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Nipsies

Un bochornoso día de agosto Seth se apresuraba por un senderillo apenas visible, revisando la exuberante vegetación de su izquierda. Unos altos árboles cubiertos de musgo sumían en la sombra un verde mar de arbustos y helechos. Se notaba empapado de pies a cabeza —la humedad se negaba a permitir que se le secara el sudor—. Cada cierto tiempo, Seth comprobaba la retaguardia echando un vistazo por encima del hombro, y se sobresaltaba al menor ruido proveniente de la maleza. No solo Fablehaven era un lugar peligroso por el que deambular a solas, sino que además le aterrorizaba la idea de ser descubierto tan lejos del jardín.

Su maña para salir al bosque a hurtadillas había mejorado durante el largo verano. Las excursiones en compañía de Coulter estaban muy bien, pero no se producían con la frecuencia suficiente como para satisfacer su hambre de aventuras. Penetrar a solas en la reserva tenía su puntillo. Ya se conocía perfectamente la zona del bosque que rodeaba la casa principal y, pese a la preocupación de sus abuelos, se había demostrado a sí mismo que era capaz de explorar el lugar sin que le pasase nada. Para evitar cualquier situación mortalmente peligrosa, rara vez se alejaba mucho del jardín y evitaba las zonas que sabía eran las más peligrosas.

Hoy era una excepción.

Hoy estaba siguiendo las indicaciones recibidas para una cita secreta.

Aunque estaba seguro de haber interpretado correctamente las indicaciones, estaba empezando a entrarle pánico al sospechar que tal vez se había pasado de largo la última señal.

El sendero por el que avanzaba en esos momentos era un camino que no había recorrido nunca y estaba a bastante distancia de la casa principal. Siguió mirando con atención los arbustos de la orilla izquierda del camino.

A lo largo del verano mucha gente había ido y venido de Fablehaven. Durante el desayuno el abuelo Sorenson había informado a Seth, Kendra, Coulter y Dale que esa tarde Warren y Tanu volverían a casa. Él estaba entusiasmado ante la idea de volver a ver a sus amigos, pero sabía que cuanta más gente hubiese en la casa, más ojos lo vigilarían para impedir que llevara a cabo sus expediciones furtivas. Aquel era probablemente el último día que podría salir a escondidas por un buen tiempo.

Justo cuando empezaba a perder la fe, Seth reparó en un palo rematado con una enorme piña, clavado en la tierra a unos palmos del sendero. No debería haberse preocupado por pasarse de largo: era imposible no ver aquella alta señal. Se acercó al palo y sacó la brújula de su caja de emergencias, encontró el Norte y emprendió la marcha en línea no del todo perpendicular al tenue pequeño sendero.

El terreno se empinaba ligeramente. Tuvo que contonearse para esquivar algunas plantas con espinas en plena floración. Por encima de su cabeza gorjeaban los pájaros, posados en las frondosas ramas de los árboles. Una mariposa con unas amplias alas de intenso colorido subía y bajaba por el aire sin brisa. Gracias a la leche que había tomado esa mañana, Seth sabía que se trataba realmente de una mariposa. Si hubiese sido un hada la habría reconocido como tal.

—Pssst, aquí —chistó alguien entre los arbustos, en un lateral.

Seth se volvió y vio a Doren, el sátiro, que asomaba la cabeza por detrás de un arbusto de grandes hojas brillantes, le hizo señas para que se acercara.

—Hola, Doren —dijo Seth en voz baja, y acudió a paso ligero a donde le esperaba en cuclillas el sátiro. También escondido allí encontró a Newel, con sus cuernos algo más largos, su tez ligeramente más pecosa y su pelo una pizca más rojo que Doren.

—¿Y el bruto? —preguntó Newel.

—Prometió que se reuniría con nosotros aquí —los tranquilizó Seth—. Mendigo va a ocuparse de sus tareas en los establos.

—Si no se presenta, se acabó el trato —amenazó Newel.

—Estará aquí —dijo Seth.

—¿Has traído la mercancía? —preguntó Doren, intentando sonar despreocupado pero sin poder ocultar la desesperación en su mirada.

—Cuarenta y ocho pilas tipo C —dijo Seth.

