12

Obstáculos

Dougan se puso en cuclillas al lado de Neil.

—¿Qué tal tu pierna?

Con la frente arrugada, Neil probó a mover la rodilla.

—Creo que me he desgarrado un tendón. No podré caminar con normalidad hasta dentro de un tiempo.

—¿Quién te hirió? —preguntó Kendra.

—Yo mismo —respondió Neil, compungido—. Era una lesión de viejo, por haber corrido demasiada distancia, demasiado deprisa y por un terreno demasiado firme.

—Llámala lesión de héroe —dijo Warren—. Deberías haberle visto derribar a algunas de las criaturas que me tenían apresado.

—Puedes usar mi lanza como muleta —se ofreció Gavin.

—Tendremos todos más probabilidades de salir con vida si la lanza se queda en tus manos —respondió Neil.

Gavin le pasó la lanza.

—Cuando empiecen los problemas, pásamela.

—Si fuese mejor para la misión, yo podría quedarme atrás con Neil —sugirió Kendra.

Warren negó con la cabeza.

—Si hubiésemos podido dejarte a salvo arriba, perfecto. Pero aquí abajo tendremos más probabilidades de sobrevivir si estamos todos juntos.

—Tammy mencionó a una bestia descomunal cubierta de tal cantidad de cuchillos que parecían plumas —dijo Dougan. Iluminó la inmensa cámara con su linterna, mostrándoles la boca de tres cuevas diferentes—. La bestia debería estar al fondo de ese pasadizo, el más ancho. Dijo que merodeaba por aquí para dar caza a los rezagados.

—Hablando de Tammy —dijo Kendra—, ¿podemos hacerlo sin ella? ¿Su cometido no era hacer que superáramos las trampas?

Dougan se puso en pie y se desperezó.

—Perderla ha sido una tragedia y va a suponer un duro golpe para la misión, pero nos dio tanta información que no estaremos dando vueltas sin rumbo, al menos no hasta después de vencer al dragón. —Movió la linterna para iluminar la salida más angosta de la cámara—. Por ejemplo, ese túnel va empinándose cada vez más hacia abajo para descender en vertical hasta profundidades insondables. Nos interesará ir por la caverna mediana.

—D-d-d-deberíamos ponernos en marcha —sugirió Gavin.

Warren se bajó de la plataforma circular en la que habían descendido y pisó el suelo de la cámara, golpeándolo con el extremo partido de su lanza para comprobar su consistencia. Los demás le siguieron. Dougan intentó ayudar a Neil, pero el navajo rechazó cualquier ayuda sin decir nada y prefirió avanzar cojeando, apoyándose con todo el peso de su cuerpo en la lanza.

Aunque no emitió quejido alguno, por su manera de apretar la mandíbula y por la tensión de los músculos de alrededor de los ojos era evidente el dolor que estaba sufriendo.

Warren llevaba una linterna, igual que Dougan. Gavin, cubriendo la retaguardia, conservaba la linterna de Kendra. Alumbró una reluciente formación rocosa que había adosada a una pared, con forma de órgano de tubos que parecía que estaban derritiéndose. La abertura del pasadizo de tamaño mediano estaba guardada por altas estalagmitas, unas formaciones de piedra ahusadas de color caramelo que parecían querer tocar las estalactitas que colgaban del techo.

Después de pasar entre las estalagmitas, descendieron por el escarpado y sinuoso pasadizo. Estalactitas minúsculas, semejantes a pajitas de refresco, pendían en frágiles racimos. Las paredes pandeadas eran de color amarillo tostado. Algunos tramos de la bajada estaban tan en pendiente que Neil se sentó y fue bajando con el trasero pegado al suelo.

Kendra se agachó y fue agarrándose a las protuberancias de la roca con la mano libre, mientras con la otra asía el cayado de las sonajas, procurando evitar que sonase.

Kendra oyó el sonido de un curso de agua, más allá, delante de ellos. El rumor constante fue sonando cada vez más fuerte hasta que vieron el paso cortado por una sima en cuyo lecho había un río de aguas rápidas y profundas. La única manera de cruzarla era pasar saltando por una hilera escalonada de toscas columnas de piedra, ninguna de ellas de la misma altura exactamente.

Warren alumbró con la linterna las tres columnas más anchas y tentadoras.

—Tammy nos advirtió de que esas tres son una trampa, que están articuladas de manera que se hunden si las pisas. Como podéis ver, hay suficiente cantidad de columnas como para tomar rutas alternativas sin tener que pisar las tres de mayor tamaño.

Warren desenrolló una cuerda, dio un extremo a Dougan y empezó a pasar de una columna a otra, saltando sin detenerse ni perder el pie en ningún momento. A pesar de su confianza, Kendra se notó en tensión hasta verle sano y salvo al otro lado de la sima.

