18
El torreón del Pozo Negro
Con la mano cubriendo por completo el cubilete de plástico, Seth notó el cosquilleo de los dados en la palma de su mano.
—Vamos, seises —murmuró, y destapó el cubilete para volcar cinco dados encima de la tapa de la caja del yahtzee.
—Tres cincos —anunció Bubda.
—Ni un seis. —Seth estudió su planilla de puntuación—. Ya tengo mis cincos. Necesito todavía cuatro iguales. De cincos me vale.
Recogió los dados con el cubilete y sacó un tres y un cuatro. A continuación, un uno y un seis.
—Cuatro de nada —dijo Bubda—. ¿Te quedas con ese seis?
—Seguro que pierdo mi bonificación. Y he usado ya la opción de suerte. Mejor puntúo cero de yahtzee.
Bubda recogió los dados en el cubilete y sonrió mientras los agitaba con brío. El trol ermitaño había sacado ya un yahtzee en esta ronda y había asegurado su bonificación mayor. El tedio había impulsado a Seth a rebuscar entre los cachivaches del trastero. La caja del yahtzee era de diseño anticuado, como si fuese de los años cincuenta o sesenta. Algunas de las cartulinas de puntuación estaban usadas del todo, pero quedaban muchas sin escribir y también había dos pequeños lápices.
Seth había empezado echando una partida en solitario y el trol había acabado por acercarse para echar un vistazo por detrás. La tímida curiosidad de Bubda había dado paso rápidamente a una maratón de yahtzee.
El trol lanzó los dados en la tapa del estuche.
—Cuatro unos —anunció Seth—. Los unos ya los tienes. Has sacado cuatro iguales, y en realidad puntuaría como tres iguales muy bajos. Puedes probar a ver si sacas un full.
Bubda meneó la cabeza en gesto negativo y recogió solo un dado, dejando los otros cuatro.
—Una bonificación por yahtzee vale cien puntos.
Sacó un seis. Rezongando, lo cogió rápidamente y sacó un uno.
—¡Yahtzee! —graznó Bubda, levantando los dos puños.
Seth no pudo por menos de sacudir la cabeza.
—Eres el sujeto con más potra del mundo. —Bubda había ganado ya nueve rondas de trece.
El trasgo se puso a dar brincos en círculo, al tiempo que se palmeaba la cadera y que hacía girar un dedo por encima de su cabeza. Seth lamentaba haber enseñado al trol que cada yahtzee que sacasen merecía un baile de la victoria.
A su espalda, por encima de sus cabezas, Seth oyó que la tapa de la mochila se abría. Bubda se lanzó de cabeza a una montaña piramidal de cajas de embalaje. Escondiendo la cabeza entre los brazos y pegando las piernas al cuerpo, de repente adoptó un parecido increíble con un baúl de madera. Unos pies empezaron a bajar por la escala. Seth retrocedió a un rincón, cruzando los dedos para que su facultad de caminar en la sombra le ayudase a ser invisible. ¡A quién se le ocurría poner en riesgo la seguridad por echar una partida de yahtzee!
Cuando vio quién era el que descendía por los travesaños, respiró, aliviado.
—Estoy solo —dijo Warren con un susurro.
A Seth le gustó ver que su mirada interrogante le pasaba por encima sin detectarlo.
—Estoy aquí —dijo el chico dando unos pasos al frente.
—No está mal —aprobó Warren—. Has aparecido como por arte de magia.
—¿Qué novedades hay?
—Perdona que no haya podido bajar a verte hasta ahora. No quería que los demás se enterasen aún de que habías venido. —Warren lanzó una mirada al suelo—. ¿Estabas jugando al yahtzee?
—No llevo bien el aburrimiento. Es de noche, ¿verdad?
Warren asintió.
—Nos encontramos en el interior de un torreón. Una especie de castillo pequeño.
—Ya sé lo que es un torreón.
—Kendra y parte del grupo están investigando el cementerio por si hay alguna pista. No me ha hecho ninguna gracia apartarme de su lado, pero quería venir a ver cómo estabas. —Warren le explicó a Seth el encuentro con Agad y que al día siguiente por la mañana tendrían que marcharse todos de allí.
—Ahora estamos aquí —dijo Seth—. ¿Debería salir y desvelar que he venido?
—No estoy seguro de cómo se lo tomarán los demás.
—No quiero que lo pases mal por haberme echado una mano. Haré como si hubiese actuado en solitario.
—No es eso lo que me preocupa. Es que quiero que el equipo mantenga una actitud de cooperación y que nadie se descentre de nuestro objetivo. Tu aparición podría provocar divisiones. Aquí dentro estarás más seguro que en ningún otro sitio, y en cuanto hayamos salido del torreón tú seguirás igualmente con nosotros en todo momento. Creo que quizá sería más prudente que te quedaras aquí escondido por si te necesitamos más adelante. Si nos metemos en algún lío en el que puedas sernos de ayuda, podrías intervenir a modo de refuerzo.
