron a librarse del miedo y de la pena experimentados la noche anterior. Enseguida el agotamiento pudo con ella y Kendra se quedó dormida, sin llegar a soñar nada.
Una luz rosada entraba por su ventana cuando Kendra se despertó. Se limpió las lagañas de los ojos y chasqueó la lengua. Notaba la boca seca y con mal sabor. Al incorporarse para sentarse, se sintió atontada y con un ligero dolor de cabeza.
Eso de dormirse cada día a una hora distinta nunca le había sentado nada bien.
Alguien le había dejado un vaso de agua en la mesilla de noche. Bebió un poco, contenta de deshacerse así del desagradable sabor de boca. Cruzó la habitación pisando sin hacer ruido, salió al pasillo y se dirigió a la cocina. Mara levantó la vista. Estaba limpiando la mesa con una bayeta.
—Debes de tener hambre —dijo Mara con su voz ronca.
—Más o menos —respondió Kendra—. Siento mucho lo de Neil.
—Conocía los riesgos —contestó ella sin modificar el tono de su voz—. ¿Prefieres tomar algo ligero? ¿Sopa y tostadas?
—No hagas nada por mí. Ya comeré algo después. ¿Has visto a Warren?
—Está en el patio.
Kendra recorrió el pasillo a toda prisa. Sentía frías las baldosas al contacto con sus pies descalzos. Salió al patio. Aunque el sol estaba poniéndose, los guijarros del sendero de grava aún despedían calor, y crujían bajo sus pies, clavándosele aquí y allá. Varias hadas revoloteaban por allí. Warren se encontraba de pie en un camino enlosado, junto a un cactus en flor, con las manos entrelazadas a la espalda. Se dio la vuelta y sonrió a Kendra.
—Te has levantado.
—Seguramente no pegaré ojo en toda la noche.
—A lo mejor sí. Apuesto a que estás más cansada de lo que tú misma eres consciente. Tenemos billetes reservados para mañana a las once de la mañana.
—Genial.
Warren se acercó a ella.
—He estado pensando. Sin divulgar todo lo que sabemos, quiero advertir a Dougan sobre la Esfinge, simplemente decirle lo justo para que se ande con cuidado.
—Vale.
—No queremos que la Esfinge se entere de que estamos pendientes de él, pero creo que también podemos equivocarnos si guardamos demasiado en secreto nuestras sospechas. Estaba esperándote. Quiero que estés presente para corroborar lo que yo explique. No le digas más que yo. ¿Te parece que es un disparate?
Kendra reflexionó unos segundos.
—Contarle algo a quien sea ya es un riesgo, pero creo que necesitamos a alguien como Dougan para que le vigile.
—Estoy de acuerdo. Como lugarteniente de los Caballeros del Alba, Dougan está muy bien conectado y no se me ocurre ningún otro Caballero de alto rango que me parezca más de fiar que él. —La acompañó de nuevo a la casa. Llegaron a una puerta cerrada y llamaron con los nudillos.
—Adelante —dijo Dougan.
Entraron en un dormitorio recogido y limpio, no como el de Kendra. Dougan estaba sentado a un escritorio, escribiendo en un cuaderno.
—Tenemos que hablar —dijo Warren.
—Por supuesto. —Dougan les indicó que se sentaran en su cama. Él ocupaba la única silla de la habitación. Kendra y Warren tomaron asiento en el colchón.
—Corren tiempos inseguros —empezó diciendo Warren—. Es preciso que te comunique una cosa. Kendra está aquí para verificar mis palabras. Recuerdas cuando te interrogué acerca de la identidad del capitán.
—Sí —respondió Dougan, en un tono que daba a entender que no quería que volviera a preguntarle al respecto.
—Acabamos discutiendo acerca de la Esfinge. Sea cual sea su vinculación con los Caballeros del Alba, como mínimo ha sido desde hace tiempo uno de nuestros más fieles colaboradores. Como lugarteniente, tú estás cerca del capitán, así que hay algo que quería que supieras. Como bien sabes, Fablehaven es una de las cinco reservas secretas.
