21
Un problema gigante
Una ráfaga heladora de viento recorrió el amplio patio mientras Seth se acurrucaba junto a Trask, Tanu, Mara, Dougan y Gavin. Los grifos los habían depositado en el suelo, pero se mantenían cerca de ellos, con los picos y las garras listos. El grifo montado por el enano se posó en el primer peldaño de la escalinata que subía hasta la colosal puerta de la mansión.
El hombrecillo levantó su peludo megáfono.
—¡Ahora estáis claramente a merced de Thronis y de sus secuaces! Ni siquiera sin contar con el invencible gigante y sus grifos, no hay manera de bajar a pie de esta montaña. Deponed las armas. La única opción razonable que tenéis es cooperar humildemente.
Trask bajó su voluminosa ballesta, desenvainó sus espadas, sacó las dagas del cinto y extrajo un cuchillo que llevaba metido en una bota. Hizo una señal a los demás, bajando la barbilla. Dougan dejó caer de su mano el hacha de guerra, lo que produjo un estrépito al chocar contra el piso del patio.
Tanu soltó la cerbatana. Mara arrojó al suelo un cuchillo. Gavin y Seth no llevaban armas.
—Sabia decisión —proclamó el enano—. Someterse a una manada de grifos no tiene nada de vergonzoso. Ni al astuto enano que los dirige.
—Más vale que no nos cuentes que tú eres Thronis —gruñó Dougan.
El enano rio entre dientes.
—Yo soy el enano del gigante. Su Magnificencia aparecerá cuando a él le plazca.
La gran puerta, a espaldas del enano, se abrió.
—Me place ahora —bramó una voz impresionante, no especialmente grave pero sí muy poderosa.
Afuera salió un individuo increíblemente enorme, varias veces más grande que los gigantes de niebla de Fablehaven. Seth no le llegaba ni a media altura de las espinillas. Sus proporciones no eran deformes como las de un ogro; su aspecto era el de un hombre común y corriente en todo, excepto en su tamaño. Tenía algunas calvas, con unas pocas manchas rojizas y el pelo canoso cortado con flequillo recto. Su rostro astuto presentaba algunas arrugas aquí y allá, pero no estaba demasiado avejentado; tenía la boca grande, la nariz alargada y las cejas entrecanas. Seth le habría echado unos sesenta años. Llevaba una toga blanca y estaba un poco obeso, con un poco de papada que colgaba debajo del mentón y cierta redondez alrededor de la cintura. Un fino collar de plata le adornaba el cuello.
Dos grifos más descendieron para posarse en el patio. Uno soltó a Mendigo, que patinó y rodó por la dura superficie. El torso maltrecho del títere de madera se soltó del tronco y se partió limpiamente en dos. El otro grifo soltó un brazo de madera.
—Hacía mucho que mis ojos no se posaban sobre un humano —comentó el gigante con voz más pensativa que bronca—. Habéis sido estúpidos por adentraros en la sombra de mi montaña. No me tomo a la ligera la presencia de intrusos, por muy diminutos o ingenuos que puedan ser. Entrad, para que pueda mediros.
Thronis se retiró del umbral de la puerta.
—Ya habéis oído a su Magnificencia —ladró el enano—. Yo cuidaré de vuestras armas. Entrad ahí dentro solo con vuestro infeliz cuerpo.
Mendigo había arrastrado su mitad superior hasta el brazo desprendido y estaba ensamblando la extremidad con sus ganchos dorados. Seth se acuclilló al lado de la marioneta.
—Espéranos aquí —susurró—. Si morimos, trata de encontrar a Kendra y ayúdala.
—En pie, chico —gruñó el enano.
Trask encabezó la marcha. Tres peldaños conducían a la puerta de entrada, los tres tan altos que Seth no podía subirlos. A un lado, sendas escalas garantizaban un acceso más fácil a personas de menor tamaño. Subieron por las tres escalas, atravesaron el espacio y escalaron para salvar el umbral.
