5
Duelo
La crujiente nieve destellaba bajo el sol invernal, refractando la luz con dibujos deslumbrantes, como si el cementerio estuviese cubierto de diamantes. Al final la brisa que se levantó empujó delante del sol la vanguardia de una flota de nubarrones, reduciendo el brillo y dejando el cementerio frío, gris y deprimente. Aquí y allá, flores y banderitas aportaban un toque de color a las tumbas cargadas de nieve.
Con traje azul oscuro y el pelo pulcramente peinado, Seth estaba sentado con la espalda apoyada contra un obelisco de casi dos metros y medio, las muñecas descansando en las rodillas. La chaqueta del traje ofrecía solo escasa protección frente al frío helador, pero él apenas lo notaba. Hacía un ratito que habían depositado a su hermana en el panteón familiar, junto a los abuelos Larsen. Les había dicho a sus padres en voz queda que necesitaba estar unos minutos a solas.
Seth no lloró. Supuso que en los últimos días había agotado la asignación de llanto que le correspondía para toda su vida. Ahora se sentía entumecido y seco, como si le hubiesen escurrido y le hubiesen sacado hasta la última gota de sentimiento.
Unas pisadas hicieron crujir la nieve helada, acercándosele por detrás, desde un costado. Unos segundos después, su abuelo Sorenson estaba de pie junto a él con las manos metidas en los bolsillos.
—¿Cómo lo llevas, Seth?
Seth mantuvo la mirada clavada en los zapatos de su abuelo.
—Estoy bien. ¿Qué tal tú? —No habían tenido un momento para hablar. Los abuelos Sorenson habían llegado justo a tiempo para las pompas fúnebres.
—Ya te lo puedes imaginar —suspiró su abuelo—. Toda esta situación es una pesadilla insoportable. Hemos estado devanándonos los sesos para tratar de comprender el misterio de lo que ha pasado.
Seth levantó la cabeza como por efecto de un resorte.
—¿Habéis encontrado alguna pista? —Era lo que necesitaba. Todo el mundo andaba sumido en la gran pérdida. Lo que él necesitaba eran respuestas.
—Alguna. Cuando te sientas preparado, podemos…
—Ahora mismo estoy preparado —le aseguró Seth—. Necesito saber cómo y por qué.
Su abuelo asintió con la cabeza.
—Algunos de nuestros amigos se metieron en la morgue a escondidas y llevaron a cabo una autopsia informal con Kendra. Al parecer, era ella realmente. O, por lo menos, no la habían sustituido por otra. Seguimos sin comprender qué clase de control mental podría haberse utilizado aquí.
—No se comportaba como ella —sostuvo Seth—. No era propio de Kendra tratar de imponer su criterio.
—No me cabe duda —estuvo de acuerdo su abuelo—. Y a Warren tampoco. El hombre que dirigía el centro infantil en el que ella trabajaba como voluntaria, Rex Tanner, apareció muerto en su piso este fin de semana. ¿Qué sabes de él?
—Nada. Pero eso es verdaderamente sospechoso.
—Algo que parece seguro es que, fuera lo que fuera lo que le rasó a Kendra, tuvo su origen en el centro infantil. Pero no hay pistas de nada. —El abuelo miró en derredor y a continuación le rizo una señal moviendo un brazo—. Tus padres se han ido. Les dije que yo te llevaba a casa. No estaban en condiciones para discutir. Quiero que conozcas a una persona.
Oyó otras pisadas que se acercaban, mucho más furtivas que las del abuelo. Más que hacer crujir la nieve, parecían acariciarla. Un hombre calvo que llevaba un largo abrigo de piel y unas botas negras relucientes apareció desde detrás del obelisco. Lápidas cubiertas de nieve se reflejaban en los cristales de sus gafas de sol.
—Seth, este es Trask —dijo su abuelo—. Es detective y forma parte de los Caballeros del Alba.
Con su ayuda llegaremos al fondo de todo esto.
