13

Admirador secreto

Seth estaba tumbado en la cama, metido debajo de las sábanas, totalmente vestido aunque descalzo, con las manos entrelazadas por detrás de la cabeza, y miraba fijamente el techo abuhardillado de la habitación del desván en penumbra. Meditaba acerca de la diferencia entre valentía y estupidez, una diferenciación que el abuelo había tratado de recalcarle una y otra vez. Se consideraba en posesión de unas definiciones útiles. La temeridad era cuando corrías riesgos sin una buena razón. La estupidez era cuando asumías un riesgo calculado con el objeto de conseguir algo importante.

¿Había sido estúpido anteriormente? ¡Desde luego! Asomarse a mirar por la ventana en la noche del solsticio de verano cuando le habían advertido de que no debía mirar había sido una estupidez. El único beneficio que había sacado de ello había sido satisfacer su curiosidad, pero a cambio había estado a punto de conseguir que mataran a su familia. Este verano también había corrido algunos riesgos por razones poco sólidas. Por supuesto, a veces, cuando el riesgo le parecía desdeñable, no le importaba ser un poco estúpido.

Pero también había actuado con valor. Se había tomado una sobredosis de poción de la valentía para enfrentarse a la aparición, con la esperanza de salvar a su familia. El riesgo había merecido la pena.

¿Iba a ser peligroso escabullirse de la casa para seguir el rastro de las versiones de sombra de Coulter y Tanu por el bosque? Sin duda alguna. La cuestión era si el riesgo estaba justificado.

Esa tarde Tanu había finalizado su transformación en hombre sombra justo al otro lado de la ventana. Había aguardado en el porche a la sombra hasta la puesta de sol, momento en que se había marchado al bosque. Unas horas más tarde, con la noche cada vez más cerrada, las sombras calladas de Tanu y Coulter habían regresado. Visibles solo para Seth, se habían quedado quietas a mitad de camino entre el jardín y la casa, de modo que el abuelo pudo dirigirse a ellos desde la terraza del porche. Tanu había indicado que todo iba bien, haciendo la señal de los dos pulgares hacia arriba, y había hecho gestos a Seth para que fuese con ellos, invitando igualmente al abuelo a unirse al grupo. A base de mímica, Coulter había expresado que él iría por delante de los otros en el viaje, para evitar encuentros con criaturas peligrosas.

Sin embargo, el abuelo había declinado la invitación. Había dicho que si a Tanu y a Coulter se les ocurría cómo podía acompañarlos él sin que fuese Seth, entonces accedería a ir con ellos. Mientras les decía esto, Seth se quedó detrás de él gesticulando disimuladamente, señalando a hurtadillas a su abuelo y diciendo que no con la cabeza, y luego señalándose a sí mismo y a ellos y guiñándoles un ojo. Nadie salvo Seth pudo ver el gesto de Tanu con el que le dio a entender que había captado el mensaje.

Hacía un buen rato que reinaba el silencio en la casa. Si iba a llevar a la práctica el mensaje que había transmitido por mímica a Tanu y a Coulter, había llegado el momento de hacerlo. Pero vaciló. ¿De verdad iba a hacer oídos sordos a una orden directa del abuelo e iba a poner su vida en manos de la versión de sombra de Tanu y Coulter? Si Tanu y Coulter tenían en cuenta lo que era mejor para él, ¿estarían dispuestos a permitir que se escabullera de la casa con ellos en contra de los deseos de su abuelo? Con suerte, debían de estar convencidos de que no le pasaría nada y de que al final el abuelo les daría las gracias a los tres.

¿Cuáles eran las posibilidades? Tal vez le habían tendido una trampa. Tal vez moriría o él mismo quedaría convertido en sombra. Pero también era posible que acabase resolviendo el misterio de la plaga, devolviendo a Tanu y Coulter a su estado original y salvando Fablehaven.

Seth salió sigilosamente de debajo de las sábanas, se calzó y empezó a atarse los cordones. La cuestión de fondo era que el abuelo habría estado dispuesto a jugarse el pellejo apostando a que las sombras de Tanu y de Coulter iban en serio al brindarse a aportar una ayuda valiosa. Y habría ido con ellos si hubiera podido ir él solo. Sencillamente, no estaba dispuesto a poner en peligro la vida de Seth. Para el chico esto demostraba que merecía la pena correr aquel riesgo. Si tanto le quería su abuelo para evitar que corriese un riesgo que merecía la pena, entonces pasaría por encima de él.