—De acuerdo. Supongo que eso tiene sentido.
Warren se encorvó y recogió los dados, que eran de color rojo. Los agitó en el cubilete marrón y los arrojó a la tapa de la caja.
—Mira eso. Una escalera mayor. —Se irguió—. Nunca me había sentido tan entusiasmado con una misión como con esta. Me entran ganas de intentar esconder la mochila en algún rincón perdido del torreón y luego agazaparme aquí dentro contigo y con tu hermana.
—¿Por qué no lo haces?
—Agad es brujo, y además no puede tenernos aquí. Se enteraría en cuanto intentásemos esconder la mochila en algún sitio. Camarat, el dragón de la entrada, olisqueó la mochila nada más llegar. Quizá no haya ni un solo lugar seguro en toda esta apestosa reserva en el que pudiéramos esconderla. Tendremos que conseguir nuestro objetivo y largarnos.
Warren fue a una de las cajas de suministros y sacó un paquete de galletas recubiertas de chocolate. Y le lanzó a Seth otro paquete. Cada cual quitó su envoltorio y se pusieron a masticar la galleta.
—Hagas lo que hagas —dijo Seth mientras masticaba con la boca llena—, procura no dejarme demasiado tiempo aquí abajo. Solo puedes echar una determinada cantidad de partidas del yahtzee sin volverte loco.
—Lo tendré en cuenta.
• • •
La noche estaba en calma. No hacía ni de lejos el frío que Kendra había imaginado. No estaba segura de si incluso la temperatura no habría bajado por debajo del punto de congelación. Por encima de su cabeza las estrellas brillaban en tal cantidad que hasta las constelaciones más familiares se perdían en medio de semejante abundancia.
Las lápidas del cementerio, a espaldas de la modesta capilla del torreón, se hallaban en variable grado de deterioro. Muchas estaban resquebrajadas o desconchadas. Algunas estaban lisas de la erosión. Otras se inclinaban como si estuviesen borrachas. Numerosas tumbas estaban señaladas con montículos de piedras, sin más. Tres de ellas estaban designadas mediante sendas esferas de granito burdamente tallado, del tamaño de pelotas de playa. Kendra podía ver tan bien que no necesitaba ninguna luz para leer las inscripciones de las lápidas, por lo que Trask y Gavin la seguían a ciegas, confiando en su vista.
La lápida de Patton Burgess estaba más entera y se podía leer mejor que muchas otras. A Kendra le llegaba por la cintura:
Kendra leyó en voz alta las palabras y después rodeó la lápida para ver qué había detrás.
—En el reverso no hay nada.
Era extraño pensar que en su ciudad natal tenía su propia lápida falsa. Sus padres aún creían que estaba enterrada allí. Pero todo era para bien. Si de esta manera se mantenían lejos del peligro, merecía la pena.
Trask y Gavin se agacharon y se pusieron a tratar de cavar la dura tierra con unas palas. Kendra vigiló el recinto del cementerio. Mara, Dougan y Tanu montaban guardia en otros puntos, mientras Warren se ocupaba de que las luces siguieran ardiendo en algunos de los aposentos en los que tenían que dormir.
—Esto es como excavar en hierro —se quejó Gavin.
Trask se detuvo unos instantes, quitó el tapón de una ampolla que le había prestado Tanu y salpicó el suelo con parte de su contenido. Al cabo de unos segundos prosiguieron con la excavación, y pareció que empezaban a hacer progresos más rápidamente. Kendra estaba intranquila. En el torreón reinaba una atmósfera agobiante. El achaparrado conjunto de edificaciones, diseñado para albergar un pequeño ejército, le resultaba demasiado grande y demasiado vacío. Había demasiados parapetos, demasiadas ventanas y nichos en puntos recónditos, demasiados lugares en los que esconderse. No podía evitar preguntarse quién estaría observándolos. Mientras sus amigos iban arrancando terrones a cada vez mayor profundidad en aquella tierra desafiante, los sonidos de su excavación se agrandaban produciendo un ruido antinatural. Kendra escrutó los muros circundantes en busca de algún par de ojos poco amigables.
Se le vino a la mente Simrin. Unas horas antes, Kendra había vislumbrado a la mujer serpiente escalando por una muralla hasta una pasarela, con las palmas de las manos pegadas a la piedra, totalmente abiertas, en vez de agarrarse a ella con los dedos, subiendo por la pared vertical como un geco. ¿Estaba Simrin espiándolos en estos momentos, escudriñando desde algún lugar elevado y lúgubre, preparada para transmitir información a los dragones?
A lo largo del día, Kendra había ido encontrándose con otras criaturas, aparte del minotauro, la mujer serpiente y el alcetauro. Había visto un gigantesco ogro jorobado de antebrazos rollizos y la cara arrugada como un garbanzo, cruzando un patio interior con un yunque debajo del brazo. El bruto contrahecho tenía un ojo más grande que el otro y la cabeza calva y llena de costras, ribeteada con unos finos cabellos rubios. También había reparado en un hombrecillo, que no le llegaba más que a la cintura, brincando de acá para allá con unas piernas larguiruchas como si fuese un saltamontes.
