4

Prisionera

Cuando el monovolumen se detuvo suavemente en medio de la oscuridad, Kendra no tenía ni idea de si habrían llegado a su destino definitivo. Atada y amordazada, y sin sitio casi para moverse, viajaba en un remolque cerrado que iba enganchado al vehículo color granate. Se había rendido a la deprimente teoría de que tal vez fuese a pasar el resto de su vida de acá para allá, trasladada de camping en camping.

Se había pasado la jornada anterior atada con una soga a un árbol en una recóndita zona de acampada, en un bosque, comiendo compota de manzana, judías guisadas de lata y natillas envasadas. Una débil fogata había ahuyentado el frío, pero, de vez en cuando, cuando el viento le soplaba encima la humareda, se volvía casi insoportable. Eso fue después de que la hubieran trasladado en plena noche desde la guardería del polideportivo al remolque, y tras viajar durante horas por autopistas y carreteras serpenteantes.

El Rex de pega no era muy parlanchín, pero había procurado que estuviese relativamente cómoda.

En estos momentos iba envuelta en varias colchas y tendida encima de un montón de almohadas. El impostor bulbo-pincho se aseguraba de que no pasase hambre ni sed. Pero eran muchas las molestias que tenía que sufrir. No había podido ir a un cuarto de baño de verdad, la mordaza era horrible y había podido comprobar, con frustración, que sus ataduras estaban muy bien hechas.

De repente, la puerta retráctil del remolque, en la parte trasera, se levantó. Dos desconocidos apuntaron a Kendra con el foco de sendas linternas. Ella pestañeó y entornó los ojos bajo la luz, mientras las dos siluetas se le acercaban, la tapaban por completo con una de las colchas que tenía encima y la sacaban en volandas del remolque. Kendra optó por no oponer resistencia. ¿Para qué?

Envuelta y amordazada, lo máximo que podría conseguir si se resistía sería darse un cabezazo aterrizando en el suelo.

Mientras los desconocidos cargaban con ella, parte de la colcha que le tapaba la cara se desplazó a un lado. Se encontró mirando desde abajo una casa enorme con aspecto de estar abandonada, contra el fondo de un cielo estrellado. Metida en su capullo, la subieron por la escalera del porche y entró por la puerta principal. Aunque la casa estaba a oscuras, no había tinieblas que no la dejaran ver, y lo que vio fue que por dentro la vivienda estaba mejor acondicionada de lo que el exterior habría sugerido. Su cuerpo se empinó cuando los desconocidos la subieron por una escalera y de nuevo se niveló cuando cruzaron con ella en brazos una doble puerta, tras lo cual la depositaron en el suelo de madera reluciente de una habitación intensamente iluminada.

Desde abajo, Kendra vio que uno de los hombres que habían cargado con ella había sido el Rex impostor; el otro era un barbudo de complexión fuerte y que llevaba gafas negras. Los dos hombres se retiraron y Kendra dirigió su atención a la estancia. Cuadros abstractos de vibrante colorido adornaban las paredes, elegantemente iluminados mediante rieles con focos fijados al techo. Un reloj de pared de diseño y con luz de neón colgaba por encima de una ornamentada repisa de chimenea. Una serie de dinámicas esculturas de metal de diverso tamaño añadía aún más personalidad a la habitación.

—Conque tú eras el motivo de tanto alboroto —declaró una voz femenina.

Kendra rodó sobre sí misma para mirar de frente a la hablante. La mujer, que aparentaba unos cincuenta años, tenía una figura esbelta y vestía un elegante vestido largo rojo. Llevaba mucho maquillaje, pero bien aplicado. La mano que apoyaba en la cadera resplandecía llena de sortijas.

Llevaba el pelo rubio corto y rizado, un estilo que parecía un poquito demasiado juvenil para su edad.

