3

La impostora

Mientras masticaba un bocado de su tostada, Seth observó a su hermana, que estaba sirviéndose una impresionante cantidad de Choco Krispis en el cuenco de los cereales. Cuando les añadió leche, la montaña de cereales se elevó y varios granos de arroz se derramaron por el borde del cuenco a la mesa. Mientras los cereales crepitaban, recogió los granitos derramados barriéndolos con una mano y se los metió todos en la boca de golpe. Luego, prosiguió zampando a cucharadas.

—¿Hay hambre hoy? —preguntó Seth.

Kendra le lanzó una mirada.

—Me chifla esto.

—Vas por el tercer cuenco. ¿Es una especie de antidieta?

Ella se encogió de hombros y cargó de nuevo la cuchara hasta formar una buena montaña.

—Seguramente solo estás de duelo —la chinchó él, y dio otro mordisco a la tostada—. Ultimo día de clase hasta el año que viene. Sin parciales, sin deberes, ¿qué vas a hacer?

—Hoy no hay gran cosa. A lo mejor me salto las clases.

Seth soltó una risa.

—Bien. Muy buena. ¿Y adónde vas a ir? ¿Te vas a pasar por el cine? ¿Vas a pulirte unos cuartos de dólar en los recreativos?

Kendra se encogió de hombros.

Seth observó atentamente a su hermana.

—¿Qué te pasa hoy? Casi nunca tocas mis Choco Krispis.

—Supongo que se me había olvidado lo ricos que estaban.

Él sacudió la cabeza divertido, sin dar crédito.

—¿Sabes?, casi has llegado al fondo de la caja, donde se esconde todo el polvillo de chocolate. Si quieres, tú misma…

Ella miró dentro de la caja, olisqueó y a continuación volcó en el cuenco lo que quedaba del cereal.

Removió los cereales con la cuchara y siguió comiendo. Abrió los ojos como platos.

—Tienes razón.

—No dejes de beberte la leche que queda luego al fondo. Aunque reste poca, está deliciosa.

Kendra asintió con la cabeza, mientras engullía otra cucharada bien cargada.

Seth miró el reloj de pared.

—Debería irme ya a la parada del autobús, a no ser que fueras en serio cuando decías que ibas a hacer pellas. Si lo decías en serio, me quedaría para ser testigo del milagro.

Kendra le miró fijamente como si tuviese tentaciones de hacerlo, y entonces puso los ojos en blanco.

—Me conoces de sobra para saber que no.

—¿Oh, sí? Pues casi me lo trago. Papá ya se ha ido a la oficina y mamá se ha marchado a su grupo de pintura. Nadie se enteraría.

—Será mejor que te des prisa. No hay nadie aquí para llevarte en coche si pierdes el autobús.

Seth cogió rápidamente su mochila y se dirigió a la puerta.

—¡Pero no te largues sin recoger tu porquería de la mesa! —gritó Kendra.

—¿Podrías recogerlo por mí? Te he dejado tomar la mejor parte de los cereales.

—¡Qué plasta eres!

Seth salió por la puerta. Todavía se sentía frustrado porque Kendra hubiese echado a perder sus planes de vivir unas Navidades sufragadas por el oro. Tanto esfuerzo (cargar con las pilas hasta Fablehaven para negociar con los sátiros, recoger el pago de manos de los nipsies, devolverle al abuelo solo una parte del oro antes de sacar de extranjis el resto) había resultado inútil. Pero, bueno, todavía podía apartar un poquito de oro y fingir que lo devolvería todo la próxima vez que visitasen Fablehaven. Pero con su hermana rondando cerca, ¿quién sabía cuándo podría encontrar una oportunidad para convertir el oro en dinero contante y sonante sin que nadie se percatase?

Sin duda, ella había estado comportándose de una forma extraña esa mañana. La había sorprendido oliendo el jabón decorativo del cuarto de baño. No solo oliendo el perfume, sino también inhalando con los ojos cerrados y las manos llenas de los capullos de rosa con aroma a lavanda. Y, por propia experiencia, sabía que ingerir tres cuencos enormes de cereales dulces provocaba un fuerte dolor de barriga. Por lo general, ella tomaba un desayuno saludable y tirando a escaso. Además, ¿a santo de qué había dicho aquello de saltarse las clases? No era propio de ella, ni siquiera como broma. Lamentó que hubiese plantado en su mente la idea de hacer pellas. Era una posibilidad atractiva.