Abrió la cremallera de una bolsa de lona y dejó que los sátiros inspeccionasen su contenido. Ese mismo verano, les había entregado a los dos sátiros docenas de pilas como compensación por haberles ayudado a él y a su hermana a entrar a escondidas en casa de su abuelo, en medio de una angustiosa situación. Los sátiros habían gastado ya todo su botín viendo la tele en su televisor portátil.

—Míralas, Doren —dijo Newel, arrobado.

—Horas y horas de diversión —murmuró Doren, fascinado.

—¡Cantidad de deportes! —exclamó Newel.

—Pelis, series cómicas, dibujos, culebrones, tertulias, concursos, programas de tele realidad —enumeró Doren tiernamente.

—Tantas damiselas preciosas —ronroneó Newel.

—Hasta los anuncios son alucinantes —dijo Doren, entusiasmado—. ¡Cuántas maravillas de la tecnología!

—Stan se volvería majara si se enterase —murmuró Newel con gran regocijo.

Seth comprendía que Newel tenía razón. Su abuelo Sorenson se desvivía por limitar el uso de la tecnología en la reserva. Su empeño era que las criaturas mágicas de Fablehaven se mantuviesen en estado puro, sin contacto con influencias demasiado modernas. Ni siquiera tenía televisor en su propia casa.

—Bueno, ¿dónde está el oro? —preguntó Seth.

—Un poco más adelante —respondió Newel.

—Cada vez cuesta más encontrar oro, desde que Nero trasladó su tesoro escondido —se disculpó Doren.

—Oro al que pueda tenerse acceso —le corrigió Newel—. Nosotros tenemos conocimiento de gran abundancia de tesoros escondidos por todo Fablehaven.

—La mayor parte está o maldito o protegido —explicó Doren—. Por ejemplo, sabemos de un maravilloso montoncito de joyas metido en un hoyo de debajo de un pedrusco, si no tienes reparos en contraer una infección crónica que te va royendo la piel.

—Y una colección de armas doradas de valor incalculable, que forman parte de un arsenal protegido por una vengativa familia de ogros —añadió Newel.

—Pero un poco más arriba hay montones de oro prácticamente sin ningún tipo de atadura —le prometió Doren.

—Sigo pensando que deberíais pagarme más, puesto que necesitáis mi ayuda para cogerlo —se quejó Seth.

—Venga, Seth, no seas desagradecido —le riñó Newel—. Fijamos el precio. Tú estuviste de acuerdo. Seamos justos. No hace falta que nos ayudes a coger el oro. Podemos dar por zanjado todo el asunto.

Seth miró a un hombre cabra y luego al otro. Suspiró y volvió a abrir la cremallera de su bolsa de lona.

—Tal vez tengas razón. Todo esto me parece demasiado arriesgado.

—O podríamos subirte la comisión en un veinte por ciento —soltó bruscamente Newel, plantando su mano peluda encima del bolso.

—Treinta —replicó Seth en tono rotundo.

—Veinticinco —contraofertó Newel. Seth abrió de nuevo la cremallera del bolso. Doren aplaudió y pateó el suelo con las pezuñas.

—Me chiflan los finales felices.

—No habremos terminado hasta que tenga en mi poder el oro —les recordó Seth—. ¿Estáis seguros de que ese tesoro será realmente mío? ¿Que no aparecerá ningún trol enojado a recuperar lo que es suyo?

—Ni una maldición —dijo Newel.

—Ni seres poderosos deseosos de tomar represalias —aseguró Doren.

Seth se cruzó de brazos.

—Entonces, ¿por qué os hace falta mi ayuda?

—Antes ese alijo era dinero libre —dijo Newel—. La manera más fácil de cobrar en Fablehaven. Gracias a nuestro guardaespaldas tamaño gigante, puede volver a ser chachi.

—Hugo no tendrá que hacerle daño a nadie —confirmó Seth.

—Relájate —dijo Newel—. Ya hemos hablado de esto. El golem no tendrá que matar ni una mosca. Doren levantó una mano.

—Oigo que se acerca alguien.

Seth no oía nada. Newel olisqueó el aire.

—Es el golem —informó Newel.

Pasados unos cuantos segundos, Seth detectó el fuerte impacto de las pisadas de Hugo acercándose. Al cabo de unos momentos, el golem apareció de pronto ante su vista, abriéndose paso salvajemente por la maleza. Hugo, un ser con apariencia de simio, hecho de tierra, barro y piedras, era de complexión ancha y tenía las manos y los pies desproporcionadamente grandes.