La mujer avanzó hacia Kendra. Sus altos tacones produjeron un sonido seco en el suelo. Extrajo una navaja automática de su bolso. La cuchilla apareció con un chasquido. Kendra la miraba con los ojos como platos. Luciendo una expresión inescrutable, la mujer se agachó y cortó la mordaza sin hacer ni un rasguño en la mejilla de Kendra.

—Ni se te ocurra chillar —la reprendió alegremente—. No te oirá nadie y mis nervios no pueden tolerarlo.

—Vale —respondió Kendra.

La mujer sonrió. Tenía labios carnosos y la boca grande. Dentadura perfecta. Sus ojos azul claro estaban bastante separados, la nariz era un tanto ancha, sus orejas pequeñas y el rostro tenía un poco forma de ilustración de tarjeta del día de los enamorados. Aunque por separado algunos de sus rasgos resultaban casi desafortunados, en conjunto su rostro poseía una belleza de un atractivo innegable.

Los años estaban tratando de hurtarle la apariencia a fuerza de arrugas y surcos, pero ella respondía exitosamente a base de cosmética.

—¿Soy la secuestradora que esperabas encontrar?

—¿Qué está haciendo conmigo? —preguntó Kendra con valentía.

—Te estoy desatando, si me prometes que no armarás follón. Debo de parecerte un vejestorio oxidado, pero, por favor, créeme si te digo que bajo ninguna circunstancia podrías escapar de esta habitación peleando contra mí. Haré que lo lamentes si lo intentas.

—No me parece vieja —respondió Kendra—. No voy a intentar escapar. Sé que tiene esbirros.

—Estás en grave peligro de ganarte mi simpatía —replicó la mujer, agachándose hacia delante con el cuchillo. La afilada hoja susurró al cortar las cuerdas.

Kendra se incorporó y se frotó las zonas en las que las ataduras habían dejado marcas.

—¿Quién es usted?

—Soy Torina —respondió la mujer—. Tu anfitriona, tu captora, tu confidente… lo que más te guste.

—Creo que secuestradora lo clava, seguramente.

Torina ladeó la cabeza, mientras jugueteaba con su collar de perlas distraídamente.

—Me alegro de que tengas agallas. Estos días no quiero destacar mucho, lo cual significa que estoy viviendo a lo pobre en un pueblucho del Medio Oeste, respirando el mismo aire que las cabras, los gorrinos y el ganado. —Cerró los ojos y se estremeció. Los iris azul cristal de sus ojos reaparecieron y se clavaron en Kendra—. Tal vez tú puedas aliviar en algo tanta insulsez.

—¿Eres una especie de bruja? —tanteó Kendra, tuteándola.

Torina lució una sonrisita.

—Tengo estómago para las ocurrencias audaces, siempre y cuando seas educada. Por suerte para ti, en mis tiempos conocí alguna que otra bruja de físico imponente, así que no me lo tomaré como un insulto. No soy ninguna bruja, como tal, pero tengo mi buena cuota de poderes mágicos. Entre estas paredes mi identidad no es ningún secreto. Soy una lectoblix.

—¿Una de esas criaturas capaces de chuparle la juventud a la gente?

—Nada mal —respondió Torina, impresionada—. Sí, les quito la vitalidad a los demás para conservarme siempre joven. Antes de que te pongas a hacer comentarios agudos, sí, hace algún tiempo que no lo hago, lo cual explica mi aspecto demacrado. Prefiero no abusar gratuitamente de mis habilidades.

—No tienes un aspecto demacrado —la tranquilizó Kendra.

Torina observó a Kendra a través de sus párpados entornados.

—Se te da bien imitar la sinceridad. ¿Cuántos años me echarías?

Kendra se encogió de hombros.

—¿Cuarenta y ocho? ¿Cuarenta y nueve? —Aposta, calculó un poco a la baja. Cincuenta y pocos habría sido más sincero por su parte.

Con mirada suspicaz, Torina soltó una risa corta y divertida.

—Mi cuerpo tiene ahora mismo sesenta y dos años.

