11
La vieja tribu de los pueblos
Gavin se reunió con Kendra en el vestíbulo, cargado con una lanza de madera que tenía la punta de piedra negra. A pesar de su primitivo diseño, el arma tenía un aspecto magnífico y parecía peligrosa, con la cabeza firmemente fijada y la punta y el filo bien afilados. Aun así, Kendra se preguntó por qué Gavin prefería la lanza a un arma más moderna. Kendra se había calzado unas botas recias y se había puesto un poncho con capucha sobre la ropa limpia y seca.
—¿Crees que vamos a ver algún mamut? —le preguntó.
Gavin sonrió y levantó un poco la pesada lanza.
—Ayer no estabas con nosotros, así que no oíste todos los detalles. Desde el punto de vista técnico, la meseta no forma parte de la reserva. Es más antigua. E indomable. El t-t-tratado que fundó esta reserva no nos protegerá cuando estemos allí arriba. Rosa dijo que solo las armas fabricadas por el pueblo que vivía en Meseta Pintada sirven de algo frente a las criaturas que nos encontraremos. Esta lanza tiene más de mil años de antigüedad. Utilizan un tratamiento especial para conservarla como nueva.
—¿Los otros tuvieron que usar armas la última vez? —preguntó Kendra.
—Supuestamente no —respondió Gavin—. Las llevaron, pero llegaron a la cámara sin problemas. Las complicaciones surgieron cuando llegaron hasta el dragón. Pero me temo que las cosas han podido cambiar desde la última vez. El camino que siguieron ellos ha desaparecido. Además, cuando ayer tratamos de escalar hasta la meseta se notaba un peso preocupante en el ambiente. Sinceramente, creo que deberías quedarte fuera de esto, Kendra.
Ella se sintió como si estuviese de nuevo en Fablehaven, cuando unas semanas antes Coulter se negó a llevarla en determinadas excursiones junto a Seth simplemente por el hecho de ser chica. Sus dudas sobre si escalar o no la meseta se desvanecieron al instante.
—¿Cómo pensáis encontrar las escaleras sin mí?
—No me importa que nos guíes hasta el pie de las escaleras —dijo Gavin—. Pero si no conseguimos subirlas sin ti, a lo mejor es que no se nos ha perdido nada allí arriba.
Kendra respiró hondo lentamente.
—Aunque yo soy la única persona que puede encontrar un camino de ascenso, de alguna manera crees que la meseta es más tuya que mía, ¿no es así?
—No era mi intención ofenderte —dijo, levantando la mano que tenía libre—. Solo sospecho que no te han dado suficientes clases de entrenamiento en combate. —Hizo girar la lanza de la manera más natural, y el arma silbó al cortar el aire.
—Ese movimiento quedaría muy guay en un desfile —dijo Kendra sin denotar sentimiento alguno—. Eres un encanto por preocuparte por mí.
Sin ningún tipo de entrenamiento concreto, ¿no había ella conducido a las hadas en un asalto que sirvió para apresar a un poderoso demonio? ¿No había ayudado a Warren a retirar el objeto mágico de la cámara en Fablehaven? ¿Qué había hecho Gavin?
El chico clavó en ella una mirada intensa y dijo muy convencido:
—Tú me ves como un imbécil adolescente que te suelta el rollo de que las chicas no tienen nada que hacer en una aventura. Para nada. Me preocupa que no salgas con vida de esta. No soportaría que te hiciesen daño. Kendra, insisto en que le digas a Warren que prefieres quedarte.
No pudo resistir las ganas de soltar una carcajada. La sorpresa que asomó al rostro de Gavin, que pasó de la vehemencia a la inseguridad, no hizo sino que le pareciese más gracioso aún. Tardó unos segundos en poder decir algo. Gavin se había quedado tan alicaído que quiso tranquilizarle.
—Vale, antes te lo he dicho en tono sarcástico. Pero de verdad que eres un encanto. Aprecio tu preocupación. Yo también estoy asustada, y en parte me encantaría seguir tu consejo. Pero yo no voy a entrar en la cámara, sino que me quedaré con Neil en el campamento de la meseta. No haría esto solo por pasarlo bomba. Creo que merece la pena el riesgo.
Tammy entró en el vestíbulo con una ligera chaqueta con capucha y con un tomahawk en una mano. Se había ceñido la capucha a la cara de modo que solo se le veían los ojos, la nariz y la boca.
—No me puedo creer que vayamos a trepar por una cascada —dijo—. El sendero ya era bastante duro.
—La última vez que fuisteis no visteis nada en lo alto de la meseta, ¿verdad? —preguntó Kendra.