—En efecto.
—¿Tenías noticia de que este mismo verano la Esfinge se llevó el objeto mágico escondido en Fablehaven?
Dougan se le quedó mirando sin decir nada, haciendo un ligero mohín con los labios.
Negó con la cabeza de manera casi imperceptible.
—Entonces dudo de que te haya llegado la noticia de que además se llevó con él a un prisionero que había estado confinado en la celda más segura de la propiedad, ¿no? Un detenido que llevaba encerrado allí desde el momento de la fundación de la reserva. Un cautivo anónimo con una reputación infame.
Dougan carraspeó.
—No sabía nada.
—Todo el suceso estuvo rodeado de un halo de misterio, de sospechas —continuó Warren—. Nada de ello demuestra que la Esfinge sea un traidor. Pero, teniendo en cuenta todo lo que hay en juego, junto con la naturaleza de nuestra actual misión, quiero estar seguro de que la Esfinge no es la única persona que sabe que el objeto mágico de Fablehaven fue retirado, si entiendes lo que quiero decir.
Dougan asintió en silencio.
—¿Tú viste el objeto mágico? —le preguntó a Kendra.
—Lo vi en acción —dijo ella—. Yo misma lo recargué. La Esfinge vino a Fablehaven y se lo llevó personalmente.
—Si lo que nos contaste es cierto, y la Esfinge no es quien nos dirige, querrás asegurarte de que el capitán esté al tanto de todo esto —dijo Warren—. Si nos engañaste y la Esfinge es el capitán, asegúrate al menos de que algún otro lugarteniente conozca los detalles de lo que te estamos contando. No debería haber una sola persona que tuviese el control sobre más de un objeto mágico.
—Comprendo lo que insinúas —dijo Dougan con voz firme.
—Insinuaciones es lo único que tenemos —repuso Warren—. Te cuento todo esto por pura precaución. No tenemos ninguna intención de acusar erróneamente a un aliado inocente. Aun así, en el caso de que realmente la Esfinge esté trabajando para el bando contrario, por favor, procura que no se entere de nuestras inquietudes. Si es un traidor, ha ocultado bien el secreto y no se detendrá ante nada con tal de impedir que alguien lo descubra.
—Una manera de protegeros frente a él sería acusarle abiertamente —dijo Dougan.
—Dudamos si hacerlo o no… —empezó a decir Warren.
—Porque si está de nuestra parte, necesitamos desesperadamente su ayuda —terminó Dougan—. Difundir falsas acusaciones sobre su deslealtad provocaría una oleada de desconfianza y disensión.
—Y si, como verdadero aliado nuestro, está haciéndolo muy bien al ocultar objetos mágicos, tomando medidas (esperemos) para que nadie sepa el paradero de más de un objeto mágico, no queremos frustrar sus esfuerzos. Dougan, esperamos que nuestras sospechas sean infundadas. Pero no puedo pasar por alto ni la menor probabilidad de que podamos estar en lo cierto. Los resultados serían devastadores.
—Catastróficos —coincidió Dougan—. Ahora entiendo por qué me sondeabais acerca del capitán. Mantendré esto en secreto, y estaré bien atento.
—Es todo lo que pedimos —añadió Warren—. Tenía el presentimiento de que podíamos confiar en ti. Disculpa por perturbarte con esto.
—No me pidas disculpas —dijo Dougan—. Así es como los Caballeros nos supervisamos entre nosotros. Nadie está libre de sospecha. Habéis hecho lo correcto al compartir conmigo vuestras inquietudes. ¿Alguna cosa más? —Se quedó mirando atentamente tanto a Warren como a Kendra.
—No, que yo sepa —dijo Kendra.
—Para que conste —intervino Warren—, nosotros conocemos cuatro de las cinco reservas secretas. Esta, Fablehaven, Brasil y Australia. No sabemos cuál es la quinta.