¿Quién sabía a qué otros insólitos colaboradores había reclutado Agad?
—Esta lápida está clavada más hondo de lo que cabría esperar —dijo Trask, jadeando.
—¿Ves ya alguna palabra, Kendra? —preguntó Gavin. Kendra se puso en cuclillas y vio los primeros renglones de un mensaje.
—Sí.
La chica sacó el lápiz y el papel que había traído. Habían decidido que anotase la inscripción, para evitar decir nada en voz alta, pues el peligro parecía acechar por todas partes.
Trask y Gavin resoplaban y gemían a cada palada que daban, excavando más y más hondo en la tierra. Poco a poco hacían que la lápida tan profundamente clavada empezara a ser visible. Trask salpicó el suelo con un poco más de la poción que les había proporcionado Tanu, y Gavin empezó a golpear la tierra con una pequeña piqueta. Un fogonazo de luz hizo que Kendra alzase la vista, y alcanzó a ver la cola de una estrella fugaz surcando el firmamento.
Cuando quedó al descubierto el mensaje completo, un cerco de piedras y tierra rodeaba el gran agujero. El sudor relucía en la cabeza sin pelo de Trask. A pesar de que la inscripción estaba escrita con letra menuda, Kendra podía leer el mensaje sin problemas. Se sentó en el borde del hoyo y copió las palabras.
El objeto que ansiáis es un huevo de hierro del tamaño de una piña, con unos bultos que rematan su mitad superior, y se halla escondido en el tesoro del templo Secreto del Dragón, junto con otros ítems sagrados para los dragones. El acceso está muy vigilado. Las probabilidades de conseguirlo son escasas. No cojáis otros objetos. Obviad los guantes. La enemistad con los dragones no es para tomársela a la ligera. No digáis a ningún dragón que andáis buscando el templo, ni siquiera a Agad.
Las indicaciones para llegar al templo pueden obtenerse en el santuario de la reina de las hadas que está cerca del Salto del Velo Partido.
—Lo tengo —dijo Kendra, doblando la nota.
Trask y Gavin se pusieron a rellenar el hoyo, poniendo lo mejor posible las piedras y la tierra excavada de nuevo en su sitio. Mientras esperaba, Kendra releyó varias veces el mensaje. Kendra no había sospechado que la reina de las hadas tuviese un santuario aquí, en la reserva especial. No había visto ni una sola hada. Al aparecer, Kendra iba a tener que estar con el resto del grupo tanto si Agad les permitía quedarse como si no. Si el santuario de la reina de las hadas se parecía en algo al que tenía en Fablehaven, Kendra era la única persona que podría llegar a sobrevivir si entraban sin permiso.
Trató de no pensar en los obstáculos que podrían aguardarles si lograban encontrar la ubicación del templo del Dragón. No cabía duda de que Patton había logrado su objetivo de esconder el Translocalizador en algún lugar de difícil acceso.
• • •
Seth trató de resistirse, pero las voces eran tremendamente insistentes. Se quedó varios minutos agarrado al travesaño más alto de la escala, escuchando aquellos susurros suplicantes, intentando en vano acallar su curiosidad. El coro de voces, que se pisaban unas a otras, le recordó al Pasillo del Terror. Las voces, indisociables unas de otras, se superponían tanto que era imposible entender ni una sola palabra. Apenas podía reconocer cosas como «hambre», «sed» y «piedad».
Warren había confiado en que sabría estarse quietecito. Seth no quería cometer ninguna estupidez, no aquí en Wyrmroost, donde había tanto en juego. Pero en cuanto comenzaron aquellos susurros le había resultado imposible hacer oídos sordos. ¿Y si esas voces susurrantes le conducían a algún secreto importante que solo él pudiese desvelar? Podría ser su oportunidad para demostrar que su sitio estaba aquí, en el corazón de la aventura.
Seth empujó la tapa de la mochila para levantarla, salió con sigilo del almacén y se quedó acurrucado sin hacer el menor ruido. Al otro lado de la puerta le esperaba el patio oscuro y silencioso.
Una vez que estuvo fuera de la mochila pudo discernir claramente que los susurros balbucientes provenían de una única dirección y que llegaban a sus oídos desde un lugar recóndito del torreón.
Bien pegado al muro, salió con mucho sigilo al lúgubre patio; sus ojos se desviaban de vez en cuando al firmamento estrellado. Teniendo en cuenta la falta de luz, sus facultades para andar como una sombra deberían hacerle invisible a cualquiera que se asomase a mirar. Abandonar la mochila era un riesgo, pero la posibilidad de obtener informaciones valiosas acerca de la reserva era una tentación demasiado grande. Incluso podría llegar a entablar una alianza con algún ser poderoso. A veces las situaciones desesperadas requerían medidas extremas.
