23
Santuario
Verdaderamente Raxtus era bastante diestro en el arte de volar. Asió a Kendra por el torso de manera cómoda, con las garras de una sola pata, y surcó el cielo a gran velocidad con una vertiginosa facilidad para maniobrar. Por cómo la llevaba sujeta, la chica podía estirar libremente los brazos y las piernas e imaginarse que iba volando ella sola. La velocidad, el aire frío en la cara, los trepidantes virajes y repentinos descensos en picado, todo ello combinado llenaba a Kendra de un entusiasmo sorprendente. Enseguida estuvo riéndose a carcajadas.
—Podríamos bajar a tierra —dijo Raxtus—, pero parece que te lo estás pasando en grande.
—¡Así es!
—Volar es una de mis vías favoritas de escape. ¿Qué tal lo lleva tu estómago? ¿Quieres que probemos una cosa muy chula?
Kendra nunca había sido muy temeraria. Pero en la garra de Raxtus se sentía tan segura y él volaba con tal destreza y fluidez que se sorprendió respondiendo:
—Adelante.
Primero, Raxtus trazó un bucle gigante hacia abajo. El cielo pasó a ser el suelo, y el suelo pasó a ser el cielo, y después todo volvió otra vez a su sitio. Tras cerciorarse de que Kendra seguía pasándoselo pipa, se lanzó en barrena, dibujando un tirabuzón en el aire a una velocidad increíble. A la espiral añadió más bucles y giros rapidísimos, trazando pretzels en el cielo. Kendra no supo ya qué era arriba y qué abajo, pues todo se mezcló en una borrosa imagen en salvaje y veloz movimiento.
Cuando Raxtus se posó y depositó a Kendra en el suelo, ella abrió los brazos para no perder el equilibrio, dio un paso bamboleante y se cayó de lado. El dragón la cogió a tiempo y la tendió en el suelo. El suelo parecía inclinarse y dar vueltas.
—¿Estás segura de que estás bien? —preguntó Raxtus.
—Estoy genial —dijo ella—. Me ha encantado. Pero por tu culpa las montañas rusas han perdido para mí toda su gracia. ¡Ya nunca más me van a impresionar! ¿No estás mareado?
—A mí volar solo me aclara las ideas. Nunca me da mareo ni tengo náuseas.
Ella se sentía un pelín revuelta. Pero no horriblemente. Ahora que estaba en tierra firme, el mareo empezaba a remitir. Kendra miró a su alrededor. Estaba acurrucada encima de una elevada loma de piedra, uno de los pliegues del terreno que se sucedían en progresión ascendente hasta Risco Borrascoso. A sus oídos llegaba un rumor constante de agua que parecía bajar a gran velocidad.
Reptó para asomarse al filo siguiente y desde allí divisó más abajo el borde de una alta cascada de agua dividida en dos mitades por un afloramiento rocoso cubierto de musgo. Le gustó esa perspectiva tan curiosa, por encima de la cascada y al mismo tiempo delante de ella; de alguna manera, era como la que tendría alguien que estuviese a punto de saltar por el borde. El agua caía en vertical, convertida en una espuma blanca y brumosa, a una poza a muchos metros de distancia.
—Cuidado —dijo Raxtus—. Soy rápido, pero no tanto.
—No me caeré. Se me ha pasado la tontería. —Kendra se apartó del borde—. ¿Dónde está el santuario?
—Justo subiendo por esta pendiente, un poco más arriba. Supuse que te vendría bien pensar un momento si todavía estás segura de querer entrar allí. Yo te acompañaré.
Kendra empezó a subir a gatas por el accidentado terreno, apoyándose en las manos para no perder el equilibrio. Mientras subían cautelosamente por una formación vertical de piedra gris oscuro, apareció delante de ellos una ancha cornisa. Un reguero de agua escurría por el filo de la cornisa y cruzaba entre las rocas para ir a unirse al arroyo antes de su caída por el Salto del Velo Partido.
En el saliente había encaramada una docena de búhos dorados con rostro humano, todos mirando fijamente a Kendra sin pestañear.
—Ástrides —dijo Kendra.