—Nosotros tampoco, sinceramente —dijo Dougan con seriedad—. Por eso estamos solicitando de manera insistente cualquier información sobre las reservas secretas. En todo este tiempo nuestra política consistía en no inmiscuirnos en estos misterios. Aunque rara vez hablábamos sobre el tema de las reservas secretas abiertamente, la mayoría de nosotros dábamos por hecho que si poníamos en común nuestros conocimientos, al final averiguaríamos dónde estaban las cinco. Corre el rumor de que has estado llevando a cabo una investigación privada sobre el tema.
Warren se levantó, riendo entre dientes.
—Por lo que se ve, no tan privada como suponía. Las cuatro reservas que he mencionado son las que he logrado conocer, y sabía de su existencia antes de haber iniciado realmente mis pesquisas.
—Indagaré sobre este asunto de la Esfinge y os avisaré de cualquier hallazgo importante. Hacedme saber cualquier nueva información que descubráis.
—Cuenta con ello —dijo Warren, y se marchó con Kendra de la habitación.
• • •
Kendra se despertó a la mañana siguiente justo después del amanecer. A su lado en la cama tenía un libro de tapa dura de Louis L’Amour, que había tomado prestado de una estantería del salón. Había terminado necesitando la compañía de esa novela mucho menos de lo que había pensado. Antes de la medianoche, cuando apenas llevaba leído un tercio del western, se le habían empezado a cerrar los ojos y había apoyado la cabeza en la almohada.
Eso era lo último que recordaba.
Kendra dejó la novela en la mesilla de noche y apagó la lamparita. Se sentía tan descansada que no quería intentar volver a dormirse, así que se puso en pie y se vistió. ¿Se habrían levantado ya los demás?
El pasillo al que daba su dormitorio estaba en silencio. Se dirigió a la cocina y no encontró a nadie allí. En la hacienda nunca había sido la primera en despertarse, y no podía imaginarse que todos los demás se hubiesen quedado dormidos hasta después del alba.
Abrió la puerta principal de la casa y se encontró con que Gavin se acercaba andando por el sendero de acceso.
—Buenos días —le dijo Kendra.
—Si tú lo dices —respondió él.
—¿Qué ha pasado?
—Javier ha desaparecido, junto con la caja fuerte.
—¿Qué?
—Echa un vistazo al todoterreno.
Kendra miró más allá de Gavin, al coche que estaba aparcado en el mismo sendero de acceso. Tenía todos los neumáticos pinchados.
—¿Ha reventado las ruedas?
—Y no han podido encontrar la furgoneta por ninguna parte —dijo Gavin—. Han salido todos en moto y a caballo a ver si encuentran su rastro.
—Entonces, ¿Javier era un espía?
—Es-es-es-eso parece. Al menos, el objeto mágico que se llevó era el señuelo. Aun así, Dougan se comportó como si realmente estuviera preocupado. Aunque Javier tuviera un pasado cuestionable de los tiempos en que vendía sus servicios al mejor postor, en los últimos años había demostrado ser un hombre muy de fiar. Dougan dijo que si Javier estaba trabajando en secreto para la Sociedad, entonces cualquiera también.
—¿Y ahora qué hacemos? —se preguntó Kendra.
—Nos marchamos igualmente, tal como habíamos planeado. Venía a la casa para tomar algo de desayuno.
—¿Por qué no me ha despertado nadie? —preguntó ella.
—A mí tampoco vino nadie a despertarme —dijo Gavin—. Querían que descansásemos después de lo de ayer. Pero el ruido de las motos me sacó de la cama. M-m-mi ventana da a la parte de delante de la casa. ¿Tienes hambre?
Gavin entró en la hacienda y fue directo a la cocina, donde cogió leche de la nevera y cereales de la despensa.
—Yo tomaré un cuenco —dijo Kendra—. ¿Quieres zumo de naranja? ¿Tostadas?
—Por favor.
Mientras Kendra le servía un poco de zumo y metía las rebanadas en la tostadora, Gavin puso la mesa, colocando la leche entre los cuencos de cereales, y luego buscó las conservas de un tipo de arándanos llamado boysenberry. Kendra untó las tostadas con mantequilla y las puso en la mesa, vertió leche en su cuenco de cereales y empezó a comer.
