17
Wyrmroost
El helicóptero volaba por el cielo límpido, con los rotores batiendo el aire helado. Sentada bien recta en la parte delantera, al lado del piloto, Kendra disfrutaba de unas vistas impresionantes del bosque nevado de debajo a través de las grandes ventanillas curvadas. Nunca había contemplado una belleza que pudiera compararse con esta panorámica accidentada de cumbres heladas y lagos congelados.
Al poco rato de haber despegado, Kendra había decidido que nunca en su vida querría hacerse piloto de helicópteros. Los numerosos cuadrantes e indicadores la intimidaban. Aaron Stone controlaba el rumbo a través de una palanca en concreto. Usaba otra para que ascendieran y descendieran, y unos pedales para hacer virar la cola a un lado y a otro. A Kendra aquella coordinación y aquella pericia le parecían fuera de su alcance.
—Ve más hacia la derecha, Aaron —le indicó Kendra.
Una vez más, el piloto estaba desviándose de las dos altas peñas que hacían parecer minúsculas las demás. Trask había explicado que esas montañas eran en realidad las dos cumbres más elevadas de toda Norteamérica, pero que no recibían ese honor debido al potente hechizo distractor que protegía la reserva.
—¿Estás segura de que ves dos montañas?
—Las estoy viendo ahora mismo.
Aaron levantó el visor de su casco y aguzó la vista.
—¿Estás mirando esos picos de allí? —Señaló más allá del lugar al que se dirigían.
—No, las que yo veo son mucho más grandes. Son con diferencia las montañas más altas de todo este entorno.
Él se bajó el visor con un toque.
—Esto es raro. Suelo ser capaz de sortear mentalmente los hechizos distractores.
Conforme iban acercándose, Kendra se fijó en que las imponentes montañas estaban prácticamente limpias de nieve, al igual que gran parte de la naturaleza circundante. Escrutó las montañas y los valles en busca de dragones y otras criaturas, pero no vio nada. Empezó a divisar un tenue arco iris que resplandecía en el aire a cierta distancia, delante de ellos, que recordaba a una aurora boreal. Las gigantescas montañas estaban cada vez más cerca.
—Nos estamos acercando —dijo Kendra.
—¿Ves la silueta con forma de corazón?
Kendra escudriñó el bosque, cubierto de nieve, debajo de ellos, en busca de un claro con forma de corazón. Al parecer, el helicóptero debía posarse en esa peculiar pradera. Desde allí proseguirían el camino a pie.
—Aún no.
Continuaron avanzando, pero el helicóptero empezó a perder altitud poco a poco, pues Aaron lo dirigió con suavidad hacia abajo para acercarlo al suelo.
Debajo, la sombra del helicóptero subía y bajaba de acuerdo con los contornos del terreno. En muchas pendientes la nieve emitía destellos a la luz del sol. Kendra divisó un claro que tenía vagamente la forma de un riñón.
—¿Podría ser ese? —preguntó, señalando.
Aaron siguió con la vista la dirección hacia la que apuntaba el dedo de la chica.
—Creo que no.
—Te estás desviando otra vez. Vuelve a la derecha.
Menos de un minuto después, la pradera apareció ante su vista: un corazón blanco inconfundible rodeado de árboles, más pequeño de lo que Kendra se había esperado.
—Hemos llegado —anunció la chica—. Aaron, llévanos más a la derecha. ¿Lo ves?
—Lo tengo. Qué vista de lince. Buen trabajo, Kendra. —Levantó la cabeza para otear el horizonte—. Sigo sin ver esas montañas.
—Están justo delante de nosotros. Sus cimas se elevan muy por encima de la altura a la que nos encontramos.
—Me estás tomando el pelo.
—También hay un montón de cumbres menos elevadas —informó—. Crestas rocosas y montañas súper empinadas. Parece que dentro de la reserva el terreno es accidentado. Hay varios lagos congelados. En esta parte no está nevado, solo la parte superior de los picos.
—Extraño —dijo Aaron.
—¿Crees que sabrás encontrar el camino para venir a recogernos?