—¡Me estás tomando el pelo! Realmente, aparentas muchos menos —dijo Kendra, y se dio cuenta de que Torina no pudo evitar poner cara de alegría—. Pero si les has chupado la vitalidad a otras personas, entonces tienes que tener más de sesenta años.

—¡Santo cielo, sí, niña! ¡Jamás divulgaría mi verdadera edad! ¡Pensarías que estás conversando con una momia!

Kendra observó detenidamente a su estilosa captora y respiró hondo, al tiempo que sentía un escalofrío.

—¿Me vas a quitar a mí la juventud?

Torina rio entre dientes. De súbito, su sonrisa parecía crispada y, aunque la risa pretendía dar a entender que era una posibilidad ridícula, se tiñó de un matiz predador.

—¡No, Kendra, qué bobada! ¡La Esfinge pediría mi cabeza! Además, tengo mis principios. Estoy en contra de succionar niños. Les atrofia el crecimiento y se vuelven engendros. Demasiado injusto. —Torina hizo una pausa, durante la cual se rascó levemente la comisura de los labios con una de sus largas uñas—. Pero, en fin, si tratases de escapar, no me quedaría más remedio que obstaculizar tu intento con los medios de los que dispone mi especie. —Sus ojos destellaron.

—No tienes que preocuparte por eso —le aseguró Kendra.

—No, no me preocupo —dijo Torina—, hay rejas en todas las ventanas. Los barrotes son invisibles, para evitar llamar la atención. Las puertas están cerradas con llave y poderosamente reforzadas. Podría dejarte aquí sin vigilancia y no tendrías la menor posibilidad de poder escapar. Pero dispongo de vigilantes y de mi sabueso susurro.

Los abuelos Sorenson tenían un sabueso susurro que vigilaba a los prisioneros del sótano. Kendra no sabía demasiado sobre aquella criatura.

—¿Qué hace un sabueso susurro?

—Tiene gracia que lo preguntes —soltó Torina, cruzando la habitación hasta la puerta por la que Kendra había entrado. La abrió y dio una orden en un idioma extranjero. Una ráfaga de viento frío atravesó el umbral—. Mantente muy quieta, Kendra.

La chica permaneció sentada muy tiesa en el suelo de madera, mientras una bocanada de aire gélido se arremolinaba a su alrededor. El aire se detuvo, tremolando ligeramente, y se tornó aún más helado, un frío penetrante que le hizo castañetear los dientes. Kendra contuvo la respiración mientras el gélido aire la acariciaba de un modo extraño. Torina dio otra orden ininteligible y la fría bolsa de aire se alejó rápidamente hasta salir por la puerta.

—Ahora que el sabueso susurro se ha quedado con tu olor, la idea de escapar es impensable —dijo Torina, cerrando la puerta—. Las rejas de las ventanas son una redundancia innecesaria. Al igual que mis colegas, quienes sin lugar a dudas te mantendrán estrechamente vigilada. Y al igual que los embrujos que he dispuesto en todas las puertas.

—Lo pillo —dijo Kendra con desánimo.

—Por tu propio bien, espero que así sea. Y ahora, queridísima mía, sé que no es culpa tuya, pero apestas a humareda de leña y a resina de árbol. Siento haberte sometido a las inclemencias del exterior. Semejante tortura es cruel y poco frecuente, pero el pobre Rex estaba haciendo todo lo posible para no llamar la atención. Nuestro primer punto del orden del día será devolverte a un estado presentable. Encontrarás ropa limpia en mi cuarto de baño, así como todo lo que puedas necesitar.

Torina le indicó que la siguiera, echó a andar taconeando por el piso de madera y cruzó una puerta que daba a un cuarto de baño decorado con buen gusto. Kendra pasó la mano por una encimera de granito, contemplando los grupitos de productos cosméticos, de aspecto caro. Los aromas embriagadores de jabones y lociones finas se mezclaban en el ambiente. Unas luces suaves bordeaban el espejo, sobre la encimera. Kendra pensó que su reflejo parecía insólitamente bello.