Con el calzado bien atado, Seth sacó su bolsa de emergencias de debajo de la cama.

Luego, bajó de puntillas las escaleras del desván, estremeciéndose con cada crujido. Al llegar al pie de las escaleras, la casa seguía a oscuras y en silencio. Seth cruzó a toda prisa el pasillo y bajó las escaleras hasta el vestíbulo. Entró un instante en el gabinete del abuelo, tiró de la cadenilla que encendía la lámpara del escritorio y rebuscó en la bolsa de las pociones de Tanu.

Después de examinar varios frascos, Seth encontró el que quería, lo cogió y cerró la bolsa.

Apagó la lámpara y fue sigilosamente hasta la puerta trasera. Giró el pestillo y salió por la puerta, donde la luz de la luna bañaba el jardín de tonalidades plateadas.

—¿Tanu? —susurró Seth en un susurro forzado—. ¿Coulter?

Dos sombras con forma humana emergieron de detrás de un seto, una más alta y voluminosa que la otra. Seth saltó por encima de la barandilla del porche y cayó sobre el césped. Inmediatamente se acercaron a él otras dos figuras, una más grande que Tanu y la otra algo más alta que Coulter.

Seth destapó la poción que había hurtado y se bebió todo su contenido. Cuando Mendigo y Hugo llegaron hasta él, un cosquilleo efervescente le recorría ya todo el cuerpo y quedó suspendido levitando sobre el suelo, convertido en una versión gaseosa de sí mismo.

Mendigo y Hugo intentaron en vano ponerle las manos encima.

Por supuesto, el abuelo no se había fiado de él. Por supuesto, Mendigo y Hugo habían estado apostados en el jardín con la orden de impedirle salir del recinto ajardinado. ¿Era culpa suya que el abuelo no hubiese tenido la precaución de esconder las pociones de Tanu?

Coulter y Tanu le hicieron señas para que los siguiese. Mentalizándose para desplazar su cuerpo, se deslizó tras ellos lo más deprisa que pudo. Mendigo permanecía a su lado, intentando agarrarle una y otra vez, produciéndole cosquilleos burbujeantes allí donde ponía sus manos de madera. Avanzaba tan despacio que se le hacía insufrible. Hugo acudió a la casa y se puso a dar mamporros en la pared. Seth intentó no prestar atención a las luces que empezaron a encenderse en la casa.

Casi había recorrido toda la distancia que le separaba del bosque, cuando Dale le llamó a su espalda.

—Seth, obedece a tu abuelo y vuelve aquí ahora mismo. —Sin querer mirar atrás siquiera, el chico negó con la cabeza.

Cuando llegó al inicio del bosque, el abuelo le dijo desde el porche:

—¡Espera, Seth, vuelve! ¡Tanu! ¡Coulter! Esperad, oídme, si vais a hacerlo, por lo menos dejad que vaya con vosotros.

Las figuras de sombra se detuvieron. Negando enérgicamente con la cabeza, Seth se cruzó de brazos y volvió a descruzarlos. Era una trampa. En cuanto recuperase el estado sólido, el abuelo le llevaría a casa a rastras. Agitó una mano para instarles a continuar.

—Seth, no les indiques que sigan —le pidió el abuelo—. Tanu, Coulter: si de verdad sois dueños de vuestros actos, esperadme.

Las figuras de sombra se encogieron de hombros mirando a Seth y se quedaron quietas.

Mediante gestos más insistentes, el chico les indicó que continuaran adelante. ¿Es que no conocían al abuelo?

—Mendigo —dijo el abuelo—. Déjalo. Vendrás con Seth y conmigo. Hugo, ve a por la carreta. Creo que la carreta sería el medio más rápido para llegar a nuestro destino, ¿me equivoco?

Tanu asintió con la cabeza. Seth se dio la vuelta para mirar a su abuelo y también respondió afirmativamente con la cabeza.

—Tendremos que esperar a que te solidifiques —dijo el abuelo—. Dejad que vaya a por una linterna y a ponerme ropa más apropiada.

Entró en la casa. Seth indicó a Tanu y a Coulter con los brazos que siguieran adelante, pero ellos dijeron que no con la cabeza.

—Te he visto —dijo Dale desde la terraza del porche—. Deja de decirles que continúen.