—Da totalmente la imagen —dijo Seth—. ¿Va en moto?
Trask bajó la mirada hacia él.
—Siento lo de tu hermana. —Su voz denotaba que no se andaba con tonterías.
—¿Has descubierto algo?
El hombre lanzó una mirada al abuelo de Seth y él hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—He pasado los dos últimos días en Monmouth, en Illinois.
—A donde iba dirigida la carta —recordó Seth.
—Vigilé la casilla de la oficina de correos. Me pasé por la universidad de la población, me familiaricé con las calles y las afueras. Un sitio bonito. De momento, no tenemos nada. He dejado a un hombre vigilando la estafeta.
—Me alegro de que siguieseis el rastro de la carta —dijo Seth.
—No hemos terminado, ni de lejos —le prometió Trask—. Quiero que me cuentes en persona cualquier cosa extraña que percibieses en relación con la conducta de tu hermana.
Seth le relató cómo había actuado Kendra en el desayuno, que había vuelto pronto a casa de la guardería y que había reaccionado exageradamente cuando le sorprendió en su cuarto y le describió la trágica confrontación final con Warren.
—Todo esto sucedió el mismo día —quiso confirmar Trask.
—Eso es. Solo que el espeluznante episodio con Warren tuvo lugar, técnicamente, a primeras horas del día siguiente.
—Y no hubo comportamiento extraño el día anterior.
—Bueno, la noche previa había estado más ensimismada de lo habitual. Se encerró en su cuarto.
—Al llegar a casa después de pasar por el centro infantil —dijo Trask.
—Exacto —confirmó Seth—. El día anterior estaba como si nada.
Trask volvió la cabeza hacia su abuelo.
—Todo apunta a la guardería del polideportivo. Elise comprobó en numerosas ocasiones que todo estuviese en orden, echando un vistazo por las ventanas mientras Kendra se encontraba allí.
Todo parecía bien. Yo entrevisté a Ronda Redmond, una mujer cuyo turno de trabajo coincide durante unas horas con el de Kendra. Me presenté como un detective privado. Ella me aseguró que el único momento en que dejó de ver a Kendra el día en cuestión fue cuando Rex la hizo pasar a su despacho unos instantes para responder a una llamada telefónica de un padre. Hemos tenido muy vigilada a Ronda y hemos hurgado en su pasado. Independientemente de lo que nos contase, al parecer ella no ha tenido nada que ver.
—Con esto ya estás al corriente de todo —le dijo el abuelo a Seth.
—Quiero colaborar para averiguar más cosas —replicó el chico—. A lo mejor podríais usarme de cebo.
Su abuelo movió la cabeza en gesto negativo.
—No podemos arriesgarnos a algo así hasta que comprendamos mejor a qué nos enfrentamos.
—Warren y Elise no son principiantes —repuso Trask—. Tampoco yo. Todo esto se ha llevado a cabo con un grado de reinamiento inimaginable. Llegaremos al fondo del asunto, pero hará falta tiempo. A no ser que te vengan a la memoria nuevos detalles, Seth, lo mejor que puedes hacer es regresar a Fablehaven con tu abuelo.
—¿A Fablehaven? —replicó Seth.
—Tanu se está encargando de tus padres —dijo su abuelo—. Teniendo en cuenta el estado de agitación en que se hallan por la pérdida de Kendra, y dada la pericia de Tanu con las pociones, pronto llegarán a la conclusión de que deberías pasar las Navidades con tu abuela y conmigo.
—No —protestó Seth sin alzar la voz—. Yo quiero estar aquí, cuando hagan la investigación.
—Aquí no podemos protegerte con la misma eficacia —insistió Trask—. Hay muchos focos de preocupación. No podemos tener la certeza de que la carta fuese la única comunicación enviada a nuestros enemigos por quienquiera que estuviese haciéndose pasar por tu hermana. ¿Quién sabe de qué cosas se habrán enterado ya? Debemos adoptar una postura defensiva, hasta que podamos hacernos una mejor idea de la situación.
