6

El ojo que todo lo ve

-Vale, Kendra —dijo Haden, cogiendo entre el pulgar y otro dedo una reina increíblemente tallada—. Conocer cómo se mueven las piezas y cómo se comen a las demás constituye solo una parte del juego. Comprender la posición y los valores resulta esencial. Conozco un sistema de puntos que organiza los valores de las piezas de una manera muy útil. Imagina que esta reina vale nueve puntos. —Dejó la figurita y fue tocando las demás piezas a medida que iba nombrándolas—. Las torres valen cinco, los caballos tres, los alfiles tres y los peones uno. Esto debería servirte para calcular si te merece la pena algún sacrificio.

—¿Y el rey?

—Piénsalo.

—De acuerdo. Máxima prioridad. Realmente, no se le puede asignar un valor.

—Bien. Las blancas son las que mueven primero, así que te toca jugar a ti.

Kendra estudió su fila de peones. Podía mover una de las ocho piezas un cuadrado o dos hacia delante.

—¿Hay un movimiento que sea el mejor para empezar?

—Los primeros movimientos establecen gran parte de lo que será la partida. Experimenta a ver…

Kendra se mordió el labio.

—¿El ajedrez no es una especie de juego de carcas?

Haden levantó las cejas.

—¿Tengo yo pinta de ser un jovenzuelo? Las piernas no me funcionan. Eso de alguna manera limita mis opciones. El ajedrez me mantiene ágil la mente. Estoy encantado de enseñar a un nuevo adversario.

Kendra cogió el peón de delante de su reina y lo movió dos casillas hacia delante. La puerta de la habitación de Haden se abrió y entró Cody.

—Tenemos visita —anunció Cody.

—¿Quién es? —preguntó Kendra.

—La última mosca ha aterrizado en la tela de araña de Torina —respondió él.

Kendra se puso de pie.

—¡La siguiente persona a la que quiere chuparle la vida!

Haden imitó a Kendra en el movimiento sobre el tablero, bloqueando con su peón cualquier avance del de ella.

—Te acostumbrarás a esto —murmuró Haden.

—Tenemos que ponerle sobre aviso —declaró Kendra.

—Puede que no dé muy buen resultado —dijo Cody—. Solo conseguiríamos irritar a Torina y complicarle la vida a todo el mundo, incluida la nueva víctima.

—¿Es que habéis tirado la toalla totalmente, chicos? —les acusó Kendra.

—Hemos aceptado lo inevitable —la aplacó Haden—. Siéntate.

—No, gracias —repuso Kendra, y salió de la habitación como una furia.

Cody se hizo a un lado para dejarla pasar.

—Testaruda —oyó que mascullaba Cody a sus espaldas.

La chica andaba demasiado deprisa como para distinguir lo que le respondía Haden.

Llegó al final del pasillo y empezó a bajar las escaleras. ¿Qué era lo peor que podía pasar?

¿Torina podría arrebatarle la juventud a base de succiones? ¿O matarla? ¿O encerrarla en el sótano?

Kendra apretó los puños. Ya era su prisionera. ¿Para qué fingir que era su invitada? Por lo menos este gesto podría proporcionarle la oportunidad de socorrer a alguien, y a lo mejor de paso ayudarse a sí misma. Si no aprovechaba este tipo de oportunidades, nunca lograría escapar.

Kendra llegó a la segunda planta. Un trasgo achaparrado, vestido de traje, impedía el acceso al tramo de escaleras que descendía hasta la planta baja. Su demacrada tez rojiza se estiraba sobre unos pómulos prominentes y una mandíbula protuberante. Unas venas retorcidas como tirabuzones le adornaban de manera grotesca los lados de su abultada frente.

—Vuelve arriba —gruñó, enseñándole su dentadura desigual.

—Necesito hablar con Torina —exigió Kendra—. Es una emergencia.

—Déjate de jueguecitos —gruñó el trasgo.

—No te he visto en mi vida —repuso Kendra—. No tengo ningún motivo para obedecerte. Tengo que hablar con Torina. Es urgente.

—¿Qué te hace pensar que está aquí abajo? La señora está ocupada. Luego irá a verte. Tú tienes que estar arriba.

Kendra intentó esquivarlo y bajar las escaleras, pero el grueso trasgo la cogió del brazo sin miramientos.

—Esto no es asunto tuyo —le espetó Kendra—. Tengo que bajar. Sabes que no puedo salir de la casa. Suéltame o la Esfinge te hará picadillo. —Se miraron fijamente el uno al otro durante unos segundos. Al cabo de una pausa de indecisión, los dedos llenos de callos del trasgo soltaron de pronto el brazo de Kendra.

—No estoy seguro de que la Esfinge vaya a hacer caso de lo que tú le digas —le respondió riendo entre dientes.

Kendra echó a correr escaleras abajo. Obviamente, el trasgo tenía sus dudas, pero ella no se molestó en hacérselo ver. Cruzó a la carrera el vestíbulo de la entrada y se detuvo al ver a un joven de pie en la salita, admirando un cuadro de grandes dimensiones con marco dorado. No lejos de él, apoyadas contra una sofá, había una maleta ajada y una bolsa de deportes a reventar.

—¿Quién eres? —preguntó Kendra desde el umbral de la puerta.

El joven se volvió. Tenía el pelo negro, largo hasta los hombros, y un bigote de aspecto descuidado. Su pálido rostro aparecía salpicado de varios granos. Llevaba una camiseta negra y vaqueros ajustados.

—Me llamo Russ. ¿Has visto a Torina?

Kendra entró en la salita.

—¿Vienes en relación con el anuncio?

—Tú lo has dicho. ¿Eres pariente de ella?

—Me han raptado. Torina me tiene prisionera. ¡Tienes que marcharte enseguida!

Russ lanzó una risilla.