—Los doce —afirmó Raxtus.
—¿Hay doce en total? —preguntó Kendra.
—Doce los que rondan por aquí —respondió Raxtus—. Hay noventa y seis en todo el mundo. ¿Los oyes?
Kendra aguzó el oído, pero solo oía el murmullo de la catarata.
—No.
—Escucha con la mente —sugirió Raxtus.
Kendra recordó cómo le había hablado la reina de las hadas: con pensamientos y sentimientos, en vez de con palabras audibles. Trató de abrir la mente a los ástrides.
—Se están riendo —informó Raxtus.
El rostro de los áureos búhos permaneció inexpresivo.
—Nadie lo diría —comentó Kendra.
—Desean saber si vienes con la intención de destruir este santuario también —transmitió Raxtus en un tono más serio—. ¿A qué se refieren con eso?
—Diles que la otra vez obedecía órdenes de la reina de las hadas. Ella me obligó, para salvar Fablehaven de una plaga del mal.
—Tu respuesta no les ha entusiasmado —dijo Raxtus, que rio entre dientes, con esfuerzo—. No tienen manera de contrastarla con la reina. Pero me parece que te creen.
—Raxtus, ¿qué son exactamente?
—¿No sabes nada de los ástrides?
—Son una más de las muchas cosas de las que no sé nada —respondió Kendra.
—Di por hecho que sí los conocías, teniendo en cuenta que eras… Da igual.
—¿Que era de la familia de las hadas?
—Bueno, sí. ¿Es que no te dieron un cursillo de orientación?
—Ojalá.
El dragón balanceó la cabeza hacia las ástrides.
—La suya es una vieja historia. Hace mucho los ástrides se contaban entre los agentes más fieles de la reina de las hadas. En compensación por sus excepcionales servicios, fueron elegidos guardia de honor del rey de las hadas.
—¿Hay un rey de las hadas?
—Había un rey de las hadas, si bien la reina era con diferencia quien tenía más poder. Sus ástrides no supieron proteger al rey de las hadas de Gorgrog, el rey de los demonios. Cuando el monarca de las hadas fue derrotado, cayeron también estas criaturas, que eran el equivalente masculino de las hadas de la reina. Así surgieron los diablillos.
»No resulta fácil establecer hasta qué punto los ástrides fueron responsables de la tragedia, pero la reina les echó a ellos la culpa y los expulsó de su servicio. Seis de ellos le dieron la espalda y se volvieron oscuros. Los otros noventa siguen siéndole fieles y se aferran a la esperanza de que algún día se ganarán con ello su perdón.
Kendra observó a los ástrides bajo una luz diferente.
—¿Tú puedes leerles el pensamiento?
—Sí. Pero ellos ya no están en íntima comunión ni con la reina de las hadas ni con las hadas. Les falta mucho de su anterior esplendor. Sin embargo, a pesar de sus limitaciones, se esfuerzan por velar por los intereses de la reina.
—¿Me impedirán que llegue al santuario?
—No lo puedo saber.
—Pregúntales.
—Dicen que el santuario se protege a sí mismo de aquellos que no deben estar en él.
—Vale, eso me tranquiliza. —Inició la marcha hacia allí, y entonces se volvió hacia Raxtus—. ¿Vienes?
—Yo mejor espero aquí. Tú ve adelante.
Kendra retrocedió y dejó la mochila junto a las patas delanteras del dragón.
—Echale un ojo. No quiero que se carguen a Warren por haberme colado yo en el santuario.
—Descuida.
Al aproximarse a la cornisa, Kendra pudo ver de cerca a los ástrides, más de lo que podría verlos en toda su vida. Eran unas aves de gran tamaño, casi le llegaban por la cintura. Sus alas doradas tenían unas tenues marcas pardas. Los rostros humanos poseían una piel tersa e inmaculada y no presentaban ningún rasgo anormal. Los diversos ástrides se diferenciaban solo ligeramente unos de otros. Sus ojos estaban fijos en ella; casi todos los tenían de color marrón oscuro, pero dos tenían unos iris de color azul intenso. El más grande los tenía de un tono gris claro, del color de las monedas antiguas de níquel. Kendra no era capaz de discernir el sexo de las aves. Si la hubiesen obligado a adivinarlo, habría dicho que eran hembras, pero no estaba segura.
