22
Raxtus
Bubda estaba sentado encima del tonel desportillado, con las piernas a lo indio y los brazos cruzados, luciendo un semblante malhumorado.
—Bubda pensar en ello —dijo—. Preguntad de nuevo la próxima semana.
—Necesitamos que lo intentes ahora —insistió Kendra—. Si vuelven esos grifos, nos echarán de aquí a patadas. Te quedarás sin hogar.
—Echarán a vosotros. No encontrar Bubda.
—Nosotros te encontramos —señaló Warren.
Bubda le restó importancia moviendo la mano.
—Tú tomas el pelo. Sabíais Bubda estaba aquí. Azuzar Bubda con un rastrillo.
—Si nos cogen, les hablaremos de ti —amenazó Kendra.
El trol ermitaño se puso ceñudo.
—¿Dónde está Seth? ¡Bubda añora Seth! Seth habla duggués. Seth juega yahtzee.
Kendra hizo grandes esfuerzos para mantener un tono de voz sincero y dulce, en vez de frustrado y enojado.
—Si deseas volver a ver a Seth, necesitamos que intentes mover la mochila fuera de la cuevecita.
Bubda se bajó del tonel dando un salto.
—¡No! ¡Bubda odia el cielo! ¡Bubda no se marcha! Bubda esconderse. —Se agachó en cuclillas, se tapó la cara con los brazos metiendo la cabeza entre ellos y de pronto cobró el aspecto de un raído barril de madera.
—¿Qué te parece si echamos una partida al yahtzee para decidirlo? —propuso Warren.
Bubda levantó la cabeza.
—¿Yahtzee?
—Una entre los tres —continuó Warren—. Si Kendra o yo ganamos, tú intentas mover la mochila.
—¿Si Bubda gana?
—Pues vuelves a jugar contra nosotros —dijo Kendra, entusiasmada.
Bubda arrugó la cara.
—Bubda no tonto. Si Bubda gana, vosotros dejar de fastidiar.
—Me parece bien —concedió Warren.
Bubda se animó.
—Vosotros no ganar. Bubda campeón del yahtzee. —Se dirigió hacia la caja del yahtzee con sus andares de pato.
Kendra había aprendido a jugar con los abuelos Larsen. Podía recordar noches en las que estaban todos sentados alrededor de la mesa de la cocina: sus padres, los abuelos, Seth y ella, comiendo pretzels cubiertos de chocolate, bebiendo zarzaparrilla y jugando una partida tras otra. La abuela Larsen era la que siempre parecía ganar más partidas que los demás, pero Kendra sabía que aparte de aplicar una serie de estrategias básicas, el resultado del juego tenía que ver con la suerte.
Si ganaban ella o Warren, Bubda iba a tener que salir a intentar sacar la mochila de la hendidura.
Era descorazonador depositar su integridad física en manos de un cubilete de plástico para dados, pero por lo menos disponían de una ventaja de dos contra uno.
Al final nadie ganó ningún yahtzee, y la perdición de Bubda fue empeñarse en sacar cinco iguales.
Perdió su bono de la mitad superior, perdió el straight grande y solo anotó un bajo cuatro iguales.
Tanto Kendra como Warren acabaron con puntuaciones más altas, gracias a un estilo de juego más conservador.
—Dados están rotos —espetó Bubda después de fallar en su última tirada un quinto tres—. Jugar otra vez.
—Hicimos un trato —le recordó Warren—. Podemos jugar otra vez, pero antes tienes que hacernos un favor.
Gruñendo de manera ininteligible, Bubda se dirigió a saltitos hasta los travesaños de la pared y empezó a subir por ellos. Se escabulló agilmente por la tapa de la mochila, sin ninguna dificultad aparente. Unos segundos más tarde bajó de nuevo por la escala, rezongando para sí todavía.
—¿La has sacado? —preguntó Kendra.
El trol asintió con un rápido movimiento de la cabeza.
—¡Qué rápido! —dijo Kendra a modo de felicitación y agradecimiento.
Bubda sonrió y levantó un brazo, ladeó la cabeza y se puso a danzar sin moverse del sitio. Por un instante, mientras daba vueltas y se contoneaba, parecía esbelto y flexible como una serpiente, su cuerpo casi elástico. Luego, bajó el brazo y la ilusión se desvaneció.
—Jugar al yahtzee otra vez.