—Muy bueno. Me gusta. ¿Debería salir por patas, gritando, y llamar a la poli?

—Hablo en serio —repuso Kendra—. Vamos.

Salió corriendo a la puerta principal. Russ fue tras ella, dando muestras de apenas una ligera curiosidad.

Kendra trató de abrir la puerta. Estaba cerrada con llave. Manipuló el pomo desesperada.

—Ayúdame a romperlo.

—Eso causará una primera gran impresión —rio Russ entre dientes—. A ti hay que meterte a ver una película.

Lágrimas de frustración se agolparon en los ojos de Kendra.

—No estoy actuando, Russ. Es una psicópata. Tiene aquí encerrados a ancianos y niños. ¡No hay tiempo! Por favor, ayúdame. Sal de aquí y contacta con Scott Michael Sorenson o con María Kate Sorenson. Viven a las afueras de Rochester. Yo me llamo Kendra. Soy una persona desaparecida.

Entre lágrimas, Kendra vio que Russ finalmente parecía desconcertado. Empezó a morderse una uña.

—¿De qué estás hablando, querida mía? —inquirió una voz aterciopelada. Torina bajó la escaleras parsimoniosamente, con las lentejuelas de su vestido negro de noche emitiendo destellos—. Tu madre no volverá hasta las cuatro.

Russ miró a Kendra y luego a Torina.

—Corre, Russ —suplicó Kendra.

—Kendra, no le des la lata al pobre Russ, no está acostumbrado a tus chiquilladas. ¿Por qué no echas una carrerita y sales a jugar atrás? Tía Torina tiene asuntos que tratar con nuestro nuevo amigo.

La habían pillado con las manos en la masa. No veía que la cosa pudiese ponerse peor de lo que estaba. Era o todo o nada.

—Russ, vente conmigo atrás, tengo que enseñarte una cosa.

—Irá dentro de un minuto o dos. Tenemos cosas de adultos de las que hablar. —Torina taconeó por el suelo en dirección a Russ y le estrechó la mano—. ¿Pasamos a la salita?

—Russ, que no te muerda, te chupará la vida hasta dejarte seco —le advirtió Kendra—. Entre los dos podemos con ella, lucharemos para escapar de aquí.

La radiante sonrisa de Torina titubeó de manera apenas perceptible.

—¿Ahora soy una vampiresa? ¡Qué original! Jovencita, aprecio muchísimo una imaginación sana, pero tu comportamiento es casi impertinente. ¿Jameson? ¿Acompañarías a Kendra a su habitación?

—Por supuesto, señora —respondió una voz ronca. El trasgo trajeado bajó a zancadas las escaleras. Taladró a Kendra con la mirada.

La chica, mirando intensamente a Russ, se dio cuenta de que no podía ver la verdadera apariencia del trasgo. Para él, aquella aberración parecía un mayordomo humano normal y corriente.

Kendra echó a correr en dirección a la parte trasera de la casa, pero el trasgo la interceptó, asiéndola fuertemente por los hombros. La llevó hacia las escaleras, mientras Kendra chillaba y se revolvía e intentaba darle patadas.

—¡Menudo espectáculo! —exclamó Torina—. Tu madre se va a enterar de esto, jovencita.

—¡Míralos! —gritó Kendra—. ¡Puertas cerradas con llave, gente que se me lleva a rastras! ¡A ver si lo pillas, Russ!

—¿Qué está pasando? —preguntó el joven, con nerviosismo en la voz.

—La niña está perturbada —dijo Torina en un arrullo—. Déjame que te cuente un secreto.

El trasgo se subió a Kendra a uno de sus fornidos hombros. Mirando de nuevo a Russ, vio que Torina acercaba la cara a su cuello y a continuación se enganchaba a él mientras el chico caía desplomado en el suelo; una de sus piernas tembló espasmódicamente. Como el trasgo siguió subiendo las escaleras, Kendra ya no pudo ver nada más.

Encorvada sobre la mesa de su cuarto, Kendra plegaba una hoja de papel. La nota estaba ya tan arrugada que el papel estaba prácticamente inservible. Había intentado una vez más mejorar el único diseño que más o menos le había funcionado, y de nuevo el resultado había sido insatisfactorio.

Dobló el papel, apretando bien fuerte los dobleces, con la esperanza de que la figura aguantase.

Cuando hubo acabado, sostuvo en alto el avión de papel y lo inspeccionó desde varios ángulos. No ganaría un concurso de belleza ni de funcionalidad. Casi podía oír la risa de Seth, carcajeándose ante el patético intento.

¿Por qué nunca había aprendido a hacer un avión de papel en condiciones? Su hermano era capaz de confeccionar al menos seis variedades distintas, todas con un vuelo excelente. De líneas elegantes y simples, él les añadía algún cortecito o pliegues aquí y allá para crear efectos acrobáticos.

El avión que ella había diseñado tras numerosos y tristes intentos fallidos solo volaba un poco mejor que si hubiese hecho una bola con el papel y la hubiese arrojado. Llevó su birria de avioncito hasta la ventana, la abrió y metió la mano entre los barrotes invisibles. Una ráfaga de aire frío se coló en la habitación. La experiencia le había enseñado que un impulso suave y rápido con la muñeca era la mejor forma de hacer planear el avión. La negrura de la noche ocultaría el vuelo, y con suerte algún viandante encontraría alguna de las notas a la mañana siguiente.

Me llamo Kendra Sorenson. Me han secuestrado.

Llamen a la policía. Y contacten con Scott Michael Sorenson o con María Kate Sorenson. Viven a las afueras de Rochester, Nueva York. No es una broma.

No mucho rato después de que el trasgo hubiese dejado encerrada a Kendra en su habitación, ella había decidido iniciar una campaña de cartas por aire (el equivalente aeronáutico de las cartas metidas en botellas). Dudó sobre cuál debía ser el ángulo del siguiente lanzamiento.