La reina de las hadas había advertido una vez a Kendra de que antes de acercarse a un santuario debía repasar sus propios sentimientos para comprobar si su presencia resultaría aceptable. Aparte del repelús que le producían los ástrides mirones, se sentía serena y confiada. Además, tenía una necesidad genuina no solo de encontrar las indicaciones que había dejado Patton sobre cómo llegar al templo del Dragón, sino también de obtener otros consejos, con suerte. Sin que su sexto sentido la disuadiese de avanzar, se aupó para subir a la cornisa y dirigió la mirada al otro lado, donde el agua se desbordaba por la roca. El agua bajaba formando un reguero hasta una poza no muy profunda, apenas más grande que un charco, para a continuación saltar por el filo del saliente y crear una lluvia fina. Cerca del manantial había una figurilla blanca de un hada, junto a un cuenco de oro.
¿Dónde podría haber dejado Patton las indicaciones? A simple vista no observó el menor indicio de ningún mensaje. ¿Cómo habría ocultado la información? Casi con toda seguridad, estaría escrita en el idioma secreto de las hadas. Podría haberla anotado en un trozo de papel y haberlo metido en algún recipiente. O haberla grabado a cincel en alguna piedra.
Kendra lanzó una mirada a la estatua en miniatura. La idea de hacerle una petición a la reina de las hadas la hizo sentirse cohibida de pronto. Los ástrides tenían parte de razón: la última vez que había solicitado ayuda a la reina de las hadas, la cosa había acabado con la destrucción del santuario de Fablehaven. Le preocupaba que la reina pudiera sentir rencor.
Pero no era el momento de sentirse vergonzosa. Seth y los demás habían sido capturados, si es que no había muerto. Navarog acechaba por las puertas de Wyrmroost. O tal vez ya estaba dentro en estos momentos. No podía permitir que consiguiese la llave. La Esfinge contaba ya con demasiados objetos mágicos. Kendra necesitaba ayuda. Seguramente la reina de las hadas tendría en cuenta la gravedad de la situación.
Kendra se arrodilló al lado de la estatuilla.
—Necesito ayuda —susurró.
El aire pareció vibrar. Una brisa fresca le agitó suavemente los cabellos, con un olor como si hubiese pasado antes por laderas nevadas para llegar hasta ella. El refrescante aroma se intensificó y a continuación se tornó más fragante y variado. Kendra percibió un olor a resina de pino, a flores silvestres, a madera en descomposición, a panales de abejas. Inhaló el aroma a tierra de una gruta y el salitre penetrante del mar.
«Kendra Sorenson». Las palabras le llegaron a la mente casi como si las hubiesen pronunciado en voz alta. El pensamiento estuvo acompañado de una sensación de solaz.
—Te oigo —susurró Kendra—. Gracias por salvarme cuando miré dentro del Óculus.
«Una empresa arriesgada. No solo tu mente puede ahogarse en medio de ese torrente de estímulos, sino que el escudriñar con el Óculus te deja en una posición de vulnerabilidad, pues otros pueden verte a ti, como te vi yo».
—Yo nunca quise usarlo —dijo Kendra con franqueza—. Me obligó la Esfinge.
«Un hombre peligroso».
—¿Le viste cuando él utilizó el Óculus?
«Sí. Su mente quedó durante un instante abierta a mi escrutinio».
—¿Qué averiguaste? ¿Encontraste algún punto débil?
«Me sorprendió descubrir que era un hombre, no una criatura disfrazada».
—¿Cómo es posible que sea tan viejo?
«Manipulación mágica, ¿cómo si no? No logré identificar exactamente el medio. Pero vi que él cree que su causa es justa».
—¿Liberar a los demonios? ¿Está loco?