—Yo jugaré contra ti —se brindó Warren—. ¿Has visto algo ahí fuera, Bubda?
—Rocas —respondió el trol.
—¿Alguna criatura? ¿Algún ser vivo?
Bubda negó con la cabeza.
Warren se volvió hacia Kendra.
—Deberías subir a ver si puedes encontrar un escondrijo mejor para la mochila.
Kendra corrió a la escala.
—Ve con precaución —le aconsejó Warren—. Sé rápida. No te quedes ahí fuera mucho rato.
—Iré con cuidado —prometió Kendra.
Salió por la tapa de la mochila y se encontró en el lecho de un profundo cañón, justo al lado de la hendidura en la roca. Por encima de su cabeza se extendía hacia lo alto un precipicio de pared vertical, con una cara igualmente vertical enfrente. En general, el lecho del cañón formaba una suave pendiente que partía de Risco Borrascoso y serpenteaba hasta perderse de vista en una dirección y otra.
Una ojeada rápida a la zona desveló la ausencia de enemigos, y tampoco vio ningún lugar especialmente bueno en el que esconder la mochila. No parecían encontrarse en peligro inminente. Se acuclilló y reparó en un fragmento alargado de madera marrón, sin duda un trozo que se le había caído a Mendigo. Lo cogió del suelo.
Al asir aquella larga astilla de madera, bajo el cielo azul, en medio del inhóspito cañón, se le vino encima como un mazazo el peso de lo que había sucedido con los grifos. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero se resistió. ¿Por qué tenía que esconder la mochila? ¿Quién iba a acudir en su rescate?
A su hermano y a sus amigos se los habían llevado unos leones voladores. Casi seguro que estaban muertos.
Kendra se sentó en el suelo dejándose caer con todo el peso de su cuerpo. Por lo menos, los grifos se habían llevado a Trask, Tanu y Dougan con vida. Hasta ahí había podido ver. Las feroces criaturas no se habían puesto de inmediato a despedazarlos. El encontronazo no había tenido pinta de ser una matanza para devorar presas. El enano había exigido que se rindieran. Había motivos para esperar que Seth y los otros estuviesen vivos en algún lugar. Aunque también podían sospechar que estuviesen sirviendo de alimento para unas crías de grifo en algún nido gigante.
Warren había insistido en que se diese prisa. ¿Para qué? Para que pudiese encontrar un nuevo escondrijo en el que meter la mochila antes de que volviesen los grifos. De acuerdo, pero ¿para qué?
¿Para que pudiesen guarecerse hasta que finalmente se les acabase la comida? ¿Quién iba a acudir en su auxilio? Si los otros todavía estaban con vida, tal vez necesitaran que alguien fuese a rescatarlos.
Warren estaba herido. Seguramente querría permanecer escondido hasta estar lo bastante restablecido como para poder ser de ayuda. Pero Kendra no creía que dispusiesen de tanto tiempo.
No había modo de saber adónde se habían ido los grifos. Las alas no dejaban huella. Esto la dejaba a ella ante una disyuntiva: tratar de encontrar el camino de vuelta a la cancela, o tratar de hallar el camino al santuario de las hadas.
Supuestamente, Navarog estaba esperando al otro lado de la verja. Además, regresar implicaba abandonar a Seth, a sus amigos y su misión. Tenía que continuar hacia delante. Según había dicho Mara, en el momento del ataque de los grifos estaban cerca del santuario de las hadas. Si pudiera encontrar la manera de subir a lo alto del precipicio, tal vez tendría una oportunidad. A lo mejor si se abría camino por el cañón descubría que las paredes en otra zona eran más bajas y fáciles de escalar.
Debía informar a Warren. No era justo dejarle allí abajo, preguntándose si estaría viva o no. Igual le daba por cometer la estupidez de tratar de subir por la escala a pesar de sus heridas.
Kendra regresó a la bodega. Warren estaba soplando hacia su cubilete de plástico, al tiempo que agitaba los dados.
—¿Warren? —preguntó Kendra.
Él dejó de menear los dados.
—¿Has encontrado un sitio?
—Creo que será mejor que intentemos llegar al santuario de las hadas.
Él arrugó la frente.
—Yo estaré en mejores condiciones de ayudar dentro de unos días.
—No van a volver. Me refiero a Seth, Gavin y a todos los demás.
Warren guardó silencio unos instantes.
—Nunca se sabe. Puede que sí. Pero no deberíamos contar con ello.