Tu abuelo no te está engañando. Es verdad que quiere ir con vosotros, y si quieres que te dé mi opinión, os irán mejor las cosas con él que sin él.

Seth se relajó y se quedó flotando en medio de la oscuridad junto a las sombras de sus amigos. Si el abuelo le estaba preparando una jugarreta, suponía que siempre podría idear otra estrategia para marcharse.

El abuelo volvió vestido para el viaje. Dio instrucciones a Dale para que esperase en casa con la abuela, y para que huyesen de Fablehaven si no conseguían volver o si lo hacían en forma de sombras. Seth se deslizó hacia Hugo, que aguardaba preparado para tirar de la carreta de madera como si fuese una carretilla india gigante. Tanu y Coulter se subieron al carro, y también el abuelo y Mendigo. Seth se quedó flotando al lado de la carreta, esperando a transformarse.

Por fin terminó la tediosa espera, con una descarga de burbujas, y Seth se impulsó con los brazos para subirse a la carreta junto a los demás. Los hombres de sombra se sentaron delante. El abuelo y Seth se acurrucaron en la parte trasera.

—Estoy haciendo esto en contra de mi mejor criterio —dijo el abuelo.

—Es preciso que corramos este riesgo —declaró Seth con su mejor voz de adulto—. No pienso abandonar a Tanu y a Coulter cuando podría ayudarlos.

—Vámonos, Hugo —ordenó el abuelo.

La carreta se puso en movimiento de un tirón y Hugo empezó a recorrer el sendero a grandes zancadas hasta coger un ritmo veloz. El cálido aire de la noche envolvía a Seth como una caricia mientras la carreta avanzaba por la oscuridad. Al llegar a una bifurcación del camino, Tanu le indicó qué dirección debían tomar, Seth tradujo su gesto y el abuelo emitió la orden a Hugo.

Con Hugo brincando infatigable delante de la carreta, recorrieron la pista que conducía al lugar en el que antiguamente se levantaba la Capilla Olvidada. Una vez allí, tomaron varios caminos más y acabaron en una senda llena de baches y maleza por la que Seth nunca había transitado. La carreta saltó y rebotó por aquel camino irregular, hasta que Tanu y Coulter les indicaron que debían parar.

El abuelo encendió la linterna que iluminó una cuesta cubierta de hierba, con una leve pendiente que subía hasta una empinada montaña con una cueva a un lado.

—Dime que no están señalando hacia la cueva —dijo el abuelo.

—Pues sí —respondió Seth—. Ya están bajando de la carreta.

—Podríamos dar media vuelta ahora mismo —dijo el abuelo—. Esa es la guarida de Graulas, uno de los demonios más importantes de Fablehaven. Entrar en su guarida nos pondría a su merced. Sería un suicidio.

Coulter hizo gestos indicando la cueva y se dio unos golpéenos en la sien con su dedo de sombra.

—Graulas tiene información relevante —tradujo Seth.

Tanu y Coulter asintieron a la vez con la cabeza y les hicieron gestos para que los siguieran.

El abuelo se acercó mucho a Seth y le dijo al oído, para que solo lo oyera él:

—Supuestamente, Graulas es el demonio más poderoso de Fablehaven, aunque en los últimos años ha estado hibernando. Sería el último en querer compartir de buen grado cualquier información con nosotros.

Tanu señaló la cueva, hizo el gesto de los pulgares hacia arriba, abrió y cerró la mano que tenía libre, imitando una boca parlante, y señaló a Seth.

—¿Graulas quiere hablar conmigo? —preguntó el chico—. Abuelo, los dos me están respondiendo con los pulgares arriba. Aquí era donde querían traerme. Espera aquí, que yo iré a ver.

El abuelo agarró a su nieto del brazo.

—He venido con vosotros porque quería ver qué se traían entre manos. Si todo iba bien… Pero esto es una locura. Mendigo y Hugo no podrán pisar los dominios de Graulas. El tratado no nos protegerá. Volvemos a casa.

—De acuerdo —replicó Seth, y se apoyó alicaído con la espalda contra la carreta.

El abuelo aflojó la mano con la que asía el brazo de su nieto.

—Tanu, Coulter: esto es demasiado pedir. Vamos a volver.