En esos momentos uno de sus brazos era algo más pequeño que el otro. Había perdido un brazo en una pelea con Olloch, el Glotón, y, a pesar de sus frecuentes baños de lodo, no había terminado de formársele del todo.

El golem, alto como una torre, se detuvo delante de Seth y de los sátiros, que apenas le llegaban a la altura de su ancho pecho.

—Seth —dijo el golem con una voz profunda que sonó como dos piedras inmensas rechinando pegadas la una a la otra.

—Hola, Hugo —respondió el chico.

Hacía muy poco que el golem había empezado a balbucir palabras fáciles. Entendía todo lo que se le decía, pero rara vez intentaba expresarse verbalmente.

—Qué bueno verte, grandullón —dijo Doren animadamente, saludándole con la mano y con una gran sonrisa.

—¿Colaborará? —preguntó Newel moviendo solo un lado de la boca.

—Hugo no tiene que obedecerme —dijo Seth—. Oficialmente, yo no lo controlo como mis abuelos. Pero está aprendiendo a tomar sus propias decisiones. Este verano hemos ido de exploración privada los dos juntos unas cuantas veces. Generalmente le parece bien lo que le propongo.

—Suficiente —dijo Doren. Dio una palmada y se frotó vigorosamente las palmas de las manos—. Newel, compañero buscador de oro, es posible que volvamos manos a la obra.

—¿Querréis explicarme de una vez lo que vamos a hacer? —rogó Seth.

—¿Has oído hablar alguna vez de los nipsies? —preguntó Newel.

Seth negó con la cabeza.

—Unos bichitos chiquitines —detalló Doren—, los más pequeños de toda la población de hadas.

Los sátiros se quedaron mirando a Seth para ver qué respondía. El chico volvió a negar con la cabeza.

—Sus parientes más próximos son los brownies, pero son muchísimo más bajitos —dijo Newel—. Como bien sabes, lo brownies son expertos en toda clase de arreglos, rescates e imaginativos reciclajes. Los nipsies son también maestros artesanos, pero suelen empezar de cero, tirando de los recursos naturales para adquirir materias primas.

Doren se acercó mucho a Seth y le dijo en tono de confidencia:

—Los nipsies sienten fascinación por los metales y las piedras que brillen mucho y son muy habilidosos para encontrarlos.

Newel le guiñó un ojo.

Seth se cruzó de brazos.

—¿Qué les impedirá venir a recuperar su tesoro?

Newel y Doren prorrumpieron en carcajadas. Seth arrugó el entrecejo. Newel le puso una mano en el hombro.

—Seth, un nipsie es, más o menos, así de grande. —Newel dejó media pulgada de espacio entre el pulgar y el índice. Doren resopló por la nariz al tratar de sofocar otra carcajada—. No vuelan ni poseen magia alguna con la que atacar o hacer daño.

—En ese caso, sigo sin entender por qué necesitáis mi ayuda para coger el oro —insistió Seth.

Las risillas sofocadas remitieron.

—Lo que sí hacen los nipsies es preparar trampas y plantar hierbas peligrosas —dijo Doren—. Al parecer, los muy canijos se ofendieron por los tributos que Newel y yo les pedíamos, y erigieron defensas para mantenernos alejados de ellos. Aquí Hugo no debería tener ningún problema para colarnos en sus dominios.

Seth entrecerró los ojos.

—¿Por qué los nipsies no piden ayuda a mi abuelo?

—No te ofendas —dijo Newel—, pero muchas criaturas de Fablehaven soportarían dificultades considerables con tal de evitar la intervención de los humanos. No temas, esos mequetrefes no recurrirán a Stan ni le van a ir con el cuento. ¿Qué dices? ¿Vamos a pillar un poco de oro fácil?

—Id delante —dijo Seth. Se volvió hacia el golem—. Hugo, ¿estás dispuesto a ayudarnos a visitar a los nipsies?

El golem levantó una de sus terrosas manos, con el pulgar y el índice casi tocándose, e hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza.

Se metieron por la maleza y avanzaron hasta que Newel levantó el puño en señal de cautela. Desde el borde de un claro, Seth vio una amplia pradera con un otero cubierto de hierba, en el centro. La falda del otero era empinada, pero acababa de repente a unos seis metros del pie, como si la cima fuese plana.