«Confundido. Él sabe que ninguna prisión puede perdurar eternamente. Teme que un día otros menos capaces que él mismo pongan en libertad a los demonios y no sepan domeñar sus poderes. Él se ha confiado a sí mismo la misión de hacerlo bien, de mantener a raya su ferocidad. Pero sus motivos son impuros. Además de sus otras motivaciones, ansia el poder. Él se cree capaz de someter a los demonios a su voluntad, pero está equivocado. El mundo lo pagará caro si la Esfinge abre Zzyzx».
—¿Qué más viste sobre él? —preguntó Kendra, fascinada.
«Poco más. Con más tiempo habría podido averiguar muchas cosas. Alguien le ayudó a despertar de su trance, como yo a ti. No era nadie que estuviese cerca de él. Era alguien que llegaba hasta él desde lejos. No pude percibir quién le despertó. Nada más soltar el Oculus, mi nexo con él se rompió».
Kendra se preguntó quién podría haber sido el que había ayudado a la Esfinge a despertar. No se le ocurría ningún candidato. Decidió centrarse en su situación actual.
—Necesito ayuda. Navarog está intentando conseguir la llave de una cámara que hay en Australia, que contiene parte de la llave de Zzyzx. La llave de la cámara está dentro del templo del Dragón, aquí, en Wyrmroost. Nosotros estamos intentando hacernos con ella antes de que nuestros enemigos tengan una oportunidad, pero un puñado de grifos se llevó a Seth, Trask, Tanu, Mara, Dougan y Gavin. Warren está conmigo, pero está gravemente herido. Un dragón llamado Raxtus nos está ayudando.
«Comprendo. Descubrir las ambiciones de la Esfinge nos sirvió para comprender la gravedad de este aprieto. Por desgracia, en Wyrmroost yo estoy casi ciega. Aquí habitan muy pocas hadas y casi todas tienden a recluirse y son hurañas. No supe que te encontrabas en la reserva hasta que te acercaste a mi santuario».
—¿Y los ástrides? Tal vez podrían ayudarnos.
Una oleada de ira embargó a Kendra. Se sintió enfadada y herida, con el resto amargo de una afrenta imperdonable. Tardó unos instantes en comprender que ese furioso sentimiento no venía de ella, sino que emanaba de la reina.
«No tengo el menor interés en el tipo de ayuda que puedan ofrecernos. Harías bien en ignorarlos».
Kendra luchó por despegarse de la cólera que le transmitía la reina. Le daban ganas de pegarle un puñetazo a alguien.
—¿Hace cuánto tiempo que lo echaron todo a perder?
«Hace una eternidad. Su error causó un daño irreparable. El tiempo no ha mitigado mi agonía. Las consecuencias de su negligencia fueron permanentes, y así debe ser también su exilio».
—Pero siguen estando a tu servicio, después de todo este tiempo. ¿Qué hay del perdón?
La ardiente furia remitió y fue reemplazada por un sentimiento más frío, más cerebral.
«Tu misericordia es producto de tu inocencia. No puedes hacerte una idea de todo lo que se perdió. Lo doloroso fue que la tragedia habría sido evitable».
—¿Te traicionaron adrede? ¿Fue algo deliberado?
«No. Fue negligencia. Fue algo devastador, pero no premeditado».
—¿No eran parte de tus mejores servidores?
«Eran mi guardia de élite. Mis agentes más capaces. El orgullo les impidió ver sus vulnerabilidades. Una pequeña dosis de cautela habría evitado el desastre».
—Apuesto a que han aprendido la lección.
«No todos se han mantenido leales».
—Entonces, no te olvides de esos seis.
Un sentimiento frío, de recelo, se apoderó de Kendra.
«Hablas movida por tu propio interés. Necesitas desesperadamente cualquier ayuda, incluso la de ellos».
—Necesito ayuda desesperadamente porque estoy tratando de salvar el mundo. No porque sea egoísta.
El sentimiento se dulcificó y pasó a ser de cansada indiferencia.
«Mis ástrides no volverán a ser los servidores que fueron en su día. Yo los despojé de sus poderes. Apenas son una sombra de lo que fueron».
—Podrías devolvérselos.
«No, no puedo. Su energía reside ahora en otra parte».