—Es asombroso lo que una iluminación adecuada puede hacer por el cutis de una —observó Torina con displicencia—. Aquí están tus cosas. —Acarició una toalla gruesa y suave, e indicó mediante un gesto de la cabeza un vestido de cuadros verdes y blancos—. Puedes usar el jacuzzi o la ducha. En cuanto a champús y gel de baño, lo que es mío es tuyo. Te dejaré a solas para que puedas tener algo de intimidad. Estaré cerca, por si necesitas cualquier cosa.

—Gracias —dijo Kendra.

Torina salió y cerró la puerta. Kendra echó el pestillo. El cuarto de baño tenía una ventana con cristal opaco. Era lo suficientemente grande como para que cupiese una persona por él. Por si las rejas invisibles fuesen un cuento chino, Kendra abrió la ventana. Parecía ofrecer un acceso fácil al tejado, pero cuando alargó el brazo, tal como Torina le había asegurado, tocó unos barrotes de metal que impedían cualquier intento de salir a la fría noche. Cerró la ventana con un suspiro.

Cruzándose de brazos, se apoyó contra la pared y observó el opulento cuarto de baño. Casi hubiera preferido que la encerrasen en una lúgubre celda. Le habría resultado menos perverso. No le hacía gracia la ilusión de cordialidad y confort. Torina daba la impresión de ser una atractiva planta tropical al acecho para devorar insectos desprevenidos.

Sin embargo, ahí estaba, en un precioso cuarto de baño, y ciertamente necesitaba una ducha, así que muy bien podía dársela. Se quitó la ropa. Bajo sus pies descalzos, el suelo estaba pegajoso como si tuviera restos de laca para el pelo. El chorro caliente de la ducha le dio gusto, así como el gel de baño perfumado. Después de lavarse, Kendra se quedó un rato bajo la ducha con los ojos cerrados, respirando el vaho, degustando la sensación del agua bajándole por la espalda, con pocas ganas de poner fin a este intervalo de soledad.

Finalmente, cerró el agua y se secó con la toalla. Se puso una muda limpia y el vestido de cuadros.

Todo era exactamente de su talla.

Con el cabello todavía mojado, abrió el pestillo de la puerta y salió de nuevo al estiloso dormitorio.

Torina se quitó a toda prisa unas gafas de lectura y echó a un lado una revista de cotilleos. Plegó los anteojos como si fuese a partirlos y se los guardó en el bolso, tras lo cual se puso de pie.

—Estaba empezando a preocuparme que nunca fueses a salir del baño.

—La ducha era una gozada.

—El vestido te queda precioso. Da una vuelta.

Kendra accedió.

—Muy lindo —aprobó Torina—. Deberíamos hacer algo con tu pelo.

—No estoy muy de humor, la verdad.

—¿Lo peinamos un poquitín? O podríamos remangarnos y pasarlo en grande. ¿Unos reflejos rojizos y dorados? ¿No? Otra noche, tal vez. No soy ninguna aficionada.

—Te creo. Lo dejaremos para otra ocasión.

Torina sonrió.

—¿Deseas que te enseñe todo esto? ¿O simplemente quieres que te lleve a tu habitación?

—Estoy más bien cansada.

—Cómo no vas a estarlo, querida. Pero también debes de sentirte inquieta… una extraña en un lugar desconocido. Deja, al menos, que te muestre el acuario, y después te dejaré que descanses un poco.

—Tú mandas.

Torina la condujo por el pasillo, repiqueteando con sus tacones y contoneándose. Kendra iba detrás de ella, impresionada ante la decoración. ¿Cuánto costaría amueblar una gran casa de un modo tan suntuoso?

—Nuestro acuario es único —dijo Torina, al tiempo que abría hacia sí una puerta doble ornamentada—. Hace también las veces de nuestra biblioteca.