—Vamos a necesitar a Hugo para que nos lleve hasta el cerro —susurró Newel.

—¿Lo harías? —preguntó Seth al golem.

Sin el menor esfuerzo, Hugo se puso a Newel en un hombro y a Doren en el otro y cogió a Seth con el brazo más largo. El golem arrancó a cruzar la pradera en dirección al otero a grandes zancadas. Cerca del arranque de la colina las hierbas por las que pisaba Hugo empezaron a enroscarse y moverse con chasquidos. Seth vio que unos tallos de parra cubiertos de pinchos se enroscaban alrededor de los tobillos del golem, y que las verdes cabezas de unas plantas carnívoras le mordían los gemelos.

—Una parte del problema está ahí mismo —señaló Doren—. Los muy diminutos cultivaron toda clase de plantas venenosas en todo el perímetro que rodea su territorio.

—Sucias alimañas —refunfuñó Newel—. Estuve una semana cojeando.

—Tuvimos suerte de salvar el pellejo —dijo Doren—. Tenemos que llegar al otro lado del cerro.

—Las laderas están infestadas de trampas —explicó Newel—. En el otro lado nos aguarda una entrada cerrada herméticamente.

—Llévanos al otro lado de la colina, Hugo —dijo Seth.

Las agresivas plantas siguieron azotando, retorciéndose y mordiendo, pero Hugo se abrió paso sin prestar atención a la escabechina. Al otro lado de la colina encontraron una roca de forma irregular, alta como un hombre y empotrada en la base de la ladera. Una masa pegajosa de cieno amarillo formaba un charco alrededor de la roca.

—Dile a Hugo que aparte la roca —sugirió Doren.

—Ya le has oído —dijo Seth.

Hugo pisó el resbaloso cieno, que gorgoteó al ser pisado por los enormes pies del golem. Con la mano que tenía libre, Hugo apartó la roca a un lado, como si estuviese hecha de cartón piedra, y dejó al descubierto la boca de un túnel.

—Déjanos en el suelo, en la entrada —dijo Newel.

—Y luego mantén a raya el cieno —añadió Doren.

—Hazlo, por favor —suplicó Seth.

Hugo depositó a Seth en la entrada del túnel y a continuación bajó a los sátiros y los dejó a su lado. El golem se dio vuelta y empezó a apartar el cieno a puntapiés, y el engrudo salió disparado por el aire en forma de pringosos pegotes y hebras.

—Nos viene de perlas —apreció Newel, indicando a Hugo con un gesto de la cabeza.

—Tenemos que hacernos con uno como él —coincidió Doren.

Seth miraba atentamente las paredes del túnel. Estaban hechas de una pulida piedra blanca con vetas azules y verdes. Unos elaborados grabados tallaban toda la superficie, desde el suelo hasta el techo. Seth pasó un dedo por encima del complicado dibujo.

—No está mal —comentó Newel.

Seth se apartó de la pared.

—No me puedo creer el grado de detalle.

—Espera a ver los siete reinos —dijo Doren.

Los tres iniciaron la marcha por el corto túnel. El techo era lo bastante alto como para que ninguno de ellos necesitase agacharse.

—Mira por dónde pisas —dijo Newel—. Ten cuidado de no aplastar un nipsie. Su vida es tan real y valiosa como la de cualquiera. Si accidentalmente matas a un nipsie, las protecciones del tratado fundacional de Fablehaven dejarán de afectarte.

—Solo lo dice por la vez en que pisó sin querer una carreta de abastecimiento y derribó al conductor, que perdió el conocimiento —le contó Doren.

—Se recuperó perfectamente —respondió Newel, muy estirado.

—No veo ningún nipsie por el túnel —informó Doren después de doblarse por la cintura para observar atentamente el liso suelo de mármol.

—Entonces pisad suavemente al llegar al fondo —les recomendó Newel.

Cuando Seth emergió al otro lado del túnel, salió inadvertidamente a la luz del sol. La colina no tenía cumbre: todo el centro había sido excavado, de modo que la ladera formaba un muro circular que rodeaba una población absolutamente fuera de lo normal.

—Mirad eso —murmuró Seth.