Y para ser sinceros —aunque solo fuera—, era un pretexto razonablemente bueno para salir de ese almacén atestado de trastos. El aire fresco de la montaña estaba ya rejuveneciéndole el ánimo.
Unas rejas y un puente levadizo izado impedían aventurarse extramuros. En el lado opuesto a la cancela se alzaba el edificio principal, sombrío e imponente, visible apenas bajo la luz de las estrellas, con el único acceso de una recia y pesada puerta. Siempre pegado a la muralla, tenso y ojo avizor, Seth tomó el camino largo rodeando el patio para llegar a la puerta que tenía unos refuerzos de hierro.
Para su gran alegría, se encontró con que no tenía el cerrojo echado.
En la sala que había tras ella, tenebrosa y enorme, se debatió entre sacar o no la linterna. Estaba demasiado oscuro para ver, pero decidió que cualquier luz, por débil que fuese, supondría un riesgo demasiado grande en un salón tan importante. En lugar de guiarse por la vista, siguió la confusa cháchara ininteligible, y el volumen de las voces fueron aumentando conforme cruzaba palmo a palmo la gran sala, tropezando aquí y allá con obstáculos invisibles que chocaban contra sus espinillas, puntas de los pies o manos extendidas al frente.
Finalmente, Seth llegó a una pared y después al vano de una puerta. Se la jugó por unos instantes encendiendo la linterna, haciendo visera con la mano por el lado luminoso, y encontró una escalera de subida y otra de bajada. Sin lugar a dudas, los susurros provenían de un nivel más bajo del edificio. Tal vez el fuerte disponía de sus calabozos, como la mazmorra de Fablehaven.
Al oír un sonido parecido al raspar de una lija, el chico apagó la linterna y pegó la espalda a la pared. El ruido de raspadura había sonado antinatural. Un instante después oyó unas tenues pisadas de alguien que bajaba cuidadosamente por la escalera. El desconocido llegó a los últimos escalones y a continuación se detuvo. Seth podía oír su respiración acompasada.
—Estaban en el cementerio —dijo una voz baja—, excavando la tumba de Patton.
—¿Han cogido algo? —replicó una voz queda de mujer.
—No. Parecían interesados en unas marcas que había en la lápida.
—¿Han vuelto a sus aposentos?
—Por lo que puedo deducir, sí.
—Mantente al acecho. Iré a comprobar su ala.
Seth permanecía rígido en la oscuridad; su mano se aferraba, ansiosa, a la linterna. Por el timbre de su voz, sospechaba que se trataba de la mujer serpiente que le había descrito Warren y del minotauro. Pero no había forma de saberlo con certeza. Oyó unos pasos sigilosos que se alejaban por el gran y tenebroso salón.
En cuanto creyó estar de nuevo solo, se planteó la posibilidad de regresar a la mochila. Si hubiese contado con que el torreón fuese a estar plagado de espías, se había quedado en su escondrijo. Pero los confusos susurros continuaban, y ahora que estaba fuera sería una lástima no acabar lo que había empezado. No le pareció que ninguno de los hablantes hubiese bajado por las escaleras, de modo que avanzó a tientas hacia la zona de la que arrancaban los escalones descendentes. Tanteando con un pie, encontró el bordillo del primer escalón y comenzó a bajar.
Avanzando con el máximo sigilo que le fue posible en medio de la oscuridad, descendió un par de largos tramos de escalera, cruzó una puerta, recorrió un pasillo, atravesó el vano de otra puerta y siguió por una escalera de caracol. Durante todo ese tiempo, el volumen de los susurros fue en aumento, tanto que llegó a preocuparse por si sería capaz de captar algún otro sonido.
Sus manos se toparon con una puerta hecha de hierro macizo, la superficie rugosa y desconchada por efecto de la corrosión. Sus dedos localizaron un asa y, con un fuerte sonido metálico, la puerta se abrió chirriando, liberando un torrente aún más ensordecedor de crípticos susurros. La estruendosa puerta puso nervioso a Seth. Alguien que no tuviese la cabeza saturada de aquel coro de susurros podría haber oído desde una distancia considerable aquel estrépito metálico.
El corazón le palpitaba a toda velocidad. Seth aguardó unos instantes en el umbral de la puerta, reuniendo el coraje para continuar adelante. Las tinieblas que tenía delante de sus narices no le hacían presagiar nada bueno, y las voces le parecían demasiado estruendosas, por lo cual sacó otra vez su linterna. El haz de luz reveló un pasillo corto que comunicaba con una pared que conducía siguiendo una curva hasta una cámara que apenas se veía. Avanzando con cautela, Seth salió a una cámara ovalada con un agujero redondo en el suelo, la boca siniestra de una negrura insondable. Las voces balbucientes salían del pozo, silbantes, suplicantes, amenazadoras.