—Sí vimos algo —la corrigió Tammy—. Una cosa grande. Tenía al menos diez patas y se ondulaba al moverse. Pero en ningún momento se nos acercó demasiado. La meseta no debería representar ningún problema. Lo que me preocupa es cómo vamos a sortear esas trampas otra vez.
Warren, Neil, Dougan, Hal y Rosa aparecieron por el pasillo en dirección a la puerta.
Dougan llevaba un hacha enorme de piedra. Warren portaba otra lanza.
Hal se acercó a Kendra con sus andares lentos pero decididos, con los pulgares enganchados en las presillas de los vaqueros.
—¿De verdad vas a llevar a estos chiflados a lo alto de la meseta? —preguntó.
Ella respondió que sí con la cabeza.
—Supongo que podría prestarte esto. —Sostuvo en alto un cuchillo de piedra enfundado en una vaina de gamuza.
—Preferiría que fuese desarmada, como Neil —intervino Warren.
Hal se rascó el bigote.
—Es verdad que Neil tiene talento para salir con vida de cualquier cosa. Quien a hierro mata a hierro muere, ¿no es así? Tal vez no sea mala idea —dijo, y se guardó el cuchillo.
—Solo tenemos equipo de escalada para cinco personas —anunció Warren—. Yo ascenderé en retaguardia sin arnés, simplemente agarrándome a la cuerda.
—¿Tienes la llave? —preguntó Rosa.
Dougan dio unas palmadas en su macuto.
—No serviría de mucho llegar allí arriba sin ella.
—Deberíamos ponernos en camino —recomendó Neil.
Fuera seguía lloviznando. Neil se puso al volante del todoterreno, junto a Kendra, Warren y Tammy. Dougan los siguió con la camioneta, con Gavin de copiloto. El todoterreno, con el hipnótico vaivén de los limpiaparabrisas, avanzó chapoteando por los charcos y alguna que otra vez dio coletazos al derrapar a causa del barro.
En un momento dado, Neil aceleró y avanzaron a gran velocidad por un arroyo, levantando sendas cortinas de agua a los lados del todoterreno como si le hubiesen salido alas.
Se acercaban a la meseta por una ruta menos directa que antes, más serpenteante y no tan escarpada. El trayecto duró casi el doble de tiempo que la vez anterior.
Finalmente pararon en la misma zona llana y salpicada de bólidos en la que habían aparcado anteriormente. Neil apagó el motor y las luces. Todos salieron de los vehículos y se cargaron el equipo al hombro. Warren, Dougan y Gavin encendieron unas grandes linternas sumergibles.
—¿Ves las escaleras? —le preguntó Dougan a Kendra, tratando de ver algo en medio de la oscuridad y la lluvia.
—A duras penas —respondió Kendra. En realidad, distinguía las Escaleras Inundadas más claramente de lo que admitió, pero no quería que se le notase mucho que podía ver en la oscuridad.
Fueron avanzando con cuidado por las rocas mojadas, rodeando varias depresiones en las que se había estancado el agua. En parte, Kendra se preguntaba por qué se molestaban en no pisar el agua, teniendo en cuenta la escalada que estaban a punto de emprender. La capucha de su poncho amplificaba el golpeteo de las gotas de lluvia.
Cuando les quedaba poco para llegar a la fisura al pie de las escaleras, Kendra se vio al lado de Neil.
—¿Qué pasa si deja de llover mientras estamos en las escaleras? —preguntó Kendra.
—A decir verdad, no tengo ni idea. Me gustaría creer que las escaleras perdurarán mientras permanezcamos en ellas. Pero, por si acaso, deberíamos salir corriendo.
Warren ayudó a Kendra a ponerse un arnés, le abrochó las correas y pasó una cuerda por una serie de ganchos metálicos. En cuanto estuvieron todos enganchados los unos a los otros, Kendra los llevó por la estrecha cornisa que quedaba entre la pared vertical del precipicio y la fisura.
—No os fijéis en las escaleras —les indicó Neil—. Dirigid la atención a la persona que tenéis delante. Puede que os cueste algún esfuerzo.
Kendra puso un pie en la corriente de agua de la base de las escaleras y empezó a subir.
Las botas le proporcionaban mejor agarre que las zapatillas de deporte que había llevado antes.
A medida que los escalones iban haciéndose más altos, se fue tornando imposible ascender sin utilizar las manos. Las mangas y las perneras de los pantalones se le empaparon. El torrente de agua hacía que pareciera que iba a caerse a cada paso que daba.