—Atad la cuerda al arnés de Kendra —dijo Warren. Dougan se puso de rodillas y pasó la cuerda por los enganches de metal y los mosquetones de Kendra.

—¿Has visto cómo lo ha hecho?

Ella dijo que sí con la cabeza.

—No pienses en la caída que hay —sugirió Gavin, devolviéndole la linterna—. Yo te sujetaré la vara de la lluvia.

Kendra le entregó el cayado del hombre coyote.

La chica se acercó al borde de la sima. La lisa parte superior de la primera columna estaba a un pasito de distancia. Intentó imaginarse que estaba cruzando de piedra en piedra por un arroyo poco profundo y dio un paso al frente. La siguiente columna era más redondeada e iba a tener que saltar para llegar hasta ella, pero tenía sitio suficiente para los dos pies. Si no fuera por el tenebroso vacío que se abría abajo, el salto no habría resultado tan intimidante, pero no conseguía hacer que su cuerpo se moviese.

—Pon una mano en la cuerda —dijo Warren a lo lejos—. Recuerda que si te caes, yo estoy aquí para subirte.

Kendra apretó los labios. Si se caía, se balancearía hasta la otra punta de la sima y se estamparía contra la pared, y se golpearía seguramente con alguna que otra columna por el camino. Pero agarrarse a la cuerda sí que le procuró cierta ilusión de seguridad.

Reprendiéndose a sí misma para pensar como Seth, lo cual significaba para ella no pensar en absoluto, saltó a la siguiente columna, hizo equilibrios y se estabilizó.

Salto tras salto, paso a paso, fue avanzando alrededor de dos de las tres columnas más grandes. Cerca del otro lado de la sima, para sortear la última de las tentadoras y traicioneras columnas iba a tener que vérselas con unas columnas tan pequeñas que solo tenían sitio para un pie cada vez.

—Pásalas de un tirón, Kendra —le aconsejó Warren—. Cinco pasos rápidos, como si estuvieses jugando a la rayuela. Casi estás conmigo. Si te caes, no pasa nada.

Kendra planificó los pasos. Warren tenía razón: si se caía, ahora el balanceo hasta el otro lado de la sima no suponía ya una amenaza. Reuniendo valor una última vez, saltó, saltó, saltó, saltó y saltó, y se lanzó sin ningún equilibrio en los brazos abiertos de Warren.

Dougan, Neil y Gavin festejaron su logro al otro lado de la sima. Warren desató a Kendra, anudó la cuerda de escalada en su enorme linterna y la lanzó por encima del vacío en dirección a Dougan, que la cogió al vuelo.

—Neil no quiere jugársela a cruzar las columnas con un solo pie —dijo Dougan desde el otro lado—. Cree que lo mejor es tirarse aposta con la cuerda por el vacío, lo cual significa que será mejor que cruce yo a continuación para ayudarte a sujetarlo.

—De acuerdo —respondió Warren.

—Creo que puedo llevarle en brazos —intervino Gavin. Nadie replicó—. No sería muy diferente de los ejercicios de entrenamiento que solía obligarme a hacer mi padre. Soy más fuerte de lo que parezco.

—En cualquier caso, será mejor que cruce antes para amarrarte mejor —dijo Dougan, atándose la cuerda alrededor del cuerpo.

—¿Cómo volvió Javier por aquí con las piernas heridas? —se preguntó Kendra.

—Tammy cargó con él —dijo Warren—. Javier tenía una poción con la que redujo su peso.

—Ya puestos, ¿cómo salieron de aquí? —siguió ella—. Creía que estas grutas estaban pensadas para que la gente no pudiese volver, a no ser que se hubiesen apoderado del tesoro.

Warren movió la cabeza afirmativamente, observando a Dougan cruzar.

—Eso pensaba yo también. Tammy y Javier tuvieron la sensación de que el dragón era una muerte segura, por lo que se arriesgaron a desandar el camino, y la apuesta les salió bien.

Aunque sus movimientos no eran gráciles, Dougan cruzó la sima sin contratiempos.

Warren lanzó la linterna con la cuerda en dirección a Gavin, que la cogió con una mano y empezó a fijar la cuerda al cuerpo de Neil.

—¿Estás seguro de que Neil no te pesará demasiado? —preguntó Dougan a gritos.

Gavin se inclinó hacia delante y se subió a Neil sobre un hombro. Sin responder nada, pasó a la primera columna y a continuación dio un saltito para llegar a la segunda. Además de llevar a Neil sobre un hombro, Gavin sostenía el cayado, que sonaba a cada salto que daba.

Kendra notaba que las tripas se le encogían a cada brinco, y en un momento dado se le retorcieron violentamente cuando él se tambaleó con torpeza, encaramado en el extremo pequeño y redondeado de una columna. Gavin dudó en el mismo punto en el que Kendra se había detenido, estudiando los cinco saltos consecutivos que completarían la empresa de cruzar la sima. Colocándose a Neil con un solo movimiento rápido, Gavin saltó de columna en columna y al llegar a suelo firme, al otro lado del abismo, cayó de hinojos.