Se detuvieron antes de cruzarlo para contemplar maravillados la inmensidad de la sala escuetamente amueblada que había al otro lado. Un fuego impresionante ardía en un hogar de piedra, las llamas ondeando y saltando, la leña chascando y disparando chispas. En un rincón había una armadura completa gigantesca, de la talla de Thronis. Detrás de la armadura, en la pared, colgaban un escudo, una lanza una maza con púas y una espada envainada, todo ello a la escala que podía blandir el gigante. El propio Thronis se hallaba sentado en una silla monstruosamente enorme, junto a una mesa más grande que una cancha de tenis. Inclinándose hacia delante con las manos entrelazadas, los miró con aire pensativo.
—Acercaos —les ordenó, haciéndoles señas—. Un variopinto grupo de héroes, como bien podría esperarse, aun cuando dos de los vuestros son más jóvenes de lo que yo habría presupuesto. ¡Más cerca, acercaos más, a paso ligero! Eso está mejor. ¿Quién es el líder?
—Yo —proclamó Trask bien fuerte.
—No hace falta que grites —dijo el gigante—. Sé que parezco distante, pero tengo un oído excelente. Yo soy Thronis. Decidme cómo os llamáis.
Trask recitó sus nombres.
—Encantado de conoceros. Dime, Trask, ¿qué os trae por Wyrmroost?
—Nuestros asuntos son privados.
El gigante levantó una ceja.
—Eran privados. Ahora yo os he capturado y será mejor que respondáis a mis preguntas.
—No pretendemos hacer daño a nadie en Wyrmroost, y menos aún a ti —respondió Trask—. Hemos venido a recuperar un objeto escondido no mágico que podría ayudarnos a asegurar el cautiverio prolongado de muchos seres abominables.
Thronis se acarició la mandíbula.
—¿Seres abominables? ¿Gigantes, tal vez?
—Gigantes no —respondió Trask—. Demonios.
—Pocos de nosotros se entienden bien con los demonios —admitió el gigante—. Respondes con prudencia, pero no lo suficiente. ¿Te importaría entrar en detalles?
—No puedo decir nada más.
El gigante movió la cabeza en ademán de decepción.
—Muy bien. Con seis de vosotros me llega para hacer una tarta escuálida, pero supongo que una exquisitez minúscula es mejor que ninguna chuchería en absoluto.
—No queremos acabar convertidos en relleno de una tarta —protestó Seth.
Thronis frunció los labios.
—¿Entonces, qué? ¿Un suflé? Mmm. Puede que estéis tramando algo.
—En forma de comida no duramos nada —dijo Seth—. Como entretenimiento, la diversión puede durar y durar.
—Un razonamiento acertado —admitió el gigante—. Seth, ¿cuántos años tienes?
—Trece.
—El benjamín del grupo, entiendo.
—Correcto.
El gigante arrugó las cejas.
—Tienes un aspecto curioso. Si no fueses tan joven, incluso sospecharía que eres un encantador de sombras.
—Confía en tu instinto. Soy un encantador de sombras.
—Lo cual podría explicar por qué sabes hablar jiganti.
—¿Qué dice? —preguntó Trask.
—Simplemente estaba comentando que Seth habla el lenguaje de los gigantes. Procuraré seguir hablando en vuestro idioma, Seth, por respeto a tus amigos, pero después deberíamos conversar tú y yo en mi lengua materna. Echo de menos el jiganti. ¿Por dónde íbamos? ¿Tartas? ¿Suflé? No, diversión. Hablar jiganti contigo sería divertido. Me gustaría escuchar cómo un crío se convirtió en encantador de sombras. A lo mejor podría conformarme con una tarta de cinco personas, acompañada por un rato de estimulante conversación.
—No —dijo Seth—. Tanu es maestro de pociones. Mara sabe domar animales salvajes. Un puñado de nosotros somos domadores de dragones. Gavin es un auténtico profesional. Podríamos serte de ayuda tanto como ese enano, por lo menos.
—¿Más que Zogo? Puede ser, pero no sonaría tan bien. El enano del gigante. He disfrutado con el sonido de esa expresión desde el primer momento. Respóndeme, Seth: ¿a cuál de tus acompañantes considerarías tú el más atractivo?
