9

El pasaje del terror

-Pase —bramó Hugo, y corrió hacia atrás desde la línea de scrimmage. Seth y Doren iniciaron su carrera, haciendo denodados esfuerzos por no perder el equilibrio en la capa de nieve cada vez más gruesa. Newel defendía bien a Doren, sin separarse de él cuando viró bruscamente a la izquierda. Verl iba pegado a Seth como si fuera su sombra, demasiado arrimado.

Entonces Seth fingió un quiebro, Verl se lo creyó y el chico pudo seguir corriendo.

Hugo era el perfecto quarterback. El gólem cumplía a rajatabla el límite de seis segundos de posesión del balón, sin apresurarse. No había límites a la distancia que era capaz de lograr con sus lanzamientos, los pases eran siempre perfectos y no daba muestras de ningún favoritismo.

Seth miró arriba y atrás. La nieve caía en remolinos agitados que le cegaban y le impedían ver bien. Continuó corriendo tanto como pudo. Verl le seguía a dos pasos de distancia. Seth ya no veía ni a Hugo ni a los otros sátiros. ¿Cuánta distancia había corrido? ¿Cincuenta yardas? ¿Sesenta?

Una forma oscura apareció en medio de los remolinos de copos de nieve, silbando al surcar el aire.

Seth extendió los brazos. Aunque el balón le llegaba sin problemas, era como querer atrapar un meteorito. ¡Solo Hugo era capaz de lanzar un trallazo con tan poco arco!

Seth perdió el equilibrio y cayó al suelo, lo cual provocó una lluvia de nieve, pero logró aferrarse al balón, apresándolo contra su pecho. Se quedó unos segundos tendido en el surco que había arado en la nieve, con la sensación de un cosquilleo helado en la nuca, dudando de si levantarse o no, pues sabía que se le había acumulado nieve en el cuello del jersey y seguramente le recorrería la espalda.

¡Qué escalofrío!

—¿Qué ha pasado? —gritó Newel.

—La ha cogido —respondió Verl—. Ensayo.

—¿Otra vez? —se quejó Newel—. A la próxima, yo me ocupo de cubrir a Seth.

—Sí, por favor —dijo Doren, entusiasmado—. Quiero que Verl me cubra a mí.

—¡Este juego está amañado! —protestó Newel.

Verl sacudió parte de la nieve de la nuca de Seth y le tendió la mano para ayudarle a levantarse. El amable sátiro tenía unas patas blancas como de algodón, con puntitos pardos, unos cuernos cortos y gruesos y rasgos más aniñados que Newel o Doren. Llevaba un grueso jersey de cuello vuelto de color marrón, mientras que los otros sátiros jugaban a pecho descubierto.

—Gracias —dijo Seth.

—No me puedo creer que parases ese tiro —dijo Verl. A él se le había caído el balón en un montón de pases como aquel.

—Yo tampoco —reconoció Seth—. Hugo lanza con fuerza.

—Y ahora encima a andar hasta la otra punta —suspiró Verl, alejándose ya al trote para prepararse para el siguiente saque.

—¡Seth! —gritó la abuela desde el porche—. Hay un coche entrando por el camino de acceso.

—¡Kendra! —exclamó él, soltando el balón de rugby—. Tengo que irme, chicos.

Verl regresó a toda prisa, alisándose con ambas manos la parte delantera del suéter de cuello vuelto, medio empapado de nieve.

—¿Qué tal estoy? —preguntó, nervioso.

—Como un príncipe —dijo Seth—. Acuérdate: si no le echas narices, no triunfarás.

Había informado a Verl de que Kendra llegaba hoy y había alimentado sus esperanzas de ganarse su atención. Desde que se enteró de que habían rescatado a su hermana, Seth se había sentido el de siempre.

—No sé —gimoteó Verl, mirando hacia el bosque con ansiedad—. Newel y Doren me han advertido de que Kendra es demasiado joven. Dijeron que Stan me arrancaría el pellejo si se enteraba de mi ardiente admiración por ella.

—Tú solo compórtate como un caballero —dijo Seth—. Es el momento que has estado esperando.

—Preferiría hacerlo a mi manera —repuso Verl, empezando a recular—. Tal vez en un globo aerostático. Con un almuerzo de picnic. Y con chistera.