El agujero no tenía a su alrededor ninguna barandilla. Si no hubiese una luz, Seth podría haberse caído dentro sin darse cuenta. La sola idea le produjo un escalofrío en la nuca. El agujero tendría más o menos tres metros de ancho, y la sala no llegaría a los diez metros de largo. Una larga cadena suelta recorría sinuosamente el suelo, formando aquí y allá varios montones de pesados tramos enroscados sobre sí mismos. Un extremo estaba anclado a la pared, mientras que el otro acababa cerca del pozo circular. Cada uno de los oxidados eslabones tenía dos orificios, uno para el eslabón anterior y otro para el siguiente.
Seth avanzó hasta el borde del agujero, quitó la mano de encima de la linterna y alumbró con ella hacia abajo. Alcanzaba a ver a mucha distancia, pero la luz no llegaba hasta el fondo. En cuanto destapó la linterna, los susurros crecieron hasta niveles atronadores.
—Silencio —murmuró él.
Los susurros cesaron.
El brusco silencio resultaba mucho más escalofriante que el clamor de antes. Una suave brisa subía de las profundidades del agujero.
Preocupado porque los dueños de las voces susurrantes pudieran verle, Seth apagó la linterna y con ello sumió de nuevo la sala en una oscuridad impenetrable.
—Ayúdanos —susurró una voz lastimera y reseca—. Misericordia.
—¿Quién eres? —respondió Seth también en un susurro, tratando de evitar que le castañetearan los dientes.
—Somos los confinados a las profundidades —respondió la sedienta voz.
—¿Qué tipo de ayuda podéis…?
—¡La cadena!
Un coro de voces espectrales repitió la súplica.
—La cadena, la cadena, la cadena, la cadena.
Seth carraspeó.
—¿Queréis que os eche la cadena?
—Te serviremos mil años.
—Cumpliremos todos tus deseos.
—Nunca más conocerás la derrota.
—Jamás conocerás el miedo.
—Y nos postraremos ante ti.
Más voces continuaron agregando promesas, hasta que Seth dejó de diferenciar unas de otras.
—Callaos —les pidió Seth. Las voces obedecieron—. No puedo oíros si me habláis todos a la vez.
—Sabio señor —empezó a decir una voz áspera, hablando ella sola—, hemos perdido todo sentido del tiempo y del espacio. No nos merecemos estar en este abismo. Necesitamos la cadena. Echanos la cadena. ¿Dónde está la cadena?
Otras voces espectrales se unieron a su llamamiento.
—La cadena. La cadena. La cadena…
—Chis —ordenó Seth. De nuevo, las voces se callaron—. Vamos a jugar al juego del silencio. El primero que hable pierde. Necesito un segundo para pensar.
El chico encendió la linterna y alumbró con ella la cadena oxidada. Totalmente desenrollada podía llegar hasta el fondo del agujero. Una vez echada dentro, la cadena de metal pesaría demasiado como para que Seth pudiese recogerla sin ayuda de nadie.
Caminó alrededor del agujero. Ninguno de los entes invisibles decía nada. En ocasiones, sus padres le hacían jugar a eso del silencio, cuando iban juntos en el coche. ¡Él ni siquiera había tenido que prometerle una golosina al ganador!
—Muy bien, tengo algunas preguntas —dijo Seth—. Voy a necesitar que responda un único portavoz.
—Yo —respondió una voz ávida.
—Bien. Estamos en una reserva de dragones. ¿Qué sabéis de Wyrmroost?
No hubo ninguna respuesta durante unos segundos.
—Sabemos poco sobre reservas. Pero sabemos matar dragones. Pasaremos a cuchillo a cientos de dragones en tu nombre. Sus tesoros adornarán tu gran sala. Ningún enemigo se alzará contra ti.
—Danos la cadena.
—Tengo la sensación de que si os echo la cadena, saldréis aquí arriba y me comeréis.
—No vas desencaminado —dijo una voz a espaldas de Seth.
Fue tal el susto que estuvo en un tris de caerse en el agujero. La linterna se le escapó de las manos, y cayó dando vueltas hasta el fondo de la negrura, iluminando un tramo cada vez más lejano del foso infinito y rebotando un par de veces contra las paredes durante su caída. La luz se perdió de vista sin que Seth alcanzase a vislumbrar el fondo, y sin que llegase a producirse ningún sonido lejano al estamparse contra la base.
Notó el refulgir de una antorcha. Un anciano de larga barba y pesado manto sostenía en alto la tea encendida. Seth se apartó con cuidado de la abertura del pozo.
—Tú debes de ser Agad —dijo Seth—. Me has dado un susto de muerte.
—Y tú debes de ser el intruso de la mochila —respondió Agad—, Camarat notó tu presencia, así como la del trol ermitaño y la de un autómata poco convencional. El dragón estaba en lo cierto. Eres joven, y eres un encantador de sombras.
—Y no pretendo hacer daño a nadie.
Uno de los ojos de Agad le tembló.
—Interesante que el primer lugar al que vengas sea al Pozo Negro.