Kendra trató de organizar sus ideas. Se había quedado sin palabras. Parecía estúpido permitir que el rencor persistiese una eternidad. Ella se peleaba con Seth cada dos por tres, pero eran lo bastante inteligentes para hacer las paces después, y solo eran unos críos.
«Cuando estés en alguno de mis santuarios, no hace falta que hables para que yo te oiga. Te has expresado con elocuencia en nombre de los ástrides y, a pesar de la vehemencia de mis sentimientos en contra, considero que es un buen consejo. Me desagrada, me enfurece, pero es sólido. Mi gente no ha sido capaz de comunicarse con los ástrides desde que el rey fue apresado. Eliminaré esa barrera».
—Raxtus sí podía oírlos.
«Correcto. Raxtus no es formalmente miembro de mi reino, aunque durante un tiempo lo tuve bajo mi protección, y le considero un amigo. Tal vez sea capaz de ayudarte aquí, en Wyrmroost. Ese dragón tiene más fuerza de lo que cree».
—¿Pueden ayudarme también los ástrides?
«Hechizos y tratados impiden a todas las criaturas entrar en el templo del Dragón, excepto a los dragones y a los humanos. Además, en el estado en que se encuentran actualmente mis ástrides, la ayuda que pueden prestarte será limitada. Tendrás que organizar por tu cuenta la ayuda que puedas obtener de ellos. Yo sigo sin estar dispuesta a contactar con ellos directamente. La barrera que nos separa perdurará».
—¿Hay algún otro tipo de ayuda que puedas ofrecerme?
«Buscas la ubicación del templo del Dragón. Patton inscribió unas indicaciones en una tablilla de piedra y la arrojó a mi estanque. Pero yo puedo mostrarte el camino de un modo más fácil. El templo no queda lejos. Baja desde aquí en dirección al este y después sigue hasta el pináculo más alto al nordeste».
Por un momento todo quedó a oscuras, aunque Kendra mantenía los ojos abiertos. Entonces, se formó una imagen. Ella descendía por una pendiente que partía del santuario y a continuación viraba hacia un monolito vertical. Al poco, la visión se esfumó.
—Veo adonde voy.
«Bebe del manantial».
Kendra intuyó que la reina de las hadas quería decir que usase el cuenco de oro. Cogió agua de la burbujeante fontana natural hasta llenar por la mitad el cuenco. Levantó el frío metal hasta sus labios y bebió. Tenía un ligero sabor mineral y metálico. De repente, sin embargo, el fluido adquirió un sabor a jugo de limón, y a miel, y a agua salada, y a zumo de uva, y a leche, y a huevos crudos, y a zumo de manzana, y a crema de maíz, y a zumo de zanahoria… a todos esos sabores a la vez, pero de alguna manera por separado y sin mezclar.
«Ahora mis ástrides oirán tus pensamientos, y tú oirás los suyos. Pero ellos no oirán los míos. Vete en paz, Kendra».
El sentimiento de afecto la reconfortó más que lo hubiera hecho cualquier abrazo.
—Gracias.
Kendra se puso de pie y se volvió. Los ástrides seguían encaramados al filo del saliente, mirándola con semblante solemne. Raxtus esperaba un poco más abajo en la pendiente. Kendra pasó con cuidado entre los ástrides y saltó de la cornisa, y después se volvió para mirarlos.
—¿Cómo hablo con vosotros?
«Así bastará».
Una multitud de voces respondieron al mismo tiempo en su mente, de modo similar a como oía ella a la reina de las hadas.
«Gracias por defender nuestra causa. Hemos esperado mucho tiempo un reconocimiento por parte de nuestra reina».
—Encantada de hacerlo —dijo Kendra—. ¿Habéis oído lo que conté sobre mi problema?
«A ti pudimos oírte, pero no a la reina».
—¿Habláis siempre todos a la vez?
«Formamos un cuadro de doce. Hemos compartido el pensamiento durante tanto tiempo que solo hace falta un pequeño esfuerzo para pensar como uno solo».
Sus telepáticas voces eran diferentes a la de la Reina. Las palabras no iban acompañadas de ningún sentimiento y el tono sonaba más grave y masculino, aun cuando Kendra no oyese nada físicamente. Ahora que era capaz de percibir sus voces interiores, concluyó que aquellos rostros tersos debían de pertenecer a varones.