—En pie —dijo el abuelo, tendiéndole una mano enguantada.
Seth se asió a ella y se aupó para incorporarse. Entonces pudo apreciar mejor la imponente estatura de Trask. Empezaron a atravesar a pie el cementerio nevado.
—¿Has dado con las pertenencias de Kendra? —preguntó el abuelo a Seth.
—Escondí el diario y las cartas, tal como me dijo Warren. Y encontré la vara de la lluvia de Meseta Perdida. De hecho, Kendra la había ocultado muy bien, detrás de las placas de escayola de dentro de su armario. Cortó un agujero y la metió por él, y después lo selló con bastante maña. Me costó un buen rato descubrir el escondrijo.
—Nos llevaremos esos objetos también —anunció su abuelo.
—Abuelo —dijo Seth con inseguridad—, el verano pasado me llevé oro de Fablehaven. Tenía la impresión de habérmelo ganado haciendo negocios con los sátiros, por eso no te lo devolví todo. Kendra me pilló. Antes de que dejase de ser ella. Ahora no está aquí para delatarme, pero quiero que sepas que lo voy a devolver todo.
Al abuelo se le empañaron los ojos. Dio unas palmaditas a su nieto en la espalda y asintió sin decir nada.
• • •
La última vez que Seth había ido en coche a Fablehaven había viajado como una centella en plena noche en el asiento trasero de un llamativo coche deportivo pilotado por Vanessa. Con el abuelo Sorenson al volante de un voluminoso todoterreno la velocidad era considerablemente más lenta.
Los abuelos habían pasado dos días consolando a los destrozados padres de Seth, mientras Tanu ayudaba a Warren, Elise y Trask con la investigación del homicidio. Los días habían transcurrido sin incidentes, lo cual resultó frustrante. No descubrieron ninguna pista nueva. El enemigo no hizo el menor movimiento.
Y no pudieron encontrar vínculos entre Rex y la Sociedad del Lucero de la Tarde. Al parecer, el supervisor del centro infantil había sido una víctima inocente.
Trask, Warren y Elise se habían quedado para continuar con la labor. Inusualmente callado y pensativo, Tanu iba sentado al lado de Seth; el cinturón de seguridad casi no daba para sujetar su corpulenta estructura de samoano. La abuela iba sentada delante, junto a su marido.
Seth trató de dormir, pero no conseguía ponerse mínimamente cómodo. Su imaginación se resistía a dejar de inventar hipótesis que explicasen lo que le había pasado a Kendra. Trató de mantenerse abierto de mente, llegando incluso al extremo de cuestionarse si de verdad se había utilizado el control mental mágico. Con que alguien hubiese sometido a Kendra a un chantaje atroz, la tensión por sí sola habría bastado para alterar su personalidad. Pero ¿qué clase de presión podría haber motivado a Kendra a traicionar a su familia? A lo mejor ella pensaba que los estaba protegiendo de algo peor.
Pero ¿qué sería?
El móvil sonó y el abuelo respondió a la llamada. Unos segundos después, el todoterreno deportivo aceleró con brío.
—¿Se lo habéis dicho a Dougan? —dijo el abuelo—. Seguid intentándolo. Está bien, haced lo que podáis por él, vamos para allá enseguida. —Dejó el teléfono a un lado.
—¿Qué pasa? —preguntó la abuela, alarmada.
—Maddox se ha presentado en la buhardilla —respondió el abuelo—. Está hecho una pena. Escuálido, sucio, herido, enfermo. Coulter y Dale están haciendo lo que pueden.
Aunque Seth se alegraba muchísimo de saber que el comerciante de hadas había vuelto, le entristeció imaginar al robusto aventurero enfermo y débil. Aunque, por lo menos, Maddox estaba con vida.
—Llegó por la bañera, ¿no? —preguntó Seth.