—En el claro vamos a dejar una radio y una baliza. He estado estudiando la topografía, analizando el terreno en busca de hitos fuera de la reserva. Creo que sabré volver yo solo. Si no, confío en Trask y en el instrumental.
Viendo la cantidad de veces que se había desviado de la reserva, Kendra tenía dudas sobre la capacidad de Aaron de regresar sin ninguna ayuda. Con suerte, los artilugios funcionarían bien.
Aaron hizo descender el helicóptero suavemente hasta el campo nevado. Una vez que estuvieron en tierra, el claro dejó de parecerse tanto a un corazón. Trask, Dougan, Warren, Tanu, Mara y Gavin salieron del helicóptero uno tras otro y se pusieron a descargar el material. Kendra se bajó también.
Los rotores no dejaron de girar. En cuanto hubieron descargado el equipamiento, Trask se metió en la cabina para decirle algo a Aaron. Después, se apartaron todos del aparato y observaron cómo los rotores ganaban velocidad y el helicóptero rojo y blanco ascendía estruendosamente hacia el cielo, levantando olas aéreas de nieve que salían despedidas por todo el terreno.
A pesar del sol brillante, hacía un frío muy intenso. Warren ayudó a Kendra a colocarse el gorro, las gafas de esquí y una braga para el cuello, para que ningún trozo de su piel quedara expuesto.
Envuelta en su voluminoso abrigo, se sentía como una astronauta. Warren la ayudó a sujetarse unas raquetas de nieve a las botas con ayuda de unas correas. Dougan le puso un arnés y lo enganchó a una cuerda de escalada. Kendra dirigiría al grupo; la cuerda les serviría, si todo iba bien, para que los demás continuasen andando en la dirección correcta.
Tanu entrechocó sus puños enguantados.
—¿Estamos seguros de no querer meternos en la mochila mágica y que Kendra nos lleve hasta la cancela?
—Ya hemos hablado de eso —respondió Warren apresuradamente—. Es preciso que estemos fuera y listos en caso de peligro. No hay ningún motivo para hacer que Kendra tenga que cargar ella sola con nosotros. Si falla todo lo demás, podemos intentar lo de la mochila.
Tanu se encogió de hombros y asintió.
Trask se acercó, corriendo pesadamente por la nieve.
—¿Estamos preparados? —Acababa de terminar de camuflar un gran cofre de plástico en el extremo del claro. Detrás de Kendra, todo el mundo estaba ya enganchado a la cuerda mediante arneses y mosquetones.
—Por supuesto —respondió Dougan.
Trask se enganchó detrás de Kendra, el siguiente de la fila. Hablando por encima del hombro, se dirigió al resto del grupo:
—Recordad, no os fijéis en el entorno por el que vamos a ir. Simplemente, seguid a la guía.
Kendra, ¿ves las cumbres?
—Sí.
—¿Alguien más las ve? —preguntó Trask—. ¿Unas montañas inmensas e inconfundibles? Ya imaginaba que no. Yo tampoco. Cuanto más os centréis en el lugar al que tratamos de llegar, más os veréis tentados de perderos por un camino equivocado. Seguid la cuerda. Sea lo que sea lo que penséis, la cuerda sabe adónde va. Kendra, inicia la marcha.
—Tengo que ir siempre hacia las montañas, ¿verdad? —quiso asegurarse ella.
—Correcto. Yendo en esa dirección conseguiremos, por lo menos, para dar con el muro; luego ya nos preocuparemos de la cancela.
Kendra comenzó a andar entre los árboles, pisando con gran esfuerzo. Los demás la siguieron. La chica estaba preocupada porque su forma de dirigirlos fuese pésima, pues no tenía mucha experiencia como guía. Se concentró en intentar averiguar la mejor ruta entre los árboles, la vía más sencilla por cada pendiente. Su objetivo era evitar la necesidad de retroceder sobre sus pasos. Dado que los demás estarían ocupados en combatir los efectos del hechizo distractor, esperaba saber llevarlos por la vía más segura y directa que fuese capaz de encontrar.