—Pero también podéis pensar por vuestra cuenta cada uno.
«Podemos hacer lo que nos plazca».
—Necesito vuestra ayuda.
«Estamos en deuda contigo, pero no podemos entrar en el templo del Dragón. Raxtus en teoría sí podría».
—Pero él es un dragón. No deberíamos decirle que pretendo entrar en el templo.
«Él nos lee el pensamiento. Ya lo sabe».
Kendra se volvió y miró hacia el resplandeciente dragón, abajo en la cuesta.
«Dice que no tengas miedo».
—¿Por qué yo no puedo oír sus pensamientos?
«¿Quién sabe? Él tampoco puede leer los tuyos».
Kendra se mordió el labio inferior.
—¿Podéis hacer algo para ayudarme?
«Tendrás todo el apoyo que podamos darte».
—Gracias. —Las doce lúgubres caras resultaban inquietantes. ¿De verdad deseaba tener de aliados a unos búhos mutantes que ponían los pelos de punta?
«Ya no somos del todo lo que éramos».
—Perdonad —soltó Kendra—. No era mi intención tener pensamientos desagradecidos.
«Lo entendemos».
Kendra dio media vuelta y se apresuró a regresar con Raxtus, lamentando que los búhos pudiesen leerle la mente y sintiéndose avergonzada porque pudiesen percibir dicho lamento. Oyó un aleteo y, al echar una mirada atrás, vio varios ástrides alejarse volando en diferentes direcciones.
—Tienes la intención de entrar en el templo del Dragón —dijo Raxtus—. Debería haber sabido que tramabas algo terrible. Qué mala suerte la mía. Kendra, si no te detengo o, como mínimo, si no informo sobre tus intenciones, me convierto en cómplice tuyo y podrían matarme por traición.
—Solo pretendo recuperar una cosa que un amigo escondió allí —le explicó Kendra—. Nada más.
—Los ástrides me lo contaron telepáticamente. Ahora pueden leerte el pensamiento. Yo me fío de ellos, y ellos de mí. Para ser del reino de las hadas, debes de ser una persona increíble. Eres muy agradable. Estoy seguro de que tú y tus amigos necesitáis esa llave. Sin embargo, a ningún otro dragón le importarán tus motivos. El templo del Dragón no está fuera de los límites porque sí; el acceso está estrictamente prohibido. No temas: no te fallaré. Pero me encantaría poder convencerte para que no vayas.
—Debo intentarlo —insistió Kendra.
—¿Tú sola? ¿Tienes idea de los obstáculos que tendrías que superar para llegar a la cámara del tesoro? Tres guardianes invencibles impiden el paso.
—¿Conoces algún truco para dejarlos atrás?
Raxtus soltó una risa nerviosa.
—Nadie sabe nada de los guardianes. Excepto el rumor extendido según el cual el primero es una hidra, lo cual es casi peor que no saber nada. ¿Cómo puedes esperar vencer a una hidra?
—¿Qué es una hidra?
Raxtus bajó la cabeza y cerró los ojos.
—¿Ni siquiera lo sabes? Kendra, tú sola no tienes nada que hacer frente a esta clase de criaturas. Ni siquiera con todo tu equipo al completo, entrar en el templo del Dragón será un viaje sin retorno. Deja la llave en el santuario y olvídate, que tus enemigos prueben a perder la vida en el intento.
—La Esfinge cuenta con Navarog de su parte, y él sabe que la llave está ahí. Si no hago nada, la Esfinge se apoderará de la llave, seguro.
—Lo de Navarog es una mala noticia —concedió Raxtus.
—¿Te han explicado los búhos cuál es nuestro dilema?
—En líneas generales, sí.
—¿Y si tú me ayudaras? Esto no solo es para mí o mis amigos. Estamos tratando de salvar el mundo de un hombre empeñado en liberar una horda de demonios.
El dragón se dio la vuelta.