Tras subir al menos un centenar de escalones, llegaron al primer rellano. Kendra se dio la vuelta, miró hacia abajo y se quedó impactada al comprobar lo empinado que parecía el ascenso desde esa perspectiva, mucho más de lo que le había parecido mientras trepaba. Si se caía, sin duda bajaría rodando por toda la escalera de piedra sin labrar, y su cuerpo sin vida, arrastrado por el agua, se colaría por la fisura del suelo. Se retiró para apartarse del filo, temerosa de caer por el tobogán de agua más doloroso de toda su vida.
Se dio la vuelta. Delante de ella el agua descendía en vertical desde una altura de unos treinta metros antes de estrellarse ruidosamente contra la superficie del rellano. Las escaleras se tornaban tan empinadas que parecían una escala de mano, que subía por un lado de la cascada.
Kendra guio al resto del grupo y empezó a escalar por los peldaños más empinados que había encontrado hasta el momento, procurando no hacer caso del estruendo y de la rociada de la cascada a su lado. Ningún peldaño tenía suficiente profundidad para poner toda la suela del pie en él, y muchas veces entre escalón y escalón había una distancia de más de medio metro.
Fue ascendiendo con mucha precaución, siempre con las manos bien aferradas al escalón siguiente, y con el aroma a piedra mojada llenándole las fosas nasales. Se concentraba exclusivamente en el siguiente peldaño, sin pararse a pensar en el vacío que tenía a sus espaldas o en que podría resbalar y arrastrar a todos los demás en su caída. El viento arreció y le echó la capucha hacia atrás, por lo que su larga melena ondeó como un estandarte. Los brazos le temblaban de miedo y agotamiento.
¿Por qué se había ofrecido voluntaria para aquello? Debería haber escuchado a Gavin.
Él había intentado brindarle una escapatoria, pero el orgullo le había impedido considerar esa opción.
Estiró un brazo para llegar al siguiente escalón, se agarró lo mejor que pudo, levantó el pie derecho y a continuación el pie izquierdo. Mientras repetía aquel agotador proceso, se imaginó que solo estaba a unos metros del suelo.
Por fin Kendra llegó a lo alto de la catarata y a otro saliente de considerable profundidad.
Detrás de ella subió Neil, impulsándose con los brazos. Al mirar hacia arriba vieron que les quedaba aún un buen trecho de ascensión. Kendra refrenó el impulso de mirar hacia abajo.
—Lo estás haciendo muy bien —la animó Neil—. ¿Necesitas un descanso?
Kendra asintió con la cabeza. Había estado tan rebosante de adrenalina mientras trepaba por el lateral de la cascada que no había reparado en lo fatigadas que notaba las extremidades. Se puso la capucha y esperó un ratito en la cornisa antes de reanudar la ascensión.
Ahora la escalera zigzagueaba, formando numerosos tramos cortos. A veces la riada seguía el mismo trazado que la escalera; otras, saltaba por algún sitio y tomaba un atajo.
Ascendieron peldaño a peldaño, rellano tras rellano. A Kendra le dolían las piernas y empezaba a quedarse sin resuello, por lo que necesitaba hacer pausas con más frecuencia cuanto más alto subía.
El viento empezó a soplar con más fuerza, azotándole el poncho y empujando la lluvia contra su cuerpo, haciendo que hasta los escalones más firmes de la escalera pareciesen traicioneros. Costaba distinguir si la tormenta en sí estaba empeorando o si era solo que el viento soplaba con mayor violencia ahora que la elevación era mayor.
Después de avanzar con sumo cuidado palmo a palmo por un estrecho saledizo, Kendra se encontró en la base del último tramo de escalones, con el viento azotándole el pelo lateralmente. El último tramo era casi tan empinado como las escaleras de al lado de la cascada, salvo que esta vez tendrían que subirlo directamente en medio del agua.
—¡Estos son los últimos escalones! —gritó Kendra a Neil por encima del estruendo del viento y la lluvia—. Son empinadas y el agua cae a gran velocidad. ¿Esperamos a ver si la tormenta amaina un poco?
—La meseta está intentando echarnos atrás —respondió Neil—. ¡Continúa!
Kendra se echó hacia delante para meterse en el agua y comenzó a subir, trepando con ayuda de manos y pies. El agua le lamía las piernas y le salpicaba la cara al rebotar en sus brazos. Tanto si se movía como si se detenía, era como si el torrente de agua estuviese a punto de arrancarla de las resbaladizas escaleras. Cada paso que daba era un peligro, y la llevaba aún más alto, incrementando la distancia que habría de recorrer en caso de caerse. El resto del grupo ascendía siguiendo su estela.
Uno de sus pies resbaló cuando ella le confió todo el peso de su cuerpo, y la rodilla topó dolorosamente contra un escalón; el agua chorreaba abundantemente al caerle por el muslo.