Las raquetas hacían que sus pasos largos pareciesen andares de pato, pero por lo menos le servían, tanto a ella como a los demás, para no hundirse en la nieve. Unas altas coníferas se elevaban por encima de su cabeza, con las ramas cargadas de grumos blancos. Kendra se deleitó con el fresco aroma de la nieve y de los árboles. Arropada como iba en su atuendo de material aislante, entrando en calor gracias al ejercicio físico, el frío parecía un elemento irrelevante.
Con sus andares lentos y torpes, fue subiendo cuestas, sorteando matorrales despojados de hojas y rodeando desnudos árboles caídos. Cada vez que los demás empezaban a desviarse en la dirección equivocada, ella tiraba con insistencia de la cuerda. De vez en cuando, una pella de nieve se desprendía de algún árbol y se desplomaba contra el suelo con un sonido sordo y amortiguado. Bajo las ramas de los árboles de hoja perenne había trechos en los que dejaba de ver las montañas, pero acertaba a divisarlas lo suficiente para mantener debidamente orientada a su recua de seguidores.
Basándose en un viejo mapa trazado a mano, de los archivos de los Caballeros del Alba, Trask estaba seguro de que el claro en el que habían aterrizado se encontraba a un par de kilómetros de la cancela. Kendra se preguntó lo largos que se le iban a hacer un par de kilómetros andando trabajosamente campo a través por la nieve, casi todo el tiempo cuesta arriba. Enseguida estuvo hasta la coronilla de tener que hacer un esfuerzo tremendo para dar un solo paso con aquellas suelas gigantescas.
Cuando llegó a la cresta de una larga pendiente, se encontró con que había llevado a su equipo a lo alto de una pared de unos diez metros de altura. Iban a tener que continuar en paralelo al precipicio durante unos noventa metros antes de poder seguir avanzando. Desde aquel enclave que contaba con unas vistas magníficas, tras dejar atrás el macizo de árboles, Kendra contempló la gigantesca cancela.
Aparentemente forjada con oro, se componía de barrotes verticales con escasa separación entre ellos, y se erigía independiente de muros o vallas físicas. En lugar de estar sujeta a algún muro tangible, la cancela se situaba en medio de una barrera iridiscente de luz prismática. La barrera multicolor se elevaba y resplandecía como la aurora boreal, solo que ocupando una posición fija. Kendra se detuvo al filo del precipicio para observar las sogas, ruedas y láminas luminosas titilar, plegarse y colisionar en infinitas combinaciones.
Trask tiró de la cuerda.
—Será mejor que demos la vuelta.
—No, solo tenemos que bordear este pequeño despeñadero hasta que podamos continuar avanzando. Puedo ver la cancela.
—Has perdido la ruta —se lamentó Dougan—. Hemos venido por un sitio equivocado.
Todos los que se asían a la cuerda estaban mirando hacia atrás, lejos de la verja y del impresionante despliegue lumínico. Se pusieron a tirar entre todos en sentido contrario, por lo que Kendra se encontró alejándose a tumbos de la verja.
—No os fiéis de vuestro instinto —dijo ella.
—Hemos llegado a un precipicio imposible de cruzar —le rebatió Trask.
—¡Alto! —gritó la chica, luchando por no dejarse arrastrar por los demás—. Vuestro instinto está cegado. No voy a permitir que nos pase nada. Veo cómo podemos llegar a la cancela.
—Cerrad los ojos —ordenó Warren—. Cerradlos fuerte y seguid sus indicaciones.
—Eso es —coincidió Kendra—. Vigilaré para que no tengamos que acercarnos al filo en ningún tramo. Dejad que os guíe.
Mascullando y sin estar muy conformes, todos cerraron los ojos. Kendra fue pisando aún con más firmeza que antes. Los demás seguían tratando de desviarse e incluso con los ojos cerrados continuaban anticipándose y queriendo deducir hacia dónde tenían que ir. Ella los condujo hasta un punto en el que el escarpado precipicio comenzaba a menguar y enfiló hacia la cancela.