Cuando Seth vio que el autobús doblaba por una esquina con sus movimientos torpes y pesados, se apresuró hacia la parada, con especial cuidado de no resbalar y caerse delante de un nutrido público. Llegó justo a tiempo, y ya no pensó en otra cosa que en jugar a lo bruto con sus amigos.

Cuando bajó los peldaños del autobús después del colegio, se sintió como si le hubiesen quitado de encima una pesada carga. Las vacaciones de invierno no eran nada, comparadas con las de verano, pero aun así eran lo bastante largas como para hacerse la ilusión de que el colegio dejaba de existir para siempre. Mientras iba andando hacia su casa, fue derribando a patadas pedazos de los crujientes montículos de nieve, provocando a cada impacto una lluvia de trocitos helados. La puerta principal estaba cerrada con llave. Su madre había dicho que a lo mejor salía a hacer unos recados.

Sacó su llave para abrir y entró en casa.

Seth fue a la cocina y revolvió por los armarios en busca de algo para picar. De las cosas más ricas no les quedaba nada, así que se decidió por unos Doritos y un batido de chocolate. Después de tomárselos, se aposentó delante del televisor y se puso a hacer zapping, pero por supuesto no había nada, excepto programas de debate y cosas peores. Estuvo así un rato, saltando de un canal a otro, con la esperanza de que la variedad pudiese servir de sustituto de la calidad, pero al final se dio por vencido. Cuando apagó la tele, harto, tuvo un golpe de inspiración.

Su madre se había ido. Su padre estaba trabajando. Y Kendra tampoco estaba (quizás una situación que no se repetiría en bastante tiempo). Él sabía que de vez en cuando recibía cartas de Gavin. En octubre, mientras buscaba el Diario de secretos, había hallado dos notas escondidas en el cajón de Kendra de los calcetines. Cada nota contenía toda clase de asombrosa información sobre dragones. Pero luego su hermana había elegido otro escondite para ellas. Estaba seguro de que había recibido más cartas, pero últimamente no había encontrado ninguna oportunidad para buscarlas a conciencia.

Seth subió las escaleras a toda prisa, entusiasmado y a la vez sintiéndose un poquito culpable.

Fue hasta la habitación de Kendra a paso ligero y miró entre la librería y la pared. Nada. Solía guardar ahí el Diario de secretos. Al igual que las cartas, al parecer lo había cambiado a un sitio menos obvio.

Empezó a abrir cajones y a buscar con cuidado entre las prendas, tan esmeradamente dobladas.

Por un lado, le hubiera encantado poder acelerar la búsqueda echando todos sus trapitos al suelo y volcando los muebles, pero estaba claro que era fundamental no dejar ni rastro de su intrusión. ¿Por qué su hermana tenía tantos cajones, tanta ropa? Como el proceso empezó a resultarle insoportablemente lento, comenzó a replantearse hasta qué punto le importaba ver aquellas cartas.

Fue hasta el centro de la habitación, puso los brazos en jarras y repasó el cuarto con la mirada, de arriba abajo. Kendra no tenía ni un pelo de tonta. ¿Dónde podría haber decidido esconder las cartas?

¿Cuál sería un lugar realmente ingenioso? ¿Tal vez las había sujetado con celo debajo de la mesa?

No, allí no había nada. ¿Dentro del conducto de ventilación empotrado en la pared? No, allí tampoco.

¿Entre las páginas de su diccionario megatocho? No.

Empezó a rebuscar dentro del armario. ¿En una caja de zapatos? ¿Encima de una balda? Detrás y debajo de unos jerséis, en una estantería alta, encontró el Diario de secretos y un cabo de vela umita.

Le sorprendió que siguiera guardando algo tan importante en un lugar bastante obvio. Él lo habría escondido detrás de las planchas de material aislante de la buhardilla o en algún sitio muy apartado.

Seth ya había encontrado en una ocasión anterior el Diario de secretos, cosa que Kendra ignoraba por completo. Había encendido la vela umita, había tratado de desentrañar los indescifrables símbolos, se había dado cuenta de que jamás sabría lo que decía el libro sin que ella estuviese allí para traducírselo y había vuelto a guardarlo cuidadosamente detrás de la librería.