—¡Bien hecho! —le felicitó Dougan, dándole unas palmadas en la espalda—. Creo que nunca más subestimaré la fortaleza de la gente joven.

—F-f-f-fue más duro de lo que pensaba —dijo Gavin entre jadeos—. Por lo menos, lo hemos logrado.

Warren ayudó a Neil a bajarse del hombro del muchacho. Enrolló la cuerda y encabezó la marcha por la gruta, que seguía descendiendo aunque ya no con la misma pendiente de antes. Gavin usó el foco de la linterna para alumbrar unas rutilantes zonas de calcita que había en las húmedas paredes de la gruta. También iluminó unas ondulaciones de colores que parecían lonchas de beicon. Kendra prácticamente podía saborear la roca con cada respiración que hacía. El ambiente resultaba incómodo de tan fresco. Deseó que se le secara pronto la ropa.

El pasadizo iba estrechándose, hasta que tuvieron que ponerse todos de lado para poder continuar. De pronto se ensanchó y se encontraron en una espaciosa caverna. Warren se detuvo e indicó a los demás mediante gestos que hiciesen lo mismo.

—¿Vainas estranguladoras? —preguntó Dougan.

—No te vas a creer cuántas —respondió Warren—. Venid hacia delante muy despacio. No salgáis del todo de la protección que ofrece el pasadizo.

Los demás se acercaron agachados hasta poder disfrutar de una panorámica de la atestada caverna. Millares de bulbos flotaban en el aire. Jaspeados con tonalidades canela, marrones y negras, eran casi esféricos, o con la parte superior un poco más estrecha. Su textura era fibrosa, como la cascara del grano. Los de menor tamaño eran como pelotas de gomaespuma, y los más grandes como pelotas de playa. Todos permanecían en movimiento constante, flotando perezosamente hasta rozarse unos con otros, en cuyo caso se repelían con suavidad mutuamente.

—¿Qué son? —preguntó Kendra.

—Si los tocas, explotan y sueltan un gas altamente tóxico —le explicó Dougan—. El gas puede penetrar en tu organismo a través de la respiración o hasta por mero contacto con tu piel. Morirás casi al instante, y el veneno irá licuando tu cuerpo poco a poco. Al final tus despojos se evaporarán en forma de un vapor que podrán absorber otras vainas estranguladoras.

—Si uno de nosotros toca ni tan siquiera una vaina estranguladora pequeña, todos los que estamos en la caverna pereceremos, y no se podrá entrar sin riesgo hasta que hayan pasado varias horas —dijo Warren.

Kendra intentó imaginarse cómo sería adentrarse por esa caverna. Las vainas estranguladoras flotaban a una altura de entre treinta y sesenta centímetros del suelo hasta casi rozar el techo, sin tocar en ningún momento las paredes. Entre ellas había algo de espacio, pero no mucho, y su constante deslizamiento por el aire quería decir que se abrían y cerraban una y otra vez huecos lo bastante grandes para dejar pasar a una persona.

—¿Adónde estamos intentando llegar? —preguntó.

—Hay varios pasadizos falsos repartidos por todo el perímetro de la sala —contestó Dougan—. Pero el verdadero camino adelante es a través de un agujero que hay en el centro.

Kendra vio una zona elevada en el centro de la caverna. Rodeado de rocas, el agujero no era visible. Se trataba de un buen sitio para esconderse durante el camino a través de la caverna, sobre todo porque donde más se aglomeraban las vainas estranguladoras era en el centro de la sala.

—Tammy contó que la clave consistía en permanecer agachados —relató Warren—. Las vainas estranguladoras nunca tocan el suelo ni el techo ni las paredes ni las estalagmitas ni las estalactitas ni otras vainas. Dijo que rara vez descienden tanto como para tocar a una persona que esté tumbada en el suelo de la caverna. Así pues, nos pegaremos al suelo y permaneceremos tan cerca de las estalagmitas como nos sea posible.

—¿Podrás apañártelas, Neil? —preguntó Dougan.

Este asintió estoicamente.

—Yo lo intentaré primero —dijo Warren—. Volved todos al pasadizo. Os avisaré con un grito si rozo una vaina estranguladora y contamino la caverna. En ese caso, regresad a la sima y esperad. De lo contrario, os avisaré en cuanto me haya metido a salvo en el agujero.

El resto del grupo se retiró al angosto pasadizo, ahuyentando la oscuridad con la ayuda de dos linternas.

—Tú irás la segunda, Kendra —le informó Dougan.

—¿No debería ir Gavin? —sugirió ella—. Si todo lo demás falla, Warren y él podrían continuar el camino y recoger el objeto mágico. Luego irías tú, Dougan, para poder ayudarlos, y finalmente Neil y yo.