Soltándose del abuelo de un tirón repentino, Seth se bajó de la carreta de un salto y echó a correr pendiente arriba en dirección a la boca de la cueva. Si Mendigo y Hugo no podían seguirle hasta allí, entonces el abuelo no podría detenerle.

—¡Mendigo, trae aquí a Seth! —bramó el abuelo.

El muñeco de madera saltó limpiamente de la carreta y acortó la distancia con Seth en cuestión de segundos, pero se detuvo en seco a unos quince pasos del camino. El chico continuó colina arriba, pero la marioneta ya no podía seguir subiendo.

El abuelo se puso de pie, con los puños cerrados apoyados en la cadera.

—¡Seth Michael Sorenson! ¡Vuelve a esta carreta ahora mismo!

El chico lanzó una mirada hacia atrás pero no ralentizó la marcha. Los Coulter y Tanu de sombra subían a la carrerilla, uno a cada lado de Seth. La boca de la cueva estaba cada vez más cerca.

—¡Seth, espera! —gritó el abuelo desde el pie de la cuesta, presa de la angustia—. Voy con vosotros. —Al chico no le gustó el tono resignado de su voz.

Se detuvo un momento y se quedó mirando a su abuelo, que subía trabajosamente por la hierba crecida, linterna en mano.

—Puedes venir, pero no te acerques tanto que puedas cogerme.

El abuelo le lanzó una mirada furibunda con los músculos de la mandíbula tensos.

—La única cosa más alarmante que lo que hay en esa cueva será el castigo que te ganarás si salimos vivos de esta.

—Si salimos vivos de esta, habré tomado la decisión correcta. —Seth esperó hasta que su abuelo estuvo a unos diez pasos de distancia, y entonces reanudó la subida hasta la cueva.

—¿Eres consciente de que vamos derechos a la muerte? —dijo el abuelo en tono sombrío.

—¿Quién mejor que un demonio para darnos información sobre una epidemia del mal? —replicó Seth.

Junto a la entrada de la cueva se elevaba un poste alto de madera. Unos grilletes de hierro oxidado colgaban de la punta. Evidentemente, en algún momento había habido víctimas encadenadas ahí. Solo de pensarlo, a Seth le entró un escalofrío. Las sombras de Tanu y Coulter no continuaron más allá del poste. Seth les hizo señas para que le siguieran. Ellos negaron con la cabeza y le indicaron mediante gestos que siguiese él adelante.

La abertura de la cueva era tan grande que habría podido pasar por ella un autobús escolar. Seth entró con sonoras pisadas y se dio cuenta de que al haber estado más preocupado pensando que el abuelo quería impedirle salvar Fablehaven, no se había parado a pensar en si tal vez debía impedirse él mismo el hacerlo. Esperaba que Tanu y Coulter no fuesen esbirros al servicio de este demonio, sin voluntad propia.

Las paredes y el suelo de tierra lisa dieron la impresión a Seth de que la cueva no era de origen natural, sino el resultado de una excavación. Al ir adentrándose por ella, recorrió dos curvas y a continuación la cueva se abrió a una gran sala con el aire algo viciado y el techo abovedado, a través del cual asomaban unas cuantas raíces retorcidas.

Unos muebles podridos y rotos se mezclaban con montones revueltos de huesos blanquecinos. Una mesa enorme, hundida en el centro por el peso, sostenía gran número de libros mohosos, acompañados de los pegotes de cera de velas derretidas. Contra una pared había unos toneles desvencijados, apilados en precario equilibrio, de los que se escapaba su rancio contenido. Entre un revoltijo de cajas destrozadas, Seth se fijó en el destello de unas joyas.

En la abombada pared del fondo las telarañas cubrían con su velo una silueta encorvada, de grandes dimensiones. La chepuda figura estaba sentada en el suelo con la espalda apoyada en la pared de tierra, inclinada hacia un lado. Seth miró hacia atrás por encima del hombro para mirar a su abuelo. Este permanecía totalmente inmóvil, salvo por la mano temblorosa con la que asía fuertemente la linterna.

—Ilumina esa cosa del rincón —dijo Seth.

El foco de la linterna alumbraba en ese momento la mesa abarrotada.

El abuelo no respondió nada. Tampoco se movió.

Entonces, una voz dijo algo, una voz más profunda que la que hubiese podido imaginar Seth alguna vez en su vida, una voz lenta y fatigosa, como al borde de la muerte.

—¿No… tienes… miedo… de… mí?