—¡Seguidme a mí! —ordenó Kendra mientras los demás empezaban a tirar de ella en una dirección equivocada.
—Tú nos estás llevando de cabeza a una zona de avalanchas —gritó Dougan, alarmado.
—Tiene razón —coincidió Mara.
Tiraban tan fuerte de ella en dirección contraria que Kendra se cayó. La arrastraron por la nieve, alejándola de la barrera prismática. La chica se puso a gritarles, desesperada:
—¡Parad! ¡Chicos, parad! ¡Vais en una dirección equivocada!
—No hagáis caso de lo que os dicte vuestro instinto —dijo Gavin.
—Id hacia donde ella tire —coincidió Warren.
Tanu se plantó y todos dejaron de desviarse hacia el lado equivocado.
—Mantened los ojos cerrados —bramó el samoano.
—Puedo oler el peligro —insistió Mara.
—Tus sentidos están confundidos —dijo Kendra con convicción—. Estamos al ladito de la cancela. No penséis, simplemente seguidme.
—Fe ciega —dijo Gavin.
—Fe ciega —coincidió Trask.
Kendra se irguió y avanzó a duras penas, nuevamente en la dirección correcta, tratando de moverse deprisa para que siguiese fluyendo el impulso hacia su destino. Estaban cerca. Había llegado el momento de iniciar el sprint hasta la meta.
Emergieron del bosque a un campo nevado, amplio y despejado. Ahora nada les impedía disfrutar de la visión completa de la alta cancela y del rutilante muro. Kendra avanzó con paso firme y decidido, respirando trabajosamente, tirando de la cuerda con todas sus fuerzas. Contempló todas aquellas volutas caleidoscópicas que se perdían de vista a ambos lados. Lentas espirales se estremecían y se enroscaban. Echó la vista atrás y vio que, incluso con los ojos cerrados, sus compañeros apartaban la cara. La seguían con pasos vacilantes, con las piernas muy tiesas. Pero la seguían.
Resultaba extraño acercarse a la resplandeciente radiación de la barrera. La colorida tapia se parecía demasiado a un arco iris o a un espejismo, una ilusión que debería desvanecerse en cuanto el observador se acercase a ella. Por el contrario, la barrera ocupaba un lugar fijo, y lanzaba destellos y reflejos, llenando por completo el campo de visión de Kendra a medida que iba acercándose a la dorada verja.
—Quedaos quietos —dijo Kendra finalmente, a uno o dos pasos de la brillante verja.
Lanzó un vistazo atrás y vio que los demás estaban temblando.
—No os mováis de vuestro sitio —gruñó Trask.
Gavin y Warren cayeron de rodillas. Mara gemía y hacía muecas de dolor. Dougan tarareaba una sencilla melodía forzando la voz, con la frente perlada de sudor. Tanu hizo varias respiraciones hondas y purificadoras, abriendo mucho las aletas de la nariz y expandiendo y contrayendo el pecho.
Kendra se abrió la cremallera del abrigo y buscó a tientas el bolsillo interior en el que había guardado el cuerno de unicornio. Los guantes hacían que sus dedos se volviesen más torpes, por lo que se quitó uno. Cogió el cuerno con la mano.
—Adelante —los animó, y tiró de sus compañeros para obligarlos a dar los últimos pasos que les quedaban para llegar a la verja.
Al no ver ninguna cerradura, tocó el centro de la cancela con la punta del cuerno. El metal emitió un fulgor resplandeciente y la verja empezó a abrirse con suavidad, sin el menor ruido. Incluso al mirarlas de cerca, las bisagras de la cancela parecían ancladas simplemente a la barrera traslúcida de luz. Kendra tiró de los demás para que cruzasen la abertura; las piernas le temblaban.
Al otro lado de la barrera ya no le hizo falta tirar más. Los otros abrieron los ojos y se agruparon a su alrededor, con cara de extrañeza, como si alguien acabara de despertarlos. Había desaparecido del aire aquella gélida sensación. La alta hierba aparecía sembrada de florecillas silvestres. A este lado no había nieve en los árboles ni en el suelo, excepto unos cuantos parches finos a la sombra. Delante de ellos se elevaba un muro de piedra gris con torretas redondas en las esquinas y un puente levadizo en el centro, recogido, hecho de negros tablones con tachones de hierro. La alta muralla almenada ascendía a unos seis metros de alto tal vez, y los torreones la rebasaban en otros tres metros más.