—Sinceramente, me caes bien y tus razones suenan legítimas, pero no me entiendes. He tratado de explicarte lo cobarde que soy No era modestia de mi parte. Y no solo tengo miedo de que nosotros podamos morir. Sería tremendamente ilegal que yo me aventurase a entrar en el templo del Dragón. Sería una traición a toda mi especie. —Trazó un semicírculo con el cuello para mirarla a los ojos—. Puede que sea patético, pero no he perdido mi sentido del honor. Mi participación en tu plan acabaría de manera lamentable. Además de perder el honor, sería un inútil para ti. Sería desastroso.
—La reina de las hadas dijo que tienes más fuerza de lo que crees.
Él se animó.
—¿En serio? ¿Ha dicho eso?
—Literalmente.
—Bueno, eso me anima. Pero en esencia ella es mi hada madrina. Que un padre te dé su apoyo es agradable, pero no es como para ponerlo en el currículo. Mira, haré como si nunca hubiese oído adónde te diriges. Se me da bastante bien engañarme a mí mismo. Pero no me pidas que te acompañe. Simplemente, yo no puedo entrar en el templo del Dragón. La vida ya es bastante corta sin necesidad de ir en pos de una muerte segura. Kendra, pareces una persona decidida, te lo veo en la cara. Si insistes en seguir adelante con esto, no te detendré, pero ahí tendrá que acabar mi participación. Ya he avergonzado a mi padre siendo lo que soy. No puedo arriesgarme a avergonzarle aún más con mis actos.
—¿Me llevarás hasta la entrada, por lo menos?
—Te llevaré hasta un lugar que queda cerca de la entrada. Como ninguno de los demás dragones me presta la más mínima atención y puedo ser bastante sigiloso, no me preocupa demasiado que alguien pueda identificarme en las proximidades del templo. Pero luego tendré que alzar el vuelo y largarme de allí.
—Comprendo —dijo Kendra. Trató de mantener un tono de voz neutro. Había pedido a Raxtus que se arriesgara a perder la vida y a sufrir una humillación, y él se había negado. ¿Realmente podía echarle la culpa? Por lo menos la acercaría hasta su lugar de destino. La había ayudado ya más de lo que ella tenía derecho a esperar. Con todo, se sintió decepcionada—. Aún no me has explicado nada de las hidras.
—Cierto. Perdona. Siempre me estoy yendo por la tangente. Imagínate un dragón grande de verdad y malvado, con un montón de cabezas. Si le cortas una, le crecen dos en su lugar. Técnicamente, las hidras no son dragones. No obran magia ni escupen nada dañino. Son rematadamente difíciles de aniquilar. No te puedo asegurar que el primer guardián sea una hidra, pero eso se rumorea. De los otros guardianes no tengo ni idea.
¿Cómo se suponía que podía ella vencer a una hidra? Y menos aún a los otros guardianes. Estaba sola. Raxtus tenía razón. Ir al templo del Dragón sería un suicidio. Warren tenía dentro de la mochila el cuerno del unicornio. ¿Debía pedirle a Raxtus que la llevase a la puerta principal de Wyrmroost?
Navarog podría estar por allí, pero a lo mejor podía esconderse en la mochila y decirle a Raxtus que se volviese invisible. Así quizá podrían huir de allí.
Eso significaría desertar de su equipo y abandonar la misión. Seth no regresaría jamás. ¿Qué harían ellos en su lugar? No, antes de abandonar directamente la misión, por lo menos podía investigar cómo era el templo del Dragón y el primer guardián. Se lo debía a todos.
—Estoy lista —dijo Kendra—. ¿Deberíamos irnos?
—¿Deberíamos? Para nada. Pero sí estoy dispuesto a llevarte.
Raxtus la cogió con una de sus garras delanteras y alzó el vuelo. Esta vez no hubo acrobacias. Se volvió invisible y voló a ras del suelo, permaneciendo cerca de algún refugio cada vez que le era posible. Kendra vio acercarse el monolito, tal como se lo había mostrado la visión de la reina de las hadas. Aterrizaron en una arboleda poblada de altos pinos. Raxtus dejó a Kendra de pie en el suelo. El dragón se mantuvo invisible.
—Se hace tarde —murmuró el dragón—. ¿Por qué no duermes y lo consultas con la almohada?