Kendra se detuvo en el umbral, atónita ante lo que veían sus ojos. Las paredes estaban forradas de estantes llenos de libros, del suelo al techo, interrumpidas aquí y allá por nichos que albergaban antiguos instrumentos científicos. Unos voluminosos sofás de piel, a juego con sillones abatibles, ofrecían sitio de sobra para que el lector se relajase, completados con una variedad de preciosas mesas para mayor comodidad. Además de las luces del techo, multitud de lámparas contribuían a equilibrar la iluminación. Pero nada de todo esto fue lo que dejó petrificada a Kendra en el umbral.

Docenas de peces se deslizaban por el aire como si nadaran en el agua. Cuanto más miraba Kendra, más detalles apreciaba. Rayas de diversos tamaños patrullaban por la sala, con sus aletas como alas agitándose suavemente. Un pulpo se abrazaba al lado de una otomana. Peces exóticos con rayas y manchas de vividos colores nadaban en grupos sincronizados. Varios crustáceos reptaban por el suelo, moviendo las antenas. Un tiburón moteado de casi dos metros de largo pululaba por la biblioteca en círculos que no parecían presagiar nada bueno.

En contraste con la singular visión que tenía ante sí, Kendra respiraba lo que parecía aire normal y corriente. Nada en aquella sala estaba ni siquiera húmedo.

Torina avanzó pavoneándose por la espaciosa biblioteca poblada de peces.

—¿No te parece una maravilla? ¡Adelante, entra!

—¿Y qué pasa con el tiburón? —preguntó Kendra.

¿Shinga? Es un tiburón leopardo. Nunca nos ha dado ningún problema serio. Las anguilas pueden morder; mantente lejos del globo, simplemente.

Kendra entró con paso vacilante en la sala, maravillada ante los peces que nadaban a su alrededor.

—¿Puedo tocar uno?

—Claro. Prueba con ese grande de las rayas amarillas.

El pez se deslizó hasta quedar al alcance de su mano, con las aletas flotando como si estuviese en el agua. Kendra le acarició un costado con la punta del dedo. Su tacto era un poco viscoso y sorprendentemente consistente.

—¿Son de verdad?

Torina sonrió de oreja a oreja.

—Claro.

Kendra se fijó en un pez naranja dotado de una complicada serie de espinas, que estaba cerca de la puerta.

—¿No hay que cerrar las puertas?

—No pueden salir.

Kendra se puso en cuclillas al lado del pulpo e inclinó la cabeza para poder ver las ventosas de sus tentáculos. El cuerpo del pulpo se infló, latiendo de un modo extraño, y Kendra se apartó a toda velocidad. Tres caballitos de mar revoloteaban cerca de allí. A un lado, bajo una lámpara, unos pececillos engullían minúsculos fragmentos de materia en suspensión.

—¡Qué chulada! ¿Cómo funciona?

—¿Quieres la respuesta simple? —preguntó Torina, con sus manos de uñas perfectamente cuidadas apoyadas en la cadera—. Con magia. —Apretó los labios en un gesto reflexivo—. ¿Cómo podría decirlo en un lenguaje fácil de entender? Imagina que en una realidad paralela esta biblioteca está llena de agua. Un recipiente lo contiene todo entre sus gruesas paredes sin que nada se salga.

Luego, imagina que estos peces tienen la capacidad de habitar en ambas realidades al mismo tiempo.

Ellos interactúan plenamente con las dos realidades, mientras que nosotras no percibimos el agua para nada. No es una descripción exacta, pero transmite de forma adecuada la idea.

—Increíble —musitó Kendra, mientras observaba con cautela al reluciente y elegante tiburón, que se deslizaba casi al alcance de su mano.

—Por muy rodeados de corrales que estemos y por mucho que nos superen en número los animales de granja, ni aun incontables kilómetros de tierras de labranza pueden impedirnos disfrutar de al menos un puñado de placeres verdaderamente sofisticados.

—¿Cómo los alimentáis?