Para estabilizarla, Neil apoyó una de sus manos en la parte baja de su espalda y la ayudó a subir. Cada vez estaba más arriba, hasta que al final solo le quedaban diez escalones para la cima, luego cinco, y después su cabeza asomó por encima del borde de la meseta y Kendra remontó los últimos escalones. Enseguida se alejó de la escalera y del río hasta una zona de roca firme salpicada de charcos.
El resto del grupo terminó de escalar y se arremolinó a su alrededor, mientras el viento los abofeteaba con más violencia aún, apiñados como estaban en lo alto de la meseta. Un relámpago resplandeció en el cielo, el primer relámpago en el que Kendra se fijaba desde que habían salido. Por un instante toda la extensión de la meseta quedó iluminada. A lo lejos, hacia el centro, vio unas antiguas ruinas: capa sobre capa de muros derruidos y escaleras que en su día debieron de formar un complejo urbano de la tribu de los pueblos más impresionante que la estructura que lindaba con la hacienda. Por unos segundos llamó su atención el movimiento de un gran número de personas que bailaban brincando salvajemente bajo la lluvia en el extremo más cercano de las ruinas. Antes de que le diera tiempo a reflexionar sobre esta escena, el fogonazo del relámpago se había apagado. La distancia, la oscuridad y la lluvia se combinaron para impedir que ni siquiera a la aguda vista de Kendra pudiesen aparecer los participantes en aquella danza. Retumbó el trueno, amortiguado por el viento.
—¡Kachinas! —gritó Neil.
El navajo de mediana edad soltó rápidamente a Kendra del equipamiento de escalada, sin tomarse la molestia de quitarle el arnés. Otro relámpago alumbró la noche, y vieron que aquellas personas habían dejado de participar en su frenética danza. Los celebrantes iban ahora a por ellos.
—¿Qué quiere decir esto? —gritó Warren.
—¡Esos son kachinas, o seres de la misma familia! —gritó Neil—. Viejos espíritus de la Naturaleza. Hemos interrumpido una ceremonia en la que daban la bienvenida a la lluvia. Debemos refugiarnos en las ruinas. Tened a mano las armas.
Tammy estaba teniendo dificultades para soltar la cuerda que tenía atada al cuerpo, por lo que la cortó con el tomahawk.
—¿Cómo llegamos hasta allí? —preguntó Warren.
—No pasando entre ellos —respondió Neil, que empezó a correr agachado por el perímetro de la meseta—. Intentaremos rodearlos.
Kendra los siguió. No le hacía ninguna gracia que el borde del precipicio quedase a poco menos de diez metros de ellos. La luz de las linternas cabeceaba y se bamboleaba en mitad de la lluvia, lo que hacía visibles franjas aisladas de relucientes gotas, junto con zonas ovaladas del suelo. Kendra prefirió no encender su linterna —la luz la distraía—. Podía ver perfectamente quince metros como mínimo en todas direcciones.
—¡Tenemos compañía! —exclamó Dougan, su voz era casi inaudible en medio de aquel vendaval.
Kendra miró por encima de su hombro. Dougan tenía el foco de su linterna apuntando hacia una persona de complexión delgada, peluda, con cabeza de coyote. La criatura humanoide se aferraba a una vara que llevaba en lo alto un montón de sonajas, y lucía un complicado collar de cuentas. Echó la cabeza hacia atrás y lanzó un aullido, un grito agudo y melodioso que atravesó la tempestuosa noche.
Neil se detuvo en seco. Delante de él, impidiéndole el paso, su linterna alumbró a un bruto de casi dos metros y medio de alto, con el pecho descubierto y una enorme máscara pintada. ¿O era su verdadera cara? El tipo blandía una cachiporra larga y torcida.
Girando sobre sus talones, Neil se lanzó a correr en dirección al interior de la planicie. De pronto, por todas partes había figuras de aspecto extraño. Un ser alto y cubierto de plumas con cabeza de halcón agarró a Tammy por un brazo, la arrastró unos pasos, dio varias vueltas como si estuviese practicando con un disco y la lanzó por el filo de la meseta. Kendra vio con espanto cómo Tammy salía despedida dando vueltas por el aire, agitando los brazos como si intentase nadar, y desaparecía de su vista. La criatura la había lanzado tan lejos, y la mayor parte de la meseta era tan vertical, que Kendra imaginó que la pobre mujer se precipitaría en caída libre todo el camino hasta abajo.