—Tiene su lógica —comentó Neil.

—Solo que yo soy el más grande y, por tanto, el que más probabilidades tiene de tocar una vaina estranguladora aun estando tumbado boca abajo —dijo Dougan—. Gavin a continuación, luego Kendra, luego yo y al final Neil.

Esperaron en silencio. Kendra oyó un rugido distante a su espalda, leve, como si fuese el último rebote de un eco.

—¿Has oído eso? —le susurró Kendra a Gavin.

—Sí —contestó él, y le estrechó la mano para tranquilizarla.

Incluso dentro de una cueva oscura rodeada de altas probabilidades de perecer, Kendra no pudo evitar preguntarse si quizás aquel gesto había tenido algo de romántico. Dejó su mano en la de él, disfrutando de su contacto, pensando en el contraste entre su tartamudez y la seguridad con la que la había protegido en el exterior de la meseta.

—¡He llegado bien! —gritó Warren por fin.

—Supongo que me toca —dijo Gavin—. Kendra, me llevaré la vara. Y la lanza, Neil; podrías tropezarte con ella ahí fuera. O-os veo al otro lado, chicos. —Le pasó a Kendra su linterna y dijo en voz más alta—: Warren, ¿puedes alumbrarme el camino?

—Claro —le respondió.

Se alejó por el pasadizo hasta perderse de vista. Parecía que había transcurrido mucho menos tiempo del que Warren había tardado cuando se oyó exclamar a Gavin:

—¡Le toca a Kendra!

Con la boca seca y las palmas de las manos húmedas, ella empezó a reptar. Donde terminaba el pasadizo, se detuvo a mirar la caverna y a observar las vainas estranguladoras que subían y bajaban como en sueños, que se deslizaban a un lado y otro, en todas las combinaciones posibles. Podía ver la cabeza de Warren en el centro de la sala. Sostenía en alto una linterna.

—Kendra —dijo Warren—, yo iré detrás. Tú pega la tripa al suelo y sigue el foco de mi linterna. Deja que vaya diciéndote cómo avanzar. Tengo la ventaja de poder ver todo tu cuerpo de una vez, junto con las vainas estranguladoras que estén cerca de ti. Dio resultado con Gavin.

—Pero si choco con una vaina, moriréis conmigo.

—Si haces estallar una vaina estranguladora y el gas no llega hasta mí, el que me matará será tu abuelo. Adelante.

Kendra se postró y avanzó reptando como una lombriz. El suelo de la caverna no era ni liso ni especialmente rugoso. Kendra fue avanzando lentamente, impulsándose con las rodillas y los codos, contoneando la cintura, dando gracias por tener el foco de la linterna de Warren como guía. Mantenía la mirada clavada en el suelo, apenas consciente de los bulbos que subían y bajaban por encima de ella cual grotescos globos de aire.

Se encontraba a más de la mitad del camino hasta el centro de la caverna cuando oyó que Warren tomaba aire sonora y rápidamente.

—Mantente tumbada, Kendra, ¡lo más pegada al suelo que puedas! —Kendra apoyó la mejilla en la piedra, exhaló el aire de los pulmones y se figuró penetrando en la roca—. Cuando yo te lo diga, rueda hacia la izquierda y quédate boca arriba. Piensa cuál es la izquierda desde tu perspectiva; no gires a la derecha. Preparada, casi, casi, ¡ya!

Kendra rodó hacia la izquierda y se quedó boca arriba, manteniendo el cuerpo lo más pegado al suelo que podía. Aunque deseaba cerrar los ojos, no podía evitar mirar. A su alrededor había infinidad de vainas estranguladoras. Se quedó mirando una vaina gigante que descendía a su lado hasta quedar a escasos centímetros del suelo de la caverna, precisamente donde antes había estado ella, y volvía a ascender hasta una altura suficiente como para haberle quedado por la cintura.

—Quédate quieta —le ordenó Warren, con tensión en la voz.

Aunque la vaina estranguladora gigante no tocó a ninguna de las demás, su ascensión afectó a las que había alrededor y las desplazó en nuevas direcciones. Un par de vainas estranguladoras del tamaño de balones de baloncesto estuvieron a punto de chocar justo encima de la nariz de Kendra, tan cerca de su cara que dio por hecho que las dos le rozarían la piel y se romperían. Pero, en vez de eso, se alejaron deslizándose suavemente sin haberla tocado, por muy, muy poco.

Temblando, Kendra tomó aire lentamente y observó cómo se dispersaba con toda parsimonia el conjunto de vainas estranguladoras que flotaban encima de ella. Del rabillo del ojo se le escapó una lágrima.

—Bien hecho, Kendra —dijo Warren, aliviado—. Rueda de nuevo sobre tu izquierda y ve siguiendo el haz de luz de mi linterna.

—¿Ya? —preguntó Kendra.