—A veces se devoran unos a otros, pero contamos con varios elementos mágicos preparados, en especial para el tiburón. Por lo general, a su alimento le hacemos lo mismo que hicimos con ellos: lo dejamos flotar en las dos realidades y ellos lo encuentran sin mucha dificultad. —Torina dio una palmada—. He puesto a prueba tu paciencia el tiempo suficiente. Permíteme que te acompañe hasta tu habitación.

Kendra dejó que Torina la llevara de nuevo al pasillo. Echando alguna que otra mirada atrás, al surrealista acuario, se preguntó cómo alguien sería capaz de leer ahí dentro. Torina llevó a Kendra por unas escaleras hasta una tercera planta, en la que una gran cantidad de puertas flanqueaban un estrecho corredor. Kendra divisó a un anciano que se había asomado a mirar por una de las puertas, pero se escabulló en cuanto ellas se acercaron. Sin prestarle la menor atención, Torina acompañó a Kendra hasta la tercera puerta de la derecha.

Al otro lado de la puerta le aguardaban una cama nido emperifollada, una cómoda, una estantería, dos mesillas de noche, una sencilla mesa y un cuartito de baño para ella sola. La modesta habitación disponía de una sola ventana; las paredes estaban desnudas.

—Este será tu cuarto durante el tiempo que permanezcas aquí —dijo Torina—. Puedes explorar esta planta a tu anchas. Por favor, no andes por el resto de la casa si no te invitan a hacerlo. Preferiría no tener que meterte en alojamientos menos agradables.

—Para ser una secuestradora, has sido muy amable —dijo Kendra—. Demasiado amable. Es extraño, la verdad. ¿Me vas a cebar para comerme después?

Torina frunció los labios y se rascó con delicadeza la comisura de un ojo.

—Las referencias a las brujas están empezando a resultar cansinas, querida.

—¿Qué vas a hacer conmigo? Antes mencionaste a la Esfinge.

—Tú misma te has respondido. Haré lo que la Esfinge diga.

A Kendra se le quedó la boca seca.

—¿Va a venir aquí?

Una sonrisa maliciosa se dibujó en los labios de Torina.

—No soy su guardiana, pero supongo que vendrá, tarde o temprano. Mira, cariño, no tengo ningún deseo de hacer tu situación más dura de lo necesario. Créeme, no puedes huir y nadie te encontrará.

Estate quietecita, y seguiré haciendo que las cosas sean llevaderas.

Kendra dudaba de poder obtener de Torina más información útil.

—Vale. Intentaré portarme bien.

—Que duermas bien, Kendra.

Torina cerró la puerta.

La chica se sentó en el borde de la cama. ¿Qué querría la Esfinge? ¿Información? ¿Colaboración?

¿La torturaría? ¿Sería capaz ella de resistirse a la tortura? Al ser tan viejo, seguramente conocía millones de métodos para hacer que la gente hablase. Había cantidad de secretos que ella debía proteger. ¿Acaso quería utilizar sus dotes de criatura del mundo de las hadas para recargar objetos mágicos gastados?

¿Encontraría la manera de aprovechar los dones de ella para hacer daño a personas que ella quería?

Se imaginó a la Kendra falsa durmiendo en esos momentos en su cama. ¿Qué estaba haciendo la impostora? ¿Haría daño a Seth o a sus padres? Supuestamente, la impostora tenía acceso a sus recuerdos. ¿Estaría ya divulgando sus secretos? Kendra se tapó la cara con las manos, agachando la cabeza. Podría ser que para cuando llegase la Esfinge los secretos que ella tenía fuesen ya irrelevantes.

Alguien llamó con suavidad a su puerta. Kendra se levantó de la cama rápidamente y abrió. Dos ancianos aguardaban al otro lado, uno en silla de ruedas y el otro empuñándola.

—Bienvenida —dijo el hombre de la silla de ruedas. Sus cabellos blancos estaban revueltos.

Usaba unas gruesas gafas de montura de cuerno, pijama de cuadros escoceses y pantuflas de fieltro.

Un periódico doblado descansaba sobre su regazo.