—Estaba siguiendo los susurros. Hace mucho que no ejercía mis poderes de encantador de sombras.
—Bueno, esta sala es la habitación más peligrosa de todo el torreón, y probablemente una de las peores de toda la reserva. Me preguntaba qué podría haberte atraído aquí. Patton dijo que tienes tendencia a cometer travesuras, pero ¡olvidó mencionar tu condición de encantador de sombras!
—¿Patton habló de mí? —preguntó Seth.
—Me dijo que contase con que aparecerías tú también si la niña venía. Me gustaría pensar que no habrías echado la cadena.
—¿La cadena? ¡Ni hablar! ¿Estás de broma? Yo solo esperaba poder sacarles algo de información.
Agad se acercó y se sentó. Con la antorcha, hizo un gesto a Seth, que también tomó asiento.
—Los entes que hay dentro del Pozo Negro dirían lo que fuera con tal de recuperar la libertad, momento en el cual todas sus promesas se desvanecerían. No hagas tratos con esa clase de seres. No dan nada. Solo saben tomar de otros.
—¿Por qué tienes aquí una cadena, para empezar?
La pregunta se ganó una sonrisa a su pesar.
—Si uno sabe manejarlos, guiarlos, liberarlos temporalmente y en determinadas circunstancias, los moradores del Pozo Negro tienen su utilidad. Pero hasta yo mismo, solo recurriría a ellos como ultimo recurso.
—Para más adelante tal vez te interesaría cerrar la puerta con llave.
Agad esbozó una sonrisa más amplia que antes.
—Dejé la sala accesible porque esperaba tu visita. La verdad sea dicha: tú y yo somos las únicas personas del torreón del Pozo Negro que podrían haber entrado en esta cámara, cerrada con llave o no. Un miedo penetrante más potente que el terror a los dragones protege el Pozo Negro de cualquiera que no sea digno de entrar.
—¿Yo podría aprender a controlarlos?
El brujo ponderó la cuestión.
—Quizá sí. Pero ¿deberías intentar aprender? Yo opino que no. Estos infames demonios te atacarán a la menor oportunidad. Busca mejores aliados. Yo, que poseo miles de años de experiencia, rara vez me he planteado recurrir a ellos y sigo considerándome peligrosamente vulnerable.
Seth podía notar el frío de los eslabones a través de los pantalones.
—¿Sería posible que no contases nada de esto a los demás? La mayoría no sabe aún que he venido con ellos. Me estoy escondiendo por si acaso me necesitan más adelante. Ya me entiendes, para alguna emergencia.
—¿Para provocarla o para solucionarla? Presumiblemente, tus amigos se enfadarán mucho si se enteran de que has venido al Pozo Negro.
—Ya me tienen por un idiota.
Agad tosió hacia su puño cerrado.
—Patton no compartía ese parecer. Reconocía en ti muchas cosas que le eran propias. Pero eso le inquietaba, debido a la cantidad de veces en que se libró por los pelos de una muerte prematura. Yo también veo un gran potencial en ti, Seth Sorenson. La mayoría de los que poseen la facultad de caminar en las sombras son malvados hasta la médula. A mí me da que tú eres todo lo contrario. Ándate con cuidado aquí. Una reserva de dragones no es lugar para imprudentes. Si actúas con inteligencia, puede que la valentía te sirva de mucho. Pero la curiosidad, la osadía, la sed de aventuras… Esas cosas pueden ser tu perdición.
—Procuraré recordarlo.
Agad sonrió con tristeza.
—He aprendido a no tomarles demasiado cariño a los visitantes. Tanto si lográis vuestro objetivo como si no, ya solo la supervivencia constituiría un triunfo notable. Será mejor que regreses a tu mochila.
—De acuerdo. Gracias por los consejos.
El brujo se levantó.
—Supongo que huelga decir que espero no volver a sorprenderte rondando por el Pozo Negro.
—Me mantendré alejado de las voces. Por cierto, en cuanto a lo de decírselo a los demás…
Agad guiñó un ojo.
—Yo no diré nada si tú no dices nada.
• • •
Por la mañana, unos nubarrones amenazantes tapaban gran parte de la luz del sol mientras Kendra caminaba por lo alto de la muralla del torreón. Por encima de su cabeza, el cielo estaba azul y despejado, pero alrededor se arremolinaban nubes plomizas, como si la reserva estuviese ubicada en el ojo de un huracán. Una brisa ligera agitaba el aire desde direcciones impredecibles.
Delante de ella, Simrin abría el camino con sinuosa elegancia; las flexibles escamas de su espalda se ondulaban sutilmente a cada paso que daba. Detrás de Kendra iban Trask, Gavin y Tanu, los tres compañeros que había elegido para esta última entrevista con Agad. Simrin había explicado que Agad deseaba verlos en el interior de una de las torres esquineras del fuerte.