La chica esquivó a un malicioso chepudo que llevaba una flauta larga, para caer en las garras de una criatura peluda de aspecto relamido, con cuerpo de hembra humana y cabeza de lince rojo. Kendra lanzó un grito y luchó para soltarse, pero la mujer lince la tenía agarrada con mucha fuerza por la parte superior del brazo y la arrastró hacia el filo de la meseta. Los tacones de sus botas patinaron en el resbaladizo suelo de piedra. Notó el olor a pelambre mojado de la criatura. ¿Qué se sentiría bajando por el aire derecha al fondo, en medio de la tormenta nocturna, descendiendo al mismo tiempo que las gotas de lluvia?
En estas apareció Gavin en medio de la oscuridad, trazando semicírculos en el aire con su lanza. Maullando y reculando, la mujer lince dejó caer a Kendra en el suelo y levantó las zarpas para protegerse, pero un gran corte en diagonal apareció en su felino rostro. Gavin atacaba con la lanza, daba vueltas con ella, lanzaba cuchilladas, obligando a la feroz criatura a retroceder, evitando hábilmente su contraataque, produciéndole cortes y pinchazos mientras ella retrocedía despacio con las fauces abiertas.
Kendra, a cuatro patas en el suelo, vio a Dougan blandiendo el hacha para obligar a retroceder al hombre coyote. Ahí estaba Warren, usando su lanza para mantener a raya a un broncíneo escorpión gigante. Y ahí llegaba Neil, corriendo hacia Kendra. Al mirar por encima de su hombro, Kendra vio que estaba a unos palmos del borde del alto precipicio. Gateando, se apartó del abismo.
El hombre de las plumas y cabeza de halcón se unió a la mujer lince en su ataque contra Gavin. Este utilizó el extremo de la lanza para golpear a la mujer lince, mientras con el otro extremo intentaba herir al atacante plumado, que no paraba de emitir chillidos.
Neil llegó hasta Kendra y la aupó para ponerla de pie.
—Móntate a caballo y sujétate —le ordenó casi sin aliento.
Ella no estaba segura de cómo dejaría Neil atrás a sus numerosos enemigos con ella montada a caballito a su espalda, pero aun así se subió encima de él sin rechistar. En cuanto se aferró a su cintura con las piernas, él empezó a transformarse. Se inclinó hacia delante como si quisiese ponerse a gatas, pero no bajó tanto hasta el suelo como Kendra había pensado. El cuello se le ensanchó y se le alargó, las orejas le crecieron hasta asomarle por encima de la cabeza y el torso se le hinchó. En cuestión de segundos, Kendra se encontró montada a horcajadas de un corcel zaino que corría a medio galope.
Sin silla de montar ni bridas, no había mucho a lo que agarrarse y Kendra se encontró rebotando hacia delante a cada zancada que daba el caballo, saliéndose de su sitio. El gigante con la cara como una máscara se interpuso en su camino de huida, con la pesada cachiporra levantada en posición de ataque. El corcel ralentizó la marcha y se alzó sobre los cuartos traseros, golpeando al grandullón con los cascos delanteros. La inmensa figura cayó derribada.
Pero Kendra no consiguió mantenerse agarrada y cayó también al suelo, aterrizando en un charco de lodo.
El corcel recorrió toda la zona haciendo cabriolas, arremetiendo y abalanzándose contra todos, pisoteando a los enemigos caídos y poniendo en fuga a los otros. Kendra miró en derredor y vio a Gavin dando una voltereta vertical para acercarse a recuperar el tomahawk caído de Tammy. Haciendo girar la lanza con gran destreza, se libró de cuatro adversarios.
Cerca de él yacían un par de cuerpos inmóviles.
Su mirada se cruzó con la de Kendra y, tras un último y amplio movimiento semicircular con la lanza, corrió a toda velocidad hasta ella. Las criaturas se lanzaron tras él. Kendra se levantó del suelo. Cuando Gavin ya estaba cerca, echó hacia atrás un brazo y lanzó el tomahawk en dirección a ella. El arma no alcanzó a Kendra por poco; la hoja de piedra negra se empotró en el hombro de un hombre ancho y lleno de bultos que tenía la frente enorme y la cara deformada. Kendra no se había dado cuenta de que se le había acercado por detrás. Aquel tipo desfigurado cayó desplomado emitiendo un balido gutural. Gavin la cogió de la mano y salieron corriendo juntos bajo la lluvia.
Kendra oyó una trápala de cascos a su lado. Gavin entregó la lanza a Kendra, la agarró por la cintura y la subió al corcel zaino con una fuerza asombrosa. Un instante después se había montado él detrás de un salto. Le pidió la lanza y utilizó la mano libre para sujetar a Kendra.
—¡Adelante, Neil! —gritó.