Ninguno de los edificios que había tras la muralla se elevaba mucho más. Por lo visto, las almenas no contaban con ningún vigilante o centinela. El bastión tenía un aspecto erosionado por el tiempo, lóbrego, más semejante a un fortín abandonado que a un castillo habitado. Detrás de ellos, la cancela de oro se cerró con un sonido metálico.
—Bienvenidos a Wyrmroost —murmuró Trask.
A Kendra aquella fortificación, recia y sumida en el silencio, le parecía inquietante.
—¿Llamamos a la puerta? —se preguntó.
Tanu se rascó la cabeza mientras alzaba la vista contemplando las impresionantes montañas.
—¿Cómo es posible que no las viéramos?
Un rugido como de un millar de leones estalló entre el macizo de árboles más próximo. Kendra se sobresaltó y se dio la vuelta. De la arboleda salió sinuosamente una criatura dorada y roja, contoneando y retorciendo su largo cuerpo como si de una cinta se tratase. Dos alas de plumaje dorado se desplegaron y propulsaron al serpentino dragón hacia la cancela.
—Mantened la calma —les instó Gavin—. No os mováis de donde estáis. No tratéis de coger ningún arma. Y no lo miréis a los ojos.
Kendra apartó la vista del dragón y lo miró con su visión periférica mientras se les acercaba.
Llevaba sus enormes alas muy abiertas. Cuando se posó cerca de ellos, produjo una ráfaga de viento.
Un miedo paralizante se apoderó de Kendra, un terror instintivo que la dominó por completo. ¿Era así como se sentía un conejo cuando veía a un halcón cerniéndose sobre él? El dragón tenía una cabeza como de león gigante, pelaje rojo dorado y una melena de color carmesí. Cuatro pares de patas sostenían el cuerpo cubierto de escamas; cada uno de sus grandes pies parecía un híbrido entre garra de dragón y zarpa de león. El dragón medía dos veces y media la estatura de Trask. De largo, tenía el tamaño de dos autobuses.
—Visitas —ronroneó con una voz vibrante que denotaba interés—. Rara vez tenemos visitas. Estos son unos dominios peligrosos. Yo impido el paso a los que no son dignos de entrar. ¿Está dotado de la palabra alguno de vosotros?
—Yo puedo hablar contigo, poderoso dragón —dijo Gavin.
—Y mirarme a los ojos. Impresionante. ¿Y tus compañeros?
—Yo puedo hablar —dijo Trask—. Querríamos ver al encargado.
—Yo también puedo hablar —añadió Mara.
Kendra tembló. Dudaba de que pudiese mover los brazos o las piernas, pero haciendo un gran esfuerzo obligó a sus labios a moverse para pronunciar unas palabras:
—Y yo.
El dragón inclinó su testa leonina.
—Un impresionante grupo de humanos. Cuatro de siete mantienen algo parecido al control de sí mismos. Uno verdaderamente está sereno. ¿Cuáles podéis moveros?
Mara y Trask avanzaron para colocarse cada uno a un lado de Gavin, el cual saludó al dragón con un ademán desenfadado. Kendra trató de sobreponerse a la parálisis que atenazaba sus extremidades, pero no lo logró. El dragón meneó la cabeza, agitando suavemente la lanuda melena.
—¿Tres? ¿Por qué la cuarta que veo no se mueve, aun cuando posee en su interior una extraña energía? No es una auténtica interlocutora de dragones. ¿Qué cometido os trae a Wyrmroost?
—Que-que-queremos pedir audiencia con el encargado —dijo Gavin.