Una llave tintineó en la cerradura.

Kendra lanzó el avión y cerró la ventana a toda prisa, tras lo cual se volvió para mirar hacia la puerta. Torina entró, derrochando seguridad en sí misma. Llevaba el mismo vestido rutilante de antes, solo que rellenado de manera diferente, con el cuerpo ahora más curvilíneo. Sus brazos y sus piernas estaban firmes y tonificados, el cutis terso y lozano. Llevaba un maquillaje mucho más sutil, apoyándose en el brillo natural de su hermosísimo rostro. Mirando a Kendra con semblante triunfal, parecía la reina del baile del instituto lista para su gran noche.

Tras un silencio violento, Kendra se dio cuenta de que Torina estaba esperando un cumplido de su parte.

—Estás increíble —dijo Kendra.

—Que la gente diga lo que quiera —comentó Torina como si tal cosa, poniéndose una mano en la esbelta cintura—. Dieta, ejercicio, fármacos, cirugía, tratamientos en centros de belleza, cosméticos… Sencillamente: no hay nada que sustituya la juventud.

—¿Le has dejado seco?

—Mucho más brutalmente de lo que lo habría hecho sin tu intervención —declaró Torina con dureza en la mirada.

—¿Por qué?

Torina cerró la puerta y entró en la habitación con paso lento y decidido.

—Mi forma de vida me proporciona placeres limitados, Kendra. Jugar con mi presa es tal vez el que más satisfacción me da. Ya tuve que contentarme con un espécimen no precisamente adecuado, como para que encima me chafases toda la diversión del encuentro por completo y me obligases a precipitarlo todo.

—Cuánto lo lamento —se disculpó Kendra—. Debe de ser un fastidio que chuparle a alguien la vida no sea superguay de la muerte.

—No te atrevas a burlarte de mí, niñata —la amenazó Torina entre dientes. La indignación le tensaba los juveniles rasgos de la cara. Los tendones se le marcaron en el cuello.

—Qué guapa te pones cuando te enfadas —dijo Kendra en tono melodramático.

La furia de Torina se transformó en una risotada feroz.

—Aunque estés burlándote, Kendra, se te pasó por la mente decirlo, lo cual significa que debe de ser cierto en alguna medida. —Se enjugó una lágrima de la comisura de un ojo y cruzó el cuarto en dirección a la mesa, donde juntó todos los papeles y abrió los cajones para sacar cualquier otro elemento de escritorio que hubiese—. Se terminaron los avioncitos. Hemos cogido todos los que has lanzado hasta ahora. La papiroflexia no es tu fuerte.

—No estaban muy logrados —admitió Kendra.

—Eso es quedarse cortísimo —murmuró Torina—, mira, por lo que ha pasado hoy, normalmente te recolocaría en el sótano. Te di manga ancha y te aprovechaste de mí. Pero recuperar mi juventud lleva aparejada cierta dosis de euforia y, como mañana llega Esfinge, puedes quedarte encerrada aquí hasta que esté listo para verte.

A Kendra le flaquearon las piernas.

—¿La Esfinge?

—¿Por qué crees que me conformé con un espécimen inferior como Russ? —dijo Torina enfáticamente, al tiempo que chasqueaba los dedos como para atraer la atención de Kendra—. Lee entre líneas. Por alguna razón quería estar espectacular. Para impresionar al jefe. ¿No eres la misma cría que supuestamente desenmascaró a Vanessa Santoro?

—¿Conoces a Vanessa?

—Conocía a Vanessa. En pasado. Como bien sabrás, la mascotita de la Esfinge quiso engullir un bocado más grande de lo que podía tragar. Está fuera de escena. Se rumorea que tú tuviste algo que ver con el tema. No me cabe en la cabeza… Es decir, Vanessa estaba sobrevalorada, ¡pero la chica no era del todo incompetente!

—¿Qué quiere la Esfinge de mí? —preguntó Kendra.

Torina sonrió de oreja a oreja como una fiera depredadora.

—Es una gran pregunta. Te dejaré rumiando la respuesta hasta que él mismo te mande llamar mañana. Dulces sueños. —Se dirigió hacia la puerta a grandes pasos—. Por cierto, querida, no malgastes tiempo de descanso planeando una huida temeraria. El sabueso susurro tenía órdenes de dejarte rondar por la casa, hasta que se le ordenara otra cosa. Ahora te tendrá confinada a esta planta. Una vez que el sabueso se ha quedado con tu olor, ya no puedes engañarlo.

—Espera, ¿puedo solo…?

Torina la interrumpió cerrando con firmeza la puerta. Kendra oyó el chasquido del pestillo al cerrarse.

Regresó junto a la ventana y se quedó mirando la oscuridad, sin saber muy bien cómo iba a poder pegar ojo.

• • •

Alguien llamó a su puerta. Kendra pestañeó por la brillante luz que entraba a raudales entre las cortinas corridas a medias. Había descansado mal, despertándose en numerosas ocasiones a lo largo de la noche, asaltada por sueños desasosegantes que se esfumaban en cuanto trataba de analizarlos.

Y, cómo no, nada más quedarse por fin profundamente dormida, alguien se ponía a aporrear su puerta.

—Te invitaría a entrar, pero está cerrado con llave —dijo Kendra, todavía somnolienta.

—Traigo llave. —Parecía la voz de Cody—. Y el desayuno.

Kendra se frotó los ojos. Había dormido con la ropa puesta.

—Pasa, entonces.

La puerta se abrió. Cody entró con una bandeja.

—Huevos revueltos, salchichas, beicon, tostadas, yogur y zumo —anunció, dejando la bandeja encima de la mesa—. Te abres paso a lo bruto para bajar las escaleras, enfureces a Torina y acabas recibiendo un desayuno de primera. ¡A lo mejor debería plantearme dejar de ser tan obediente!