—Sí, sí.

Rodó sobre su costado y fue avanzando palmo a palmo, tratando de serenar su respiración.

—Acércate deprisa —le indicó Warren—. Has llegado a una zona libre.

Al propulsarse rápidamente por el suelo de la caverna notó cuánto le dolían los codos. El foco de la linterna la guio primero hacia la derecha y a continuación hacia la izquierda.

—Más despacio —dijo Warren—. Espera, detente, retrocede un poco.

Kendra alzó la vista y vio que una vaina estranguladora del tamaño de una pelota de voleibol descendía hacia su cabeza en diagonal. Sin duda, dibujaba una trayectoria de colisión.

—¡No ruedes sobre ti! —la avisó Warren—. ¡Tienes otra al otro lado! ¡Sóplala!

Kendra arrugó los labios y vació los pulmones en dirección a la vaina estranguladora que se cernía sobre ella. La bocanada de aire hizo desviarse de su curso al moteado bulbo.

—¡Quédate tendida! —ordenó Warren.

Esta vez sí que cerró los ojos y esperó en la oscuridad a que una vaina estranguladora le rozase la piel y estallara.

—Vale —dijo Warren—. Ya casi estás, Kendra. Repta hacia delante.

Abrió los ojos y siguió el foco de luz hasta la barrera de roca que formaba el borde del agujero. ¡Qué cerca estaba Warren! Él le ordenó esperar y, a continuación, aprovechando que el aire quedó despejado momentáneamente, le dijo que pasase por encima de las rocas.

Entonces, la ayudó a estabilizarse en unos travesaños de hierro que había atornillados en la pared de la cavidad. Sorprendida por estar con vida, temblando de la conmoción descendió por los peldaños hasta donde aguardaba Gavin.

—Parece que has pasado por momentos de peligro —le dijo.

—Ha sido horrible —reconoció Kendra—. Pensé que iba a fastidiarla. Tuve que apartar una soplando.

—Yo soplé tres —dijo Gavin—. Me puse chulito y quise darme prisa. Casi me cuesta el cuello. Quizás deberías sentarte.

Kendra se dejó resbalar hasta el suelo con la espalda apoyada contra la pared, y pegó sus rodillas al pecho. Todavía no podía creer que hubiese sobrevivido. En dos o tres ocasiones las vainas estranguladoras se le habían acercado tanto que casi no había podido soportarlo.

Inclinó la cabeza hacia delante y trató de no venirse abajo. La aventura no había terminado aún.

Antes de que le diera tiempo a darse cuenta, Dougan había bajado por los travesaños y se encontraba en pie al lado de Gavin.

—Podría haber vivido toda mi vida sin haber pasado por esa experiencia. —Por su forma de decirlo, parecía estar temblando—. He pasado por algunas cosas muy peligrosas, pero nunca había notado la muerte tan cerca.

Kendra se sintió aliviada al comprobar que no era la única a la que la experiencia de cruzar la caverna reptando por el suelo le había resultado un verdadero trauma.

—¿El dragón no es nuestro siguiente gran problema? —preguntó Gavin.

—Según Tammy, sí —afirmó Dougan—. Hasta ahora ha acertado en todo.

Fue entonces cuando oyeron una explosión, seguida de la voz estrangulada de Neil gritando: «¡Corred!».

Un instante después, Warren se plantó en el suelo de un salto, al lado de la escalera.

—Vamos, vamos, vamos —exclamó, tirando de Kendra para ponerla de pie.

Echaron a correr como locos por el pasadizo, cuyo suelo estaba desnivelado aquí y allá, y doblaron por varias esquinas antes de frenar la carrera.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Dougan a Warren, rodeándole los hombros con un brazo.

—Creo que sí —dijo él—. Lo veía venir: Demasiadas vainas estranguladoras encima de Neil. Le avisé, y empecé a bajar la escalera por si acaso, dejando la linterna apoyada en las rocas de la parte superior del agujero. Cuando oí que una vaina estranguladora se rompía, me dejé caer y no sé cómo me las apañé para aterrizar sin torcerme un tobillo. Creo que aquí no hay peligro. —Se dio la vuelta y golpeó la pared de la caverna con un puño, con tanta fuerza que pudo haberse hecho sangre.

—L-l-l-l-lo has hecho muy bien —le dijo Gavin—. De no haber sido por ti, nunca habría podido atravesar la caverna.

—Ni yo —dijo Kendra.

—Sí, te debemos la vida —coincidió Dougan.

Warren asintió y se encogió de hombros, apartándose de él.

—Se la debía a Neil. Él me salvó la mía. Un sitio peligroso. Mala suerte. Deberíamos seguir adelante.

Los demás siguieron a Warren. La cueva empezaba a presentar una pendiente hacia arriba por primera vez. Kendra intentó no pensar en Neil, tendido inerte en la sala cavernosa llena de extraños bulbos flotantes. Entendía lo que Warren había querido decir al comentar que se la debía. De no haber sido por Neil, ella también estaría muerta. Y ahora Neil había perdido la vida.