—Como prefieras —dijo Seth, que echó a correr hacia el porche.

Había convencido a su abuelo para que diese permiso a los sátiros para entrar en el jardín para poder jugar con ellos al rugby. Había necesitado una actividad en la que ocupar la mente mientras aguardaba el regreso de su hermana. La nevada había retrasado su llegada en más de una hora.

—Estás como si te hubieras dedicado a dibujar ángeles con los brazos y las piernas en la nieve —observó su abuela.

Cuando llegó al porche cubierto, el chico se sacudió los brazos contra los costados y dio varios pisotones, para desprenderse de los restos de nieve.

—Verl se encargaba de cubrirme, con lo cual me apoderé un montón de veces del balón —dijo Seth—. Verl no es muy bueno haciendo placajes, pero Newel te bloquea con fuerza. Me hizo tropezar dos veces.

—No deberías jugar a lo bruto con los sátiros —le reprendió ella.

—La nieve detiene las caídas, y la chaqueta lo amortigua todo con sus protecciones —la tranquilizó Seth—. Doren y yo íbamos 49 a 35.

La abuela le ayudó a sacudirse la nieve. Cuando Seth entró en la casa, se quitó las botas y la chaqueta de deporte. Oyó que la puerta principal se abría y corrió hacia el vestíbulo.

Kendra y Warren entraban por la puerta. Una marca roja le cruzaba la mejilla a Kendra, prueba de que había echado una cabezadita en el coche. Con lágrimas en los ojos, Seth corrió hacia ella y le dio un gran abrazo.

—Vaya —dijo Kendra, abrazándole a su vez, sorprendida por aquel arrebato de cariño.

—Me alegro tanto de que estés bien… —dijo el chico, pestañeando avergonzado para hacer desaparecer las lágrimas—. Te habíamos enterrado.

—Ya me lo han dicho. Se me hace extraño saber que tengo mi propia lápida.

—Si fuera mía, la guardaría en mi cuarto —dijo Seth—. Puede que la pusiera de cabecero para mi cama. ¿Te lo imaginas?

«Aquí descansa Seth Sorenson».

—Me han contado que tenéis una copia de Maddox en bulbo-pincho —dijo Kendra, cambiando de tema.

—Sí, no ha dicho ni pío desde que lo descubrimos. Vanessa dice que si le dejamos fuera de la Caja Silenciosa, morirá en poco tiempo. Los de su especie no aguantan mucho vivos.

—Qué raro es eso. ¡Vanessa fuera de la Caja Silenciosa!

—Ella nos ayudó a dar contigo —dijo Seth—. Utilizó sus poderes para conseguir la información de que alguien iba a ayudarte a escapar anoche. Por eso todo el mundo se pasó la noche patrullando por las calles.

—Un momento —dijo Kendra—. ¿Vanessa les dio el dato de que yo me iba a escapar? ¿Quién se lo dijo a ella?

—No nos quiere decir gran cosa. Solo quiso revelar que la persona que le suministró la información estaba de nuestro lado, en secreto, y que su identidad debía permanecer en el anonimato, lo único que sabemos con seguridad es que Vanessa se metió en la mente de alguien que dormía, no sabemos dónde, y obtuvo la información. Debe de haberse tratado de alguien que sabía que ibas a recibir esa mochila.

—Trask dio conmigo. Al no conocerlo, me asusté un montón. Warren me ha dicho que no estaban seguros de dónde me tenían retenida exactamente.

—Vanessa insistió en que no sabía el lugar exacto —explicó Seth—. Sabía que Torina estaba en Monmouth y consiguió averiguar que un traidor iba a ayudarte a escapar. No quiso contarnos quién le pasó ese dato. ¿Puedo ver tu mochila?

—¿Qué sabes tú de la mochila?

—Bastantes cosas. ¡Esta mañana no podíamos hablar de otra cosa que no fuera de tu huida!

Kendra se quitó la mochila del hombro.

—¿Has cabido aquí dentro con un viejo? —preguntó Seth.

—En realidad, Cody tiene treinta y dos años. Pero aparenta setenta, por lo menos. Torina le succionó la juventud. Es una lectoblix. Creo que ahora él quiere vengarse. Se ha quedado con Trask.