—¿Podemos pasar? —preguntó el hombre que empujaba la silla de ruedas. Tenía la cabeza calva, con motitas.

—¿Qué quieren? —preguntó Kendra, sin apartarse del camino.

—Presentarnos —dijo el de la silla—. Somos tus nuevos vecinos.

El hombre que iba detrás bajó la voz.

—Sabemos algunas cosas que podrían servirte de ayuda. —Le guiñó un ojo.

Kendra se hizo a un lado.

—¿No es tarde?

—¿Qué nos importa a nosotros que sea tarde? —refunfuñó el hombre de la silla de ruedas—. Los días son idénticos aquí. Al final acabas hartándote. Una cara nueva es una gran noticia. —El calvo metió la silla de ruedas en la habitación.

—Me llamo Kendra.

—Haden —respondió el de la silla—. El otro viejales se llama Cody.

—En realidad no somos ningunos vejetes —dijo Cody—. Yo tengo treinta y dos años. Haden, veintiocho.

—Oh, no —dijo Kendra—. ¡Os ha chupado la juventud! ¿Qué sentisteis? ¿Puedo preguntarlo?

—El primer mordisco es rápido —respondió Cody—. Te deja paralizado. Luego se te engancha en serio y notas cómo se te va escapando la vida. El cuerpo se te marchita. Se desinfla. No duele. Es como un sueño. Difícil de describir.

—Torina es toda una farsante —la advirtió Haden—. No te fíes de ella. Ni por un segundo.

—¿Por qué vivís vosotros aquí con ella? —se extrañó Kendra.

—Somos prisioneros —respondió Haden—. Torina escoge muy bien a sus víctimas. Yo no tengo parientes cercanos. Si me largara de aquí de algún modo, no tendría adónde ir, ahora que soy un viejo inútil.

—Lo mismo me pasa a mí —coincidió Cody.

—Así pues, cooperamos —continuó Haden, con la resignación tiñéndole la voz—. Es la mejor opción.

—No te conviene acabar en el sótano —la previno Cody—. Algunos de los otros que se hallaban en nuestra misma situación terminaron allí abajo. No es muy agradable. Y no siempre regresan.

—¿Cuántos de vosotros hay? —preguntó Kendra.

Haden se infló los carrillos y soltó el aire despacio.

—Siete, en estos momentos. Dos en el sótano. Uno en el lecho de muerte. Otra casi nunca sale de su habitación. Una mujer callada. Y Kevin es su perrito faldero. Siempre pendiente de lo que ella diga. Mantente alejada de Kevin.

—Otros dos han fallecido en el tiempo que yo llevo aquí —añadió Cody.

—Eso no cuadra —se lamentó Kendra—. Me estáis hablando de cientos de años de vitalidad. ¿Hay muchos lectoblixes por aquí?

—Solo ella —respondió Haden—. Es de las viejas y se está apagando. Como una pila recargable, que ya no retiene la carga mucho tiempo. Cada año envejece… ¿Cuánto? ¿Unos veinticinco, por lo menos?

—Más bien treinta —corroboró Cody.

—A nosotros nos roba cuarenta o cincuenta años, y ella los consume en menos de dos.

—Qué horror —comentó Kendra.

—Procura no abusar —añadió Cody—. Detesta que se le vea ni la más mínima arruga, pero si se producen demasiadas bajas va a tener que trasladar todo el tinglado, encontrar otra guarida. Lleva aquí casi dos décadas, por lo que podemos deducir.

Haden levantó el periódico de su regazo y empezó a desplegarlo.

—Anda al acecho de sangre nueva. Hace ya una semana que viene publicando este anuncio en todos los condados de la zona.

Dirigió la atención de Kendra hacia un anuncio concreto:

VIUDA ADINERADA

BUSCA ACOMPAÑANTE MASCULINO JOVEN

—¿Así es como pesca a sus víctimas? —dijo Kendra bastante asombrada.

Haden y Cody se cruzaron una mirada incómoda.

—Qué bobos éramos… —dijo Cody.