Seth abrió el diario y lo hojeó, por si Kendra hubiese metido las cartas entre sus páginas. Pero no, solo contenía hojas en blanco. Consideró la posibilidad de esconder el diario en otro lugar, para demostrarle que debía guardarlo en un escondrijo más apropiado. Sería una lección práctica y, de paso, serviría para echarle en cara su descuido. Pero, por supuesto, si lo hacía, su hermana se daría cuenta de que había estado fisgando en su cuarto, lo cual no haría sino crearle problemas.

Y entonces, sin aviso previo, Kendra entró en la habitación.

Seth se quedó helado y desvió la mirada de su hermana al diario que tenía él en las manos. ¿Qué estaba haciendo en casa? ¡Debería estar en la guardería hasta al cabo de una hora!

—¿Qué estás haciendo? —le acusó Kendra en tono cortante.

Seth trató de aparentar calma, mientras hacía grandes esfuerzos para sobreponerse a la sorpresa e inventarse alguna respuesta convincente. Cruzó su mirada con el semblante adusto de su hermana y se aguantó las ganas de camuflar el diario de alguna manera. Era demasiado tarde. Lo había visto.

—Quería asegurarme de que tenías escondido el diario en un lugar seguro.

—No tienes derecho a entrar aquí y a rebuscar entre mis pertenencias —dijo ella en tono cansino.

—No estaba haciendo nada malo. Es que me aburría… —Levantó el diario—. No lo escondiste muy bien.

Los puños apretados de Kendra temblaron con fuerza, a ambos costados de su cuerpo. Cuando volvió a hablar, parecía estar a punto de estallar.

—No trates de hacerme creer que eres mi perro guardián. Para empezar, Seth, debes reconocer que lo que has hecho estaba mal. No puedes pretender lo contrario.

—Estaba invadiendo tu privacidad —reconoció él.

Ella se relajó un poco.

—¿Ha estado bien o ha estado mal?

—Mal que me hayas pillado.

La cara de Kendra se puso colorada. Por un instante pareció que iba a abalanzarse sobre él. Seth estaba intranquilo ante la intensidad de su reacción.

—¿Lo has hecho alguna vez anteriormente? —preguntó ella, con voz tensa.

Seth sabía que tenía que aplacarla. Pero cuando alguien se ponía así de furibundo con él, incluso aunque el otro tuviese razón, a él le daban ganas de armar bronca.

—¿Puedes creerte que la primera vez que se me ocurre entrar a hurtadillas en tu cuarto da la casualidad de que es justo el día que vuelves antes a casa? ¡Para que luego hablen de mala suerte!

—Sé que crees que todo en esta vida es una gran broma, que las normas no van contigo. Pero no pienso dejar esto como si tal cosa.

Él lanzó el diario sobre la cama de su hermana.

—Cálmate. Además, no puedo leerlo.

Ella bufó.

—Me sorprendería que quisieras leer tú algo por propia voluntad.

—¿Sabes lo que me gusta leer a mí? Cartas de amor. Son mis favoritas.

Kendra se estremeció de rabia. Él percibió que, de forma fugaz, dirigía la mirada hacia la cama.

Seth intentó reprimir una sonrisa. ¿Qué le pasaba hoy a su hermana? Normalmente era más lista. Y no se enfadaba tanto.

—Sal de aquí —dijo entre dientes—. Y ya verás cuando mamá y papá vuelvan a casa.

—¿Vas a meter a mamá y a papá en esto? ¿Estás pensando hablarles de las cartas de Gavin y de tu diario secreto de Fablehaven? Piensa un poco.

Con la cara deformada de pura rabia, Kendra se lanzó por él. Seth era más alto que su hermana, pero no mucho, y se sorprendió apartándose de ella como buenamente pudo, protegiéndose de sus feroces puñetazos. ¿Qué le pasaba a su hermana? ¿Pretendía atizarle en plena cara con los puños cerrados? Se habían peleado muchas veces, cuando eran más pequeños, pero nunca había arremetido contra él de aquella manera. No quería ni intentar inmovilizarla en el suelo o darle un empujón para quitársela de encima; eso aún la enfurecería más. Pero desvió los golpes lo mejor que pudo, maniobrando poco a poco para poder batirse en retirada por la puerta.

Afortunadamente, Kendra no le siguió por el pasillo. Se quedó en el umbral de su puerta, echando chispas por los ojos y aferrándose al marco de la puerta como si estuviese conteniéndose para no ponerse más violenta. Desde abajo les llegó el retumbar de la puerta automática del garaje al abrirse.