—Abrió la solapa grande de la mochila. Seth echó un vistazo dentro.

—¡Qué morro! ¿Por qué siempre te llevas tú las cosas más chulas? ¡Esto sería el kit de emergencias más guay del mundo!

—Me sorprende que haya alguien dispuesto a desprenderse de un objeto tan valioso —comentó Coulter, que llegó por detrás—. El arte de crear espacio de almacenamiento extradimensional se ha perdido. Esta mochila es un artículo poco frecuente y muy valioso. Alguien realmente ha hecho todo lo que estaba en su mano por liberarte.

—Hola, Coulter —dijo Kendra.

Él le dio un abrazo.

—Tendremos que examinar todo el contenido, por si acaso nuestro misterioso benefactor tuviese el motivo secreto de colarnos en Fablehaven a unos invitados no deseados. Tú no sabes quién te la dio, ¿cierto?

—Ni la menor idea.

El abuelo, la abuela, Dale y Tanu habían permanecido aparte mientras Kendra hablaba con Seth, pero ahora se abalanzaron todos hacia ella, dándole la bienvenida y manifestándole el gran alivio que sentían al verla de vuelta sana y salva. Seth se retiró un poco, esperando a que cesase la tromba de buenos deseos.

Su abuela llevó a Kendra a la cocina y allí le ofreció toda clase de comidas. Sin embargo, lo único que la chica quería era una taza de chocolate, así que Dale puso un cazo de leche en el fogón.

—¿Qué vamos a hacer con Vanessa? —preguntó Kendra, sentada ahora a la mesa.

—No me tires de la lengua —se quejó la abuela—. Estoy segura de que tenía sus propios motivos para ayudarnos. Esa mujer no es de fiar. Nos ha mentido tanto y nos ha traicionado tan profundamente que no puedo creer que Stan vaya a permitirle el menor grado de libertad. Debería volver a la Caja Silenciosa.

—Ella nos protegió del impostor, con lo que quedó en gran desventaja frente a nosotros —le recordó el abuelo a su mujer—. Y nos ayudó a rescatar a Kendra. Si tenemos cuidado, tal vez podamos usarla.

—Ya nos está ocultando información —replicó la abuela—. ¿Quién sabe con quién habló mientras se ponía en ese trance SUYO, o qué han podido desvelarle? Adelante, Stan, sigue usándola. A los críos les encanta jugar con fuego. Pero luego no me vengas llorando cuando te quemes. Ya veremos quién acaba usando a quién.

—Vanessa tiene buenas razones para aborrecer a la Esfinge —observó Warren.

—Porque ahora le conviene —replicó la abuela.

—Tengo una información importante —anunció Kendra, mirándose las manos—. Es algo que no quería decir delante de Trask, Dougan y Elise. Una cosa de la que no quería hablar por teléfono.

—¿Y a mí no me lo podías contar? —protestó Warren—. ¡El viaje se me ha hecho eterno!

—Pensé que debía esperar a que estuviésemos todos juntos en Fablehaven —se disculpó Kendra—. Tuve una reunión con la Esfinge. Tiene en su poder el objeto mágico de Brasil. Se llama Oculus.

El abuelo se estremeció.

—Me temía que la presencia del Maddox bulbo-pincho significase que la Sociedad ya se había apoderado del objeto mágico.

—¿Pueden usarlo? —preguntó Coulter con cautela.

—Creo que no —respondió Kendra—. Me obligaron a que yo lo intentara.

El abuelo, con la cara colorada, soltó un puñetazo en la encimera.

—El Óculus es el objeto mágico más peligroso de todos —gruñó—. ¿Qué quieres decir con eso de que te obligaron a intentarlo?

—Hicieron que pusiera la mano encima —respondió Kendra—. Al principio podía ver en todas direcciones, como si tuviese más ojos. Luego fue como si tuviese ojos por toda la habitación, mostrándome simultáneamente docenas de perspectivas diferentes. Después tuve ojos por toda la casa; luego por toda la ciudad; y después por todo el mundo.

—¿Qué viste? —preguntó Seth, entusiasmado.

—Todo y nada —respondió Kendra, y su voz sonó angustiada—. Era demasiado. No podía concentrar la vista en nada en realidad. Me olvidé de dónde estaba, de quién era.