El verano anterior se había enterado de que Tanu había llevado una enorme bañera de latón a la reserva brasileña invadida, con el fin de proporcionarle a Maddox un pasadizo de vuelta a casa.
Ocupaba exactamente el mismo sitio que otra bañera idéntica que había en la buhardilla de Fablehaven. Cuando se colocaba un objeto en una de las bañeras, era como si estuviese en las dos, cosa que permitía que un cómplice recogiese el objeto en la otra. Cuando las bañeras estaban muy distantes entre sí, se podían transportar objetos de manera instantánea cubriendo distancias inmensas gracias a este nexo espacial.
—Así fue —respondió su abuelo—. Después de todo este tiempo. Bien hecho, Tanu.
—Parece que Maddox necesita alguna cura —dijo Tanu.
—Por eso estoy pisando el acelerador —respondió el abuelo.
—Las desgracias nunca vienen solas —observó su mujer.
Cuando el todoterreno deportivo dejó la carretera, Seth contempló el esquelético bosque por la ventanilla, asombrándose ante la gran distancia que podía ver ahora que los árboles habían perdido su follaje y que la maleza había quedado reducida a una maraña de ramas. Anteriormente solo había visto Fablehaven en verano. Ahora todo era color pardo o gris, con algún que otro parche de nieve que persistía entre la hojarasca en proceso de desmenuzamiento.
El todoterreno recorrió a gran velocidad la pista de acceso, cruzó la verja y avanzó hasta la casa.
Contra toda lógica, los jardines que rodeaban la vivienda conservaban todo su esplendor. Seth cayó en la cuenta de que seguramente las hadas debían de ser las responsables de aquel inverosímil verdor.
El coche frenó con un derrape. Tanu se bajó dando un salto, para entrar en la casa como una flecha. Desde la llamada telefónica, se había dedicado a rebuscar entre sus pociones e ingredientes.
Seth entró en la casa corriendo tras él.
Dale estaba en el vestíbulo.
—Hola, Seth.
—¿Dónde está Maddox? —preguntó el chico, incapaz de saber por dónde se había ido Tanu.
—Arriba, en el dormitorio de tus abuelos. En la cama más próxima a la bañera.
—¿Cómo está?
Dale lanzó un silbidito.
—Ha tenido mejores días, pero saldrá adelante. No paras de crecer.
—Aún no soy tan alto como tú.
Los abuelos de Seth entraron juntos por la puerta de la casa.
—¿Dónde está? —preguntó la abuela.
Dale los llevó a la segunda planta y después por el pasillo hasta la habitación en la que Tanu, sentado en una silla junto a la cama, rebuscaba en su morral de pociones. Coulter estaba apoyado contra la pared, en un rincón. Maddox reposaba en la cama, con los labios resecos, las mejillas encendidas y una mugrienta barba pelirroja que le tapaba media cara.
—Qué alegría verte, Stan —dijo con la voz ronca, estirando el cuello hacia delante.
—Sigue tumbado y no te muevas —le regañó Tanu—. Ahorra las palabras para más tarde. —El samoano se volvió para mirar al abuelo—. Tiene fiebre, presenta desnutrición y está gravemente deshidratado. Es probable que tenga parásitos. Tiene una muñeca rota, un esguince en un tobillo, una conmoción cerebral leve, varios cortes y magulladuras por todas partes. Dadme algo de tiempo con él.
El abuelo sacó al grupo de la habitación como un pastor haría con su rebaño. Coulter fue con ellos.
Se congregaron todos en el pasillo, a poca distancia.
—¿Ha revelado alguna cosa? —preguntó el abuelo en voz baja.
—No tiene el objeto mágico, ni la Sociedad tampoco —explicó Coulter, pasándose la mano por la cabeza prácticamente calva y aplastando el mechón de cabellos grises que le quedaba en la zona del medio—. Sabe dónde está la cámara secreta que alberga el objeto mágico. No tengo los detalles. Dale y yo estábamos tratando de que descansase.