La expresión del rostro de Kendra pasó de la ira a la preocupación y, quizá también, a la vergüenza.

—Mantente lejos de mi cuarto —dijo como atontada, y cerró la puerta de golpe.

Ya en su habitación, Seth examinó los moratones que se le empezaban a formar en los antebrazos. Estaba claro que a su hermana se le habían cruzado los cables por alguna razón.

¿Tendría problemas en el instituto? ¿Habría sacado un notable en alguna asignatura? Tal vez había recibido malas noticias de Gavin. Fuera cual fuera la causa, tenía claro que debía tratarla con delicadeza durante unos cuantos días. Era evidente que algo la había disgustado hasta el punto de alterar drásticamente su personalidad.

Esa misma noche Seth se despertó a altas horas de la madruga, al oír unos golpecitos en su ventana. Se incorporó, pestañeando, y miró con los ojos entrecerrados su reloj digital: las 03.17. La única luz en la silenciosa habitación procedía de la esfera de su reloj y de la luz de la luna, que traspasaba las ligeramente brillantes cortinas. ¿De verdad había oído que alguien llamaba? Volvió a apoyar la cabeza en la almohada, se hizo un ovillo y se arrebujó con el edredón. Antes de que el sueño pudiera envolverle, se oyeron de nuevo los golpecitos, tan tenues que bien podría haber sido una ramita arañando el cristal de su ventana al moverse un árbol por efecto de una suave brisa. Solo que cerca de su ventana no había ningún árbol.

Más despierto ahora que había comprendido que los golpecitos no habían sido meras alucinaciones, Seth se levantó rápidamente de la cama y cruzó el cuarto hasta la ventana. Descorrió una de las cortinas y se encontró a Warren, con aspecto algo ojeroso, acurrucado al otro lado del cristal en la estrecha repisa de la cubierta. Ya había quitado la mosquitera.

Seth tendió la mano para quitar el pestillo de la ventana, y entonces dudó. Ya antes se había metido en un buen lío por haber abierto una ventana al tuntún. Había criaturas en el mundo capaces de disfrazarse de lo que no eran.

Warren movió la cabeza afirmativamente para hacerle ver que percibía su vacilación. Señaló hacia la calle mediante gestos. Seth apoyó entonces la cara contra el frío cristal y pudo ver que Elise aguardaba al lado de uno de los coches que habían estado utilizando. Le saludó con la mano.

Puede que no fuese una prueba indudable, pero le convenció. Abrió la ventana. Un aire increíblemente gélido le pasó rozando.

Warren reptó al interior de la habitación. Por lo que Seth sabía, era la primera vez que alguno de sus guardaespaldas entraba en la casa. Los días que Tanu había estado velando por ellos, Seth y él habían charlado bastante, pero siempre cuando los dos estaban fuera de la casa. Solo algo extraordinario habría motivado a Warren a acercarse a verle de esa manera.

—¿No pretenderás transformarte en un trasgo para intentar matarme, verdad? —susurró Seth.

—Soy yo, de verdad —respondió Warren en voz baja—, aunque seguramente no deberías haberme dejado entrar, ni siquiera después de ver a Elise. La Sociedad haría lo que fuera con tal de llegar hasta vosotros.

—¿Voy a avisar a Kendra? —preguntó Seth.

Warren levantó las dos manos.

—No, he venido a verte de esta manera para que pudiéramos hablar en privado. Elise y yo estamos preocupados por tu hermana. ¿Has notado algún comportamiento extraño últimamente?

El sentimiento de culpa invadió a Seth.

—Hoy estaba irreconocible. En gran parte por culpa mía. Me pilló fisgando en su cuarto y se puso como un basilisco.

Warren miró a Seth con aire pensativo.

—¿Su reacción te resultó exagerada?

Seth guardó silencio unos segundos.

—No debería haber entrado en su cuarto. Tenía razón al enfadarse. Pero, sí, fue todo un poco exagerado.

Warren movió la cabeza en ademán afirmativo, como si aquello encajase con lo que se esperaba.

—Hace un rato, poco después de la una, Kendra salió a hurtadillas de la casa. Saltó la valla de detrás. Era el turno de vigilancia de Elise. Vio a Kendra a lo lejos y la siguió desde cierta distancia.