—¿Cómo acabó la visión? —preguntó la abuela.

—No podía pensar con suficiente claridad para levantar la mano del cristal —explicó Kendra—. Vi el lugar en el que mora la reina de las hadas. Conseguí centrar la vista en ella, que me ordenó que quitase la mano del Óculus. Con su ayuda, pude escapar.

—Podrías haber perdido el juicio —dijo el abuelo, furibundo.

—Creo que ninguno de ellos ha conseguido dominarlo aún —contestó Kendra—. Si lo logran, ya no tendremos más secretos. La Esfinge parece empeñada en ello.

—¿Quiere esto decir que es preciso que entremos en la cámara que hay al final del pasaje del Terror? —preguntó Tanu.

—Sin lugar a dudas —respondió el abuelo—. La Sociedad nos está empezando a sacar demasiada ventaja. Debemos actuar bajo la premisa de que en poco tiempo dispondrán de poderes para ver en todas partes. Es preciso que averigüemos todo lo que podamos para equilibrar la balanza.

—¿No podemos utilizar el Cronómetro de alguna manera? —preguntó Seth—. ¿No nos vendría bien poder viajar en el tiempo?

—He estado estudiando el dispositivo —informó Coulter—. He hecho ciertos avances, pero resulta complejo y peligroso.

—Disponemos de poca información sobre el tema —añadió la abuela—. No tenemos un manual de instrucciones.

—Ellos tienen un objeto mágico que cura cualquier herida, y otro con el que podrían ver cualquier sitio —dijo Seth—. Usarán el Óculus para encontrar los demás. Nosotros sabemos de la existencia del Cronómetro. ¿Qué hacen los otros dos objetos mágicos?

—Uno confiere poder sobre el espacio —contestó Coulter—. El otro ofrece la inmortalidad.

—Si reúnen los cinco, pueden abrir la prisión del demonio —añadió Kendra.

—Zzyzx —dijo Seth en un susurro.

—Lo cual significaría el fin del mundo tal como lo conocemos —intervino el abuelo—. La Sociedad del Lucero de la Tarde cumpliría su autoproclamada misión y abriría las puertas a la noche.

La abuela sirvió leche tibia en un tazón, añadió cacao en polvo y removió. Dejó el tazón delante de Kendra.

—Gracias —dijo Kendra—. Warren mencionó que trajisteis el Diario de secretos.

—Está en el desván —afirmó Seth—. En nuestra parte del desván.

—Contiene las contraseñas necesarias para abrir la cámara secreta —informó Kendra—. Voy a necesitar una vela de cera umita.

—Hice acopio de velas —dijo la abuela—. Tenemos de sobra.

Kendra dio un sorbo a su tazón.

—Podríamos hacerlo ahora.

—Antes deberías descansar —le instó su abuela.

Kendra negó con la cabeza.

—He dormido en el coche. Dudo que los malos estén descansando.

El lóbrego pasillo de las mazmorras se extendía a izquierda y a derecha, con sendas hileras de puertas de celdas a cada lado, pero ninguna comparable a la puerta que Seth tenía delante, hecha de madera de color rojo sangre y reforzada con listones de hierro negro. Coulter estaba de pie a un lado, y el abuelo y Kendra al otro. Después de mucho suplicar y rogar, habían consentido en que Seth fuese con ellos.

Coulter sostenía una antorcha llameante. El abuelo llevaba una llave y un espejo. Kendra se abrazaba al Diario de secretos. Seth tenía una linterna.

—Manteneos lejos de las puertas del pasillo —les recordó el abuelo—. Cada puerta tiene una mirilla. Aguantaos las ganas de echar un vistazo por alguna de ellas. No os interesa mirar a los ojos de ningún fantasma. No toquéis ni una sola puerta. Si quebrantáis esta norma, seréis expulsados del pasaje del Terror de inmediato, no volveréis aquí nunca jamás. —Estaba mirando a Seth. Coulter y Kendra también.

—¿Qué? —preguntó Seth.

—Has pedido muchas veces que se te dé la oportunidad de demostrar tu valía —dijo el abuelo—. No la eches a perder.

—Casi ni os enteraréis de que estoy aquí —prometió Seth.

