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Bulbo-Pincho

En el exterior del Instituto Wilson, el suelo estaba cubierto de una capa de nieve crujiente y moteada de tierra. Kendra bajó la escalinata hacia el bordillo. Montículos informes de nieve blanda flanqueaban la calzada y montañitas irregulares bordeaban la acera. Pese a que el firme parecía limpio, la chica pisó con cuidado por temor a que hubiera zonas con hielo. Una capa brumosa de nubes gris claro añadía un toque monocromático a aquel gélido día.

Balanceando despreocupadamente su mochila, Kendra lanzó una mirada furtiva a los lugares en los que, por lo general, rondaban sus guardaespaldas, y vio a Elise, apoyada contra un coche estacionado al otro lado de la calle, anotando a lápiz una palabra en un crucigrama. La mujer no le devolvió la mirada, pero Kendra sabía que vigilaba disimuladamente. Elise aparentaba treinta y pocos años; delgada, de estatura media, con el flequillo tan recto como una regla. ¿A Warren le parecería guapa?

Continuó supervisando la zona mientras doblaba a la izquierda por la acera que discurría en paralelo a la calle. La mayoría de las veces conseguía localizar a Warren, pero hoy no se esforzó mucho, pues seguramente estaría velando por Seth.

Al llegar al paso de cebra, se apresuró para cruzar al otro lado de la calle, y a continuación pasó por delante de la biblioteca en dirección a la mole del polideportivo. El bloque de ladrillo con forma de cubo albergaba una piscina, una sala de entrenamiento, una cancha de baloncesto, tres pistas de tenis, vestuarios y una guardería de amplias dimensiones. Kendra trabajaba como voluntaria en la guardería todos los días después de clase, hasta las cinco. Era un trabajo muy fácil e incluso a veces disponía de ratos muertos en los que aprovechaba para hacer parte de los deberes.

El colegio más próximo había dado por concluida la jornada antes que el instituto, de modo que cuando Kendra entró en el recinto de la guardería ya había niños coloreando dibujos, haciendo construcciones, peleándose por el mismo juguete y corriendo de acá para allá. Unos de los niños que había cerca de la puerta la saludaron llamándola «señorita Sorenson». Ninguno la conocía como Kendra.

Rex Tanner se encontraba al fondo de la sala, ayudando a un niño pecoso a echar comida para peces en el acuario. Rex era un hombre de Brooklyn, de mediana edad y tez aceitunada, que dirigía el centro infantil y mantenía un ambiente distendido. Tenía muy buena mano con los niños, de un modo natural. Era como si nada lograra nunca sacarle de sus casillas.

Cuando el crío terminó con la tarea de los peces, Rex vio a Kendra y le hizo gestos con la mano para que se acercase, con una sonrisa en los labios más ancha de lo habitual. Su pelo rizado, su poblado bigote y sus gafas ligeramente tintadas hacían que siempre pareciera que llevaba un disfraz malo. Cuando llegó a su lado, pudo oler que, como de costumbre, se le había ido la mano con la Old Spice.

—Eh, Rex —dijo.

—Kendra, qué alegría verte, qué alegría. —Daba igual si se dirigía a niños o a adultos: Rex solía hablar siempre como si fuese el presentador de un programa infantil de la tele. Juntó las manos dando una palmada y se las frotó—. Hoy vamos a explorar los cinco sentidos. Se me ha ocurrido una actividad muy divertida. Ven a ver qué te parece.

Ella le siguió hasta el mostrador del fondo de la sala, donde había cinco cajas de cartón cuadradas dispuestas en fila. Cada una tenía un agujero recortado en un lateral.

—¿Se supone que tengo que meter la mano para palpar lo que hay dentro? —preguntó Kendra.

—Bingo —respondió él—. Trata de adivinar lo que estás tocando. Ve de izquierda a derecha.

La chica metió la mano en la primera caja y sus dedos resbalaron por la superficie de unas pequeñas esferas grasientas.

—¿Ojos fangosos? —tanteó.

—Uvas peladas —le desveló—. Prueba con la siguiente.

Kendra metió la mano en la segunda caja.

—¿Intestinos?

—Fideos gruesos.

La tercera caja contenía gomas de borrar de diferentes tamaños. Kendra lo acertó. La cuarta al principio le pareció que estaba vacía, pero luego descubrió una cosa que al tacto parecía una patata.

Estaba abriendo la boca para decirlo cuando notó un pinchazo en el pulgar. Ahogando un grito, sacó la mano.