—¿Seguimos sin saber nada acerca de la sala que hay al otro lado del pasaje del Terror? —preguntó el abuelo.
Coulter se estremeció.
—Solo que hay una pared monda y lironda. He pasado un montón de tiempo investigando, y eso que no es mi escenario preferido.
—¿No has encontrado la sala de la que hablaba la carta de Kendra? —preguntó Seth—. Pensaba que, como responsable de la reserva, ya lo sabrías todo sobre ella.
—Es un secreto que no se nos transmitió —le explicó su abuela.
—Ni siquiera estamos convencidos de querer averiguar nada sobe la ubicación de posibles objetos mágicos —añadió el abuelo—. De momento solo deseamos saber que tenemos acceso a la información, en caso de que surja la necesidad.
—¿Exactamente qué hay en el pasaje del Terror? —preguntó Seth—. Nunca concretáis mucho cuando habláis de él.
—Allí están encerradas peligrosas criaturas que no precisan de ningún cuidado —respondió Coulter—. No necesitan ni alimento ni bebida. Son seres como la aparición con la que nos topamos en la arboleda.
—¿Dan miedo? —preguntó Seth.
—Algunas sí —dijo Coulter—, lo cual hace que trabajar allí sea pestiño y medio. Por lo general, preferiría mantenerme lejos de esas celdas.
—A lo mejor yo podría echar una mano en la búsqueda de la sala, ya que el miedo a mí no me afecta.
La abuela de Seth respondió moviendo la cabeza en gesto negativo.
—No, Seth, en ciertos aspectos eso lo hace más peligroso para ti. La amenaza que plantean esas criaturas es real. Tener miedo puede resultar una ventaja. El miedo hace que respetemos en todo momento sus poderes. Muchos de esos entes podrían destruir Fablehaven si se liberaran.
—¡Yo no los liberaría! ¡No soy ningún chiflado!
—Pero podría ser interesante ver cómo son —sugirió el abuelo.
—¿Tú los has visto? —preguntó Seth—. ¿Qué aspecto…? Espera un momento, me estás poniendo a prueba.
—La curiosidad mató al gato —dijo el abuelo—. Y, si no me falla la memoria, anteriormente estuvo a punto de arrasar Fablehaven.
—No me saltaré las normas —dijo Seth—. Si la norma es no echar ni un vistacillo, ni se me pasará por la cabeza.
—Si encontramos algún uso para tu inmunidad especial, la emplearemos —le prometió su abuelo.
—Si encontráis algún uso —masculló Seth—. Apuesto a que no lo vais a buscar con mucho ahínco. Cuenta, Coulter, ¿cómo sabías que Maddox había llegado por el pasadizo? Es decir, solo podía salir de la bañera por la que entrase, ¿no es así como funciona? Para salir por este otro lado, alguien tenía que sacarlo físicamente.
—Eso es —confirmó Coulter—. Pusimos a Mendigo como centinela permanente, vigilando la bañera. La verdad sea dicha, seguramente no habríamos tenido mucho más tiempo a la marioneta gigante allí. Después de todos estos meses, apenas quedaba margen para la esperanza.
Tanu abrió la puerta del dormitorio y asomó la cabeza.
—Lo tengo estabilizado. Ha respondido bien a los tratamientos. Le he aconsejado que duerma un poco, pero insiste en que quiere hablar con vosotros más bien pronto que tarde. Con todos vosotros.
—¿Está en condiciones? —preguntó la abuela.
—Se pondrá bien. Está firmemente decidido. Descansará mejor cuando le hayamos dado la oportunidad de hablar.
El abuelo encabezó la marcha de vuelta al dormitorio. Maddox reposaba sobre varias almohadas.
Tenía la tez perlada de sudor y los labios parecían ya menos resecos. Sus ojos los miraban con expresión alerta.