Seth entrecerró los ojos para tratar de ver mejor aquella forma envuelta en telarañas que estaba en el rincón.

—Claro que sí —respondió él, y se acercó un poco más—. Pero mis amigos me han dicho que querías hablar conmigo.

La figura se removió en su sitio, haciendo temblar las telarañas y produciendo una nube de polvo que se elevó por el aire.

—¿No… sientes… miedo… como… el que… sentiste… en… la arboleda? —Por su voz parecía triste y cansando.

—¿Con la aparición? ¿Cómo sabes eso? No siento el miedo que sentí allí. El miedo de allí me resultó incontrolable.

La figura volvió a moverse. Una de las telarañas más grandes se rasgó y se movió perezosamente como impulsada por una corriente de aire. La voz estruendosa dijo ahora con algo más de fuerza:

—Tu abuelo… es en estos momentos presa de esa clase de miedo. Coge… su luz… y acércate.

Seth fue hasta el abuelo, que seguía sin moverse. El chico le dio unos suaves toques con un dedo en las costillas, pero la única reacción que obtuvo fue un leve estremecimiento.

¿Por qué el abuelo se encontraba tan incapacitado? ¿Graulas estaba dirigiendo su magia específicamente hacia él? Una parte astuta y retorcida de la mente de Seth deseó que el abuelo se quedara así, para no meterse en líos si salían de allí con vida. Le arrebató la linterna de entre los dedos.

—¿Mi abuelo se pondrá bien? —preguntó.

—Sí.

—¿Tú eres Graulas?

—Sí. Acércate.

Pisando con mucho cuidado entre los desechos en descomposición, fue acercándose hasta el demonio, que se puso a apartar las capas de telarañas que le cubrían con una mano ancha y gruesa con garras. De su ropa subían volutas de polvo. Seth se tapó la nariz y la boca para protegerse del putrefacto hedor.

Aunque el demonio estaba sentado en el suelo y estaba encorvado hacia un lado, el chico solo le llegaba a la altura del hombro hinchado.

Cuando la luz de la linterna alumbró la cara del demonio, dio involuntariamente un paso hacia atrás. Su tez era como la cabeza de un pavo: roja, llena de pliegues y flácida, como si la tuviese horriblemente infectada. Estaba calvo y no tenía orejas visibles. Un par de curvados cuernos de carnero le salían de cada lado de su ancho cráneo, y una película lechosa le empañaba los ojos, negros y fríos.

—¿Puedes creer… que un día fui… uno de los seis… demonios… más temidos… y respetados… del mundo? —preguntó, respirando trabajosamente. El cuerpo entero se le mecía del esfuerzo que debía hacer con cada silbante inhalación de aire.

—No lo dudo —respondió Seth.

El demonio sacudió la cabeza pellejuda, haciendo balancearse los pliegues de carne roja.

—No me trates con condescendencia.

—No lo hago. Te creo.

Graulas tosió. Las telarañas se agitaron y se levantó polvo.

—Nada… ha llamado mi atención… en cientos de años —gruñó en tono cansino. Cerró los ojos. Su respiración se hizo más lenta y su voz más firme—. Acudí a este penoso zoológico para morir, Seth, pero para los de mi especie la muerte es un proceso muy lento, muy, muy lento. El hambre no me vence. La enfermedad no tiene nada que hacer. Duermo profundamente, pero no descanso.

—¿Por qué viniste aquí a morir? —preguntó Seth.

—Para abrazar mi destino. Seth, yo he conocido la auténtica grandeza. Caer desde la grandeza, desde las cumbres más elevadas hasta las profundidades más hondas, sabiendo que uno podría haberlo evitado, seguro de que uno jamás recuperará lo que ha perdido, le paraliza a uno la voluntad. La vida no tiene más sentido que el que uno elija darle, y yo dejé de engañarme hace mucho tiempo.

—Lo siento —respondió Seth—. Tienes una araña enorme en el brazo.

—Da lo mismo —dijo el demonio, resollando—. No te he hecho venir aquí para darte lástima con mi estado. Por muy durmiente que me haya quedado, no puedo adormecer todos mis dones. Sin hacer un esfuerzo consciente, sin necesidad de herramientas ni de conjuros, esta reserva sigue expuesta a mi atenta mirada. Toda, excepto unas cuantas zonas seleccionadas. No soporto la fútil monotonía de todo lo de ahí fuera y trato denodadamente de ignorarlo, de mirar a mi interior, y aun así no puedo evitar percibir mucho de lo que sucede. Nada ha despertado mi curiosidad… hasta que llegaste tú.