—¿Qué era eso? —exclamó.

—¿Estás bien? —preguntó Rex.

—A ver si lo adivino: ¿un cactus? —Kendra se chupó la yema del dedo pulgar y notó sabor a sangre.

—Casi casi. Un higo chumbo. Es un fruto comestible. ¡Habría jurado que le había quitado todas las espinas!

Kendra negó con la cabeza.

—Pues te dejaste una.

Rex parpadeó y pareció perder un poco el equilibrio.

—Deja que vaya a buscarte una tirita.

Kendra se miró el pulgar.

—No, solo ha sido un pinchacito.

—Quizá será mejor que limitemos la actividad a cuatro cajas —decidió Rex.

—Seguramente. ¿Y qué hay en esa última? ¿Cuchillas oxidadas?

—Esponjas húmedas.

—¿No habrás utilizado ninguna para recoger trocitos de cristal rotos?

Rex se rio entre dientes.

—Deberían ser inofensivas. —Cogió la caja que contenía el higo chumbo—. Voy a guardar esto en mi despacho para quitarlo de la circulación.

—Buena idea —dijo Kendra.

Cuando se marchó con la caja, se acercó Ronda, una mujer con sobrepeso, madre de tres niños, que trabajaba a tiempo parcial en la guardería del polideportivo, casi siempre en el turno de tarde.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Rex me hizo palpar el fruto de un cactus. Me he pinchado. Pero estoy bien.

Ronda movió la cabeza en gesto negativo.

—Para ser tan majo, puede ser un auténtico cabeza de chorlito.

—No ha sido gran cosa. Y me alegro de que la víctima no haya sido un niño de cinco años.

El resto de la tarde transcurrió apaciblemente. Kendra no tenía deberes urgentes que hacer, así que pudo relajarse y disfrutar con los niños. Organizó un juego de sillas musicales y un par de rondas del Dice Simón. Rex leyó un cuento, Ronda tocó el ukelele en el rato de la canción y la actividad del tacto fue todo un éxito. Pronto el reloj que colgaba encima del fregadero dio las 4.55 y Kendra empezó a recoger sus cosas.

Estaba poniéndose la mochila al hombro cuando Rex se le acercó por detrás.

—Kendra, tenemos un problema.

Ella se dio la vuelta y buscó con la vista por toda la sala algo que pudiera haberse roto o un niño que pudiera haberse hecho daño.

—¿De qué se trata?

—Tengo a un padre iracundo al teléfono, en mi despacho —dijo Rex con voz contrita—. Te necesito un momento.

—Claro —respondió Kendra, tratando de adivinar qué podría haber provocado la llamada telefónica.

¿Había ella amenazado injustamente a alguno de los chiquillos en los últimos días? No recordaba ningún incidente. Perpleja, siguió a Rex hasta el despacho. Él cerró la puerta y bajó las persianillas. El auricular del teléfono estaba descolgado, encima de la mesa. Le indicó el teléfono.

—¿Quién es? —preguntó ella moviendo los labios pero sin emitir sonido alguno.

Rex sacudió la cabeza para señalarle la otra punta del despacho.

—Para empezar, echa un vistazo a lo que hay detrás del archivador.

Arrugando la frente, se dirigió hacia el alto archivador de metal. Antes de llegar, una chica salió de detrás del armario. Una chica idéntica a Kendra. La misma estatura, el mismo pelo, la misma cara.

Podría haber sido gemela suya, o algún truco hecho con un espejo. La réplica de Kendra ladeó la cabeza, sonrió y la saludó con la mano.

Kendra se quedó petrificada, tratando de procesar esa extraña visión. En los dos últimos años había visto cosas imposibles, pero nada más asombroso.

Aprovechando el silencio anonadado, Rex atacó por la espalda. Rodeó con uno de sus brazos el torso de la chica y la estrechó burdamente contra sí mismo. Un trapo impregnado de un olor acre le cubrió la nariz y la boca. Ella opuso resistencia y se retorció, pero los efluvios del trapo enseguida la marearon. La habitación se movió a un lado y otro, y su sensación de urgencia fue borrándose. Con el sentido nublado, se hundió contra Rex y se dejó arrastrar a la inconsciencia.

Kendra recobró la conciencia de manera gradual. Primero oyó un murmullo lejano de niños y padres. Al intentar desperezarse se dio cuenta de que tenía los brazos y las piernas atados. A medida que aumentaba su estado alerta, recordó su imagen refleja y que Rex la había atacado inexplicablemente. Intentó gritar, pero cayó en la cuenta de que tenía el trapo metido en la boca amordazada.