—No te pongas demasiado celoso. Puede que sea mi última comida.

Cody se encogió de hombros.

—Esperan visita. Me dijeron que te entregara esto. Se supone que debo sugerirte que te comportes bien. Ya te lo he sugerido, pues.

—¿Quieres beicon o alguna cosa?

Él dudó.

—No podría quitarte el alimento.

—Coge una loncha. Y también alguna salchicha. ¿Cómo me voy a tomar yo sola todo esto?

—Yo en tu lugar utilizaría las tostadas para hacerme un bocadillo. Si no te importa privarte de una loncha y de una salchicha de la ristra, las consideraré mi propina. —Cody se puso en una servilleta un poco de beicon y una salchicha y salió de la habitación.

Kendra oyó que la cerradura volvía a bloquearse.

Se sentó a la mesa. Los esponjosos huevos tenían adheridos pedacitos de jamón por el queso derretido. Las salchichas brillaban de grasa, pero estaban buenas, y el beicon crujía de un modo agradable. Estaba dando un trago al zumo cuando la puerta se abrió y entró Torina, vestida con un coqueto vestido de tirantes y unas sandalias.

—Está aquí —anunció, ruborizada como una chiquilla—. ¿Has dormido con la ropa puesta? Realmente, Kendra, es preciso que te asees y te pongas presentable. —Tanto sus gestos como su tono de voz tenían un matiz de nerviosismo, como si estuviese a punto de saludar a su estrella del rock favorita.

—¿De verdad le va a importar cómo vaya vestida? —replicó Kendra, masticando un trozo de tostada.

—A mí me importa —repuso ella—. ¿Qué tal el desayuno? Lo hice para ti.

—Me aseguraré de decirle a la Esfinge lo buena ama de casa que eres.

—Voy a echar de menos la música de tu sarcasmo —dijo Torina haciendo un mohín—. ¿Has acabado de comer?

—No me has dado mucho tiempo.

—Ha llegado pronto.

—¿Y si nos saltamos la ducha?

Torina soltó una risita nerviosa.

—En serio, vamos, o haré que Jameson te frote el cuerpo.

Kendra apuró el zumo.

—Tú ganas.

Dio rápidamente un último mordisco a la tostada mientras se ponía de pie y siguió a Torina al lujoso cuarto de baño. En un abrir y cerrar de ojos estaba dándose una ducha caliente y preguntándose qué pasaría ahora. La última vez que había visto a la Esfinge iba enmascarado, durante una asamblea de los Caballeros del Alba el verano anterior. Ahora que se había descubierto que era el enemigo, ¿qué haría con ella?

Procuró no pensar mucho en ello. Preocuparse solo serviría rara que se pusiera nerviosa. Tenía que serenarse y estar preparada para enfrentarse a cualquier problema que surgiera.

Cuando hubo terminado de ducharse, se secó y se puso las mallas y la blusa negras que Torina le había dejado preparadas. Mirándose en el espejo, el conjunto realmente quedaba muy lindo. Volvió a la habitación de Torina, donde la rubia lectoblix insistió en que Kendra la dejase peinarla. A regañadientes, se sentó en una silla delante del espejo del cuarto de baño, mientras Torina le hacía algún que otro bucle.

—¿Qué te parece? —preguntó finalmente, añadiendo el último toque de laca.

Kendra movió la cabeza a un lado y a otro. En realidad, el resultado final era fantástico.

—Supongo que ahora estoy lista para mi cita.

—Me alegro de que aún puedas bromear. Ahora ya has pasado oficialmente mi inspección. ¿Vamos?

Kendra la siguió por las escaleras a la planta principal. Cuando iban camino de la parte trasera de la vivienda, se percató de soslayo de la presencia de un grupo de adultos que conversaban en el salón, pero toda su atención estaba puesta en el lugar al que se encaminaba su anfitriona. Se detuvieron delante de una pesada puerta de madera. Torina llamó dos veces con los nudillos, la abrió y dedicó a Kendra una almibarada sonrisa que transmitía tácitamente el mensaje: «Ya no eres problema mío».

Cuando Kendra entró en el gabinete, la Esfinge se puso en pie para saludarla. La última vez que lo había visto sin máscara había sido junto a la Caja Silenciosa de Fablehaven. Ahora llevaba un sencillo atuendo: camisa granate holgada y pantalones de pinzas, e iba descalzo. Unas rastas cortas adornadas con cuentas enmarcaban aquel rostro atemporal. Kendra oyó débilmente que la puerta se cerraba a su espalda.

La Esfinge le estrechó la mano, cogiéndola con afecto entre las dos suyas.

—Cuánto me alegro de volver a verte, Kendra —dijo con voz melodiosa, y su acento incitó a la chica a imaginarse islas tropicales. El saludo era tan cálido y tierno que casi notó que se relajaba.

—Me encantaría poder decir lo mismo —respondió Kendra con precaución, y retiró la mano de entre las suyas.

—Por favor —dijo él, indicando una de las dos sillas que había colocadas una frente a otra. Los dos tomaron asiento—. Tienes motivos más que suficientes para sentirte frustrada.

—Eres un traidor —repuso Kendra—. ¿Qué le pasa a la gente, que se hacen los simpáticos mientras me tienen aquí prisionera? Torina sufre ese mismo trastorno de la personalidad. ¿Qué quieres de mí?

—No pretendo hacerte daño —respondió la Esfinge, sin inmutarse lo más mínimo—. Necesito tener una charla contigo. Acorralarte no ha sido tarea fácil, ahora que he caído en desgrana ante tus seres queridos.

—¿Quieres decir desde que robaste el objeto mágico de Fablehaven, liberaste a un príncipe de los demonios de su cautiverio, prendiste fuego a Meseta Perdida y conseguiste que mataran a Lena?