Gavin se abrió paso por delante de Kendra y de Dougan y agarró a Warren.

—Espera —dijo en un susurro cargado de urgencia.

—¿Qué pasa? —preguntó Warren.

—Huelo a dragón —respondió Gavin—. Ha llegado la hora de que me gane el sueldo. Si consigo lograr un pasaje seguro para todos, silbaré. Cuando entréis en la sala, no miréis a la dragona, y menos aún a los ojos.

—¿Dragona? —preguntó Dougan.

—Huele a hembra —dijo Gavin—. Pase lo que pase, ni os planteéis atacarla. Si las cosas se ponen feas, salid corriendo.

Warren se hizo a un lado. Gavin pasó por delante de él y dobló una esquina. Warren, Dougan y Kendra aguardaron en silencio. No tuvieron que esperar mucho rato.

Un alarido ensordecedor desgarró el aire, haciendo que los tres se tapasen inmediatamente las orejas con las manos. Siguió una sucesión de rugidos y bramidos, aparentemente demasiado potentes como para proceder de un animal. La única criatura a la que Kendra había oído alguna vez emitir sonidos a ese volumen era Bahumat, lo cual no era precisamente un pensamiento alegre.

Los ensordecedores bramidos continuaron, haciendo vibrar el suelo de piedra. Para Kendra, aquel tumulto parecía pertenecer a un centenar de dragones, en vez de a uno solo.

Finalmente el clamor remitió y entonces el silencio pareció mucho más intenso que antes. Se quitaron las manos de las orejas. Un segundo después oyeron un silbido agudo y penetrante.

—Esa es la señal —dijo Dougan—. Yo primero. Warren, ve detrás con Kendra.

Dougan echó a andar, mientras Warren y Kendra esperaban un poco antes de iniciar la marcha a cierta distancia. Enseguida vieron una luz al frente. Dougan apagó la linterna.

Llegaron a una cámara de tal extensión que a Kendra le pareció imposible que pudiera caber dentro de la meseta. La gigantesca sala le recordó el comentario que había hecho Hal cuando les describió unas cavernas tan enormes que en ellas cabría un estadio de fútbol entero. Había dado por hecho que estaba exagerando. Pero al parecer no.

La colosal cámara estaba iluminada gracias a unas piedras blancas resplandecientes que había encajadas en las paredes, y que hicieron recordar a Kendra las piedras del interior de la torre invertida. El alto techo quedaba tan lejos que Kendra dudaba de que ni siquiera Hugo sería capaz de lanzar una roca tan alto como para alcanzarlo. Warren y ella observaron a Dougan, que se adentró más aún en la sala para echar un vistazo y a continuación les hizo una señal para que se acercasen.

La sala era más ancha y larga que alta. Había estalagmitas que se elevaban más de diez metros. Aunque sabía que se suponía que no debía mirar, Kendra no pudo evitar dirigir la vista hacia Gavin, que se encontraba en pie a unos cincuenta metros de ella, de espaldas, con los brazos y las piernas abiertos, mirando a un dragón encaramado a una roca de forma rectangular. Era como si estuvieran enfrascados en una intensa competición a ver cuál de los dos sostenía la mirada por más tiempo, los dos absolutamente inmóviles.

La dragona relucía como una moneda recién acuñada, con la infinidad de capas superpuestas de escamas envolviéndola en una metálica armadura. Una alta aleta le recorría desde la coronilla de su fiera cabeza hasta la base del cuello. Sin contar la cola con aspecto de látigo y el largo cuello en curva, el cuerpo de la dragona venía a tener el tamaño del de un elefante. En los costados tenía un par de brillantes alas plegadas.

Los ojos de la dragona se movieron hacia Kendra. Eran muy brillantes, como de oro líquido. Abrió ligeramente la boca y formó una especie de sonrisa llena de dientes afilados.

—¿Tú osas cruzar mi mirada, pequeña? —preguntó la dragona, y sus sedosas palabras resonaron como una placa de metal.

Kendra no supo qué hacer. Se sentía estúpida por haber desobedecido las instrucciones recibidas. Se había sentido inquieta por Gavin y, al mirarle, la dragona le había resultado fascinante. El ardor de su mirada le produjo escalofríos. Notaba el cuerpo entumecido. ¿Qué había dicho Warren sobre los domadores de dragones? La mayoría de la gente se quedaba congelada cuando un dragón les dirigía la palabra. Los domadores de dragones le respondían.

—Eres muy bella —dijo Kendra lo más fuerte que pudo—. ¡Mis ojos no han podido resistirse!

—Esta criatura resulta casi elocuente —musitó la dragona sin apartar la mirada de Kendra—. Acércate, cielo.