—Kendra sabe que no debe ir a ninguna parte sin vosotros —le interrumpió Seth—. ¿Por qué querría escabullirse? No es propio de ella.

—Tienes razón, no encaja, pero la cosa se pone mucho peor. Elise siguió a tu hermana, que se dirigió hasta un buzón público en el que depositó una carta. Como comprenderás, Seth, nuestra misión consiste en protegeros de influencias externas, y parte de dicha misión incluye protegeros de vosotros mismos. En cuanto Elise se cercioró de que Kendra se encontraba a salvo de nuevo en casa, Verificó que yo estaba de guardia y volvió al buzón. Se metió dentro, encontró el sobre que Kendra había puesto en el correo y comprobó la información que contenía.

—¿Revisáis nuestras cartas? —preguntó Seth, sobresaltado.

—Se trata de un chequeo rutinario —le tranquilizó Warren—. Tenemos que asegurarnos de que no filtráis información comprometedora. En especial cuando se pone en el correo una carta en circunstancias tan sospechosas. No comprobamos las cartas que enviáis a vuestros abuelos a través de nosotros, solamente las comunicaciones con terceros.

—Deduzco que Kendra ha metido la pata, ¿me equivoco?

Warren sostuvo en alto un sobre.

—El mensaje que enviaba no era un error. Echa un vistazo.

Seth tomó el sobre. Warren encendió una linterna. El sobre iba dirigido a T. Barker, a un apartado de correos de Monmouth, Illinois.

—¿Sabéis quién es? —preguntó Seth.

—Ni idea. ¿No te suena de nada?

Seth reflexionó un instante.

—No me viene a la mente ningún Barker. Que yo recuerde, no conocemos a nadie en Illinois.

—Lee la carta.

El sobre lo habían abierto manos expertas. Ni un desgarro ni el menor indicio de intrusión. Podía ponerse de nuevo en circulación y ser enviado por correo. Seth extrajo el papel doblado que contenía y leyó lo siguiente:

Querida Torina:

Aquí me tienen sometida a estrecha vigilancia. No estoy segura de si encontraré otra oportunidad para enviar más información. Tengo mis sospechas de que tal vez tengan pinchados los teléfonos, así que seguramente solo me comunicaré por correo postal. Por cierto, de momento todo bien. Nadie sospecha nada, aunque Seth ha sido un verdadero pelma.

Dispongo de información crucial. ¡Han encontrado uno de los objetos mágicos! ¡El Cronómetro está en su posesión en Fablehaven! Además, tienen un diario escrito por Patton Burgess. Burgess dice saber el paradero de los demás objetos mágicos. En el diario no dice dónde están, pero los datos se hallan ocultos en Fablehaven, en una sala secreta al otro lado de una sección de las mazmorras llamada el pasaje del Terror.

Trataré de escribir de nuevo si me entero de cualquier cosa que sea esencial. Antes de poner fin a mi misión aquí, intentaré esconder el diario de Patton cerca de la vieja casita del árbol, en el arroyo que pasa por Hawthorn Avenue.

Atentamente:

KENDRA SORENSON

Seth levantó la vista hacia Warren.

—¿Qué está pasando?

—No está mal que revisemos las cartas, pero nunca imaginamos que encontraríamos una como esta. Imagina las consecuencias que tendría que este mensaje cayera en malas manos.

—Parece su letra.

—No me cabe duda de que Kendra es la que la ha escrito.

—¿Vanessa ha salido de la Caja Silenciosa? A lo mejor estaba controlando a Kendra mientras dormía.

Warren negó con la cabeza.

—Me planteé esa posibilidad y contacté con tu abuelo, que fue a comprobarlo: Vanessa sigue en su prisión. Pero puede que no andemos tan desencaminados.

—Alguien debe de estar chantajeándola o controlándola. ¡Jamás nos traicionaría! ¡No por voluntad propia!

—A mí no me cabe en la cabeza que pudiera hacerlo. Pero es difícil leer esta carta y no ver en ella un intento deliberado de cometer una traición atroz. Elise no conoce muy bien a Kendra. Quiere ponerla bajo su custodia.

Seth se levantó.

—¡No puede encerrar a Kendra!

—Cálmate. No estoy diciendo que sea la única opción. Pero, sea cual sea el método elegido, y teniendo en cuenta todo lo que está en juego, se ha vuelto necesario silenciar a Kendra de inmediato. Yo no quiero encerrar a tu hermana, pero tenemos que llegar al fondo del asunto.