La Esfinge se inclinó hacia delante, con aquella mirada tan intensa e inescrutable.

—Siempre he admirado el coraje, Kendra. No te culpo por percibirme como tu enemigo. Soy consciente del dolor que mis actos han provocado. Sin embargo, tus comentarios me suscitan una pregunta: ¿por qué etiquetas al prisionero de la Caja Silenciosa como un príncipe de los demonios?

Kendra se reprendió a sí misma en silencio por aquel estallido. Debía hablar lo menos posible. La Esfinge no tenía motivos para sospechar que sabían que el ocupante de la Caja Silenciosa antes de que Vanessa se alojase en ella había sido un dragón diabólico, de nombre Navarog. Cualquier mínima pista que le ofreciese a la Esfinge sobre lo que sabían ella y su familia podría darle cierta ventaja.

—Por nada.

Él la observó detenidamente, en silencio.

—No importa —sentenció al final—. ¿Qué tal te ha tratado Torina?

—Hoy me ha peinado ella misma. Creo que le haces tilín.

—¿Te mostró su acuario?

—A decir verdad, eso sí que fue una pasada.

—Estoy de acuerdo. ¿Qué tal está Seth?

—Dímelo tú —replicó Kendra—. ¿No te ha mantenido informado mi clon?

—Un fruto increíble, el bulbo-pincho. Prácticamente todo el que conoce de la existencia de los bulbo-pinchos cree que se extinguieron. Pero después de haber vivido muchos años y de haber visitado muchos lugares, sé dónde sigue habiendo un árbol de bulbo-pinchos. El árbol no da muchos frutos en un año. Hay que usarlos durante un intervalo corto de tiempo; si no, no sirven para nada.

—¿Ya se ha muerto el Rex de pega?

—Las formas que adoptan los bulbo-pinchos sobreviven solo unos días. Sirvió para cumplir el propósito.

Kendra apartó la vista de la mirada fija de la Esfinge.

—¿Y qué hay del auténtico Rex?

—Kendra, me gustas de verdad. Por desgracia, nos hallamos en bandos diferentes de una terrible batalla. Te sorprenderías si conocieras a todos los que se ponen de mi lado en esta cuestión. El conflicto se reduce a esto: tú y aquellos con los que te has alineado creéis que habría que mantener cautivas a toda costa a unas criaturas mágicas, mientras que yo opino que habría que liberarlas. Rex fue una desgraciada baja resultante de esta disparidad de opiniones. Ha habido muchas bajas antes que él, en ambos bandos. Y, sin duda, no será la última.

—¿Yo soy la siguiente? —quiso saber Kendra.

—No lo creo —respondió la Esfinge—. Espero que no. Necesito llevar a cabo un experimento. Y preciso obtener de ti cierta información. Ayúdame a encontrar las respuestas a mis preguntas y te marcharás a casa. De inmediato y sin el menor rasguño. Hay quien se precia de ver valentía en soportar suplicios por una causa. Eso solo tiene sentido cuando la victoria es posible. Dispongo de medios para extraer contra tu voluntad la información que preciso de ti. Yo veo sabiduría en quien acepta graciosamente lo inevitable. Kendra, ¿dónde está el objeto mágico que estaba escondido en Meseta Perdida?

Su seductora voz incitaba a caer en una especie de trance. Kendra se sorprendió a sí misma a punto de responder a la pregunta. Asiéndose con fuerza a los brazos de la silla, apretó los labios para mantener bien cerrada la boca.

—Kendra, estoy convencido de que, o bien tenéis el Cronómetro en vuestro poder, o bien sabes dónde está.

La chica cerró los ojos. Su mirada era demasiado penetrante, como si sus ojos pudiesen llegar hasta el interior de su mente y descubrir la verdad.

—No sé de qué me estás hablando.

—Tienes que compartir conmigo todas las informaciones que tengas en relación con los objetos mágicos que faltan. Dame la información que necesito y enseguida podrás marcharte, libre. ¡Niégate a darme la información y, créeme, Kendra, te la extraeré!

Ella volvió a abrir los ojos.

—No hay nada que extraer. No había ningún objeto mágico en Meseta Perdida. Cuando volví a Fablehaven, un demonio estaba intentando destruir la reserva, así que lo matamos. Punto final. Trata de sonsacarme lo que quieras. No tengo nada que ofrecerte.

La Esfinge la observó atentamente. Una sonrisilla hizo que aparecieran sendos hoyuelos en su rostro.

—Tienes más que ofrecer de lo que tú misma sabes, Kendra. Permíteme que te presente a dos de mis socios.

La puerta se abrió. Un hombre rechoncho de tez rosada, con tupé negro, entró en la habitación.

Una anciana dama morena de cabellos grises e hirsutos se cogía con su mano marchita al brazo del hombre. La vieja toquilla hecha a mano de ella contrastaba con el traje de raya diplomática de él.

—Kendra, me gustaría presentarte a Darius y a Nanora —dijo la Esfinge.

—Encantado —dijo desdeñosamente Darius, y miró a Kendra de arriba abajo con desaprobación. Nanora la miró sin decir nada. ¿Estaba babeando?—. Tengo entendido que te muestras reacia a contarnos lo que sabes acerca de los objetos mágicos.

—No hay nada que contar.

—Permíteme que eso lo juzgue yo —replicó Darius.

Era como si estuviese haciendo grandes esfuerzos por parecer cortés. Se llevó un pulgar a la sien.

Nanora levantó sus manos artríticas y retorció los dedos para formar un complicado dibujo con ellos, y miró por un hueco con un ojo. Darius frunció el entrecejo y dio un paso hacia delante. Nanora lo dio atrás.