Estaban enjuagando los cuencos en el fregadero cuando Dougan entró en la hacienda a grandes y rápidos pasos. Warren venía detrás, pegado a sus talones.
—¿Ha habido suerte? —preguntó Gavin.
—Encontramos la camioneta abandonada cerca de la entrada de la reserva —informó Dougan con tono muy frío—. Le destrozó los neumáticos. Debía de tener a un cómplice esperándole al otro lado de la valla.
—¿Podremos llegar al aeropuerto igualmente? —preguntó Kendra.
—Hal tiene neumáticos de recambio. —Dougan se sirvió un vaso de agua—. Pese a todo, deberíamos poder seguir adelante con el programa. —Dio un trago largo—. Después de todo lo que ha pasado, casi me parece apropiado que tengamos que dar por concluida nuestra estancia aquí con otra nota amarga. No me sorprendería nada que decidan no permitirles nunca más a los Caballeros del Alba el acceso a este recinto.
—Es como si fuésemos lo contrario de un pata de chacalope —coincidió Warren—. Mirando las cosas por el lado positivo, por lo menos nosotros no nos disponemos a confesar a nuestro malévolo jefe que nos hemos partido las piernas y que hemos desvelado nuestra identidad verdadera por robar un objeto mágico de pega. Creo que el viejo Javier podría acabar teniendo peor día que nosotros. —Dio una palmada y se frotó las manos—. Hora de disfrutar de un poco de terapia culinaria. ¿Qué hay para desayunar?
• • •
Sentado en el suelo al lado de su cama, encorvado para leer un viejo y mohoso diario, Seth revisaba página tras página en busca de dos nombres: Graulas y Kurisock. Miró el reloj de pared. Eran casi las doce de la noche. Kendra estaba al caer. No quería que su hermana descubriese que había empezado a leer los diarios de Patton. Le tomaría el pelo toda la vida con eso.
Sus ojos dieron con la palabra «Kurisock», y Seth se detuvo para leer atentamente el pasaje del diario:
Hoy fui de nuevo a visitar el territorio adjudicado a Kurisock. Sigo sospechando que el demonio desempeñó un papel fundamental en la tragedia que acabó con mi tío, cuyos detalles no pretendo narrar en un volumen tan expuesto a cualquiera como este diario. A decir verdad, si mi dolor por la desgracia acaecida no disminuye, tal vez nunca divulgue los pormenores. Basta decir que crucé la frontera del reino de Kurisock y que me acerqué a espiar su foso humeante, una aventura fétida que no me reportó revelación alguna. No oso adentrarme más en su territorio, no vaya a ser que, desprovisto de toda protección, me vea incapaz de defenderme y dé mi vida a cambio de nada. Debo admitir, mal que me pese, que investigar a Kurisock de esta manera, constituye una empresa infructuosa, y por lo menos pretendo cumplir el consejo de no llevar a cabo nuevas incursiones en sus dominios. Dudo de la conveniencia de dejar a mi tía a su destino, pero la mujer que yo conocía ya no existe. Temo que su horrible estado sea imposible de revertir.
Seth había encontrado anteriormente referencias a Kurisock y a su foso de alquitrán, pero ningún pasaje aportaba tantos datos acerca de la naturaleza del demonio como lo que Graulas le había contado. Había encontrado también numerosas menciones a una tragedia que había afectado al tío de Patton. Pero esta era la primera anotación en la que dejaba caer que Kurisock podría haber tenido algo que ver en la caída de su tío. Y hasta ahora Seth nunca había leído nada sobre una rara enfermedad que aquejaba a la tía de Patton.
Se oyeron las fuertes pisadas de alguien que subía las escaleras del desván. Seth dio un respingo y cerró como pudo el diario para meterlo rápidamente debajo de la cama. Trató de adoptar una pose casual cuando se abrió la puerta y Dale asomó la cabeza.
—Han vuelto.