—¿Y si se lo planteamos a la cara? —se preguntó Seth en voz alta—. Sacamos el tema y observamos su reacción, ¿eh?

—Me encantaría oír su explicación. Yo no he sido capaz de dar con ninguna razonable.

—A no ser que alguien esté recurriendo al control mental…

Warren se encogió de hombros.

—Después de leer esta carta, nada me extrañaría. Hagamos lo que hagamos, no debemos inquietar a tus padres.

—¿Quieres que hablemos con ella ahora mismo?

—No hay tiempo que perder. Además, si actuamos ahora, deberíamos pillarla con la guardia baja. Si está un poquito adormilada, tenemos más probabilidades de que nos diga la verdad.

—De acuerdo. —Seth guio a Warren hasta la puerta de la habitación—. Tienes razón con no querer despertar a mis padres.

—¿Qué, no les hace gracia que los extraños visiten su casa a altas hora de la noche?

Seth se rio por lo bajo con aire sombrío.

—No sería una escena divertida.

—Vayamos a averiguar por qué tu hermana está enviando cartas potencialmente desastrosas.

Seth llevó a Warren al pasillo y avanzó de puntillas hasta la puerta de Kendra. Probó a girar el pomo con mucho cuidado.

«Cerrado con llave», dijo a Warren sin emitir ningún sonido. Y se inclinó hacia él.

—No necesitamos llave. Con un palillo o un clip bastará. Algo que sea fino, para meterlo por el orificio y soltar el cierre.

Warren levantó un dedo y extrajo de un bolsillo lo que parecía ser un equipo profesional «revientacerrojos». Sin hacer ruido, insertó una de las finas ganzúas por el agujerito del pomo y el cierre emitió un chasquido. Volvió a guardarse las herramientas, abrió la puerta rápidamente y él y Seth entraron en la habitación.

Kendra estaba sentada en la cama, con las piernas cruzadas, leyendo una carta. Alzó la vista, primero con cara de enfado y a continuación con perplejidad al reconocer a Warren.

—¿Qué hay? —preguntó.

Seth cerró la puerta.

—Te has levantado temprano —soltó Warren.

—No podía dormir —respondió ella, plegando la carta.

—Tenemos que hablar —dijo Warren.

Kendra cambió de postura, incómoda.

—¿Por qué?

Warren sostuvo en alto el sobre que ella había echado en el buzón esa misma noche.

Por un instante su rostro dejó ver puro terror. A continuación, arrugó la frente con cara de enojo.

—¿Cómo te atreves a husmear en mis asuntos privados…?

—Ni lo intentes —la interrumpió Warren—. Necesito que me digas la verdad ahora mismo, o te encerramos en las mazmorras. En esta carta no hablabas de ningún asunto privado. Es una traición en toda regla. ¿Por qué, Kendra? Necesitamos una explicación de inmediato.

La chica recorrió la habitación con la mirada, de un lado a otro, mientras buscaba desesperadamente una respuesta.

—No iba dirigida a ningún enemigo.

—En ningún momento he dicho eso —repuso Warren—. Enviar este tipo de información a cualquier persona de fuera de nuestro círculo de confianza equivaldría a una traición grave. Nunca he oído hablar de Torina Barker. ¿Quién es?

—Por favor, Warren, tienes que confiar en mí, tú sabes que nunca haría…

—«Intentaré esconder el diario de Patton cerca de la vieja casita del árbol, en el arroyo que pasa por Hawthorn Avenue» —leyó Warren. Bajó la carta—. Tienes razón, Kendra, nunca habría sospechado que fueses capaz de semejante acto de deslealtad. Explícate.

Ella abrió y cerró la boca sin que le salieran las palabras. De repente, sus ojos se llenaron de dolor y preocupación.

—Por favor, Warren, no me preguntes más, tenía que hacerlo, me han obligado. No te lo puedo explicar.

Warren observó su expresión atentamente.

—Esto me suena a farol. ¿Seth?

—Está mintiendo —coincidió él.

De pronto, Kendra puso cara de estar muy enfadada.

—No me puedo creer que me trates así.

—Lo que yo no me puedo creer es lo mal que se te da cambiar de táctica continuamente —replicó Warren—. ¿Con quién estoy hablando? No tengo claro que la cabeza de Kendra esté detrás de estas palabras.