—Nos sonó a dinero fácil —reconoció Haden—. A mí me picó la curiosidad.

—Ella posee algo así como conciencia, ¿sabes? —dijo Cody.

—Sobre todo cuando le da la verborrea —agregó Haden, y puso los ojos en blanco.

—Se dice a sí misma que solo está quitándoles años a ligones interesados, que quita a quienes quitan. Desde luego, a nosotros no nos dio tiempo a quitarle nada. Y no se molestó en averiguar qué clase de personas éramos.

—No peores que la mayoría. Sin maldad. Simplemente, nos tropezamos con el anuncio equivocado.

—Como le pasará a algún pobre chaval dentro de nada.

—Y, entonces, tendremos otra cara nueva más.

Cody levantó las cejas.

—Desgracia compartida, menos sentida.

A pesar de la edad real que aseguraban tener aquellos dos hombres, el dúo se comportaba como si fuesen dos vejetes cascarrabias, desde luego. Kendra se preguntó hasta qué punto su cuerpo envejecido afectaba a su carácter.

—Hablando de caras nuevas —dijo ella—, ¿qué era lo que queríais decirme? Ya sabéis… lo de ayudarme…

Haden se ajustó las gafas.

—Desconfía de ella. No la desobedezcas, o acabarás en el sótano. No la hagas enfadar.

El rostro de Cody adoptó un aire de solemnidad.

—Vi cómo le chupaba los últimos años de vida a un tipo que no sabía parar de insultar. Ella rejuveneció y él acabó… muerto. Normalmente deja a su presa unos últimos años de vida. Se siente tan culpable que a la mayoría nos deja algo. Pero no la irrites. Es capaz de unas perrerías como no te puedes imaginar.

—Estás asustando a la cría —protestó Haden—. He aquí el mejor consejo: la adulación obra maravillas. Aunque Torina sepa que le estás haciendo la pelota, no puede evitar responder bien ante un comentario adulador. Patético, la verdad. A mi modo de ver, en el fondo se siente tan desesperadamente necesitada de admiración que aprecia muchísimo cualquier halago, en especial cuando hace referencia a su aspecto físico.

—Ahora está extravulnerable, porque empieza a notársele la edad —coincidió Cody.

Haden carraspeó exageradamente.

—Vieja o joven, los cumplidos son su debilidad. No es que vaya a permitir que te vayas ni nada de eso. Pero si le doras la píldora un poco, la vida te será más fácil.

—A buen entendedor, pocas palabras bastan —apuntilló Cody, añadiendo un guiño para darle énfasis.

—Ahora que nos hemos presentado —anunció Haden—, será mejor que dejemos en paz a esta damisela.

—No tengas tanta prisa —se quejó Cody—. Una última pregunta. Dinos, Kendra, ¿qué hiciste tú para que se interesara en ti? ¿Por qué te trajo aquí Torina?

—No la presiones para que nos abra el corazón nada más conocernos —gruñó Haden.

Cody le mandó callar chistándole.

—Creo que sobre todo fue porque poseo información que ella quiere —respondió Kendra.

—Formas parte de su universo —confirmó Cody—. No eres una niña que pasaba por la calle sin más.

—Yo sé que hay criaturas mágicas ocultas entre nosotros, así como otras personas peligrosas, como ella —recalcó Kendra.

Los dos hombres asintieron en silencio.

—Nosotros no sabemos gran cosa acerca de lo sobrenatural —dijo Cody—. Solo lo que hemos atisbado en el tiempo que llevamos viviendo aquí.

—Ándate con cuidado —le aconsejó Haden—. Nosotros procuraremos velar por ti, pegar nuestros audífonos a las paredes.

Cody empujó la silla de ruedas para sacar a Haden del cuarto.

—Hasta mañana, Kendra —dijo.

—Buenas noches, chicos. Siento que estéis aquí.

Haden giró la silla de ruedas y la señaló con un dedo.

—Lo mismo digo, pero más.