Fue entonces cuando abrió los ojos. Estaba en el suelo del despacho de Rex, atada a un madero.

Un fuerte dolor le martilleaba la frente. Trató de zafarse, pero las ataduras estaban muy prietas y el tablón la mantenía inmovilizada. Presa del pánico, se concentró en respirar por la nariz y escuchó los sonidos de voces de niños y padres, que fueron menguando hasta que ya no se oyó nada.

Por su mente cruzaron en tropel varios pensamientos. ¿Podría llamar a las hadas en su ayuda?

Hacía meses que no veía a ninguna. ¿Su condición de hada le garantizaba alguna ventaja en una situación de aprieto como en la que se hallaba? No se le ocurría nada. Necesitaba un analgésico; le iba a estallar la cabeza. A lo mejor Warren la rescataba. O Elise. Lamentó que Gavin no estuviese ahí, velando por su seguridad. ¿Dónde estaba? La última de sus cartas procedía de Noruega. ¿Por qué le habían metido tanta tela en la boca? Uno de los fluorescentes del techo estaba fallando. ¿La echaría Ronda en falta y vendría a buscarla? No, para eso estaba el duplicado de Kendra. La impostora seguramente engañaría también a Warren y Elise. ¿De dónde había salido? ¿Era posible que Rex perteneciese a la Sociedad del Lucero de la Tarde? En ese caso, debía de haber sido algún tipo de agente encubierto a la espera de instrucciones; llevaba años trabajando en la guardería del polideportivo.

La puerta del despacho se abrió. Una oleada de esperanza desesperada la embargó, hasta que Rex se acercó a ella y se detuvo a su lado.

—Solos tú y yo, nena —dijo en tono agradable, agachándose.

Kendra protestó a través del trapo, con ojos suplicantes.

—¿No te gusta mucho la mordaza, eh?

Ella meneó la cabeza a un lado y otro.

—¿Guardarás silencio? Créeme, enseguida te anestesiaré de nuevo. —Abrió un cajón de la mesa y extrajo un frasquito y un trapo. Desenroscó el tapón del frasco, empapó el paño y lo dejó a un lado—. Grita, y lo lamentarás. Si crees que tienes un dolor de cabeza ahora, espera a probar una segunda dosis. ¿Me sigues?

Con los ojos abiertos como platos, muy brillantes, Kendra respondió que sí con la cabeza.

Rex le despegó la cinta americana de la boca y sacó la pelota de tela mojada de saliva. La chica se lamió los labios. Notaba la lengua reseca.

—¿Por qué, Rex?

Él sonrió, entrecerrando los ojos tras las lentes ligeramente tintadas.

—Rex no te haría esto, mocosa. ¿Es que no lo has pillado? Yo no soy Rex.

—¿Eres un transformista de algún tipo?

—No vas desencaminada.

—Erais dos iguales —dedujo—. Igual que había otra yo.

Rex se sentó en la silla, junto a la mesa.

—¿Quieres que te lo cuente? Para serte sincero, yo vengo de un árbol. Originalmente era una fruta. Un bulbo-pincho. Se supone que ya nos hemos extinguido, pero aquí me tienes.

—No lo entiendo.

Una sonrisilla empujaba las comisuras de sus labios.

—Cuando metiste la mano en esa caja, en lo del juego del tacto, un bulbo-pincho te picó. Los bulbo-pinchos deben ser manipulados con cuidado. Se convierten en el primer ser viviente al que pican.

—¿Ese clon de mí antes era un higo chumbo?

—Somos unos frutos asombrosos. Para que tenga lugar la metamorfosis hay que esperar noventa minutos. Durante todo el proceso de transformación continuamos extrayendo materia y nutrientes del árbol del que nos arrancaron. Luego, esta fabulosa conexión se rompe, sobrevivimos tres o cuatro días y, puf, nos morimos.

Kendra se quedó mirando a Rex, reflexionando sobre todo lo que implicaba aquello.

—Entonces, la Kendra que procede del bulbo-pincho va a hacerse pasar por mí.

—Es un duplicado fabuloso. Incluso posee casi todos tus recuerdos. Hará un magnífico trabajo imitándote. Tus guardianes también caerán en el engaño.

La chica le miró con el ceño fruncido.

—Si tiene mi misma personalidad, ¿por qué no me está ayudando?