Seth miró a Mara. Con una mujer entre ellos, el concurso era fácil.
—Mara.
—No podría sino coincidir contigo —dijo Thronis en tono afable—. Lástima que no sea diez veces más alta. O tal vez sea buena cosa que no sea tan alta, teniendo en cuenta los sentimientos que debe de experimentar por mí en estos momentos. —El gigante se puso en pie, avanzó hacia delante, se agachó y levantó a Mara del suelo. Volvió a tomar asiento, y la dejó encima de uno de sus muslos. Ella le miraba con gesto desafiante—. Pareces del pueblo hopi.
Ella no dijo nada.
Thronis la observó en silencio.
—No te va la conversación, deduzco. ¿Es que no soy una bestia lo bastante salvaje para que quieras domarme? No importa. No contaba con obtener ninguna palabra de ti. —Le cogió la cabeza entre el pulgar y el dedo índice—, Seth, tienes chispa, un rasgo que yo admiro. A lo mejor tu vigor puede servir para rescatar a alguno de tus amigos. Quiero que me expliques detalladamente por qué estáis aquí en Wyrmroost. Si no lo haces, tu acompañante más atractiva perecerá trágicamente.
Después otro. Y otro. Todos, en rápida sucesión. Pero no tú. A ti te conservaré durante un tiempo. A lo mejor puedes ayudarme a preparar la cobertura.
Seth pensó a toda prisa. ¿De qué servía mantener en secreto su misión si ello significaba que todos morían? La Sociedad estaba ya al corriente de lo de la llave. Navarog se hallaba ante la cancela.
Era preciso tomar una decisión enseguida. Si dar información servía para salvarles la vida, ¿por qué no soltarla toda?
—De acuerdo —dijo Seth—. Te lo diré. Pero deja a la señorita. —Evitó mirar a los demás, para no ver expresiones de desaprobación.
—Una decisión gentil, joven —dijo Thronis, doblándose hacia delante para depositar a Mara en el suelo—. Disculpa, querida, no era nada personal. Padezco la maldición de tener una naturaleza inquisitiva. Acércate, Seth, quiero tenerte encima de la mesa.
El chico trotó hasta la silla. Thronis le recogió pasando su mano gigantesca por debajo de él y le depositó delicadamente encima del mantel. Cuando Seth echó un vistazo abajo, los demás parecían encontrarse lejísimos, como si estuviese en lo alto de un acantilado.
—Explícame qué os trae por Wyrmroost —le instó Thronis.
—Hemos venido en busca de una llave.
—¿Una llave de qué, exactamente?
—La llave de una cámara que hay en una reserva encantada, lejos de aquí.
—¿Y qué hay dentro de esa cámara?
—Un objeto mágico.
—¿Qué objeto mágico?
Seth dudó.
—No estamos seguros. Creemos que puede tratarse de una cosa llamada Translocalizador. El objeto es una de las llaves que abre Zzyzx.
—Oh, vaya —exhaló el gigante—. ¿Y cómo el hecho de recuperar las llaves de Zzyzx puede servir para protegernos de la especie de los demonios?
—Hay otros que están tratando de apoderarse de Zzyzx —explicó Seth—. Gente mala que quiere abrir la prisión. Nosotros estamos cambiando de sitio las llaves para mantenerlas escondidas.
Thronis desafió a Seth con una mirada de recelo.
—¿Y cómo sé yo que en realidad vosotros no sois los malos? Al fin y al cabo, tú eres un encantador de sombras.
—Buena observación. Supongo que no es fácil que te lo podamos demostrar. Pero no te miento. Por eso estamos aquí.
Thronis chascó los nudillos.
—Así pues, habéis venido en busca de una llave que os proporcionará acceso a otra llave diferente. ¿Y esperabais encontrar esa llave en mi montaña?
—Creo que no.
—Entonces, ¿por qué habéis cometido la imprudencia de acercaros por aquí?
—Estábamos tratando de encontrar una vía para llegar adonde está escondida la llave.