—Sí lo voy a hacer, este momento es tan bueno como mañana.
—Tú mandas. Pero estás requetemuerta. No te ofendas, pero así es. Vamos, que casi podría llorar. En fin, baja por esta pendiente, rodea el risco más próximo y verás la entrada. No tiene pérdida.
—¿Es difícil entrar?
—No tiene puertas. Entras andando, sin más. No tengo ni idea de lo lejos que se halla situado el primer guardián. Ten cuidado: puede que salir no resulte tan sencillo como entrar. Este tipo de sitios suele estar diseñado de ese modo.
Kendra asintió. Había recibido consejos parecidos cuando se había aventurado por la cámara que contenía las Arenas de la Santidad en Fablehaven. Aquel recuerdo vino a echar por tierra su plan de mirar tímidamente a hurtadillas al primer guardián. Tendría que consultarlo con Warren.
—Gracias, Raxtus. Valoro tu ayuda. Será mejor que vaya a hablar con Warren sobre nuestro siguiente paso.
—Espero que te convenza para no entrar. Dile que lamento lo de la barba. Ve con cuidado. Ha sido un gran placer conocerte.
Se agitó al batir sus alas invisibles.
Y entonces Kendra se quedó sola. Se sentó. ¿Realmente quería bajar a la mochila y hablar con Warren? Él le diría que esperase a que estuviera más recuperado para entrar en el templo. ¿Se equivocaría? Podrían esconderse en la mochila unos cuantos días, incluso semanas si era necesario. Tenían comida de sobra. El mayor inconveniente sería el riesgo de que Navarog se presentase.
Se tumbó boca arriba en el suelo y se quedó mirando las ramas cubiertas de agujas verdes. Los árboles le proporcionaban una buena protección. El aire era fresco pero no gélido. Su mente vagó sin rumbo. Tenía la vaga esperanza de que se le ocurriría alguna idea brillante. Pero, al parecer, no estaba inspirada.
Al final se incorporó y se quedó sentada. Debía encontrar un lugar en el que esconder la mochila mientras hablaba con Warren. ¿Bastaría con dejarla al lado de un árbol? ¿Y si venía alguna criatura?
A lo mejor podría excavar un agujero. O al menos tapar la mochila con unas ramas. Tal vez podría dejarla encima de una rama. En ese caso, ¿podría meterse dentro igualmente?
Kendra se paseó por el pinar en busca del lugar idóneo. No veía nada que la convenciese. Casi todos los árboles carecían de ramas bajas. El suelo no tenía irregularidades que pudieran servirle, y era demasiado duro para ponerse a excavar.
Un aleteo le hizo darse la vuelta y agacharse junto a un árbol. Trató de abrir la tapa de la mochila, con la esperanza de esconderse dentro antes de que la descubrieran, pero al ver aparecer un ástrid deslizándose por el aire se calmó. El búho de oro se encaramó a un rama, por encima de su cabeza.
«Tus amigos están con Thronis».
—¿Mi hermano?
«Están vivos y bien. Al parecer, el gigante planea ayudarlos».
Sintió que la esperanza despertaba en su interior.
—¿Cómo te has enterado?
«Dos de nosotros volamos hasta la mansión para espiar».
—Pensaba que Thronis estaba protegido mediante hechizos.
«Los ástrides hemos sido ignorados durante centurias. El gigante de cielo cuenta con hechizos protectores frente a dragones y otras amenazas que pueda percibir. Nosotros no le interesamos nada».
—Entonces, ¿simplemente me siento a esperar?
«Seguiremos registrando el lugar para ti. Si entras en la sala escondida, yo puedo transportar la bolsa a algún sitio seguro».
Kendra empezó a llorar de alivio. Los ástrides podrían ayudarla a esconder la mochila, su hermano y sus amigos estaban vivos, y ella quizá no tendría que enfrentarse sola al templo del Dragón. En lo más recóndito de su ser se había resignado en silencio a que tendría que apoderarse ella sola de la llave. Sus problemas aún estaban bien lejos de resolverse, pero, por lo menos, ya no se sentía completamente desesperada.