Al parecer, estaban tratando de leerle el pensamiento. Con todas las fuerzas que fue capaz de reunir, Kendra transmitió mentalmente el mensaje: «Sois los dos unos imbéciles».

Darius lanzó una mirada a la Esfinge, quien movió un poco la cabeza en gesto afirmativo.

—No te muevas, Kendra —dijo la Esfinge.

—No pienses en los objetos mágicos —intervino Darius como quien emite un arrullo, y se inclinó hacia delante para poner la yema de un dedo en la frente de Kendra. Cerró los ojos.

La chica se quedó mirando el grueso anillo de oro que llevaba en el meñique regordete. Nanora se acercó tambaleándose, con la boca abierta, dejando ver unas encías babosas sin dientes.

—Demasiado brillante —dijo Nanora con voz áspera. Era como si tuviese la boca llena de saliva.

Darius dio unos pasos atrás, con cara de perplejidad.

—Nada. Tienes razón. Sería una candidata interesante.

—Estoy sorprendido —dijo la Esfinge—. Que el señor Lich traiga el objeto.

—Si lo deseas, podríamos intentar…

La Esfinge lo interrumpió levantando una mano.

—Está bien —dijo Darius, y se retiró del gabinete.

—Kendra, tienes una mente imposible de penetrar —dijo la Esfinge—. Lo psíquico no es la única vía de que dispongo para desentrañar tus secretos, pero era la menos latosa.

—Por lo menos entraron en cuanto los mencionaste, sin que tuvieses que llamarlos —respondió Kendra—. Esa parte fue medio impresionante.

Darius regresó acompañado del señor Lich y de un desconocido oculto tras una máscara. Lich traía con actitud reverencial un cojincito rojo. Un cuadrado de sedosa tela rosa tapaba el objeto que reposaba en el cojín. La Esfinge señaló una mesita baja. Darius la colocó entre ellos dos; a continuación, el señor Lich depositó la almohadilla en ella.

La Esfinge alargó el brazo y quitó el pañuelo. Sobre la almohadilla había un cristal esférico con infinidad de caras.

—Contempla el Oculus.

—Tiene pinta de costar una fortuna —comentó Kendra.

—Arrodíllate junto a la mesa —le indicó la Esfinge— y apoya una mano en la esfera.

—¿Es que necesitas que te lo recargue? ¿Va a extraerme mis secretos?

Señalando hacia el cristal, el señor Lich emitió un breve gruñido. El asiático, alto como una torre, se puso al lado de Kendra; su rostro denotaba que no se andaba con bromas. Ya en los tiempos en que creía que la Esfinge era un aliado, el señor Lich la ponía nerviosa.

La Esfinge levantó una mano.

—Lo que está intentando decir el señor Lich es que, si te niegas a obedecer, te obligaremos a tocar el cristal por las malas. Eso no sería tan inofensivo para ti como si lo tocaras por las buenas.

—¿Qué es? —preguntó Kendra.

—El Óculus. La Lente Infinita. El Ojo Que Todo Lo Ve. Las prototípicas bolas de cristal y demás artilugios de videncia son una burda imitación. Este es el objeto mágico extraído de la reserva de Brasil.

—¡Habéis encontrado otro! —exclamó Kendra.

—La primera vez que hablamos tratamos el tema de la paciencia. Durante muchos siglos he tenido una gran paciencia: aprendiendo, preparando, infiltrando. Pero la paciencia resulta inútil si no va acompañada de la voluntad de pasar a la acción con decisión cuando se presenta el momento oportuno. Mi largamente esperada oportunidad por fin ha llegado. Poseeré todos los objetos mágicos antes de lo que te puedas imaginar.

—No lo voy a recargar para ti.

La Esfinge rio discretamente.

—El Óculus no necesita energía que provenga de ti. El objeto mágico funciona sin problemas. Queremos ver si eres capaz de sobrevivir si lo usas.

Kendra miró a su alrededor, a las numerosas caras que la miraban desde diferentes puntos de la habitación.

—¿Qué quieres decir?

—Kendra, este es el objeto mágico de la visión. Con él, puedes ver cualquier lugar, cualquier cosa.

—Entonces, ¿por qué no lo usas para encontrar tú mismo los demás objetos mágicos?

—La mayoría de las mentes no pueden manejar la grandísima cantidad de información sensorial que está disponible a través de él. A cuatro de nuestros mejores compañeros los ha dejado ya en estado catatónico. Dado que tu condición de criatura del reino de las hadas protege tu mente de determinada magia, queremos ver si obtienes mejores resultados que nuestros camaradas.

—Me niego —dijo ella.

—Kendra, si te obligamos por la fuerza a que toques la esfera, estamos seguros de que tu mente no podrá soportar la sobrecarga de energía. Pero si participas voluntariamente, y yo te voy guiando, es probable que sobrevivas.

—Si me fríes los sesos, nunca podrás averiguar lo que yo sé sobre los objetos mágicos.

—Ya sabemos muchas cosas —dijo la Esfinge—. Recibimos un largo mensaje de correo electrónico de parte de la reproducción que hicimos de ti con aquel bulbo-pincho. Sospechó que alguien la había seguido al volver del buzón, por lo que se arriesgó a exponerse a la vigilancia electrónica y nos envió el mensaje como refuerzo. En él nos explicaba que tu abuelo tiene en su poder el Cronómetro en Fablehaven y que Patton Burgess dejó pistas relacionadas con algunos de los objetos mágicos que faltan. Sabemos que dichas pistas aguardan en una sala escondida, al final del pasaje del Terror, en las mazmorras de Fablehaven. Ya tenemos un plan en marcha para recuperar esa información. Nuestra Kendra de imitación no lograba recordar exactamente cómo se accede a la sala. Nunca recuerdan nada. Me encantaría disponer de esa información, si la tuvieses (la contraseña o el resorte que la abre), pero lograremos entrar en la sala contigo o sin ti. Me encantaría contar con tu ayuda para traducir el diario, pero ya encontraremos a alguien que sepa leer el idioma que hace falta, contigo o sin ti. Lo que de verdad deseo es ver si eres capaz de sobrevivir al Oculus. Se dice que es el más potente de los cinco objetos mágicos. Dominarlo es mi prioridad máxima. Soy optimista: confío en que puedas sobrevivir.