Kendra se había despertado con la garganta irritada. Había esperado que al espabilarse y ponerse a hacer cosas se le pasaría el dolor, pero la sensación de irritación no hizo sino ir en aumento. Cada vez que tragaba se sentía más incómoda. Se dijo a sí misma que tendría que pedirle a Tanu algún remedio.
En la intersección de dos murallas en una torre redonda, Simrin abrió una pesada puerta de roble ribeteada de hierro, y se hizo a un lado. Kendra pasó la primera, entrando en una sala circular de unos seis metros de ancho. Una amplia sección del muro aparecía interrumpida por una serie de finas troneras. A un lado, una escala de madera comunicaba con una trampilla en el techo. Simrin cerró la puerta de roble sin entrar.
Agad los esperaba al fondo de la sala, agarrado a una vara larga y delgada. Entre ellos, un mapa de Wyrmroost en relieve cubría el suelo, con sus dos cumbres altísimas, infinidad de montañitas pobladas de bosque, numerosos valles, varios lagos, muchos arroyos y una maqueta diminuta del torreón del Pozo Negro.
—Buenos días —dijo Agad—. Pensé que la Sala del Mapa Menor podría ser un lugar de encuentro apropiado para esta charla. Me planteé usar la Sala del Mapa Mayor, pero el grado de detalle es extremado. Todo guardián ha de proteger ciertos secretos.
—Parece que hoy nos espera un día de tiempo revuelto —observó Trask.
Agad le clavó la mirada.
—¿Eso es un comentario o una pregunta? Sin duda, habréis reparado en la desproporcionada falta de nieve que tenemos en Wyrmroost. —Tocó con la punta de la vara una de las cumbres altas—. Thronis, el gigante de cielo, vive en lo alto de Risco Borrascoso. No solo es el gigante vivo más grande del que se haya tenido noticia hasta la fecha, sino que además es un brujo muy hábil. Ha optado por considerar Wyrmroost como su dominio y templa las inclemencias a base de brujería. Los dragones le desprecian profundamente, pero su fortaleza es inexpugnable; además, ellos aprecian que no haya mucho viento. Las galernas y el vuelo de los dragones son dos cosas que no casan bien.
—No tenía ni idea de que quedasen en el mundo gigantes de cielo —dijo Tanu.
—Bienvenido a Wyrmroost. —Agad sonrió. Tocó con la vara la otra montaña—. Cerca del Colmillo de la Luna, la cumbre más alta, vive Celebrant el Justo, ampliamente reconocido como el rey de toda la dragonidad. Necesitaríais alas para poder escalar estas montañas. No os acerquéis a ellas. Hay peligros a lo largo y ancho de toda la reserva, pero no hay adversario más mortífero que los entes que habitan en lo alto de estas poderosas cumbres.
—¿Qué otras criaturas podemos esperar encontrarnos? —preguntó Gavin.
Agad se acarició la barba.
—Dragones vulgares, dragones escupe-fuego, dragones alados de cola erizada, basiliscos, grifos, gigantes, troles de montaña, aves Roe y fénixes se cuentan entre nuestros moradores más poderosos.
Incluso las criaturas de reducido tamaño pueden resultar tremendamente peligrosas. Después de haber vivido aquí durante siglos, ni siquiera yo mismo soy capaz de enumerar todos los seres que acechan bajo el cielo, debajo de las hojas y de las piedras de Wyrmroost. Huelga decir que las visitas no gozan de una larga esperanza de vida. No alarguéis vuestra estancia.
—Tal vez tú puedas ayudarnos a acortarla —dijo Trask—. Sabemos que lo que tenemos que encontrar es el santuario de la reina de las hadas.
Agad lanzó una mirada a Kendra.
—Supongo que eso podría ayudar a entender la presencia de nuestra joven amiga. Pero lamento comunicaros que el santuario se encuentra en la ladera del Risco Borrascoso, dentro del territorio más celosamente vigilado por Thronis. ¿Dices que vuestra misión ha de llevaros allí?
—Por desgracia, así es —confirmó Trask.
El brujo se estremeció.
—Las inmediaciones del santuario deberían serviros de lugar seguro frente a Thronis o cualquier otro enemigo. Por desgracia, casi todos los que ponen el pie allí son aniquilados al instante. Si alguno de vosotros tuviera la suerte de ser apresado con vida por Thronis, que tenga mucho cuidado con sus poderes mentales. El gigante no es estúpido. Son varias las razones por las que ha resistido tanto tiempo, rodeado de comodidades en una tierra sagrada codiciada por todos los dragones de Wyrmroost. Dichos motivos van más allá de su incomprensible fuerza bruta. Yo tengo el mérito de haberle suministrado su mayor punto débil: un collar imposible de quitar, que le apretará el cuello hasta estrangularle si dice alguna mentira. No pronunciéis mi nombre delante del gigante de cielo. Thronis no me tiene el menor cariño. ¿A qué otros lugares podría llevaros vuestra misión?
Los compañeros se miraron los unos a los otros.
—No estamos seguros —confesó Kendra finalmente.