Rex juntó las manos y entrechocó suavemente los dedos repetidas veces.

—Tu personalidad no. Tus recuerdos. O por lo menos, la mayoría de ellos. Al igual que cualquier otro bulbo-pincho, ella tiene su propia conciencia. También yo. Solo porque pueda acceder a los recuerdos de Rex no quiere decir que él mande en mí. Nosotros, los bulbo-pinchos, obedecemos las órdenes que se nos dictan después de nuestra transformación. Mis acciones están fijadas. Rex era complicado. Yo no. Fui creado con el objetivo de secuestrarte. Mientras Ronda dirigía la actividad de la canción, yo estaba dando instrucciones a tu duplicado.

—¿Y si desobedeces tus instrucciones y me sueltas? ¡Las personas que te han hecho son malas! ¿No querrás ayudar a los malos, verdad?

Rex rio entre dientes y sonrió de oreja a oreja.

—No malgastes aliento. Los bulbo-pinchos somos condenadamente leales, Kendra. Nuestra existencia funciona de un modo diferente a la vuestra. Nosotros cumplimos aquello para lo que hemos sido programados. A pesar de los gratos recuerdos que Rex tiene de ti, yo solo puedo verte como mi enemiga. Mala suerte. Solo existiré otro día más, quizá dos. Tengo que cumplir mi cometido.

—¿Qué se supone que vas a hacer conmigo? —preguntó Kendra en un susurro.

—Entregarte a mi creador.

—¿Quién te creó?

Él enarcó las cejas.

—Ya lo verás.

—¿Vamos muy lejos?

Él se encogió de hombros.

—¿Está la Esfinge detrás de todo esto?

—¿Debería saber de quién me estás hablando?

Kendra apretó los labios.

—¿Cuál era la misión del otro bulbo-pincho?

—Hacerse pasar por ti es su tarea principal. Si tus guardianes creen que estás dormidita en tu cama, imagina lo fácil que será sacarte de aquí sin que se den cuenta.

—¿Qué otras cosas tiene que hacer?

Rex asintió con la cabeza y se inclinó hacia delante.

—Ya me advirtieron de que harías muchas preguntas y de que intentarías persuadirme para que te ayudara. Dijeron que debía ayudarte a entender lo que había ocurrido, que eso te apaciguaría. No me contaron mucho más de lo que necesito saber. Te he dicho todo lo que podía contarte.

—¿Quién te programó?

—Hemos terminado con la conversación de momento.

—Rex, no lo hagas… Tú me conoces, tú no quieres hacerme daño. Rex, me matarán. Harán daño a mi familia. Por favor, no te rindas ante ellos, es cuestión de vida o muerte. Están intentando acabar con el mundo.

Él sonrió como si las súplicas fuesen tiernas y patéticas.

—Ya basta de palabrería. Estoy bastante bien orientado, llevo más de un día en esta piel. No se me puede confundir ni persuadir. Vamos a disfrutar de un poco de música. A mí la música me gusta mucho. Nunca antes había tenido orejas. No chilles ni intentes nada. Solo conseguirás empeorar las cosas.

Rex encendió la radio que había encima de la mesa del despacho y subió el volumen. Kendra supuso que el rock clásico cumplía el objetivo de ayudar a camuflar cualquier sonido que pudiera atreverse a hacer. Las guitarras chirriantes y las voces que se desgañitaban le hacían más difícil concentrarse.

¿Alguien se daría cuenta de esta artimaña? ¿Acudiría raudo y veloz Warren en su ayuda? ¿O Elise? ¿O Seth? ¿Cómo podrían imaginar siquiera que otro individuo había ocupado su lugar? Hasta que el propio doble de Rex se desenmascaró, Kendra no había pensado ni por un momento que pudiera tratarse de un farsante. Si la Kendra falsa poseía sus recuerdos, ¿qué información podría contarles a sus enemigos? ¿Qué podría robar? ¿A quién podría hacer daño?

Rex permaneció junto a ella, sentado en la silla, observándola pacientemente, golpeando de vez en cuando una batería imaginaria. No daba señales de bajar la guardia en ningún momento. Por mucho que lo intentase, Kendra no podía imaginar ningún modo de salir de semejante aprieto. Era una trampa perfecta, imposible de prever. La Esfinge debía de andar detrás de ello. ¿La llevaría Rex ante él? ¿Cuándo? Cerró los ojos y, tratando de anular en su cabeza el sonido de la música rock, ansió tener un plan. Se sentía totalmente perdida.