Neil incrementó el paso hasta alcanzar un furioso galope y cruzó la borrascosa meseta a una velocidad que Kendra no hubiese creído posible. Cegada por la intensa lluvia, daba gracias porque Gavin la sujetara. No parecía costarle nada mantenerse sentado en el veloz corcel, mientras agarraba la lanza con la otra mano como si estuviese en una justa.
Kendra pestañeó varias veces para intentar ver algo en medio de la lluvia torrencial y distinguió el contorno de las ruinas, que surgían a la vista. El caballo saltó por encima de una valla baja, lo cual hizo que Kendra sintiese cosquillas en el estómago; al instante estaban pasando entre escombros y muros derruidos. El estrépito de los cascos sonaba contra la piedra.
Entonces el caballo se detuvo delante del vano de una puerta de la construcción menos dañada de las ruinas.
El caballo se deshizo debajo de Kendra y Gavin, que se vieron de pie bajo la lluvia al lado de Neil. No tenía puesta la ropa que llevaba antes; lo único que tenía ahora eran pieles de animal.
—Quedaos ahí dentro hasta que vuelva —les ordenó, señalando con el pulgar el vano vacío de la puerta. Se frotó un costado como si le doliese.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Gavin.
—Retener a mi otra forma cuesta un montón —respondió Neil, y empujó suavemente a Kendra hacia el edificio.
Otro relámpago iluminó el cielo, destacando elementos extraños en las ruinas y creando sombras entre ellas. Inmediatamente después se oyó la explosión del trueno: Neil era de nuevo un caballo, y salió galopando bajo la tormenta.
Gavin cogió a Kendra de la mano y ella le llevó al cobijo de la edificación. Una parte del tejado se había hundido, pero las paredes estaban enteras e impedían que pasase el viento, salvo cuando entraban ráfagas por el hueco de la puerta.
—He perdido mi linterna —le dijo él.
Kendra tenía la suya colgada del arnés de escalada. No era tan grande como las otras, pero cuando la encendió, descubrió que el foco era muy luminoso. El agua que entraba torrencialmente por el trozo abierto de la cubierta se derramaba por todo el suelo y formaba hileras de barro y se colaba a regueros por una trampilla que comunicaba con una cavidad subterránea.
—Mírate —se admiró él—, no te has deshecho de tu equipamiento ni cuando los salvajes danzantes de la lluvia se empeñaban en querer tirarte por el precipicio.
—Lo llevaba fijado al arnés —dijo ella—. Gracias por salvarme. Has estado genial ahí fuera.
—Es la-r-r-r, r-r-r… Es la r-razón por la que quisieron que viniera. Cada cual tiene lo suyo. Aquí es donde brillo yo, zurrando monstruos con lanzas primitivas.
Kendra se sintió avergonzada. Su comportamiento cuando los atacaron había dejado claro que no tenía ni la menor idea de cómo defenderse en un combate. Se armó de valor para reconocerlo abiertamente, antes de que él hiciese algún comentario sobre sus deficiencias.
—Tenías razón, Gavin, no debí haber venido. No sé lo que esperaba encontrar. Has tenido que cuidar de mí en lugar de poder ayudar a los demás.
—¿Q-qué quieres decir? Gracias a ti, tuve una excusa para escapar del peligro a lomos de Neil. Lo has hecho mucho mejor de lo que esperaba.
Kendra intentó sonreír. Era muy amable por no echarle aquello en la cara, pero sabía que para él había sido una carga.
—No me puedo creer que Tammy ya no esté con nosotros —dijo Kendra.
—Espero que no te culpes por lo que le ha pasado. Ocurrió tan deprisa que nadie tuvo tiempo de salvarla. En el fondo no sabíamos lo que tenían en la mente, hasta que el tipo de la cabeza de halcón la lanzó por los aires. —Gavin meneó la cabeza—. Desde luego, no querían vernos en su meseta. Nos presentamos por sorpresa en la fiesta equivocada.
Para hacer menos dolorosa su pérdida, Kendra se sorprendió deseando que Tammy fuese una infiltrada secreta al servicio de la Sociedad del Lucero de la Tarde. Esperaron sin decirse nada más, escuchando el viento soplar en el exterior con más fuerza que nunca, como si estuviera haciendo un último esfuerzo por barrerlos de la faz de la meseta.
Alguien entró por el vano de la puerta. Kendra dirigió rápidamente el foco de la linterna hacia allí, convencida de que sería Neil. En cambio, quien estaba plantado en el umbral era el hombre coyote, con un feo tajo visible por debajo de la pelambre empapada y apelmazada de su pecho. Kendra se llevó un buen susto y a punto estuvo de que se le cayera la linterna. El intruso agitó el cayado. Incluso con el ulular del viento Kendra pudo oír el estrépito de las sonajas. El coyote habló con voz humana, recitando algo en un extraño y melodioso idioma.