Utilizando su vara para señalar y hacer más hincapié, Agad les describió la mejor ruta desde el torreón del Pozo Negro hasta el santuario de la reina de las hadas. El camino no era en línea recta, pero les explicó con todo detalle que haciendo ese tortuoso recorrido sortearían los terrenos más accidentados y rodearían las madrigueras de las criaturas más temibles. A continuación pasó a enumerarles otros parajes peligrosos: una garganta frecuentada por troles de montaña, una vaguada cubierta de bosque en la que moraban docenas de dragones alados, un collado cercano al nido de un ave Roe, así como numerosas madrigueras de dragón. Kendra esperaba que los demás tuviesen mejor memoria que ella.
Finalmente, Agad dio unos pasos para apartarse del mapa y apoyó la vara en la pared.
—Estas orientaciones deberían daros una ventaja para salir bien parados. Recordad: no toméis nada por seguro. Pueden surgir complicaciones en cualquier parte, en todo momento. Esta es una reserva de depredadores y muchas veces están moviéndose de un lado para otro.
—Gracias por tu ayuda —dijo Kendra.
Agad cerró los ojos momentáneamente, como si pestañease con parsimonia.
—Dadme las gracias si acabáis saliendo con vida. Procurad no perturbar ningún nido de avispones. Ya tengo bastantes problemas, como para que los visitantes además den pie a más complicaciones.
—¿Cómo salimos de Wyrmroost cuando hayamos terminado? —preguntó Kendra.
El brujo se frotó el bigote.
—Si pudisteis acceder cruzando la cancela, debéis salir cruzándola. Utilizad la misma llave. Si lo deseáis, podéis refugiaros aquí vuestra última noche. ¿Alguna pregunta más, para terminar?
—¿Podrías prestarme ingredientes para pociones? —preguntó Tanu sin tapujos—. Me vendría particularmente bien cualquier sustancia derivada de un dragón. Sería una manera de prestarnos ayuda discretamente.
El brujo ladeó la cabeza y se rascó detrás de la oreja.
—Cierto. No resultaría fácil detectar que los ingredientes te los he facilitado yo. Ven conmigo cuando hayamos terminado con la reunión. Tal vez podamos hacer algún intercambio. Seguramente tienes alguna cosilla difícil de encontrar aquí en Wyrmroost.
—Estaré encantado de intercambiar cosas contigo —dijo Tanu.
—¿Hay alguna norma sobre matar d-d-d-dragones? —preguntó Gavin.
El brujo le dedicó una mirada adusta.
—¿Esperas entablar combate?
—Lo pregunto hipotéticamente.
Agad frunció el ceño.
—A diferencia de algunas reservas, aquí no hay penas formales aplicadas al asesinato de un dragón. Pero como debes de saber ya, los dragones no miran con buenos ojos a nadie que haya matado a uno de su especie, a no ser que la muerte se produjese dentro de los parámetros mutuamente aceptados de un duelo formal.
Gavin movió la cabeza en gesto afirmativo.
El brujo movió su cabeza de un lado a otro levemente.
—Por favor, no vayas a perder la vida y a condenar a tus amigos incitando a un dragón a combatir.
—No tengo la menor intención de combatir con ningún dragón —le aseguró Gavin—. Solo es que me gusta conocer las reglas del juego.
—Camarat dijo que parecías curtido en el trato con dragones —añadió Agad.
—Soy joven, pero mi padre me enseñó muchas cosas. Chuck Rose.
—No he oído hablar de él. —Agad empezó a andar en dirección a la puerta—. Es preciso que salgáis de este recinto amurallado antes del mediodía. Después, podréis hacer lo que os parezca, pero yo os recomiendo que os mováis con sigilo y celeridad.
—Me encantaría poder traer a Mara y a los demás a que vean esta sala del mapa —dijo Trask—. Me gustaría mucho repetir alguna de tus indicaciones.
Al cruzar el umbral de la puerta, Agad miró hacia el cielo.
—Tienes mi permiso. Pero no te demores mucho. —El anciano le dio unas palmaditas a Kendra en el hombro—. Que tengáis suerte. Espero que encontréis lo que andáis buscando, y que el precio no sea demasiado alto.
Agad se alejó, con Tanu a su vera.
Kendra se volvió hacia Tanu y Gavin.
—¿Ha sido útil?
Trask se encogió ligeramente de hombros.
—Cuanto más aprendemos sobre lo que nos vamos a encontrar aquí, menos me gusta. Pero prefiero estar asustado que ciego. Será mejor que vayamos a buscar a los demás.
Mientras caminaba en compañía de Trask y Gavin, Kendra reflexionó sobre el jefe del grupo. Trask parecía ser el más capacitado de todos ellos. Era alto, fuerte, experto y un hombre de mundo. Se movía con seguridad. Era rápido a la hora de tomar decisiones. Se comportaba como alguien que lo ha visto todo ya en la vida.
No le hacía ninguna gracia oírle decir que estaba asustado.