—¿Dónde?
—No estamos… del todo seguros.
El gigante le miró fijamente.
—Te estás poniendo evasivo. No pongas a prueba mi paciencia. ¿Necesitas que te demuestre que hablo en serio cuando digo que voy a aplastar a tus amigos? Cuéntame lo que sabes sobre el lugar en el que está escondida la llave que buscáis.
Seth suspiró. Miró abajo, a sus amigos. La expresión de sus semblantes era imposible de discernir.
Por lo menos, el gigante no era un dragón.
—La llave se encuentra dentro del templo del Dragón. No estamos seguros de lo que es eso. De verdad.
Los ojos del gigante emitieron un destello.
—¿Pretendéis hacer frente a los guardianes del templo del Dragón? —Thronis se volvió para dirigirse a los otros—. ¿Es una broma, sir Líder?
—El chico ha dicho la verdad —respondió Trask.
Thronis se volvió de nuevo a Seth.
—Entonces, eres más valiente que yo. O más temerario. O es que estás desinformado. ¿Tienes idea de la ardua tarea que os aguarda?
—Estamos empezando a entenderlo —respondió Seth.
El gigante rio de buen grado. Seth observó en silencio. Mientras el estallido de risa remitía, Thronis se enjugó una lágrima que le saltaba de un ojo.
—Cualquier dragón de Wyrmroost os despedazaría de inmediato por planear siquiera la idea de entrar en el templo del Dragón, dejando de lado vuestra pretensión de poner directamente un pie allí dentro. Por no hablar de los tres implacables guardianes.
—¿Quiénes son los guardianes?
El gigante se encogió de hombros.
—Tengo entendido que el primero es una hidra. Hespera se llama. De los otros dos no sé nada, pero no es que hagan falta sus servicios. ¿Cuántas probabilidades hay de poder pasar por delante de una hidra?
—Ya se nos ocurrirá algo —replicó Seth con firmeza.
El gigante rio de nuevo.
—Me haces gracia. Realmente me diviertes. Incluso diría que estoy encantado. Esto es mucho mejor que cualquier tarta. Incluso puede que supere a un suflé. ¡Encuentro exquisito el absurdo!
—A menudo se me subestima —dijo Seth.
Thronis recobró la compostura.
—No pretendo insultarte. Al parecer, vuestra necesidad es grande, pues de lo contrario no emprenderíais una tarea tan desesperada. Tienes trece años y eres encantador de sombras, lo cual quiere decir que tu valía es mayor de lo que parece a simple vista. No me cabe duda de que tus camaradas poseen a su vez sus propios talentos ocultos. ¡Pero los grifos os apresaron! Si los dragones fuesen halcones, los grifos serían gorriones. ¡Y la hidra sería un halcón de veinte cabezas!
—Tenemos que intentarlo —dijo Seth simplemente.
—Podréis intentarlo solamente si yo decido no incluiros en una receta —afirmó el gigante—. Sería una lástima no aprovechar unos ingredientes tan poco corrientes. Pero tal vez podamos llegar a un acuerdo. —Se tocó el collar de plata—. ¿Ves este aro que llevo colgado al cuello?
—Sí.
—¿Por casualidad no habréis hablado con Agad el brujo?
—Yo sí.
—¿Tú has hablado con Agad? —exclamó Dougan.
—Es una larga historia —repuso Seth.
El gigante prosiguió, haciendo oídos sordos a la interrupción.
—¿Sabes que si digo una mentira este collar encogerá y me cortará la respiración?
—Agad no me lo contó, pero me ha llegado ese rumor.
—Está bien saber que la noticia de mi maldición llega a oídos del primer recién llegado que aparece —dijo Thronis en tono cortante—. Agad presume mucho de su gran logro. No es para menos. Yo mismo soy una especie de tejedor de hechizos, y no se me engaña fácilmente. Malgasté años tratando de quitarme el collar para romper el hechizo, hasta que finalmente decidí que quizá sería más sencillo decir siempre la verdad. Lo que te quiero decir es que si llegamos a un trato, cumpliré lo que prometa. Debo hacerlo, o moriré.