Toda la parte interna del cerro estaba diseñada en miniatura, con abundancia de castillitos picudos, mansiones, fábricas, almacenes, tiendas, molinos, teatros, estadios y puentes. La arquitectura era compleja y variada, con elementos como largos chapiteles, empinadas cubiertas, torres en espiral, delicados arcos, chimeneas con forma de caricatura, doseletes de ricos colores, pasajes con columnas, jardines en varios niveles y relucientes cúpulas. Los nipsies usaban en sus construcciones la madera y la piedra más hermosas, y añadían un toque brillante a muchas de sus imaginativas estructuras con metales preciosos y gemas. Irradiando desde un estanque central, un complicado sistema de irrigación compuesto por canales, acueductos, albercas y represas conectaba siete núcleos urbanos esparcidos por el lugar, cada uno densamente poblado.

—Regálate la vista con los siete reinos de los nipsies —dijo Newel.

—¿Ves aquel edificio cuadrangular de allí? —preguntó Doren, señalándolo—. El de los pilares y las estatuas en la parte delantera. Es el tesoro real del Tercer Reino. No estaría mal empezar por ahí, si se niegan a cooperar.

Entre los espléndidos edificios de los siete reinos, el más alto de los cuales apenas le llegaba a Seth por las rodillas, correteaban de un lado a otro miles de minúsculos individuos. A simple vista parecían insectos. Después de rebuscar en su caja de emergencias, Seth se agachó en cuclillas cerca de la boca del túnel labrado, donde habían estado cavando una cuadrilla de nipsies y observó a los obreros liliputienses con una lupa. Iban pulcramente ataviados y, a pesar de no alcanzar media pulgada de altura, eran como cualquier ser humano.

El grupo que Seth estaba mirando hacía animados gestos en dirección a él mientras se desperdigaban a toda prisa. Comenzaron a sonar unas diminutas campanillas y muchos de los nipsies empezaron a esconderse en el interior de los edificios y en agujeros cavados en el suelo.

—Tienen miedo de nosotros —dijo Seth.

—Más les vale —soltó Newel en tono fanfarrón—. Nosotros somos sus supremos señores gigantes y ellos intentaron impedirnos el acceso con plantas depredadoras y cieno carnívoro.

—Mirad allí, al lado del estanque de aguas claras —dijo Doren en tono lastimero, extendiendo una mano—. ¡Han derribado nuestras estatuas!

Unas increíbles imitaciones de Newel y Doren, de unos treinta centímetros cada una, yacían derribadas y pintarrajeadas cerca de unos pedestales vacíos.

—Alguno por aquí se ha puesto de lo más gallito —gruñó Newel—. ¿Quién ha profanado el monumento a los Señores?

El caos seguía en las ajetreadas calles. La muchedumbre, presa del pánico, corría a esconderse en el interior de los edificios. Docenas de nipsies descendieron temerariamente por el andamio de un edificio en construcción. Nipsies armados con diminutas armas se congregaron en el tejado del tesoro real.

—Veo que una delegación está reuniéndose alrededor del cuerno —dijo Doren, señalando una torre de unos cuarenta y cinco centímetros de alto, rematada con un enorme megáfono de color perla.

Newel guiñó un ojo a Seth.

—Hora de entablar negociaciones.

—¿Estáis seguros de que esto está bien? —preguntó Seth—. ¿Quitarles oro a estos chiquitines?

Doren dio una palmada a Seth en la espalda.

—Los nipsies viven para husmear en busca de vetas de oro. ¡Qué nos llevemos un poco de sus riquezas acumuladas servirá para que tengan algo que hacer!

—Salve, Newel y Doren —dijo una vocecita agudísima. Aun amplificada con el megáfono, sonaba chillona y difícil de escuchar.

Seth y los sátiros se acercaron, andando con sumo cuidado.

—Nosotros, los nipsies del Tercer Reino, nos regocijamos ante vuestro tanto tiempo esperado retorno.

—¿Os regocijáis, dices? —repuso Newel—. Pisar plantas venenosas no era precisamente la bienvenida que esperábamos.

Los nipsies de la torre consultaron entre sí antes de replicar.

—Lamentamos que las defensas que erigimos últimamente hayan supuesto un problema. Consideramos que era preciso aumentar la seguridad debido al desagradable carácter de determinados saqueadores en potencia.