—¡Kendra, aparta la mirada! —ordenó Gavin—. Chalize, no olvides nuestro pacto.

Kendra intentó girar la cabeza, pero los músculos del cuello no le respondían. Intentó cerrar los ojos, pero los párpados se negaban a obedecer. Aunque se sentía inmovilizada por el miedo, su mente permanecía lúcida.

—Tus compañeros no debían mirarme —canturreó Chalize, con sus brillantes ojos atravesando aún a Kendra. La dragona se movió por primera vez, agachándose más aún, como disponiéndose a dar un salto.

—¡No olvides lo que has prometido, lagarto! —chilló Gavin.

La dragona le miró con los ojos entrecerrados.

—¿Con que lagarto, eh?

Kendra bajó la vista al suelo. Warren apareció a su lado, Dougan al otro, y la instaron a marcharse con ellos. Ella los acompañó, arrastrando los pies, prestando atención a la conversación sin levantar la vista.

—Te ha hablado muy educadamente, Chalize —dijo Gavin—. Los de tu especie no pueden devorar criaturas sin motivo.

—Rompió tu promesa y puso sus ojos sobre mí. ¿Qué otro motivo iba a necesitar? —Sus palabras eran tan duras como el choque de dos espadas.

Gavin empezó a hablar en un idioma ininteligible, tan diferente de cualquier lengua humana como los chirridos de los delfines o los gemidos de las ballenas. La dragona respondió de manera similar. El volumen de la conversación era más elevado que cuando habían estado hablándose en inglés.

Kendra sintió el impulso de mirar hacia atrás. ¿La dragona estaba aún ejerciendo su influjo sobre ella, o simplemente es que se había vuelto loca? Resistiéndose al impulso de mirar, mantuvo la vista apartada de Gavin y Chalize.

En estas, Kendra, Warren y Dougan llegaron al pie de una escalinata larga y ancha.

Mientras subían por ella, la discusión tocó a su fin. Kendra podía imaginarse a Gavin mirando fijamente a la dragona otra vez. ¿Cómo había salido bien parado después de haberla insultado? ¿Cómo podía conversar con ella en su propio idioma, un idioma que evidentemente no conocían ni las hadas, ya que ella no había entendido ni una frase del diálogo? Desde luego, Gavin escondía muchos más secretos de lo que se veía a simple vista.

Con las piernas ardiendo del esfuerzo, llegaron a lo alto de la escalinata y divisaron un nicho muy profundo que tenía una puerta de hierro. Al penetrar hasta allí, vieron que estaba cerrada con un candado y que no había ninguna llave a la vista. Esperaron un rato sin que ninguno de ellos se atreviera a mirar hacia atrás.

Finalmente oyeron unas rápidas pisadas en la escalinata. Gavin se les acercaba por detrás, introducía una llave de oro en el candado y abría la puerta.

—Deprisa —dijo.

Entraron rápidamente por la puerta y se encontraron en un pasillo con las paredes hechas de bloques de piedra negra. Gavin se detuvo para cerrar la puerta tras ellos y entonces corrió para darles alcance. El suelo estaba hecho de baldosas. De unos huecos practicados en la pared salía el resplandor de unas piedras.

—Hablaste como los dragones —dijo Dougan, maravillado.

—¿Empiezas a entender por qué mi padre no dijo nada a nadie sobre mi existencia? —le preguntó Gavin.

Dougan se quedó asombrado.

—Sabía que eras un domador de dragones con un talento innato, pero esto…

—Si te preocupa mi bienestar, por favor nunca digas a nadie lo que has oído.

—Perdona que mirase a la dragona —dijo Kendra.

—N-n-n-no pasa nada —contestó Gavin—. ¿Cómo lograste replicarle?

—No lo sé —dijo Kendra—. Mi cuerpo no se movía, pero estaba perfectamente lúcida. Recordé que los domadores de dragones hablan con ellos, así que cuando me atrapó con su mirada, probé a ver qué pasaba. El resto de mi cuerpo estaba paralizado, pero mi boca aún funcionaba.

—Generalmente, la mente se queda paralizada junto con el cuerpo —dijo Gavin—. Posees verdadero potencial como domadora de dragones.

—¿Cómo pudiste mirarla a los ojos? —preguntó Warren—. Siempre había creído que los domadores de dragones evitan el contacto visual.

—¿T-también tú estabas mirando? —le acusó Gavin.

—Lo justo para verte a ti.

—Reté a Chalize a que intentase doblegarme sin tocarme —dijo Gavin—. Nuestro pacto consistía en que si no lo conseguía, nos dejaría entrar y salir sin hacernos nada.

—¡Qué te hizo pensar que podrías vencerla! —exclamó Dougan.