—Muchas de estas criaturas son capaces de irradiar miedo y otros sentimientos perturbadores —los avisó Coulter—. Gracias a las celdas especiales en las que se hallan confinados, sus efectos quedan debilitados. Avisad si las sensaciones llegan a agobiaros. Kendra, quédate atenta a cualquier sentimiento de depresión, desesperación o terror. Seth, me interesa ver hasta qué punto sigue funcionando aquí tu inmunidad al miedo de origen mágico.

El abuelo introdujo una llave en la puerta. Apoyó la palma de una mano en la madera roja y murmuró una serie de palabras incomprensibles mientras giraba la llave. La puerta se abrió hacia dentro.

Coulter entró el primero en el oscuro pasillo y utilizó la antorcha para prender otras que había sujetas en las paredes. La titilante luz del fuego arrojaba sombras funestas en las paredes y el suelo de piedra. Nada más cruzar el umbral detrás de su abuelo, Seth notó que el aire era claramente más frío que en cualquier otro rincón de las mazmorras. Su aliento formaba volutas delante de su cara.

El pasillo no era largo; la luz de las antorchas iluminaba ya con su temblor la pared del fondo.

Había ocho puertas a un lado y otro del pasillo, equidistantes, todas ellas hechas de hierro macizo y cubiertas de arcaicos símbolos y pictogramas grabados en relieve. Cada puerta tenía su ojo de cerradura y su mirilla cerrada.

—Tenías razón —dijo Kendra en voz muy baja—. Este sitio da mal rollo.

—Lo que percibes son las tinieblas —susurró Coulter—. ¿Todo bien, Seth?

—Solo tengo un poquillo de frío. —Aparte de la impresión escalofriante inherente a aquellas macizas puertas iluminadas por la luz de las antorchas, y de las desasosegantes sospechas sobre lo que podría haber encarcelado tras ellas, no sentía nada siniestro.

El abuelo dirigía la comitiva en dirección al final del pasillo. Coulter cubría la retaguardia. Cuando Seth pasó por delante de las dos segundas puertas, empezó a oír una voz entrecortada que susurraba de modo apenas audible.

Lanzó una mirada atrás, a Coulter.

—¿Oyes eso?

—El silencio puede producir efectos sonoros curiosos —respondió Coulter.

—No. ¿No oyes unas voces que murmuran algo en un lenguaje extraño?

Coulter se detuvo un instante.

—Lo único que oigo es el crepitar de las antorchas. Esto está tan en silencio como una tumba. ¿Es que pretendes que nos entretengamos? Nos estamos quedando atrás.

Reanudaron la marcha a buen ritmo hasta que alcanzaron de nuevo a Kendra. Seth se concentró en aquellos susurros balbucientes. Al centrar su atención en ellos, empezó a entender palabras sueltas.

—Soledad… sediento… dolor… hambre… agonía… piedad… sed.

Las palabras estaban entremezcladas con otras, eran muchas voces que se solapaban. En cuanto perdía un poco de concentración, los sonidos volvían a parecer un galimatías ininteligible.

Seth lanzó otra mirada atrás a Coulter, el cual le hizo señas para que siguiese andando. ¿Por qué el hombre no oía esas voces? Esos balbuceos espeluznantes no estaban solo en su cabeza. Podía oír esos murmullos mezclados con la misma nitidez con que oía sus pisadas.

Enseguida llegaron al último par de puertas, al final del pasillo. El muro que tenían delante era un rectángulo liso de bloques de piedra, interrumpido por tres soportes con sus respectivas antorchas.

Seth no veía indicio alguno de que hubiese una puerta.

Kendra abrió el Diario de secretos y el abuelo encendió una vela umita. Coulter se asomó a mirar por encima del hombro de Kendra.

—Dice que encendamos las antorchas izquierda y derecha. Luego, que apoyemos una mano en el aplique del centro y otra en el bloque que tiene una veta de plata.

Coulter acercó su antorcha al muro. Él y el abuelo se pusieron a examinar los bloques.

—¿Tú oyes esas voces que susurran? —preguntó Seth a Kendra.

Ella le propinó un golpe con el puño en el brazo.

—Corta el rollo. A lo mejor tú no lo notas, pero yo ahora mismo estoy algo así como muerta de miedo.

—No es broma —repuso Seth.

—Ahórratelo.