—¿Has-has-has pillado algo? —preguntó Gavin en voz baja.
—Nada.
El hombre coyote se adentró sigilosamente en la habitación, enseñando los dientes.
Gavin se colocó delante de Kendra y entonces avanzó hacia él con la lanza en ristre. Cuando el coyote y el muchacho se hallaban cerca el uno del otro, Kendra quiso apartar la mirada. Pero, en vez de eso, se aferró a la linterna como si fuese su salvavidas y dirigió el foco directamente a los ojos del hombre coyote. Él movió la cabeza para evitar la luz, pero ella mantuvo el haz sobre su rostro y Gavin le pinchó con la lanza.
Poco a poco, a base de pinchazos, el chico fue haciendo retroceder al intruso. El hombre coyote asió la lanza repentinamente por debajo de la cabeza y tiró de la vara para acercar a Gavin hacia sí. Él, en vez de resistirse, brincó hacia delante y con gran destreza propinó una patada al hombre coyote justo donde tenía el pecho herido. Tambaleándose hacia atrás y gimiendo de dolor, el hombre coyote soltó la lanza y dejó caer su cayado. Gavin cargó contra él, azuzando a su enemigo con la punta de piedra de la lanza hasta que salió huyendo de la habitación lamiéndose las nuevas heridas.
Jadeando, se apartó de la entrada.
—Si vuelve, pienso hacerte un regalito: brocheta de coyote.
—Ya nos ha dejado un regalito —dijo Kendra.
—¿Quiere eso decir que pretendes quedártelo? —preguntó Gavin, agachándose para recoger el cayado con el manojo de sonajas atado a él. Lo agitó suavemente—. Sin duda, es mágico. —Se lo lanzó a Kendra.
—¿Me perseguirá para recuperarlo? —preguntó ella con aprehensión.
—Si alguna vez da contigo, devuélveselo. Yo no me preocuparía. Teniendo en cuenta que la reserva está alrededor de esta altiplanicie, imagino que no podrá salir de aquí.
—¿Y si viene a por él esta noche?
Gavin puso cara de pillo.
—Brocheta de coyote, ¿recuerdas?
Kendra sacudió la vara con fuerza para escuchar el sonido de las sonajas. Fuera, el viento empezó a soplar con más fuerza, hubo resplandores de relámpagos y estallaron varios truenos, ahogando el estrépito de las sonajas. Siguió agitando la vara enérgicamente, tratando de oír las sonajas por encima del ulular del vendaval en el exterior. El viento gimió aún más fuerte. Empezó a caer granizo contra el tejado, y por el hueco que había en él entraron balines de agua congelada, que rebotaron por todo el suelo.
—Yo en tu lugar, tendría mucho cuidado con cómo agito ese palo —dijo Gavin.
Kendra paró y sujetó el cayado sin moverlo. A los pocos segundos el granizo había cesado y el viento no soplaba tan fuerte.
—¿Esta cosa controla la tormenta? —exclamó Kendra.
—Al menos influye en ella —respondió Gavin.
Kendra observó el cayado con gran asombro. Se lo tendió al chico.
—Tú te lo has ganado, deberías quedártelo.
—N-n-no —respondió él—. Es un recuerdo para ti.
Kendra asió el cayado con cuidado, sin moverlo. En el transcurso del siguiente minuto la tormenta se transformó en un arrullo. El viento ya no soplaba con la violencia de antes. La lluvia había pasado a ser llovizna.
—¿Crees que los demás estarán bien? —se preguntó Kendra.
—Espero que sí. Dougan tiene la llave. Si no aparecen, tal vez tengamos que volver a las escaleras, luchando solos contra todos. —Apoyándose en su lanza, Gavin miró a Kendra desde donde estaba—. Tal como han salido las cosas, sé que parece que acerté de pleno en cuanto a lo que te dije del peligro, pero esto es mucho peor de lo que había imaginado, pues de lo contrario habría insistido mucho más en que no te trajesen. ¿Estás segura de querer seguir?
—Estoy bien —mintió ella.
—Lo de deslumbrar al coyote fue muy inteligente de tu parte. Gracias.
El viento y la lluvia volvieron a cobrar intensidad, pero sin llegar a azotar la meseta con la furia de antes. Empezaron a verse con regularidad amplias franjas de cielo iluminadas por los relámpagos, acompañadas del rugido de los truenos. Al quinto fogonazo, tres hombres entraron dando tumbos por la puerta. Warren, Dougan y Neil cruzaron la estancia en dirección a Kendra y Gavin. Dougan ya no llevaba el hacha. Warren asía la mitad superior de su lanza partida. Neil renqueaba entre los dos, apoyándose en ellos.