—Soy yo, Warren, por supuesto que soy yo. ¿Te acuerdas de cuando te ayudé a recobrar tu estado natural cuando te quedaste albino? ¿Te acuerdas de cuando nos enfrentamos a aquella pantera de tres cabeza junto a Vanessa? Pregúntame lo que quieras.

—¿Por qué se te olvidó la combinación para abrir tu taquilla? —quiso saber Warren.

—¿Qué?

—Hoy estuve observándote en el instituto. Tuviste que pedir ayuda a un profesor para abrir tu taquilla. ¿Por qué?

—¿Por qué alguien olvida algo? —protestó Kendra, con la voz quebrada—. Simplemente, no lograba recordar los números.

—¿Por qué hoy volviste pronto de la guardería? —preguntó Seth.

—Rex había faltado por enfermedad. La señora que le sustituía me dijo que no le importaba que me fuese antes.

Seth dio un paso hacia su hermana.

—Eso no es muy propio de Kendra. Tienes razón, Warren. No es ella. Creo que no ha sido ella en todo el día.

—Soy tu hermana —insistió Kendra, con mirada suplicante.

Y se metió las manos en los bolsillos.

Seth blandió un dedo delante de ella.

—No. Tú no eres mi hermana, para nada. ¿Sabes qué eres? ¡Eres una puerca! ¡Nunca he visto a nadie zampar tal cantidad de Choco Krispis!

Warren agarró a Kendra por un brazo.

—Necesito que vengas conmigo, quienquiera que seas, hasta que podamos estar seguros de que has dejado de controlarle la mente a Kendra. —Su tono de voz era inflexible.

La chica se llevó la mano libre a los labios y se tragó algo. Warren la tumbó de espaldas en la cama y trató de limpiarle la boca con un dedo. Kendra no paraba de reírse.

—Demasiado tarde, Warren —dijo, incluso con el dedo de él dentro de su boca. Empezó a atragantarse—. Es de efecto rápido y apenas deja rastro. Todo el mundo creerá que fue un ataque al corazón.

—¿Era un veneno? —preguntó Seth, acongojado.

Kendra hizo una mueca en dirección a él y asintió.

—Se acabó la hermanita mayor. Espero que estéis los dos… —empezó a dar arcadas y después se recuperó—, que estéis orgullosos de vosotros mismos.

Su cuerpo empezó a convulsionarse.

—¡Haz algo! —apremió Seth.

Warren se inclinó hacia delante y asió con fuerza la mandíbula de Kendra.

—Quienquiera que seas, pagarás por esto.

—Lo dudo mucho —replicó ella, atragantándose.

Las convulsiones cesaron. Warren le buscó el pulso en el cuello.

—No respira. —Pegó la oreja a su pecho y comenzó las maniobras de reanimación mediante un masaje cardiopulmonar.

Seth contemplaba la escena horrorizado, las piernas le temblaban. Mientras, Warren trataba incansablemente de reanimar el cuerpo de su hermana. Deseó con toda su alma que estuviese consciente, enojada, pegándole puñetazos, tanto si era dueña de sus actos como si no… ¡Cualquier cosa, menos eso!

Transcurridos varios minutos, Warren se apartó del cuerpo inerte.

—Seth, no sé qué decir.

—Es mejor que te vayas —respondió el chico entre sollozos, con las mejillas empapadas de lágrimas—. Mis padres no pueden encontrarte aquí con ella de esta manera.

—Debería haber… No me di cuenta de que…

—¿Quién podría haberlo previsto? —dijo Seth con voz quebrada. Se acercó a su hermana y trató de buscarle el pulso, mientras le acariciaba la cara en busca de algún signo de vida. No había ninguno.

Warren ayudó a Seth a meterla en la cama. Sus padres pensarían que había tenido una muerte dulce mientras dormía. El chico no podía parar de llorar.

Finalmente, Warren lo ayudó a volver a su cuarto y a meterse en la cama, para a continuación salir sigilosamente por la ventana y colocar de nuevo la mosquitera. Seth no podía pegar ojo. Al poco rato tenía la almohada empapada. No podía dejar de obsesionarse con el cuerpo sin vida que había en la habitación de su hermana. Después de todas las peripecias que habían vivido juntos, Kendra ya no estaba con él.