—El canijo casi hace que parezca que no se refiere a nosotros —murmuró Doren.

—Son de lo más fino cuando se trata de diplomacia —coincidió Newel. Entonces, elevó la voz para decir—: He advertido que nuestros monumentos se hallan en un estado de deterioro. Hace mucho que venció el plazo para cobrar nuestro tributo.

Una vez más, la delegación de lo alto de la torre se juntó a deliberar antes de responder.

—Lamentamos cualquier falta de apreciación que podáis percibir —chilló una voz—. Llegáis en una estación desesperada. Como sabéis, desde tiempo inmemorial los siete reinos de los nipsies han vivido en paz y prosperidad, interrumpidas únicamente por las abusivas peticiones de determinados señores gigantes. Pero últimamente se han cernido sobre nosotros tiempos de tinieblas. Los reinos Sexto y Séptimo se han unido para hacernos la guerra a todos los demás. Recientemente diezmaron el Cuarto Reino. Nosotros y el Segundo Reino estamos acogiendo a millares de refugiados. El Quinto Reino se encuentra bajo asedio. En el Primer Reino se habla de retirada, de un éxodo masivo a una nueva madre patria.

»Como bien sabéis, nosotros, los nipsies, nunca hemos sido gentes belicosas. Es evidente que una siniestra influencia se ha apoderado de los ciudadanos de los reinos Sexto y Séptimo. Tememos que no se quedarán satisfechos hasta que nos hayan conquistado a todos. Mientras hablamos, su armada navega hacia nuestras costas. Si al mismo tiempo atacáis nuestra comunidad por la retaguardia, me temo que los siete reinos podrían sucumbir a las tinieblas. Sin embargo, si nos prestáis ayuda en esta trágica hora, con mucho gusto os compensaríamos generosamente.

—Permitidnos un momento para deliberar —dijo Newel, y tiró de Doren y de Seth para acercarlos—. ¿Os parece que es una treta? Lo que a los nipsies les falta en tamaño, suelen compensarlo con astucia.

—Yo veo una nutrida flota de barcos negros allí, en el estanque central —dijo Doren.

Aunque los navíos de mayor tamaño no eran más grandes que los zapatos de Seth, eran docenas los que estaban acercándose.

—Cierto —dijo Newel—. Y mirad a la izquierda. El Cuarto Reino parece estar en ruinas.

—Pero ¿quién ha oído alguna vez hablar de los nipsies en guerra? —preguntó Doren.

—Será mejor que tengamos unas palabritas con el Séptimo Reino —resolvió Newel—. Que oigamos su versión de la situación.

—Volveremos —declaró Doren a los nipsies de la torre. Newel y él se alejaron.

—¿Quién eres tú? —canturreó la vocecilla por el megáfono no—. El que no tiene cuernos.

—¿Yo? —dijo Seth, poniéndose una mano en el pecho—. Soy Seth.

—Oh, sabio y prudente Seth —siguió diciendo la vocecilla—, por favor, intercede ante los gigantes cabra para que acudan en nuestra ayuda. No permitas que los malévolos ancianos de los reinos traidores los seduzcan.

—Veré lo que puedo hacer —dijo el chico, y se apresuró a seguir a Newel y Doren, mirando el suelo con cuidado para no aplastar a ningún nipsie.

Alcanzó a los sátiros en el exterior de un reino amurallado, hecho de piedra negra y con estandartes color azabache al viento. Las calles del reino estaban prácticamente desiertas.

Muchos de los nipsies que se veían llevaban armadura y portaban armas. Este reino tenía también una torre con megáfono.

—La muralla es nueva —comentó Doren.

—Y no recuerdo que todo fuese tan negro —dijo Newel.

—Sí que parecen belicosos —concedió Doren.

—Aquí están, subiendo a la torre —observó Newel, que indicó con el mentón la torre con su megáfono negro.

—Saludos, honorables señores —chilló una voz aguda—. Habéis regresado a tiempo para presenciar la culminación de nuestros esfuerzos y para compartir los despojos.

—¿Por qué habéis declarado la guerra a los otros reinos? —preguntó Newel.