—No hace falta que me miréis como si estuviese ya en el ataúd —dijo Maddox, con la voz más fuerte que antes—. Por muy cómodo que sea este colchón, no es mi lecho de muerte. Ya estaría en pie y trajinando si Tanu me lo permitiese.
—Debes de tener toda una historia que contar —le incitó el abuelo.
—En efecto, y he aprendido una o dos lecciones. En primer lugar: no aceptar nunca misiones de los Caballeros del Alba. —Guiñó un ojo a Seth—. ¿Y tu hermana?
Todos los adultos presentes se cruzaron la mirada, incómodos.
—Está muerta —dijo Seth sin ápice de emoción—. Cayó en manos de la Sociedad.
Maddox palideció.
—Mi pésame, Seth, no sabía nada. Qué tragedia.
—No fue culpa tuya —le tranquilizó el chico—. Bastantes problemas has tenido tú ya.
—¿Cómo sobreviviste? —preguntó el abuelo.
—Escondiéndome en cuevas, sobre todo. Lugares húmedos, oscuros y angostos. Encontré grutas en las que Lycerna no podía darme alcance. Me alimentaba de cosas horribles, como insectos, hongos y cosas por el estilo. Perdí la noción del tiempo. Apenas podía asomar la cabeza al exterior sin que algo tratase de arrancármela de un bocado. Todas las aberturas de la cueva contaban en todo momento con una nutrida vigilancia, noche y día, así hiciera sol o lloviese. Así pues, excavé yo mismo un túnel para salir, corrí hacia la casa y encontré la bañera. Si no hubiese encontrado un mensaje en clave dejado por Tanu, en el que me informaba sobre mi viaje de regreso sin gasto alguno, todavía estaría chapoteando por grutas semianegadas.
—Me alegro de que mi misión sirviese para algo —agradeció Tanu.
—Y luego me salva por segunda vez, administrándome pociones milagrosas. Estoy doblemente en deuda contigo, amigo mío.
—Bobadas —dijo Tanu, restando importancia al asunto—. Tú te jugaste el pellejo por nosotros, en primer lugar.
—Nos alegramos de que hayas salido con vida —dijo el abuelo—. Estábamos empezando a perder la esperanza.
Maddox guiñó un ojo.
—Nunca me des por muerto. He sobrevivido a unas cuantas situaciones complicadas en mi vida.
—Coulter comentó que tienes nociones sobre el paradero del objeto perdido —dijo la abuela.
—Así es —respondió Maddox—. Podría dibujar un mapa o incluso volver allí de nuevo, encabezando una misión.
—Con un mapa bastará —repuso el abuelo—. Nos convendrá avanzar deprisa en este asunto, y tú ahora no estás en condiciones de pisar el terreno.
—Me sorprende que no hayas regresado con unas cuantas hadas a la zaga —dijo Coulter.
—Casi me las traigo —dijo Maddox, y se le iluminaron los ojos—. Encontré unos cuantos especímenes exóticos. Poseo varios métodos patentados para atraer hadas y ganarme su amistad, incluso en condiciones así de penosas. Sin cierta ayuda por parte de la hadas, no habría sobrevivido en las cavernas. Quise traerme algunas, pero al final a duras penas logré salir de allí con el pellejo intacto. Una oportunidad echada a perder.
—Ahora deberías descansar —le instó Tanu.
—¿Y el mapa? —protestó Maddox.
—Dentro de menos de lo que piensas te traeremos lo necesario —le prometió la abuela—. Cierra los ojos y recupera un poco las fuerzas.
Maddox pasó la mirada por todos los reunidos, uno por uno.
—Gracias por sacarme de allí y por darme un lugar en el que aterrizar. Estoy en deuda con todos vosotros.
—Al contrario —dijo el abuelo—. Nosotros estamos en deuda contigo por haber asumido una misión tan peligrosa. Descansa un poco.
Maddox cerró los ojos y se echó a dormir.