Seth se apartó de ella unos pasos. Los murmullos se oían más nítidos que nunca. Empezó a captar frases que denotaban tristeza y desamparo.

—Os oigo —susurró Seth lo más bajo que pudo, vocalizando las palabras sin apenas emitir sonido.

La mezcolanza de susurros cesó. Un escalofrío le recorrió la espalda, haciendo que se le erizara el vello de la nuca. El repelús no fue una reacción a un miedo de origen mágico. Se lo produjo la certidumbre de que las voces se habían callado de golpe en respuesta a sus palabras. Durante ese silencio amenazador, Seth supo con toda certeza que todos los seres del pasaje del Terror eran conscientes de su presencia.

—Ayúdame, oh, magno, por favor, por favor ayúdame —susurró una voz suelta, interrumpiendo el silencio. El sedoso susurro procedía de la celda de su izquierda.

Seth apretó la mandíbula. El abuelo y Coulter debatían sobre cuál de tres bloques de piedra era el que tenía las vetas de plata más evidentes. Kendra tenía la cabeza gacha y los ojos cerrados. Nadie más parecía haber percibido esa voz insinuante.

—¿Quién eres? —susurró Seth.

—Libérame y estaré a tu servicio en todo momento —se ofreció la voz.

El chico miró fijamente la puerta. Quería ver quién estaba dirigiéndose a él. Pero su abuelo le despellejaría vivo si se asomaba a echar una miradita.

—Sí, sí, mírame, ten misericordia de mí, concédeme el perdón, oh, sabio, y seré tu fiel servidor.

El abuelo tenía una mano apoyada en un bloque y la otra en un aplique. Kendra, de pie a su lado, le iba diciendo lo que tenía que decir.

La horripilante voz se tornó más intensa.

—Contémplame, oh, poderoso, apiádate de mí, háblame, respóndeme.

—¡Seth! —dijo Coulter, acercándose con la antorcha y chasqueando los dedos—. ¿Qué interés tienes en esa puerta?

Seth apartó la mirada de la puerta de hierro haciendo un gran esfuerzo.

—Oigo una voz.

El abuelo se volvió, dándole la espalda a la pared.

—¿Una voz? El demonio que hay en esa celda no habla.

—A mí me habla —dijo Seth—. Quiere que lo libere. Dice que será mi servidor.

—Cuando entramos me dijo que estaba oyendo susurros —intervino Coulter—. No me lo tomé en serio.

—¿De verdad estabas oyendo voces? —le preguntó Kendra.

La voz de la celda siguió implorándole.

—Ayúdame, oh, magno, libérame.

—¿En serio no oís nada? —soltó Seth.

—No estoy muy seguro de lo que quiere decir esto —dijo el abuelo, observando a Seth con mucho interés—, salvo que será mejor que salgas de aquí inmediatamente.

Seth asintió.

—Creo que tienes razón.

El abuelo pestañeó. Lanzó a Coulter una mirada preocupada.

—Llévatelo arriba.

—Conforme. —Coulter cogió a Seth por un codo y le guio de regreso a la puerta color rojo sangre.

—Esperaré —prometió la voz de la celda—. Por favor.

Seth se tapó fuertemente las orejas con las manos mientras se iba. Empezó a oír voces débiles y suplicantes procedentes de las otras celdas, por lo que se puso a tararear para sí hasta que se vio de nuevo en la sección normal de las mazmorras.

Mientras caminaban en dirección a las escaleras que subían a la cocina, Seth se destapó las orejas.

—¿Qué estaba pasando ahí atrás? ¿Qué es lo que me sucede?

Coulter negó con la cabeza.

—No dejo de recordar que tú fuiste el único que podía vernos cuando éramos sombras, en los tiempos en que la plaga estaba apoderándose de Fablehaven.

—Graulas dijo que era porque había extraído el clavo con el que derroté a la aparición. Yo pensaba que una vez que se destruyera el clavo y se revirtiera la plaga, no quedarían más criaturas de sombra que yo pudiese ver.

Coulter frenó en seco. La antorcha creaba sobre su rostro extraños claroscuros.

—Sea cual sea la explicación, yo en tu lugar me mantendría bien lejos de las criaturas de sombra.

—Tiene sentido —dijo Seth, procurando que no le temblara la voz.