—Siempre he sido inmune al embrujo de los dragones —dijo Gavin—. Por alguna anomalía innata, su mirada no me hechiza. Podría haberme cortado la cabeza de un solo rabotazo, pero es una hembra joven y ha vivido siempre en soledad, por lo que mi desafío la divirtió. Desde luego, a ella debía de parecerle una competición que no podría perder de ningún modo.

—Por lo que he podido atisbar, parecía bastante pequeña —dijo Warren.

—M-m-m-m-muy misterioso —dijo Gavin—. Chalize es un ejemplar joven y aún tiene por delante gran parte de su desarrollo físico. No debe de tener más de cien años. Sin embargo, esta cámara lleva aquí al menos diez veces más tiempo. La caverna en la que habita estaba llena de marcas de garras y de boquetes de un dragón mucho más grande y viejo.

—Me di cuenta —coincidió Warren—. Entonces, ¿dónde estaban sus padres?

—Quise saber cómo había llegado aquí, pero se negó a contestar. Hay algo en todo esto que me resulta sospechoso. Por lo menos, me entregó la llave, tal como había prometido.

—Su juventud explica por qué atacó a los otros tan rápidamente —dijo Dougan.

—De acuerdo —coincidió Gavin—. Normalmente, los dragones prefieren jugar con su comida. Los ejemplares jóvenes son más impulsivos.

—¿Todos los dragones son tan metálicos como ella? —preguntó Kendra—. Casi me parecía un robot.

—Cada dragón es único —repuso el chico—. He visto otros dragones con escamas parecidas, pero Chalize es la más metálica que he visto. Todo su cuerpo está embutido en una aleación de cobre. Incluso puedes notárselo en la voz.

Dougan le echó un brazo por los hombros a Gavin.

—Supongo que no hace falta que te lo diga, pero: bien hecho ahí atrás. Eres un fenómeno.

—Gr-gr-gracias —dijo el muchacho, bajando la vista con timidez.

Cuando iniciaron la marcha por el pasillo, Warren se puso en cabeza y fue comprobando la solidez del suelo mediante golpecitos con la lanza partida. Les advirtió de que no tocasen las paredes, y de que estuviesen atentos por si veían algún cable trampa. Ahora que habían avanzado más allá de donde Tammy había llegado, cualquier peligro era posible.

El corredor acababa en una puerta de bronce. Detrás encontraron una escalera de caracol que descendía. Comprobando el firme de cada escalón antes de arriesgarse a pisarlo, fueron bajando aún más en la tierra. Al cabo de cientos de escalones sin fin, las escaleras terminaban en otra puerta de bronce.

—Esto podría ser la morada del guardián —susurró Warren—. Kendra, quédate ahí.

Warren fue el primero en cruzar la puerta, que no estaba cerrada con llave, seguido de Dougan y Gavin. Kendra se asomó a mirar cuando hubieron entrado. La sala, con el techo muy alto, hizo pensar a Kendra en el interior de una catedral, sin bancos ni ventanas. Había estatuas en hornacinas elevadas; de la pieza principal salían estancias más pequeñas que albergaban diversos ornamentos; unos murales descoloridos decoraban las paredes y el techo; y un imponente y barroco altar dominaba el extremo de la nave.

Warren, Dougan y Gavin cruzaron el espacio con mucho cuidado, todos mirando en diferentes direcciones, mientras Kendra observaba desde la puerta. Llegaron al altar, miraron en derredor y poco a poco fueron relajándose. Empezaron a buscar por todas las salas laterales, moviendo tal o cual tesoro, pero no encontraron a ningún guardián que les saliera al paso.

Cansada de esperar, y dudando de la existencia real de algún peligro, Kendra entró en la nave. Warren estaba explorando más detenidamente el altar, tocando unas joyas con cierta vacilación.

—¿Nada? —preguntó Kendra. Warren levantó la visa.

—Es posible que no hayamos despertado o activado aún al guardián. Pero, si quieres que te dé mi opinión, creo que alguien se llevó el objeto mágico hace un montón de tiempo. No veo nada sospechoso. Esta nave debería haber albergado el reto más temible, a no ser que el guardián haya caído ya.

—Eso explicaría por qué Tammy y Javier pudieron salir de las grutas sin encontrar el objeto escondido —observó Kendra.

—Cierto, y por qué alguien puso aquí un dragón nuevo hace un siglo —coincidió Warren.

Kendra rodeó el altar y, al llegar al otro lado, se quedó de piedra al leer lo que había inscrito allí en letras plateadas.

—¿Has leído esto? —preguntó en voz baja.

—Está en un idioma que no me resulta conocido —dijo Warren.

—Debe de ser un idioma de hadas —susurró Kendra—. Para mí es como inglés.

—¿Qué dice?

Mirando a su alrededor para asegurarse de que Dougan y Gavin no pudieran oírla, leyó en alto las palabras sin elevar mucho la voz:

Por cortesía del mayor aventurero del mundo, este objeto mágico tiene un nuevo hogar en Fablehaven