Kendra no supo qué decir.

—Piénsalo, Kendra —prosiguió la Esfinge—. Si consigues dominar el Oculus, puedes ver cualquier lugar, discernir cualquier cosa, y nosotros no sabremos más de lo que ya sabíamos antes. Podrías encontrar información que te serviría para escapar de nosotros, o adelantarte y apoderarte del siguiente objeto mágico. Hay razones de sobra para que te interese egoístamente echar un vistazo. Las posibilidades son infinitas.

—Entonces, ¿por qué me das una oportunidad? —preguntó Kendra—. ¿Para que después puedas sonsacarme la información a base de torturas?

—En estos precisos instantes hay un hombre en la estafeta de la población vigilando la casilla 101 con la esperanza de interceptar a un asesino. Este hombre está aquí en nombre de tus abuelos y tiene la esperanza de atrapar a la gente que mató a su nieta. Yo sé cómo es ese hombre. Quiero que utilices el Óculus para describírmelo al detalle. Esta es la primera prueba. ¿Querrás probar voluntariamente?

—Ya te gustaría —espetó Kendra.

La Esfinge lanzó una mirada al señor Lich. El alto secuaz agarró a Kendra por el brazo, justo por encima del codo, la levantó de la silla a la fuerza y bajó su mano, contra su voluntad, hacia el Óculus.

—Espera —chilló Kendra—. ¡Lo haré! ¡A la fuerza no! Lo haré.

—¿Ahora? —preguntó la Esfinge.

—Ahora.

La Esfinge hizo un gesto afirmativo con la cabeza y el señor Lich la soltó. La chica se arrodilló junto a la mesa, observando atentamente las intrincadas facetas de la bola de cristal.

—Te convendrá cerrar los ojos —indicó la Esfinge—. El Óculus se convertirá en tu órgano de visión. Muchas visiones competirán entre sí por atraer tu atención. Tu tarea consistirá en ignorar toda interferencia y en concentrar tu mirada en la estafeta. Encuentra al tipo. Estarás desorientada visualmente. Si pierdes el control tienes permiso para quitar la mano del cristal. Describe lo que ves y yo iré dándote indicaciones para que puedas seguir adelante.

—¿Y si me hace estallar la cabeza y me vuelvo majara? —preguntó Kendra.

—Otra baja más de nuestro conflicto. Te deseo lo mejor. Relájate y concéntrate.

Kendra respiró hondo. No se le ocurría ninguna alternativa, así que tendió una mano temblorosa hacia el cristal. En el interior de la rutilante esfera titilaban diminutos arcos iris. Cuando sus dedos casi estuvieron encima, cerró los ojos.

En el instante en que sus dedos entraron en contacto con la fría superficie, fue como si se le hubiesen abierto los ojos, pese a que notaba que aún los tenía cerrados. Miró fijamente a la Esfinge.

Entonces se dio cuenta de que también podía ver al señor Lich de pie detrás de ella, como si tuviese un segundo par de ojos en la nuca. No, más que eso. Podía ver hacia delante y hacia atrás, hacia arriba y hacia abajo, a izquierda y derecha, todo al mismo tiempo. No había ningún punto ciego.

—Puedo ver en todas direcciones —dijo Kendra.

—Bien —la alentó la Esfinge—. Sigue mirando y tu campo de visión se ampliará.

¡Tenía razón! Ahora no solo podía ver en todas direcciones, sino que además podía verse a sí misma, como si tuviese ojos fuera del cuerpo. Podía ver a la Esfinge por delante, por detrás, por arriba y por los lados. Podía ver la habitación desde cientos de ángulos diferentes, no fragmentados o compartimentados, sino formando una única imagen continua que lo envolvía todo. Al tratar de entender la perspectiva, notó que se mareaba.

—Ahora puedo ver la habitación desde todas las direcciones —dijo Kendra.

—También puedes ver más allá de la habitación —contestó la Esfinge.

Kendra intentó trasladar su visión al pasillo y la imagen se expandió súbitamente, lo cual le provocó de golpe una sensación como de vértigo. Ahora podía ver todas las habitaciones de la casa desde multitud de puntos de vista panorámicos. Era como si su mente estuviese conectada con millares de cámaras de seguridad, solo que, en lugar de pasar de pantalla en pantalla, veía a través de todas las cámaras a la vez. Ahí estaba el tiburón leopardo pululando por la biblioteca. Ahí estaba Torina, atareada con la preparación de un elaborado almuerzo en la cocina. Ahí estaba Cody, jugando al ajedrez con Haden. Ahí estaban los trasgos, correteando a través de las paredes de la casa cual ratas.

Costaba centrar la atención en algo en particular, pues percibía demasiadas cosas.

—Veo a Torina en la cocina. Veo la casa entera.

—Traslada el campo de visión al exterior. Examina la población. Encuentra la estafeta. Encuentra al hombre.

Cuando su visión se expandió más allá de los muros de la vivienda, la sensación que experimentó Kendra en su interior fue similar a la de descender la primera bajada de una montaña rusa, solo que en este caso descendía vertiginosamente en todas direcciones a la vez. Su punto de vista se extendió: veía la ciudad desde lo alto, escudriñaba los diminutos tejados, y al mismo tiempo contemplaba desde abajo el cielo lleno de nubes. Y podía observar calles bulliciosas. Y el interior de casas y comercios.