—Voy a ver si soy capaz de subir la mochila hasta donde estábamos antes de despeñarnos.
—No se te ocurra trepar por un precipicio —le advirtió Warren—. No es el mejor sitio para que sufras una caída.
—Tendré cuidado.
—A la primera señal de dificultades, esconde la mochila y métete dentro. Si hace falta, podemos defender la entrada de la bolsa.
—De acuerdo.
—Menos charla, más yahtzee —se quejó Bubda.
Warren se puso a agitar otra vez los dados.
—Ten cuidado.
—Lo tendré.
Kendra volvió a subir y salió por la abertura de la mochila.
El suelo rocoso del cañón era traicionero, por lo cual Kendra se tomó su tiempo para escoger bien dónde pisar en su ascenso por la suave pendiente hacia Risco Borrascoso. A medida que el sol subía por el cielo, ninguna de las paredes del cañón ofrecía mucha sombra. El aire tibio le sentaba bien, pero a la vez se sentía también expuesta. Cualquier par de ojos hostiles que acertase a mirar el cañón desde las alturas daría inevitablemente con ella. A pesar de todo, Kendra progresaba a buen ritmo. Y no vio ninguna criatura, salvo un grupito de tres enormes libélulas.
Kendra estaba a punto de hacer un descanso para almorzar cuando, al doblar por un recodo del camino, pudo contemplar el lugar en el que el cañón terminaba abruptamente. Ahora no solo tenía a derecha e izquierda unas paredes de piedra imposibles de franquear, sino también delante: una pared tan insalvable como las otras que le cortaban directamente el paso. Por el camino que había tomado durante toda la mañana era imposible salir del cañón.
En un primer momento le entraron ganas de gritar. Pero se dio cuenta de que el grito podría atraer depredadores. Quiso aporrear la pared más cercana del cañón, pero decidió que no merecía la pena destrozarse los nudillos. En lugar de todo eso, cayó de hinojos, agachó la cabeza y rompió a llorar.
En cuanto dejó que le brotaran las lágrimas, se convirtieron en un torrente ardiendo. El cuerpo se le agitaba con los sollozos. Se alegró de que su hermano no pudiera ver su desconsuelo. Se habría reído de sus lágrimas. Pero no quiso pensar en él. Pensar en su hermano empeoraba aún más las cosas. El torrente de lágrimas aumentó.
—No llores —dijo una dulce voz, a su espalda.
Kendra se levantó y giró sobre sus talones, secándose las lágrimas que le empapaban las mejillas, y se encontró mirando directamente a un dragón a los ojos. Retrocedió, entumecidas las piernas. Era el dragón más pequeño que había visto hasta el momento, del tamaño de un caballo grande, si bien el cuello largo y la cola incrementaban enormemente su longitud. Su resplandeciente caparazón de escamas de color blanco plateado reflejaba destellos de arco iris, mientras que su cabeza brillaba como si fuera de cromo pulido. En conjunto, el dragón tenía una estructura fina y estilizada, como si estuviese diseñado para la velocidad. Kendra se dio cuenta, con un sentimiento de extrañeza, de que no experimentaba la parálisis que había notado cuando se había enfrentado a otros dragones.
—No te inquietes —dijo el dragón—. No voy a comerte. —Tenía voz masculina, como de adolescente seguro de sí mismo, pero su voz sonaba más vibrante y rica en matices que como habría podido sonar la de cualquier ser humano.
—No estoy asustada —dijo Kendra.
—Nunca he inspirado mucho pavor —respondió el dragón, casi con tristeza—. Me alegro de que no me tengas miedo.
—Quiero decir que no me siento paralizada como con algunos dragones —explicó Kendra, que no deseaba menospreciarle—. Me has dado un susto tremendo. Estoy segura de que podrías hacerme trizas si quisieras.
—No pretendo hacerte ningún daño. Brillas como un hada. Más que un hada, para ser exactos. Y más que una amiga hada. De hecho, estaba esperando encontrar una oportunidad para conocerte.
—¿Cómo dices?
—Estabas rodeada de otras personas. —El dragón apartó la cabeza. ¿Era tímido?—. Me llamaste la atención nada más entrar en Wyrmroost. Te he venido siguiendo desde el torreón del Pozo Negro.
Kendra juntó las cejas.
—Eres una pizca demasiado brillante como para pasar desapercibido. ¿Cómo es posible que no te viéramos?