Graulas abrió sus ojos empañados.

—¿Yo?

—Tu valentía en la arboleda me sorprendió. La sensación de sorpresa era una reacción que había olvidado por completo. He visto tantas cosas que siempre sé lo que puedo esperar. Calculo las probabilidades de que algo salga de tal o cual manera, y mis predicciones nunca se ven frustradas. Antes de que finalizase tu confrontación con la aparición, la poción falló. Yo vi que la valentía artificial te abandonaba. Tu muerte era segura. Sin embargo, pese a mi certidumbre, le quitaste el clavo. Si hubieses sido un héroe de legendaria fama, curtido y bien entrenado, pertrechado de amuletos y talismanes, me habría quedado hondamente impresionado. Pero ¿un simple muchacho llevando a cabo semejante hazaña? Me sorprendió muchísimo.

Seth no supo bien qué responder. Observó al demonio y esperó.

Graulas se inclinó hacia delante.

—Te preguntas por qué te he traído aquí.

—¿Para averiguar qué sabor tengo?

El demonio le miró con aire taciturno.

—Te he traído aquí para darte las gracias por hacerme sentir sorpresa por primera vez en siglos.

—De nada.

El demonio movió la cabeza ligeramente con gesto de negación. ¿O solo se le movieron los ojos?

—Quería agradecértelo concediéndote algo que necesitas en estos momentos: conocimientos. Es probable que no sirva para salvaros, pero quién sabe. Tal vez vuelvas a asombrarme. A juzgar por tu actuación en la arboleda, podría ser un error de juicio considerarte incapaz de cualquier cosa. Siéntate.

Seth se agachó en cuclillas sobre una estantería volcada y corroída.

—La aparición no era nada sin el clavo —dijo Graulas con voz ronca—. Un ser débil, fortalecido gracias a un talismán dotado de un tremendo poder oscuro. Tus amigos deberían haberse esforzado más para recuperarlo.

—Tanu se pasó horas buscándolo —dijo Seth—. Al final llegó a la conclusión de que debió de destruirse cuando yo lo saqué.

—Un talismán de tal potencia no se destruye fácilmente. Cuando tu amigo se puso a buscarlo, ya era demasiado tarde.

—¿Qué pasó con el talismán?

—Primero medita sobre lo que pasó contigo. ¿Por qué supones que eres el único capaz de ver la sombra de tus amigos?

—¿Es algo que me otorgó el clavo?

Graulas se echó hacia atrás y cerró los ojos; una expresión de dolor parecía recorrerle de pronto todo su repugnante semblante, como si estuviese haciendo frente a una repentina oleada de dolor.

—El talismán dejó su marca en ti. Da gracias porque el clavo no entrase en contacto directo con tu piel, pues te habría poseído. A partir de ese momento puedes ver determinadas propiedades oscuras que para la mayor parte de los ojos son invisibles. Y ganaste inmunidad frente al miedo mágico.

—¿En serio?

—Mi presencia inspira un horror paralizante en los humanos, similar al aura que rodeaba a la aparición. Este terror que rezuma de mí forma parte de mi naturaleza. Si te queda alguna duda, mira a tu abuelo.

Seth se levantó, agitó los brazos y flexionó los dedos.

—La verdad es que no siento miedo. Es decir, me preocupa que puedas estar engañándome y que puedas matarme a mí y a mi abuelo. Pero no me siento petrificado como cuando estuve con la aparición.

—Esta visión que te ha sido concedida podría ayudarte a encontrar la fuente de la magia que está transformando a las criaturas de Fablehaven —dijo Graulas—. Tus amigos que se hallan en estado oscurecido siguen siendo de fiar. Para ser criaturas tan frágiles, a veces los seres humanos poseen una fuerza asombrosa. Una de ellas es la capacidad de mantenerse dueños de sí mismos. La misma magia que ha alterado a las criaturas de Fablehaven no ha conseguido adueñarse de la mente de Coulter ni de Tanugatoa.

—Me alegra saberlo —dijo Seth.

Graulas hizo una pausa aún con los ojos cerrados, haciendo mucho ruido al respirar.