—Tenéis que agradecéroslo a vosotros mismos —respondió el portavoz—. Los siete reinos enviaron muchas comitivas con la misión de encontrar métodos para impedir vuestro regreso. Ninguna se alejó más que la mía. Aprendimos mucho. Nuestros horizontes se expandieron. Mientras los demás reinos construían defensas, nosotros recabamos calladamente el apoyo de los reinos Sexto y Séptimo, que desarrollaron maquinaria de guerra. Al fin y al cabo, como bien sabéis vosotros desde hace mucho tiempo, ¿para qué fabricar si podemos arrebatar?

Newel y Doren se cruzaron una mirada de preocupación.

—¿Qué querríais de nosotros? —preguntó Doren.

—La victoria es ya inevitable, pero si contribuís a acelerar la hora del triunfo, os compensaremos mucho más generosamente que cualquiera de los otros reinos. La mayor parte de nuestra riqueza se halla bajo tierra, un secreto que ellos jamás os contarían. Seguro que los otros os han solicitado vuestra ayuda para detenernos. Tal acción resultaría desastrosa para vosotros. Hemos formado alianza con un nuevo señor que un día regirá sobre todas las cosas.

Levantaos contra nosotros, estaréis levantándoos contra él. Todo aquel que le desafía debe perecer. Uníos a nosotros. Evitad la ira de nuestro señor recoged la más generosa de las recompensas.

—¿Me dejas la lupa? —preguntó Doren.

Seth le pasó al sátiro el cristal de aumento. Doren pasó por encima de la muralla de la ciudad para colocarse en una plaza vacía, se agachó y examinó las figuritas situadas en lo alto de la torre.

—Os va a interesar echar un vistazo, vosotros dos —les aconsejó en tono serio.

Doren se apartó para hacer sitio y Newel miró durante un buen rato con la lupa, seguido de Seth. Los hombrecillos de la torre tenían un aspecto diferente de los que Seth había visto antes. Tenían la tez gris, los ojos enrojecidos y la boca con colmillos salientes.

—¿Qué os ha pasado en la cara? —preguntó Newel.

—Ha aparecido nuestra verdadera apariencia —respondió la voz del megáfono—. Este es nuestro aspecto cuando se elimina toda la ilusión.

—Los han corrompido, de alguna manera —susurró Doren entre dientes.

—No pensáis ayudarlos realmente, ¿no? —dijo Seth.

Newel negó con la cabeza.

—No. Pero puede que no sea muy prudente oponerles resistencia. Quizás deberíamos tratar de no implicarnos. —Miró a Doren—. A decir verdad, tenemos una cita en otra parte dentro de nada.

—Eso es verdad —dijo Doren—, casi se me había olvidado nuestro otro compromiso. No nos conviene contrariar a los…, esto…, a las hamadríades. No podemos permitirnos llegar tarde. Será mejor que nos vayamos yendo.

—No tenéis ninguna cita —los acusó Seth—. No podemos abandonar sin más a los buenos nipsies para que los destruyan.

—Ya que te gustan tanto las heroicidades —dijo Newel—, ve tú a detener la armada.

—Mi cometido era traeros aquí —replicó Seth—. Si queréis pilas, vais a tener que ganaros el oro.

—Tiene cierta razón —reconoció Doren.

—Nosotros no tenemos por qué ganarnos nada —declaró Newel—. Podemos ir a coger lo que nos haga falta del tesoro del Tercer Reino y marcharnos.

—Ni hablar —respondió Seth, al tiempo que agitaba la mano que había levantado—. No pienso aceptar un pago con oro robado. No después de lo que pasó con Nero. El Tercer Reino os ofreció una honrada recompensa si los ayudabais. Vosotros erais los que me decíais que los nipsies no podían hacernos ningún daño. ¿Ahora han cambiado las cosas solo porque algunos de ellos se han vuelto malvados? Os diré una cosa: incluso renunciaré a mi veinticinco por ciento.

—Hmmm. —Newel se frotó la barbilla.

—Piensa en la cantidad de programas… —le urgió Doren.

—Muy bien —respondió Newel—. No soportaría ver destrozada esta civilización. Pero no me echéis la culpa si los inquietantes nipsies y sus nefarios señores luego vienen a por nosotros.

—Lo lamentarás —le gritaron los hostiles nipsies por el megáfono.

—¿Ah, sí? —preguntó Newel, y pateó la muralla de la ciudad con una pezuña. Luego, arrancó el megáfono de la torre y lo lanzó por encima de la colina horadada.