De pronto, el dragón desapareció, como si lo hubiesen borrado de la existencia. A continuación volvió a aparecer.
—Puedo volverme casi invisible.
—¡Vaya! Eso lo explicaría.
—Afortunadamente, poseo otros talentos, aparte de ser un alfeñique.
—Ya crecerás.
—¿Tú crees? La cosa no ha cambiado mucho en los últimos siglos.
—¿Siglos? —preguntó Kendra—. ¿No eres un jovenzuelo?
—Soy un adulto hecho y derecho —respondió el dragón con un puntito de resentimiento—. Los dragones nunca dejan de crecer del todo, pero el proceso se ralentiza a medida que va uno envejeciendo, y yo hace tiempo que dejé atrás la edad en que todo se ralentiza. Pero ya he hablado bastante sobre mí. Estabas llorando.
—He tenido un mal día —dijo Kendra.
—Lo vi. Los grifos se llevaron a tus amigos.
—Uno de ellos era mi hermano.
—¿Seth, verdad? He estado escuchando a escondidas un poquito. Yo me llamo Raxtus, por cierto.
—Encantada de conocerte. —Kendra alzó la vista hacia las paredes del cañón—. Estoy intentando salir de aquí, pero parece que estoy acorralada.
—Y lo estás, ciertamente —convino Raxtus—. Solo criaturas aladas pueden acceder a este cañón cerrado. Si te encaminas en la otra dirección, te encontrarás con una caída impresionante, el borde de un precipicio. No hay modo de bajar por allí. Antes pasaba por aquí un arroyo. A veces el agua vuelve y forma preciosas cataratas, pero en esta época suele seguir otro curso.
—Entonces, estoy atrapada.
—Estarías atrapada, sí, pero yo tengo alas. Podría llevarte encima de mí, sin problema.
—¿En serio? —dijo Kendra.
—¿Adónde te diriges? Siempre habláis bajito cuando conversáis sobre vuestros planes. No es una mala idea, por cierto. Pero cuesta escuchar a escondidas.
El dragón parecía simpático y, evidentemente, era su única esperanza. ¿Pondría alguna objeción a llevarla hasta el santuario de las hadas? Solo había un modo de averiguarlo.
—La reina de las hadas tiene aquí un santuario —dijo Kendra.
—¡Lo sabía! —exclamó el dragón—. Tú perteneces a la familia de las hadas, ¿a que sí? Ya te lo noté yo. Bueno, creí notarlo. No estaba seguro al cien por cien, pero habría apostado a que sí. Lástima que no lo hiciera.
A Kendra no le solía gustar mucho hablar acerca de que era miembro de la familia de las hadas, pero parecía que no tenía mucho sentido tratar de ocultárselo a Raxtus.
El dragón se rio delicadamente.
—No te puedes ni imaginar lo bien que conozco yo el santuario de la reina de las hadas. Quizá sea el único dragón del mundo que puede ir allí. Y no digo ir cerca del santuario, a los alrededores, digo realmente llegar hasta el mismísimo santuario.
—¿Otros dragones no pueden?
—No. Casi nadie puede ir allí. La reina los aniquilaría. Pero deduzco que tú sí.
—Sí. O sea, he ido a un santuario antes, pero solo al de Fablehaven. Es otra reserva.
—Estoy familiarizado con Fablehaven —dijo Raxtus.
—Pero no estoy segura de si puedo visitar ese santuario. Si la reina de las hadas no me quiere aquí, podría convertirme en semillas de diente de león.
—Cierto. Has de tener cuidado. No merodees por el santuario sin ningún propósito.
Kendra rio entre dientes.
—No hablas como un dragón.
—Soy poco común. No soy un dragón de Wyrmroost.
—¿Ah, no?
—Estoy en Wyrmroost, pero no soy de aquí. Nunca me admitieron formalmente. No tengo ninguna obligación de permanecer aquí. Voy y vengo. Eso sí, paso mucho tiempo en Wyrmroost, en parte porque mi padre vive aquí. Pero viajo por todo el mundo, casi siempre de incógnito, ya sabes… invisible. Me gusta un montón ir al autocine.
—Yo he visto un dragón fuera de Wyrmroost —dijo Kendra—. Me han contado cosas sobre otros muchos. Pero nunca había oído hablar de un dragón como tú.