—¿Querrías conocer lo que pienso sobre el origen de los problemas actuales que aquejan Fablehaven?

—¿Tuvo algo que ver con el prisionero que liberó la Esfinge?

Graulas abrió los ojos.

—Muy bueno. ¿Acaso conoces la identidad del cautivo?

—¿O sea que la Esfinge es realmente un traidor? —exclamó Seth—. No, ninguno de nosotros sabe quién era el prisionero. ¿Lo sabes tú?

Graulas se humedeció los labios; su lengua tenía un color amoratado y estaba salpicada de llagas.

—Su presencia era inconfundible, aunque casi nadie habría sido capaz de captar su auténtica identidad. Era Navarog, el príncipe de los demonios, señor de los dragones.

—¿El prisionero era un dragón?

—El más importante de todos los dragones oscuros.

—Parecía de tamaño humano.

—Estaba disfrazado, naturalmente. Muchos dragones puedes adquirir forma humana cuando les conviene. Navarog no recuperó su auténtica forma mientras estuvo dentro de la finca. Sus asuntos en Fablehaven le imponían mayor sigilo.

Seth volvió a sentarse en la estantería volcada.

—Lo has dicho en pasado. ¿Ya no está?

—Se marchó de Fablehaven el mismo día que la Esfinge le liberó —contestó Graulas—. Nunca había sido formalmente admitido en Fablehaven, por lo que los muros no podían retenerle. Pero no se marchó hasta después de haber cometido ciertas fechorías. En primer lugar, acudió a la arboleda para llevarse el clavo. El oscuro talismán se había hundido ya bien hondo en la tierra, motivo por el cual Tanugatoa no lo vio. Pero asomó a la superficie en cuanto fue llamado. Entonces, Navarog se lo llevó a Kurisock.

—¿El otro demonio?

—Hay unos cuantos lugares en Fablehaven en los que no puedo entrar a través de mis sentidos. Uno de ellos es la casa y el jardín en el que vives con tus abuelos. Otro es la mansión que en su día fue la residencia del encargado. Y otro es el minúsculo territorio gobernado por Kurisock. No puedo decir con exactitud qué hizo Navarog con el clavo, pero sí que lo tenía cuando entró en los dominios de Kurisock y que cuando se marchó el talismán ya no estaba en su poder. Después de entregar el clavo, Navarog huyó de la reserva.

—¿Adónde iría desde aquí? —preguntó Seth.

—Dado que estoy atado a esta reserva, mi visión no llega más allá de los confines de la finca —explicó Graulas—. No tengo ni idea de adónde podría haber ido un dragón tan poderoso como Navarog.

—Entonces, para salvar Fablehaven, tengo que hablar con Kurisock —dijo Seth.

—Sería curioso observar qué tal te iría si te enfrentases a él —musitó Graulas con un destello en su ojo. Algo en aquella mirada lo convenció de que el demonio estaba de alguna manera jugando con él—. No me preguntes por qué Navarog acudió a ver a Kurisock. Si este ha hecho alguna vez una gran hazaña, yo desde luego no tengo noticia. En alguna ocasión ha provocado daños devastadores, pero carece de las facultades de un maestro de la estrategia. Hubo un tiempo en que Navarog me habría traído el talismán directamente a mí.

—¿Solo quieres utilizarme para ponerle la zancadilla a un rival tuyo?

—¿Rival? —bramó Graulas, casi riendo guturalmente—. Hace mucho tiempo que dejé de medirme contra otros.

—¿Qué hago para detener a Kurisock?

—Kurisock es más sombra que sustancia. Para interactuar con el mundo material, se infiltra en otro ser. A cambio de tomar prestada su forma física, dota de poder al organismo en el que reside. Dependiendo de con quién se fusione simbólicamente Kurisock, los resultados pueden ser impresionantes.

—Así pues, no actúa solo.

—En mi larga existencia nunca he visto que la oscuridad transformase a los seres de una manera tan infecciosa como lo que está pasando en esta reserva. No sé cómo está ocurriendo. Por el juramento que le obliga, Kurisock no puede salir de los límites de sus dominios aquí en Fablehaven. Debe de haberse compinchado con una entidad muy poderosa, y el clavo debe de estar amplificando sus capacidades.

—¿El clavo haría cosas diferentes para Kurisock de las que hizo para la aparición?