Seth puso los brazos en jarras.
—¿Cómo sabemos que el hechizo es de verdad? ¿O que no has encontrado la manera de sortearlo?
—Supongo que es difícil demostrarlo. De todos modos, es cierto. Y, para ser franco contigo, no estás en situación de dudar de mí.
—¿Qué clase de trato sería?
Thronis honró a Seth con una sonrisa maliciosa.
—Concédeme unos minutos para que pueda describirte la situación. Un gigante de mi tamaño es un temible oponente, incluso si no tuviera conocimientos de magia. Por descontado, mi presencia intimida con solo mirarme. Pero una simple mirada no revelaría los milenios que he vivido, los hechizos que he llegado a dominar, mi engañosa agilidad, mi destreza con las armas ni la verdadera fuerza que hay en mí, un poder en bruto que sobrepasa la predecible capacidad de mi inmenso corpachón.
»La mayoría sabe que la piel de un gigante tiene una impresionante capacidad de recuperación. Considera por un instante mi malla suplementaria. —Indicó el atuendo de guerra que había en el rincón—. Reflexiona sobre la cantidad de acero que hace falta para fabricar una armadura tan magnífica, así como la seguridad adicional que proporciona. ¿Alguna vez habías oído hablar de un gigante que tuviese una armadura? Pertrechado con mi armadura, armado con mis armas, podría imponerme a cualquier dragón de esta reserva en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo, salvo quizás a Celebrant.
»Sin embargo, pese a tales ventajas, jamás me he enfrentado al templo del Dragón. —Thronis miró a Seth con segundas—. No porque la ubicación del templo sea un enigma. Poseo dos bolas en una cámara adyacente: una blanca y otra negra. La negra me sirve para ajustar el tiempo que va a hacer. La blanca me otorga el poder de la visión. Desde mi morada de Risco Borrascoso, soy capaz de contemplar casi todo Wyrmroost y gran parte del mundo que hay al otro lado de los muros. Aunque no puedo penetrar en el templo del Dragón, sé exactamente dónde está.
»Los dragones son conocidos por acumular tesoros. Yo protejo también un tesoro envidiable. ¿Cuántos templos del dragón supones que existen en el ancho mundo?
—¿Uno? —tanteó Seth.
—Hay tres, uno en cada una de las reservas prohibidas. Cada templo alberga los preeminentes tesoros de todos los demás, los artículos más poderosos acumulados por los dragones del mundo entero. Y cada templo contiene un talismán concreto que los dragones desean especialmente mantener alejado de las manos de los mortales. Fue en parte a cambio de estos tres talismanes que los dragones accedieron a confinarse en las reservas. ¿Sabes cuál es el talismán que alberga el templo del Dragón de aquí, de Wyrmroost?
—¿Unos guantes? —probó Seth a adivinar.
Warren le había informado sobre el mensaje que Kendra había copiado de la tumba de Patton.
—Precisamente. Los famosos Guantes del Sabio. Según cuenta la leyenda, cuando el hombre que se los pone da una orden, los dragones han de obedecerle. ¿Te das cuenta de que unos guantes como esos podrían venirme de perlas a mí?
—Probablemente, teniendo en cuenta que vives en una reserva de dragones.
Thronis echó atrás la cabeza.
—No. No me cabrían ni en el dedo meñique. Los Guantes del Sabio están pensados para los brujos mortales. Dominar su uso resultaría una complicada empresa incluso para Agad, y más aún para ti o tus compañeros. Si os dispusierais a robarlos, ningún dragón del planeta descansaría hasta haberos destripado.
—Nosotros no queremos los guantes —insistió Seth—. Lo que nosotros queremos es una llave.
—Ya veo. Respóndeme a una cosa. El templo del Dragón es antiguo. ¿Cómo es posible que esa llave vuestra entrara dentro?
—Un hombre la puso allí dentro.
—¿Pasó por delante de los tres guardianes? Qué extraordinario.
—Aquel chico hizo un montón de cosas imposibles.