Veía el interior de cloacas frías y húmedas, desvanes polvorientos, garajes a oscuras y armarios abarrotados. De pronto, observaba a cada persona de la población desde todos los ángulos. Todas las habitaciones de todos los edificios. Todos los coches, por fuera y por dentro. Y la visión, que le provocaba un cosquilleo en el cerebro, continuó estirándose hacia fuera, imposible de detener.

Contempló desde las alturas, desde el espacio, extensiones de tierra y formaciones de nubes. Vio ciudades extensísimas y a todos sus habitantes. Penetró en cuevas, bosques y océanos. Vio vacas, venados, aves, serpientes, insectos. Tortugas de tierra en sus madrigueras. Dragones encaramados a riscos altísimos. Vio por dentro hospitales, carpas de circo y cárceles. Vio la yerma superficie de la Luna.

Kendra ya no era consciente de su propio cuerpo, ni del cristal ni de la Esfinge. El flujo de entradas sensoriales, el verlo todo al mismo tiempo, todo en movimiento, la había dejado sin fuerzas para nada.

Había demasiada información, era imposible proponerse siquiera procesar esta sorprendente visión de todas las cosas. En estos momentos estaba presenciando más escenas de lo que había experimentado a lo largo de su vida. No era capaz de enfocar nada en concreto. Ni siquiera podía pensar con la suficiente claridad para intentarlo. Todo pensamiento consciente había cesado, anegado por un exceso de estímulos imposibles de aprender.

Entonces reparó en algo tan nuevo y brillante que la distrajo de todo lo demás. Un bello rostro bañado en luz. La encarnación física de la pureza. El rostro miraba a Kendra. No meramente en su dirección. De alguna manera, supo que, a diferencia del resto de las personas que aparecían en su visión, esa luminosa mujer podía verla.

«Suelta el cristal».

El pensamiento le llegó a la mente de un modo que le era familiar. No mediante palabras para sus oídos. Era a través de las reas y los sentidos, de mente a mente. Kendra se dio cuenta de que estaba viendo a la reina de las hadas.

«Suelta el cristal».

¿Qué cristal? Entonces Kendra recordó que tenía un cuerpo, que estaba en una habitación con la Esfinge, quien dirigía un experimento. Todavía lo veía todo desde todos los ángulos, pero la visión se tornó distante. Se concentró en aquel rostro brillante y hermoso. Tenuemente, valiéndose de unas olvidadas capacidades sensoriales, pudo oír una voz que la llamaba por su nombre y pudo notar que sus dedos tocaban algo.

«Suelta el cristal».

Kendra retiró la mano de la superficie fría y cristalina. Fue como si alguien hubiese desenchufado un cable. Kendra cayó hacia atrás, apoyándose en los codos, y pestañeó atónita ante lo limitada que le parecía ahora su visión. De hecho, necesitó girar la cabeza para poder ver todas esas caras sorprendidas que tenía a su alrededor.

La Esfinge se agachó cerca de ella, en cuclillas, sonriendo con una dentadura nívea.

—Bienvenida de vuelta, Kendra —dijo—. ¿Me reconoces?

—Nunca más —respondió Kendra, casi sin aliento.

Todos los presentes murmuraron. Parecían asombrados.

—Pensé que quizá no vieses nada, que tu naturaleza de criatura del reino de las hadas protegería por completo tu mente de la visión. Pero lo viste y lo comprendiste todo.

—A duras penas —dijo Kendra—. Perdí por completo el sentido de dónde me encontraba y de quién era. Era demasiado.

—En cuanto miraste fuera de la casa fue como si te hubieses escabullido —trató de sonsacarle la Esfinge.

—Fue como intentar beber de un tsunami —contestó ella—. ¿Cuánto tiempo he estado en trance?

—Diez minutos —respondió la Esfinge—. Tuviste leves convulsiones, igual que los otros.

Habíamos perdido toda esperanza de que pudieras regresar por tu propio pie. ¿Qué fue lo que te hizo volver? Cuando comenzaron los temblores, di por hecho que acabarías tus días en estado vegetativo.

Kendra no quería decirle nada de la reina de las hadas. Su reino debía permanecer en secreto.

—Me vio mi abuela. La abuela Sorenson. Vio que yo la estaba viendo y me dijo que soltase el cristal.

La Esfinge observó a Kendra con atención.

—No sabía que Ruth fuese vidente.

Kendra se encogió de hombros.

—¿Conclusión? Que si quieres que toque otra vez ese chisme, tendrás que obligarme por la fuerza a poner mi mano encima y por favor, no finjas que tú vas a hacer algo, aparte de borrarme la mente. No había manera de controlar lo que veía. No había modo de enfocar nada. Yo no existía.

—Lo hiciste muy bien, Kendra —dijo la Esfinge—. Si bien no ha sido un éxito rotundo, sí que al menos el experimento ha sido instructivo. Estoy convencido de que manejar el Oculus está fuera de tu alcance. Tras haber presenciado cómo lo intentaban los anteriores, tengo la impresión de que es imposible que hubieses podido imitar su estado de agitación de un modo tan preciso. Todos pudimos ver en qué momento el Oculus te confirió sus superpoderes. Ocurrió antes que con cualquiera de los otros.

Kendra dirigió la mirada hacia el Oculus, que destellaba inocentemente sobre el cojín, como si no fuese nada más que un rutilante adorno perteneciente a la colección de algún museo. Sin embargo, nunca más volvería a verlo como una deslumbrante obra de artesanía. Era una puerta a la locura.

La Esfinge fue cruzando la mirada con los demás presentes, uno por uno.

—De momento hemos terminado. Mañana continuaremos nuestro periplo. Kendra, puedes volver a tu cuarto. Gracias por tu colaboración. Descansa un poco. Mañana, temprano, te vendrás con nosotros.