—Iré a poner fin al asedio del Quinto Reino —se ofreció Doren.

—Quédate donde estás —le ordenó Newel—. No hace falta que les demos motivos para que tengan que ajustarnos las cuentas a los dos.

—Realmente te han puesto nervioso —bromeó Doren con una risilla—. ¿Qué nos van a hacer?

—Hay una influencia oscura actuando en medio de todo esto —dijo Newel con aire grave—. Pero si me dispongo a desafiarlos, yo mismo puedo también terminar el trabajo. —Arrancó la cubierta de un edificio de aspecto recio y cogió un puñado de diminutos lingotes de oro, para metérselos a continuación en una talega que llevaba colgada de la cintura—. Una lección para vosotros —añadió Newel, volviendo a meter la mano en la casa del tesoro—: No intentéis amenazar a los supremos señores gigantes. Nosotros hacemos lo que nos place.

Newel se dirigió al estanque y se metió en el agua, que en ningún punto le llegaba por encima de sus peludas espinillas. Reunió la flotilla de navíos y empezó a arrastrarlos de vuelta al Séptimo Reino, partiendo de paso los mástiles y dejando caer los barcos por toda la ciudad.

—Ten cuidado de no matar a ninguno —le avisó Doren.

—Estoy teniendo cuidado —respondió Newel, chapoteando por el estanque de tal manera que las olas que levantaba llegaban hasta los frágiles muelles.

Cuando hubo soltado los últimos barcos en un mercado vacío, Newel cruzó hasta el Quinto Reino y empezó a destrozar las pequeñas máquinas de asedio y las pequeñas catapultas que estaban atacando lugares fortificados en todos los rincones de la ciudad, incluido el castillo principal.

Seth observaba su actuación con atención. En cierto modo, era como presenciar a un niño mimado destruyendo sus juguetes. Sin embargo, al observar más atentamente pudo contemplar las numerosas vidas que estaban viéndose afectadas por las acciones del sátiro.

Desde el punto de vista de los nipsies, un gigante de cientos de metros de altura estaba causando estragos en su mundo, trastocando en cuestión de minutos el curso de una guerra desesperada.

Newel cogió con las manos a cientos de soldados atacantes para sacarlos del Quinto Reino y depositarlos en el Séptimo. Luego, demolió varios de los puentes que comunicaban el Sexto Reino con el Quinto. Robó varios adornos de oro de las enhiestas torres del Sexto Reino y fue destruyendo sistemáticamente sus defensas. Al final, Newel volvió a la torre del Séptimo Reino en el que había estado el megáfono.

—Estad avisados: dejad de hacer la guerra, o volveré. La próxima vez no me marcharé dejando intactas tantas extensiones de vuestros reinos. —Newel se volvió para mirar a Doren y a Seth—. Vamos.

Los tres se dirigieron al Tercer Reino, cerca del túnel labrado que los llevaría hasta Hugo de nuevo.

—Hemos hecho lo que hemos podido para detener vuestra guerra —declaró Newel.

—¡Saludad todos a nuestros supremos señores gigantes! —ordenó la vocecilla por el megáfono color perla—. La fecha de hoy será por siempre un día de fiesta para celebrar vuestra gallardía. Levantaremos y restauraremos vuestros monumentos hasta que alcancen un esplendor sin igual. Por favor, tomad lo que deseéis del tesoro real.

—Si me permitís —dijo Newel, arrancando la pared y sacando minúsculas monedas de oro, plata y platino junto con algunas gemas relativamente grandes—. No bajéis la guardia, nipsies. Algo muy grave está pasando entre vuestros compatriotas de los reinos Sexto y Séptimo.

—¡Larga vida a Newel! —aprobó la vocecilla chillona—. ¡Larga vida a Doren! ¡Larga vida a Seth! ¡Sabio consejo de nuestros heroicos protectores!

—Parece que de momento ya hemos terminado aquí —dijo Doren.

—Bien hecho —intervino Seth, dando unas palmadas a Newel en la espalda.

—No ha sido una mala jornada de trabajo —respondió Newel con aire presumido, al tiempo que daba unos toques con la mano en sus bolsillos inflados—. Varios reinos salvados, una lección de humildad a un par de reinos y un tesoro ganado. Vayamos a contar la pasta.

Tenemos unos cuantos programas que ver.