—No hay más dragones como yo —admitió Raxtus—. Verás, cuando todavía estaba dentro del huevo, un basilisco entró en el nido. Mi padre no estaba y a mi madre acababan de matarla, por lo que no había nadie para protegernos. Se comió tres huevos. Si hubiesen nacido las crías, habrían sido mis hermanos. Pero antes de que el basilisco llegase hasta el último huevo, intervinieron unas hadas y me rescataron. Bueno, yo no recuerdo nada de todo esto, me lo contaron tiempo después. Incluso para ser un dragón dentro de un huevo, era joven cuando todo esto pasó. Las hadas que me salvaron me llevaron a uno de los santuarios de la reina de las hadas para protegerme. Me incubaron y empollaron por medio de la magia de hadas y salí… único.
—Eres precioso —admitió Kendra—. Y simpático.
El dragón, molesto con el comentario, emitió una risa nasal.
—Me lo dicen mucho. Que soy el dragón lindo. El dragón rarito. El problema es que se supone que los dragones tenemos que inspirar miedo, sobrecogimiento. No ser ingeniosos. Ser el dragón rarito es como ser un mamut calvo. Ser el dragón lindo es como ser el hada fea. ¿Lo pillas?
—¿Se burlan de ti?
—¡Ojalá solo se burlasen de mí! Mofarse sería más exacto. Hacen escarnio de mí. Me reprueban. Me rehuyen. Siendo mi padre quien es, la cosa es diez veces peor, aunque también explica por qué sigo con vida.
—¿Quién es tu padre?
El dragón no respondió. Miró hacia el cielo.
—Te conozco desde hace solo cinco minutos y ya te estoy confesando mis problemas. Te estoy desvelando la historia de mi vida. ¿Por qué siempre me pasa esto? Es como si quisiera sacar el tema nada más empezar, para que después no me puedan herir. Pero resulta que doy una imagen patética, de alguien necesitado. Hete aquí a ti, con problemas de verdad, mientras que yo no hago más que llevar de nuevo la conversación hacia mí.
—No, está bien, me interesa, quiero saber.
Raxtus acarició el suelo con su zarpa.
—Supongo que, ahora que he empezado a contártelo, tendré que seguir. Mi padre es Celebrant el Justo. En esencia, es el rey de los dragones. El más grande, el más fuerte, el mejor. Y yo soy su mayor decepción. Raxtus, el dragón hada.
A Kendra le entraron ganas de abrazarle, pero se dio cuenta de que eso podría corroborar lo que estaba diciendo.
—Estoy segura de que tu padre está orgulloso de ti —dijo Kendra—. Apuesto a que casi todo esto está simplemente en tu cabeza.
—Ojalá tuvieras razón —repuso Raxtus—. No me engaño. Celebrant me ha repudiado, básicamente. Tengo dos hermanos. Medio hermanos. Nacieron de otra camada, obviamente. Cada uno de ellos gobierna en una de las otras reservas prohibidas. Yo me parezco a mi padre mucho más que cualquiera de ellos, en cuanto a forma y colorido, me refiero. Soy la versión en miniatura de Celebrant. El tiene las mismas escamas platino resplandecientes, muy parecidas a las mías, solo que más duras que la adamantita. A él le dan un aire espectacular. Su complexión es más recia que la mía, todo músculo. Tiene como cinco armas que escupe con el aliento, y se sabe miles de hechizos ofensivos, pero no es ningún zoquete. Tiene una mente afilada como una cuchilla. Lo tiene todo.
Dignidad. Majestad.
—¡No puede odiarte solo porque seas pequeño! —declaró Kendra en tono firme.
—Ser pequeño es solo parte de la cuestión. ¿Adivinas para qué sirve mi arma del aliento? ¡Para ayudar a que las cosas crezcan! Ya me entiendes: hace florecer las flores. Y la única magia que soy capaz de obrar es del tipo defensivo, como esconderme, o bien curar. De nuevo, como las hadas. Y que me parezca tanto a mi padre no ayuda mucho precisamente. Yo sé que le avergüenza. Con todo, no ha renegado del todo de mí. En algún lugar de su fuero interno se siente culpable de la muerte de mis hermanos, de no haber estado allí para detener al basilisco, y de no haber sabido que yo había sobrevivido hasta que hubieron pasado muchos años. Por eso, yo sigo bajo su protección, lo cual quiere decir que por mucho que me rehuyan los demás dragones, ninguno de ellos quiere luchar contra mí. No hay dragón sobre la faz de la Tierra dispuesto a ganarse la ira de Celebrant.