—Qué feas se han puesto las cosas ahí fuera —comentó Dougan—. ¿Habéis tenido visita?
—El c-c-coyote pasó a vernos —dijo Gavin.
—¿Entró hasta aquí? —preguntó Neil, que venía con aspecto demacrado.
Gavin respondió que sí con la cabeza.
—Tuve que repelerle con la lanza.
—Entonces Kendra y yo no estaremos a salvo aquí dentro, después de todo —dijo Neil—. Antiguamente las criaturas que pululaban por la meseta no se hubieran atrevido a poner un pie en la sala del tiempo. Pero, en fin, no tengo mucha información sobre el rito que interrumpimos. Hemos debido de dejar sin efecto todas las protecciones.
—Desde luego, el tipo entró aquí —dijo Kendra—. Y se dejó esto. —Levantó el cayado.
Neil lo miró con extrañeza.
—Es un recuerdo para ella —reiteró Gavin.
—Es preciso que entremos en la cámara —dijo Neil—. Cualquier otro lugar será más seguro esta noche que la meseta.
Dougan y Warren le ayudaron a llegar a la trampilla del suelo.
—Siento no haberte servido de mucho como guardaespaldas —se disculpó Warren con Kendra—. Nos atacaron tan por sorpresa… y vi que Gavin se ocupaba de ti mucho mejor de lo que yo hubiera podido. Gavin, nunca he conocido a ningún hombre capaz de superar a tu padre en una refriega, pero tú no le vas a la zaga.
—Solo gracias a todo lo que él me enseñó —respondió el muchacho con una sonrisa de orgullo.
A sus pies se abría el hueco del suelo. A modo de escala había un tronco largo, puesto de pie, con palos clavados a los lados. Alumbraron el hueco con las linternas y vieron que el suelo de debajo quedaba a poco menos de cuatro metros. Gavin bajó por la escala en primer lugar, llevando en la mano la linterna de Kendra. A continuación bajaron Dougan, Kendra y, finalmente, Neil, que descendió con ayuda de los brazos y de una pierna. Cuando hubo llegado al suelo, vieron que Warren no venía tras él y oyeron los sonidos de una escaramuza. Con la lanza en ristre, Gavin subió rápidamente por la escala a una velocidad inaudita.
Pasados unos instantes de gran tensión, Warren y él descendieron por la escala.
—¿Qué pasaba? —exclamó Kendra—. ¿Estáis bien?
—No va a haber brocheta de coyote —se lamentó Gavin—. No ha aparecido.
—Pero sí otros —dijo Warren—. El hombre halcón y un bruto extrañísimo. Yo me quedo con Neil. No podemos dejar a nadie en la superficie. Hay demasiados enemigos rondando por todas partes.
—¿Y un dragón es menos peligroso? —preguntó Kendra.
Warren se encogió de hombros.
—Ninguna de las opciones es apetecible, pero al menos las grutas están diseñadas para poder sobrevivir en ellas en un momento dado.
Kendra esperaba que Warren tuviese razón. No pudo evitar recordar que la última vez solo habían salido de aquellas cuevas una persona y media, de las tres que habían entrado.
Dougan sacó la llave de su bolso. Se trataba de un disco de plata de gran grosor, del tamaño de un plato llano. La sala subterránea presentaba una espaciosa depresión circular en el centro. El agua se reunía en la depresión, pero, en vez de encharcarse, se escurría hacia más abajo. Con Warren ayudando a Neil, se metieron todos en aquel hueco circular.
—Esa sala es una kiva —les explicó Neil—. Un lugar para celebrar ceremonias sagradas.
Dougan apretó un bultito del disco y varios dientes metálicos de extrañas formas salieron del canto como las cuchillas de una navaja de bolsillo. Cuando soltó el botón, los irregulares dientes volvieron a meterse. De rodillas en el centro de la depresión circular, introdujo el disco en una hendidura redonda, en la que quedó perfectamente encajado. A continuación, presionó el centro del disco y lo giró.
Acompañado por un chasquido que lo hizo temblar y por un retumbar subterráneo, el suelo de la depresión circular empezó a rotar. Dougan había quitado la mano de la llave, pero el suelo seguía girando, y conforme giraba iba hundiéndose, como si se hallasen sobre la cabeza de un destornillador gigante. Sin dejar de rotar, poco a poco descendieron a una inmensa cámara en la que las paredes irregulares le daban el aspecto de una caverna natural. Kendra miró hacia arriba y vio que el agujero redondo del techo iba alejándose cada vez más. Los sonidos de la tormenta fueron debilitándose. Precedido por un último estruendo reverberante, el suelo giratorio se detuvo.