Seth se puso en pie, dando gracias porque la persona que había subido las escaleras fuese Dale y no Kendra. Su hermana tenía la asombrosa habilidad de adivinar cuándo él había estado haciendo algo a escondidas, y no le apetecía nada que se enterase de que había abandonado su rudeza habitual y se había convertido en un ratón de biblioteca, mientras ella había estado por ahí corriendo aventuras.
Siguió a Dale por las escaleras hasta la planta principal, y llegó al vestíbulo de la casa justo cuando la abuela entraba por la puerta rodeando con un brazo a Kendra. Warren y el abuelo entraron con las maletas y cerraron la puerta.
Seth cruzó el espacio hasta Kendra y, con desgana, aceptó el abrazo que le ofrecía.
Retrocediendo unos pasos, la miró con el entrecejo fruncido.
—Si os habéis visto las caras con otra pantera tricéfala voladora, vais a tener que comprarme antidepresivos, chicos.
—Nada de eso —dijo Kendra—. Solo era un dragón.
—¡Un dragón! —exclamó Seth con envidia—. ¿Me he perdido una lucha con un dragón?
—No fue una lucha —le aclaró Warren—. Teníamos que cruzar por delante de él sin que nos hiciera nada.
—¿Adónde habéis ido, para haber tenido que correr por delante de un dragón? —gimió Seth, temiendo la respuesta pero incapaz de resistirse a la tentación de preguntar.
—A otra reserva secreta —respondió su hermana con vaguedad, y miró a su abuela.
—Puedes decírselo —dijo ella—. Esta noche, todos vamos a tener que poner en común nuestras informaciones. Aquí han pasado muchas cosas y estoy segura de que vosotros también tendréis mucho que contarnos. Tenemos que encajar todas las piezas del puzzle para poder avanzar algo.
—Estábamos en una reserva llamada Meseta Perdida, en Arizona —dijo Kendra—. Fuimos a recuperar otro objeto mágico más. Tuve que ayudar a dar de comer a unos zombis.
Seth se puso pálido.
—Diste de comer a unos zombis —susurró admirado. Se golpeó el lado del muslo con el puño cerrado—. ¿Por qué me torturas con este tipo de cosas? ¡Seguro que hasta lo disfrutaste!
—Pues no —reconoció Kendra.
Seth se tapó los ojos con las manos.
—¡Es como si te ocurrieran a ti las cosas más alucinantes solo porque eres demasiado miedica para disfrutarlas!
—Tú charlaste con un antiguo y poderoso demonio —le recordó el abuelo.
—Lo sé, y fue una pasada. Pero a ella no le importa ni un pimiento —se quejó—. Ella simplemente se alegra de no haber estado allí. Lo único por lo que se pondría celosa sería enterarse de que he encabezado un desfile montado en un unicornio mientras unas bailarinas cantaban canciones de amor.
—No pretendas proyectar en mí tus sueños secretos —dijo Kendra con una sonrisilla de suficiencia.
Seth notó que las mejillas se le ponían un poco coloradas.
—No intentes fingir que prefieres ver un dragón en vez de un unicornio.
—A lo mejor tienes razón —reconoció ella—. Sobre todo si el unicornio no se empeña en hipnotizarme y zamparme. Pero esa dragona era bastante bonita. Todo su cuerpo brillaba, hecho de cobre.
—¿Dragona? —preguntó Seth—. ¿Era un dragón chica? Bueno, eso me hace sentir un poco mejor.
—Sé que es bastante tarde —los interrumpió el abuelo—, pero tengo la sensación de que no podemos esperar hasta mañana para contarnos toda la nueva información y para empezar a diseñar un plan. ¿Nos reunimos todos en el salón?
Tras dejar el equipaje en el vestíbulo, los abuelos, Kendra, Seth, Warren y Dale pasaron al salón y tomaron asiento. Para asombro de todos menos de Kendra, Warren reveló la información relativa a que el objeto mágico de Meseta Perdida había sido trasladado a Fablehaven por Patton Burgess, y pasó a contarles que Javier había robado el objeto señuelo.
El abuelo, por su parte, les contó que Coulter y Tanu se habían transformado en dos sombras y les habló de todo lo que Seth había descubierto hablando con Graulas.