—¿Ves? Te ama.
—No. Sentirse culpable no es amar. Mi padre ha dejado claro que no me quiere cerca. Y tiene razón. Mi presencia le desacredita: el contraste humillante entre el dragón más magnífico del mundo y el absurdo bufón que es su hijo…
A Kendra no se le ocurría nada más que decir. Una vez más, resistió las ganas de abrazarle.
—En fin, ahora ya conoces mi desdichado pasado. La confesión entera. No quiero ser débil e inútil; no estoy orgulloso de ello. Me encantan las pelis de acción. Mi sueño más preciado es ser un héroe.
Ser fiero y valiente, demostrarme a mí mismo, de alguna manera, que soy un héroe. Pero cuando aparece una oportunidad, me vengo abajo. Como cuando los grifos cogieron a tus amigos. Yo habría podido intervenir para rescatarlos. ¡Vamos, pero si eran unos grifos! Pero eran muchos y yo sabía quién debió de mandarlos. Decidí permanecer agachado un instante y, antes de que pudiera darme cuenta, la oportunidad se me había escapado.
—¿Quién mandó a los grifos? —preguntó Kendra con mucha curiosidad.
—Thronis, el gigante de cielo que vive en lo alto de Risco Borrascoso. Tiene grifos igual que la gente tiene perros. El enano era Zogo. El enano del gigante.
—¿Tú sabes dónde vive Thronis?
—Claro.
—¡Aquí tienes tu oportunidad de hacer algo heroico! —dijo Kendra—. ¡Podemos ir a rescatar a mi hermano y a los demás!
—Tienes razón, eso sería valiente. Demasiado valiente. Y conseguiría que nos mataran a los dos.
Si tuviera suerte, a lo mejor de paso revitalizaría algunas de sus plantas de interior. Kendra, apenas sí soy medio dragón. Lo demás en mí es brillo y polvo de hadas. Incluso los dragones más bravos se mantienen lejos de Thronis. Es al mismo tiempo un gigante y un brujo. Unos poderosos hechizos protegen su fortaleza, en lo alto de Risco Borrascoso. Es cierto que anhelo ser un héroe, pero en lo más profundo soy un cobarde. ¿Quieres un ejemplo? Llevo toda la mañana siguiéndote, tratando de reunir el coraje de decirte hola. Solo encontré agallas cuando te pusiste a llorar.
—Pero podrías hacerte invisible —sugirió Kendra—. Entrar allí arriba a hurtadillas de madrugada.
—Hechizos —dijo Raxtus—. Thronis se enteraría. Me mataría antes de que pudiese ayudar a nadie. Mira, como amigo, soy el dragón ideal. Como héroe, no tanto.
—¿Puedes transformarte en humano? —quiso saber Kendra.
—¿En una especie de avatar? ¿Una versión humana de mí mismo? Realmente no. Es decir, lo he intentado. Pero no da buen resultado. No soporto tener aspecto humano.
—¿Qué aspecto adquieres?
El dragón desvió la mirada.
—Tal vez deberíamos cambiar de tema.
—¿Qué?
Raxtus volvió a mirar hacia ella.
—Parezco un chico hada con alas de mariposa.
No se le dio muy bien a Kendra sofocar la risa de sorpresa que le entró.
—Mido unos treinta centímetros —continuó Raxtus—. Puedes reírte, soy consciente de cómo suena, créeme que lo sé, pero, por favor, no lo vayas contando por ahí. No lo sabe todo el mundo.
—Es que no me lo esperaba —se disculpó Kendra.
—Yo tampoco me lo esperaba. Durante años me consolaba pensando que algún día podría escapar adoptando forma humana, en cuanto aprendiese el truco, y tal vez integrarme en una sociedad. No hubo suerte. Soy un bicho raro bajo la forma que sea. Estoy contaminado de magia de hadas hasta el tuétano.
—No eres ningún bicho raro —dijo Kendra con firmeza—. Eres el dragón más guay que he visto en mi vida. Eres como un coche deportivo. Los únicos dragones que he visto o de los que he oído hablar son antipáticos y malos. Es fácil ser malo cuando tienes unos dientes y unas garras afilados. Sería mucho más difícil resultar amable así. Nunca me había imaginado a un dragón amable, hasta este preciso instante.