—Bastante razonable —respondió el dragón—. Encontraréis a Agad dentro del torreón del Pozo Negro. Yo soy Camarat. Trabajo con Agad. Hacía muchos años que no hacía una criba de visitantes. —Camarat avanzó contoneándose y olisqueó a Warren, y después olió la mochila—. Ahí dentro hay más de lo que podría suponerse. Pero nada que resulte demasiado alarmante. —El dragón avanzó hasta colocarse delante de Trask, exhalando de las aletas de su hocico unas bocanadas de humo blanco azulado—. ¿Qué os trae por Wyrmroost?
—Venimos a buscar la llave que abre una cámara que se encuentra muy lejos de aquí —respondió Trask, y arrugó las cejas en cuanto las palabras salieron de su boca.
—¿Una llave? Interesante. —El dragón se desplazó hasta Mara y exhaló sobre ella—. ¿Qué más pretendéis conseguir?
—Queremos la llave y queremos sobrevivir —respondió ella.
El dragón se irguió en el aire como una cobra, alzándose sobre ellos al modo de una alta torre, con dos pares de patas colgando.
—Muy bien, podéis pasar. Estáis avisados: Wyrmroost no es para los débiles de corazón.
Las alas doradas se desplegaron en toda su envergadura. Con una ráfaga de aire, el dragón alzó el vuelo, su cuerpo alargado enroscándose y desenroscándose cual un látigo. Intimidada ante la fluida gracia de aquella majestuosa criatura, Kendra se quedó mirándola mientras trazaba tirabuzones cada vez más arriba en el cielo. El puente levadizo del muro empezó a bajar, acompañado del estruendo de sus engranajes y del fuerte entrechocar de sus pesadas cadenas. Un angosto camino, con la anchura justa para que pasase una carreta, conectaba directamente la cancela dorada con el puente levadizo.
Trask emprendió la marcha hacia el fuerte.
—¿Es frecuente que haya un dragón en la cancela para recibir a las visitas? —preguntó Kendra a Gavin, poniéndose a su lado para caminar junto a él.
—Yo n-n-n-nunca había visto algo así. Habríamos avisado a todo el mundo. Tampoco había visto nunca a un dragón parecido a Camarat.
—¿Estaba exhalando suero de la verdad encima de Trask y Mara?
—O algo similar. Eh, buen trabajo, cuando tiraste de nosotros para que cruzásemos la cancela. Yo estaba bastante atontado.
—Cada cual tiene sus virtudes. —Esperaba que hubiese sonado informal y no como una engreída.
Llegaron al puente levadizo y cruzaron un foso no muy profundo, seco, repleto de arbustos espinosos. Los dientes de hierro de una reja izada pendían por encima de sus cabezas con aire amenazante cuando atravesaron a grandes pasos la gruesa muralla, tras la cual se hallaron en un patio con el suelo de losas de piedra. Un edificio gris, de aspecto macizo y rematado con almenas, se levantaba frente a ellos. En las altas y estrechas ventanas no se veía brillar ninguna luz. Tres personajes los aguardaban delante de la única y pesada puerta que permitía acceder a la pétrea estructura.
En el centro, el minotauro más alto que Kendra hubiese visto en su vida esperaba apoyado en un hacha de guerra con el mango muy largo, como si fuese un cayado. Su pelambre lanuda era del color castaño sedoso típico de los setters irlandeses, y un parche negro le tapaba un ojo. A su izquierda había una criatura semejante a un centauro, solo que con cuerpo de alce. Múltiples cicatrices le desfiguraban la piel marrón; la más horripilante era una que le cruzaba en diagonal desde una oreja y que trazaba una curva en mitad del cuello. Portaba un arco negro y llevaba colgado un carcaj con flechas. De uno de sus hombros colgaba una correa de cuero de la que pendía un cuerno pulido. A la derecha, una mujer delgada y totalmente calva, con cuatro brazos y la piel como de serpiente, comprobaba el aire con una lengua fina y larga. Sus manos inferiores asían sendas dagas de hoja mellada.
El minotauro dio unos pasos al frente, ladeando la cabeza para poder observar mejor con el ojo bueno a los recién llegados.
—¿Qué os trae por el torreón del Pozo Negro? —preguntó con brusquedad.