El gigante apoyó un codo en la mesa.
—¿Y quién era ese embaucador tan poderoso?
—Patton Burgess.
Thronis movió la cabeza en gesto afirmativo.
—Me he tomado la molestia de aprender los nombres de solo un puñado de mortales. Pero el suyo lo conozco. Tal vez sea cierto que escondiera vuestra llave dentro del templo del Dragón. Tal vez él os transmitiese la información que os ayudará a acceder al interior. Las probabilidades son escasas, pero el panorama me resulta intrigante. Motivo por el cual he hablando antes de llegar a un trato.
»No he ignorado el templo del Dragón por falta de interés. No hay nada dentro que me tiente como para arriesgarlo todo, aunque es verdad que hay unos cuantos objetos que me gustaría tener. Unas figurillas valiosas. Un juego completo. Un dragón tallado en piedra roja. Una gigante de nieve esculpido en mármol blanco. Una quimera de jade. Hay otras dos piezas que forman el set: una torre de ónice y un leviatán de ágata. Traedme esas también. Sí, traedme las cinco figurillas y tal vez veréis un atisbo de mi faceta generosa.
Seth procuró que no se le notara la consternación que sentía.
—¿Y no se enfurecerán los dragones si robamos esas cosas?
Thronis agitó la mano con ademán de impaciencia.
—Se enfurecerán al ver que habéis entrado en el templo. El que os llevéis solo esas pocas figurillas no les producirá una ira significativamente mayor. Los guantes son otro cantar. Dejad los guantes donde están.
Trask levantó la voz.
—Si te juramos que te traeremos las figurillas, ¿nos dejarás marchar?
El gigante estiró un dedo.
—Haré algo más que dejaros marchar. Como preparativo de la empresa, os daré de comer, os equiparé y ordenaré a mis grifos que os lleven hasta la entrada del templo del Dragón. Pero sigue habiendo un problema. Soy incapaz de mentir. Y vosotros tampoco deberéis mentirme a mí. Mientras estudiaba infructuosamente la manera de liberarme de mi collar, aprendí a crear un utensilio similar con el mismo efecto asfixiante. Os fabricaré uno a cada uno para que los llevéis puestos. Si me traéis las estatuillas, os quitaré los collares y os proporcionaré un salvoconducto para llegar a la cancela de Wyrmroost. Si me engañáis, moriréis todos estrangulados.
—¿Qué nos darás? —preguntó Seth—. Quiero decir, para equiparnos.
—Ya que voy a renunciar a mi tarta, quiero conservar la esperanza de recibir algo a cambio de mi inversión. Puedo concederos una o dos cosas de gran valor que sean la pesadilla de los dragones. Puede ser una espada con filo de adamantita o una lanza con punta de ese material. Artículos poco comunes que preferiría conservar, a decir verdad, pero ¿de qué sirve un cúmulo de objetos valiosos si nunca se usan?
—Suena mejor que ser cocinados en una tarta —confesó Seth.
Thronis miró a Trask.
—¿Qué dices tú, sir Líder? Es el único trato que pienso ofreceros. Recuerda que yo no miento. No tendréis una segunda oportunidad. Estos términos se me antojan absurdamente generosos. Aquellos de vosotros que no aceptéis habréis llegado al final de vuestros días.
Trask consultó brevemente con los demás, apiñándose todos y hablando en voz baja.
—Nos brindas una alternativa mejor que la de una muerte segura —admitió Trask—. Aceptamos.
Thronis dio una palmada en la mesa. Seth se tambaleó y cayó de rodillas, mientras le retumbaban los oídos.
—Venid para que os muestre mi tesoro y os equipe —dijo entusiasmado el gigante—. Os pondré asfixiadores para asegurarme de que la historia que ha contado el chico es cierta. Nada podrá salvaros si miente sobre vuestros propósitos. Siempre y cuando el cuento resulte cierto, esta noche celebraré un festín con mis diminutos paladines y, por la mañana, ¡emprenderéis la marcha en pos de la gloria que la suerte os conceda!