—Gracias. ¿Sabes?, nosotros los dragones no solemos airear nuestros sentimientos en programas de confesiones televisivas. No tenemos terapeutas. Pero me ha ayudado hablar contigo. Gracias por escucharme. Eh, antes comentaste que has estado en Fablehaven.
—Cierto. He estado allí muchas veces.
—Y puedes comunicarte con las hadas.
—Sí.
—Me pregunto si por un casual no conocerás a mi madre adoptiva. Se llama Shiara.
A Kendra se le iluminó el rostro.
—¿Una con las alas plateadas? ¿Y el pelo azul?
—¡Esa!
—¡Es la mejor hada de Fablehaven! —exclamó Kendra, entusiasmada.
—Tampoco hace falta que exageres —dijo Raxtus.
—No, te lo digo en serio. Shiara destacaba sobre las demás. A mí me ha ayudado. La mayoría de las hadas son excéntricas, pero Shiara es realmente de fiar y muy lista.
—A mí me salvó del basilisco y me crio. No fue en Fablehaven. Ocurrió mucho antes de que se fundase esa reserva. No la visito con la frecuencia que debiera. Para mí es como abrazar la parte afeminada de mi naturaleza. ¡Ni que le fuera a importar a nadie! A veces, empero, me cuelo de noche a hurtadillas en Fablehaven para hacerle una visita.
—¿Y cómo te cuelas en Fablehaven?
—Del mismo modo que me cuelo en Wyrmroost. Puede que no sea ni medio dragón, pero sé unos cuantos truquitos. Uno consiste en viajar de un santuario de hadas a otro. Allí donde la reina de las hadas posee un santuario, está abierto para mí.
Kendra se entusiasmó tanto que le costó formular su siguiente pregunta.
—¿Podrías llevarme a casa? —Si lograse regresar a Fablehaven, podría volver con refuerzos.
—Lo siento, Kendra. No creo que pueda transportar pasajeros. A lo mejor algún día, con estudio y paciencia. Incluso si pudiera, la última vez que quise visitar Fablehaven fue como si el camino estuviese bloqueado.
Kendra arrugó el ceño. El santuario de Fablehaven había sido destruido, por lo que tenía sentido que Raxtus no hubiese sido capaz de usarlo. Tendría que haber caído en la cuenta antes de preguntar nada. Aun así, el dragón podría serle de ayuda de otras maneras.
—¿Podrías llevarme al santuario de la reina de las hadas que hay aquí, en Wyrmroost?
—Claro que sí. Ni siquiera queda lejos. Y menos volando.
Kendra lanzó una mirada a la mochila mágica.
—Dices que tienes poderes para curar. Mi amigo está herido.
—¿Warren? Un peritio le corneó, ¿verdad? No sé qué tienen esas astas. Deben de ser ligeramente venenosas. Dejan unas heridas muy feas. Bueno, podría intentarlo. O sea, se me dan mejor las plantas. Pero ¿por qué no? Podría probar a ver si lo consigo. ¿Puede subir él aquí? No soy el dragón más grande del mundo, pero dudo de que pueda caber por la abertura de la mochila.
—Vuelvo ahora mismo —dijo Kendra—. ¿No te marcharás, verdad?
—¡Soy un cobarde, pero no soy ningún maleducado! Oh, ¿te refieres a si saldré por patas si surge algún problema? Si huyo, me llevaré la mochila conmigo. Pero no percibo peligro alguno. He estado pendiente. Creo que estamos bien. Vamos, que estaré aquí.
Kendra bajó la escala. Warren estaba dormido. No veía a Bubda por ninguna parte. Se arrodilló junto a Warren y le empujó suavemente con el dedo en la mejilla.
—Eh, ¿estás despierto?
Él se relamió los labios y pestañeó un poco para abrir los ojos.
—¿Uh? ¿Tenemos problemas? —La voz le sonaba pastosa.
—¿Has tomado más medicina?
—Perdona, estoy un poco atontado. El dolor.
—No pasa nada. Por eso tienes medicinas. Me he hecho amiga de un dragón.
Warren pestañeó. Se frotó los ojos.
—Perdona. Estoy como si tuviera la cabeza rellena de algodón. Creo que no te he oído bien…
—No, en serio. Es un dragón simpático. Le criaron unas hadas y a lo mejor podría curarte.