De pie detrás de su abuelo, Kendra miraba fijamente la puerta por la que se habían ido Coulter y Seth. Se sentía muy preocupada por su hermano, pero no le resultaba fácil diferenciar hasta qué punto esa preocupación venía provocada por los oscuros sentimientos que suscitaba el ambiente reinante en el pasillo.

—¿Habías oído hablar de algo así antes? —preguntó Kendra.

Su abuelo la miró; su semblante le dio a entender que se había olvidado por un instante de que ella estaba allí con él.

—No. No estoy seguro de lo que quiere decir. Sé que no me gusta. ¿Tú no oíste nada, verdad?

—Ni una palabra —dijo Kendra—. Pero sentir, sí que siento muchas cosas. Me siento asustada, triste, sola… Tengo que estar todo el rato recordándome a mí misma que son emociones falsas.

—Deberíamos coger la información que necesitamos y largarnos de aquí. —El abuelo puso una mano en el aplique y la otra en el bloque de piedra que él había decidido que lucía la veta plateada más visible—. ¿Qué digo?

Kendra leyó del diario.

«Nadie merece estos secretos».

El abuelo repitió con solemnidad esas palabras.

Toda la parte central del muro se deshizo en una nube de polvo.

—Mira eso —murmuró el abuelo.

«Los que llegaron antes de mí eran más sabios que yo».

Leyó Kendra, tosiendo suavemente.

Una vez más, el abuelo repitió las palabras.

—Esa segunda parte desmonta las trampas —explicó Kendra, y cerró el diario.

El abuelo cogió una antorcha de la pared y se abrió camino entre la polvareda.

Kendra le siguió, tapándose la nariz y los labios con una mano y entrecerrando los ojos para que las partículas de polvo no se le metieran en los ojos.

Cuando llevaban recorridos unos cuatro metros y medio, la nube de polvo se terminó de repente.

Delante de ellos empezaba un pasillo. A izquierda y derecha había una última hilera doble de puertas.

Kendra trató de no imaginarse lo que podría acechar en el interior de esas celdas secretas.

El abuelo encabezó la marcha por el pasillo; en un momento dado, empezó a bajar por un tramo de escalera formado por dos docenas de escalones. Al llegar al pie de la escalera atravesaron un pasadizo abovedado que comunicaba con una sala espaciosa. El suelo, las paredes y el techo lisos eran de mármol blanco veteado de gris. Una fuente de piedra dominaba el centro de la cámara. No brotaba agua, pero la pila estaba llena. Diversos objetos recorrían las paredes: armaduras completas, sarcófagos puestos de pie, ornadas esculturas de jade, grotescas máscaras, estanterías repletas de libros, marionetas de vivos colores, estatuas de diferentes culturas, mapas antiguos, abanicos pintados, pergaminos enmarcados, animales de tiovivo antiguos, urnas recargadas, ramilletes de flores de cristal, el cráneo de un triceratops y un pesado gong de oro.

—Muchos de estos objetos serían piezas de museo de incalculable valor —señaló el abuelo, paseando la vista por la sala con la antorcha en alto.

—¿Patton trajo todo esto aquí? —se maravilló Kendra.

—Él y otros antes que él —respondió el abuelo—. Lo que más despierta mi curiosidad son los libros. —Se acercó a la estantería más próxima—. Muchas obras en alemán y en latín. Ninguna en inglés. Hay algunas en idiomas que no reconozco. Ciertos libros podrían estar en dialectos de hadas.

—Yo no veo ninguna palabra que reconozca —dijo Kendra.

El abuelo dio media vuelta, revisando la sala minuciosamente con la mirada.

—¿El mensaje de Patton está en el techo?

—Se supone que tengo que usar el espejo para leerlo.

Unas pisadas resonaron fuera de la sala, indicando que alguien bajaba por la escalera. Coulter apareció trotando, con una antorcha y la linterna de Seth.

—Mira todo esto —murmuró, alumbrando a su alrededor con el foco de la linterna.

—Estamos buscando un mensaje en el techo —le informó Kendra—. Probablemente un texto en algún idioma de las hadas, escrito al revés.

—Buscad trazos elaborados —les indicó el abuelo.