—Sin lugar a dudas —respondió Graulas—. El clavo es una mina de poder oscuro. Sin él, la aparición no habría resultado tan intimidatoria. Con ella, se convirtió en una de las criaturas más peligrosas y poderosas de Fablehaven. Con el clavo, Kurisock se transformó en un ser de gigantesco poder. Con el talismán, es posible que sus habilidades hayan aumentado tanto que expliquen esta violenta epidemia de oscuridad.

—Tú eres un demonio, ¿no? —dijo Seth recelosamente—. Sin ánimo de ofender, pero ¿no deberías alegrarte por esta plaga?

Graulas tosió y su moribundo cuerpo se convulsionó.

—El péndulo oscila entre la luz y la oscuridad una y otra vez. Hace mucho tiempo que perdí el interés en ello. Aquello que reavivó mi interés fuiste tú, Seth. Siento curiosidad por ver qué tal se te dará enfrentarte a esta amenaza.

—Lo haré lo mejor que pueda. ¿Qué más puedes contarme?

—Lo demás tendrás que averiguarlo con ayuda de tus amigos —dijo Graulas—. No disponéis de mucho tiempo. La oscuridad infecciosa está extendiéndose de manera inexorable. Solo hay un par de refugios seguros en la reserva, y ni siquiera allí podréis resistir indefinidamente. Yo no puedo ver el santuario de la reina de las hadas. Es un lugar que repele la oscuridad. Muchas criaturas de la luz han buscado refugio alrededor de su estanque. Y los centauros, entre otros, se han retirado a terrenos protegidos, en un extremo apartado de la reserva, dentro de un círculo de piedras al que no puede acceder la oscuridad. Esos serán los últimos lugares en caer.

—Y la casa —añadió Seth.

—Si tú lo dices… —dijo Graulas—. Ahora debo descansar. Coge a tu abuelo y márchate. Este es otro triunfo que puedes añadir a tu lista: pocos mortales han llegado a mi presencia y han vivido para contarlo.

—Una cosa más —pidió Seth—. ¿Cómo sabían Coulter y Tanu que podría fiarme de ti?

—Coulter estaba por ahí explorando, buscando el origen de la plaga. Vino a verme. En su estado actual, aunque puedo verle y oírle claramente, no podía hacerle daño. Le dije que tenía información que quería compartir contigo y le convencí de que era un sincero admirador tuyo. Después, convencí también a Tanugatoa. Por suerte para ti, les estaba diciendo la verdad. Anda, vete y salva este ridículo y desdichado zoológico, si te atreves.

Graulas cerró los ojos. Su rostro blandengue y lleno de surcos se distendió y a continuación la cabeza se le descolgó hacia delante como si acabase de sumirse en un estado de inconsciencia.

Seth dejó colgar la linterna de una cuerda que llevaba atada a la cintura y regresó junto a su abuelo, al que agarró por debajo de los brazos. El contacto pareció servir para hacer que espabilase y para sacarle de su trance. Seth le ayudó a salir de la cueva por su propio pie.

Coulter y Tanu los esperaban fuera. En cuanto hubieron salido de nuevo a la luz de la luna, el abuelo experimentó un espasmo y movió los brazos de manera descontrolada, por lo que Seth le soltó.

—¡Estamos fuera! —exclamó el abuelo, atónito.

—Graulas nos ha dejado salir. ¿Captaste algo de lo que nos dijo?

—Cosas sueltas —contestó el hombre, con la frente arrugada—. Me costaba escucharle con atención. ¿Cómo has soportado el terror? ¿Y el frío?

—En realidad, el aire de la cueva estaba bastante cargado —dijo Seth—. Supongo que soy inmune al miedo mágico. Tiene algo que ver con que sobreviviera a la aparición. Debemos mantener una larga charla.

El abuelo se inclinó hacia delante y se limpió los pantalones con las manos.

—Eres consciente de que no podemos fiarnos de lo que Graulas te haya contado…

—Lo sé. Pero debemos tomarlo en consideración. Estoy casi seguro de que me ha dicho la verdad. Si pretendiese hacernos algún daño, lo único que tenía que hacer era sentarse a observar cómo caíamos todos. Por lo menos esto nos proporciona algún hilo del que tirar.

El abuelo asintió en silencio, mientras se dirigía hacia Hugo y la carreta.

—Lo primero es lo primero. Volvamos a casa a rápidamente.