—No me puedo creer que ese viejo demonio os dejase escapar a los dos con vida —dijo Warren—. ¿De verdad creéis que podéis fiaros de él?
—Estoy seguro de que no podemos fiarnos de él —respondió el abuelo—. Sin embargo, después de haberlo meditado un poco y de haberme documentado, ahora creo que tal vez nos haya dicho la verdad, puede que por puro aburrimiento, o bien como parte de un complicado plan diseñado por la Sociedad, o bien para obtener cierta venganza personal contra un rival.
—A lo mejor estaba realmente impresionado con mis heroicidades —añadió Seth, levemente ofendido.
—Sospecho que sí lo estaba, pues de lo contrario no se habría fijado en ti en primer lugar. Aun así, no termino de creerme que la sola admiración le impulsase a darte voluntariamente una información tan importante.
—Y yo no termino de creer que estuviese contándoos la verdad, en absoluto —dijo la abuela—. Graulas es un maquinador. No tenemos forma de corroborar nada de lo que dijo sobre Kurisock.
—Al mismo tiempo, nada de lo que hemos encontrado contradice lo que le contó a Seth —replicó el abuelo—. Un demonio como Graulas no invita a los humanos a su guarida ni les deja salir de ella con vida. Lleva siglos en estado inactivo y décadas hibernando. Algo ha debido de despertar genuinamente su interés y espabilarle de su letargo.
—La epidemia misma puede haber penetrado en su estado de hibernación —dijo la abuela—. Quizá lo único que le mueve es participar en la destrucción de esta reserva. ¿Hemos leído los mismos diarios? Graulas nunca ha ocultado su desprecio por Fablehaven. Para él esta reserva es su vergonzosa tumba.
—Yo tampoco soy capaz de entender por completo sus actos, pero hay muchos aspectos de su explicación que sí son factibles —mantuvo el abuelo—. Concuerda con lo que nos contó Vanessa sobre la Esfinge. Es coherente con el hecho de que nunca hayamos encontrado el clavo oxidado que Seth le extrajo a la aparición. Apunta a una fuente factible de la plaga. Esta tarde Hugo y yo exploramos el estanque en el que vive ahora Lena y es cierto que la magia que protege el santuario impide el paso a la oscuridad. Tal como decía Graulas, muchas de las criaturas de luz que quedan por aquí se han congregado en ese lugar.
—¿No crees que la desesperación puede estar influyendo en tu opinión? —preguntó la abuela.
—¡Pues claro que sí! ¡Para aferramos desesperadamente a una esperanza, necesitamos una esperanza! Esta es nuestra primera pista razonable desde que Vanessa sugirió que el prisionero de la Caja Silenciosa podría tener algo que ver. Nos proporciona algo en lo que centrar nuestra atención, y suena bastante creíble.
—¿Hablasteis con Vanessa? —preguntó Kendra.
—Dos veces —dijo Seth con aire de suficiencia y disfrutando con la mirada que le lanzó su hermana.
—¿Y qué os dijo?
La abuela le explicó que Vanessa había nombrado al prisionero como probable origen de la plaga, les había ofrecido su ayuda para encontrar un remedio y había apuntado que ella conocía otros espías en el seno de los Caballeros del Alba.
—Suponía que podría tener información útil —dijo Kendra.
—¿Cuál es el siguiente paso para saber en qué anda metido Kurisock? —preguntó Warren.
—Esa es la cuestión —dijo el abuelo—. Si el demonio puede fusionarse con otras criaturas, dando lugar verdaderamente a un nuevo ser, de pronto debemos reconsiderar a cada ente de la reserva como posible origen de la plaga. ¿Quién sabe qué relación entre dos seres podría haber generado esta epidemia de mal?
Seth tenía algo que añadir, pero quiso formularlo con mucho cuidado.
—Antes, cuando estaba jugando en el desván, di sin querer un golpe a un diario, que se cayó y se abrió por una página que justamente hablaba sobre Kurisock. —Todos le miraban atentamente. Tragó saliva y continuó—. Patton pensaba que Kurisock tuvo algo que ver con la destrucción de su tío.