—Este es el sueño más disparatado que he tenido hasta la fecha.
—¿Crees que puedes subir por la escala?
—¿Me lo estás diciendo en serio?
—Él es demasiado grande para caber aquí. Pero no es gigantesco. Al menos no lo es para ser un dragón.
Warren se apoyó en un codo.
—¿De verdad crees que puede curarme?
—Merece la pena intentarlo.
—A no ser que se nos zampe. —Warren se estremeció de dolor al incorporarse para sentarse—. Voy a necesitar que hagas de muleta para mí.
—¿Puedes subir por la escala? ¿Esperamos a que se pase el efecto de la medicina?
—Este es el mejor momento. La medicina me anestesia. Vamos allá.
Kendra le cogió de la mano y le ayudó a levantarse. Se apoyó en ella y avanzó renqueando hasta la escala. Se asió a uno de los travesaños, vacilando unos segundos, y entonces reunió fuerzas y comenzó a subir. Kendra fue detrás de él.
Cuando la chica salió por la abertura de la mochila, Warren estaba tendido en el suelo, boca arriba, sudando y jadeando. Se protegía los ojos con una mano y miraba a Raxtus fijamente.
—Debe de ser el dragón más brillante que he visto en mi vida.
—No tiene buena cara —comentó Raxtus.
—Gracias, doctor —masculló Warren.
—¿Puedes intentar curarle? —preguntó Kendra.
—Puedo intentarlo.
Estirando el cuello para verle mejor, Raxtus observó a Warren atentamente. Emitió un ligero gemido y exhaló, cubriendo el cuerpo de Warren con su aliento cargado de rutilantes chispas de destellos plateados y dorados. El hombre se retorció y tembló, como si le hubiese dado un escalofrío de repente. Los cabellos empezaron a agitársele suavemente y la barba de varios días comenzó a crecerle. Unos segundos después, Warren tenía una melena larga y vaporosa y una poblada barba.
Con una mueca, Warren se palpó el pecho herido. Luego, se pasó los dedos entre la melena.
—Esto debe de ser una broma. ¿Quién es este bromista?
—Perdona —dijo Raxtus—. No ha surtido efecto.
—Oh, sí que ha surtido efecto —se quejó Warren, incorporándose para sentarse. La barba le llegaba por la mitad del pecho y su espesa mata de pelo le llegaba por debajo de los hombros—. Lo único es que curar no ha curado nada. La parte buena es que creo que me he quitado unas cuantas costras.
—Gracias por intentarlo —dijo Kendra.
Raxtus agachó la cabeza.
—Eh, no pongas esa cara —dijo Warren—. Valoro tu esfuerzo. Es verdad que me siento un poco más lúcido. Y me noto el aliento con un aroma ligeramente más mentolado. —Se dirigió hacia la mochila a toda prisa.
—Casi nunca trabajo con humanos —se disculpó Raxtus.
—Va a llevarnos al santuario de las hadas —dijo Kendra.
Warren se volvió y colocó un pie en la escala.
—Vaya, eso sí que sería un favor inmenso. Disculpa que sea tan arisco. El dolor insoportable me vuelve gruñón. Kendra, ya sabes dónde encontrarme. —Gruñendo y poniendo cara de dolor, desapareció en la mochila.
—Qué humillante —murmuró Raxtus.
—Nos avisaste de que tal vez no diera resultado —dijo Kendra.
—¿Te has fijado en que no se asustó al verme, para nada?
—Yo le dije que eras simpático. Además, está bajo los efectos de los analgésicos.
—Intimido casi tanto como un cachorrillo. Con pañales. Y con chupete en la boca. Bueno, una cosa que sí sé hacer bien es volar.
—¿Cómo lo hacemos? ¿Me monto en tu lomo?
—No. Tengo demasiados pinchos y púas. Necesitarías una silla de montar. En realidad ningún dragón que se precie usaría silla de montar. Se moriría de vergüenza. Pero la vergüenza es donde tengo mi hogar. El barrio entero es mío. Si tuviéramos una silla de montar, me la pondría. Pero no tenemos ninguna. Así pues, tendré que llevarte en volandas. ¿Te sentirías más segura si vas dentro de la mochila?
—¿Iría más segura?
—No te dejaré caer, si eso es lo que quieres decir. Puedes confiar en mí.
—Está bien —dijo Kendra, y se colgó la mochila al hombro—. Llévame en volandas.