Los tres se separaron y recorrieron la sala con la vista puesta en el techo. Kendra llevaba la linterna, mientras que los otros portaban las antorchas. Mirando hacia arriba, tropezó con el borde de la fuente y a punto estuvo de caerse en el agua vítrea de la fuente. Después de haber estado a poco de darse un chapuzón, procedió con más cuidado.

Varios tramos del techo estaban decorados con unas insólitas manchas. Cada vez que alguno de ellos encontraba algún grupo sospechoso de dibujos, Kendra se ponía debajo de las manchas y las miraba a través del espejo desde ángulos diferentes. Después de numerosos intentos infructuosos, Coulter descubrió un conjunto de símbolos particularmente elaborado encima del gong. Cuando Kendra miró los signos a través del espejo, lo que contempló fue un mensaje bastante largo que, en apariencia, estaba escrito en inglés normal y corriente.

—Tengo algo —dijo la chica.

—¿Qué dice? —preguntó el abuelo.

Kendra leyó en voz baja primero.

El Oculus se encuentra en la reserva brasileña de Rio Branco. Los responsables tienen la llave que abre la cámara, la cual se encuentra cerca de un lugar llamado Tres Caberas, donde tres peñascos inmensos dominan el río más importante. Tendrás que escalar para llegar hasta la entrada.

Leyó las palabras a los otros.

—Para eso llegamos ya un poco tarde —se lamentó Coulter.

—Hay más —dijo Kendra.

—Continúa —la animó su abuelo.

El Translocalizador puede encontrarse en el desierto de Obsidiana, en Australia. Los responsables saben dónde está la cámara. Dado que esta es prácticamente inexpugnable sin la llave, adopté medidas especiales para que este objeto mágico sea más difícil de recuperar. Escondí la llave de la cámara en Wyrmroost, una de las tres reservas de dragones cerrados a la intromisión humana. Allí tengo una tumba falsa. Debajo de la lápida encontrarás una pista para averiguar el lugar. Wyrmroost es inaccesible sin la llave que abre la verja principal y está protegido por el conjuro distractor más potente que haya conocido en mi vida.

La llave de la verja de Wyrmroost es el primer cuerno de un unicornio. Solo sé de la existencia de un cuerno de esta naturaleza, y se lo ofrecí a los centauros de Fablehaven. Ellos lo guardan como su talismán más preciado.

—¿Eso es todo? —preguntó el abuelo cuando Kendra hubo terminado de trasmitir las palabras.

—Sí —respondió ella.

—Eso suena a que la mejor forma de mantener escondido el Translocalizador podría consistir en no ir por él —refunfuñó Coulter.

—Probablemente tengas razón —admitió el abuelo—. Patton creó unos cuantos obstáculos serios.

—¿Qué es el Translocalizador? —preguntó Kendra.

—El objeto mágico con poder sobre el espacio —respondió Coulter—, estoy casi seguro de que se trata de una especie de dispositivo de teletransporte.

—Vuelve a leer la inscripción —dijo el abuelo.

Kendra obedeció.

El abuelo y Coulter se quedaron reflexionando después de que ella la hubiese leído.

—¿Qué quiere decir con eso de que Wyrmroost está cerrado a los humanos? —preguntó Kendra.

—Cuatro de las reservas de dragones están abiertas a la visita de los seres humanos —dijo el abuelo—. Pocas personas saben de su existencia, y no aprovecharían la oportunidad de entrar en alguna de ellas; sin embargo, por lo general, esos pocos son bienvenidos. Las otras tres reservas de dragones son considerablemente menos hospitalarias.

—Pero las tres peores no pueden estar del todo cerradas a los humanos —dijo Kendra—. Patton entró en ellas.

—En teoría, los humanos podrían visitarlas si lograsen cruzar la verja y con el permiso del responsable —dijo Coulter—. No puedo imaginar qué clase de peligros inenarrables debe de haber dentro. Al lado de las reservas de dragones, Fablehaven parece un zoo de mascotas.

—Entonces yo estoy con Coulter —dijo Kendra—. Incluso si recuperamos el objeto mágico, ¿cómo diablos esperamos poder guardarlo en un escondite mejor?

—No podríamos —dijo el abuelo—. Ahora ya tenemos la información que buscábamos. Vamos a ver cómo está tu hermano.