—Uno de los grandes secretos de Patton —murmuró la abuela—. Nunca explicó del todo cómo encontró la muerte su tío, pero es evidente que tuvo que ver con la caída de la vieja mansión y con por qué nadie tiene permiso para entrar allí. ¿Es posible que Kurisock haya franqueado de alguna manera las fronteras de sus dominios?
El abuelo negó con la cabeza.
—Es imposible que los haya abandonado personalmente. Al igual que Graulas, está constreñido a la parcela de tierra que él rige, incluso en los días festivos. Pero sin duda ha podido orquestar desde lejos este caos.
—Debemos plantearnos si debemos abandonar Fablehaven por el momento —intervino la abuela—. Esta plaga ha engullido demasiado terreno en muy poco tiempo.
—Estaría dispuesto a marcharme si no encontrásemos más pistas —repuso el abuelo—. Pero ahora han surgido dos nuevas razones para quedarnos. Tenemos una posible fuente de la plaga que debemos investigar, y tenemos motivos para sospechar que tal vez haya un segundo objeto mágico escondido en la reserva.
La abuela suspiró.
—No hay nada en los diarios ni en los relatos que…
El abuelo levantó un dedo.
—Patton nunca habría comunicado esta clase de información tan sensible, al menos no abiertamente.
—Pero ¿sí que la transmitió en la escena del crimen? —preguntó la abuela dubitativamente.
—En un idioma de runas que ni Warren, ni Dougan ni Gavin reconocieron siquiera —le recordó el abuelo—. Un misterioso idioma de hadas que solo Kendra podría descifrar. Ruth, si es posible que haya un objeto mágico aquí, debo quedarme hasta que lo recuperemos o hasta que compruebe que no está.
—Por lo menos, ¿podríamos sacar de aquí a los niños? —preguntó la abuela.
—Ellos siguen corriendo un gran peligro al otro lado de los muros de Fablehaven —dijo el abuelo—. Es posible que lleguemos a un punto en el que no les quede más remedio que huir de la reserva, cuando tengáis que iros todos los demás; sin embargo, de momento, mientras los chicos permanezcan dentro de la casa, creo que están más seguros aquí.
—Excepto yo —le corrigió Seth—. Yo no puedo quedarme en la casa. Graulas dijo que debo averiguar el modo de detener a Kurisock.
El abuelo se puso colorado.
—Motivo por el cual precisamente tú no deberías participar. Seguramente Graulas estaba tentándote para ponerte en peligro. Si el clavo te abrió los ojos a determinados elementos de la oscuridad, quién sabe qué otras cosas podrían influir en ti. Más que cualquiera de nosotros, tú no debes correr ningún riesgo.
Warren rio entre dientes.
—Entonces, será mejor que le encerremos en la Caja Silenciosa.
Seth sonrió sin que le hiciera ni pizca de gracia.
—Vamos, ayúdame, Seth, por tu propio bien. Si no te comportas con madurez a lo largo de toda esta situación de crisis, haré caso a la propuesta de Warren —le prometió el abuelo.
—¿Y qué se sabe de nuestros padres? —preguntó Kendra—. ¿Habéis sabido algo de ellos?
—Les dije que os mandaríamos a casa el jueves —dijo el abuelo.
—¡El jueves! —exclamó Kendra.
—Hoy es viernes —dijo Seth—. ¿Nos vamos a casa dentro de menos de una semana?
—Es madrugada del sábado, técnicamente —señaló Dale—. Ya son más de las doce de la noche.
—Fue la única manera que encontré de darles largas —dijo el abuelo—. El colegio empieza dentro de dos semanas. Algo se nos ocurrirá para entonces.
Seth se dio unos golpecitos en la sien, pensativo.
—Si eso quiere decir no ir al colé, a lo mejor deberíamos encerrar a mis padres en las mazmorras.
—Haremos lo que debamos hacer —dijo el abuelo con un suspiro, pues no parecía que le hubiera hecho mucha gracia el comentario de Seth.