Trask levantó los brazos en paralelo al cuerpo con las palmas hacia arriba.
—Me llamo Trask. Venimos en son de paz, con la esperanza de poder alojarnos aquí esta noche. ¿Eres Agad?
El minotauro resopló por la nariz, ensanchando los orificios nasales.
—Agad os recibirá en el Salón Alto. —Señaló con un gesto a la mujer que tenía rasgos de serpiente—. Simrin os acompañará. Dejad las armas y todo vuestro equipo en el cuartel. —Sirviéndose de su hacha, señaló una edificación que había a un lado de la entrada principal—. El alcetauro os ayudará.
El centauro con cuerpo de alce avanzó hacia ellos.
—Hagamos lo que dice —murmuró Trask, iniciando la marcha en dirección al cuartel.
El silencioso alcetauro les mostró dónde podían dejar su equipamiento. Warren miró a Trask con cara de interrogante antes de dejar en el suelo la mochila; cuando este le respondió asintiendo con la cabeza, obedeció. Kendra llevaba el cuerno de unicornio guardado en el bolsillo de su abrigo.
Una vez depositadas allí sus pertenencias, Kendra y los demás siguieron a Simrin por un pasillo grande y tenebroso en cuyas vigas había posados unos cuantos cuervos. La mujer, que era más baja que Kendra, se desplazaba a grandes pasos, como deslizándose, con movimientos fluidos. Los condujo por una puerta que había al fondo del pasillo; subieron dos tramos de escaleras y cruzaron por una pasarela cerrada que comunicaba con un edificio adyacente. Kendra se asomó a mirar por una ventana que daba a un patio tomado por completo por helechos, arbustos y árboles retorcidos. Unas estatuas desportilladas, salpicadas de líquenes, vigilaban la vegetación, sus rostros marmóreos prácticamente borrados por la erosión.
Simrin subió delante de ellos unos cuantos escalones y cruzó por unas puertas enormes que daban a una estrecha cámara con el techo de bóveda de cañón. La luz del sol se colaba por unas ventanas ojivales emplomadas e iluminaba una mesa alargada de piedra provista de doce asientos a cada lado. En la cabecera de la mesa, sentado en la silla más grande y más recargada, había un anciano rechoncho cuya barba gris, larga y suelta, le llegaba hasta el regazo. Una capa negra, con ribete de marta cibelina, le colgaba de los hombros encorvados, tapando casi por entero las vestiduras que llevaba debajo, de seda roja. Un anillo con una piedra preciosa adornaba cada uno de sus dedos.
Estaba comiendo pedazos de carne húmedos que iba sacando de una especie de cuenco hecho con un pan basto y negruzco ahuecado.
El anciano indicó mediante gestos las sillas más próximas.
—Sentaos conmigo, por favor —los invitó, mientras se lamía el dedo pulgar.
Trask y Dougan tomaron asiento en las sillas más cercanas al anciano. Todos ellos se sentaron.
—¿Tú eres Agad? —preguntó Trask.
—Soy Agad, guardián de Wyrmroost. —El viejo mojó los dedos en el agua que contenía un cuenco de madera y se los secó con una servilleta de lino—. Habéis venido por la llave que depositó aquí Patton Burgess.
Ellos vacilaron antes de responder. El hombre barbudo se quedó mirándolos con calma.
—Es correcto —respondió Dougan.
Agad bebió un trago de una pesada copa.
—Patton fue amigo de esta reserva hasta que él y un colega suyo sacaron furtivamente un huevo de dragón de estos territorios. La ocurrencia resultó fatal.
—Tengo entendido que recibió sepultura aquí —soltó Kendra.
Agad le dedicó una prolongada mirada.
—Eso no lo sabe todo el mundo. Pero sí, sus huesos están enterrados aquí, en Pozo Negro. Solo quedaron huesos. —El viejo se volvió hacia Trask—. Este no es el mejor lugar para que ronden chiquillas encantadoras. No encontraréis la llave. El consejo que os doy es que os marchéis de aquí inmediatamente.
—No podemos —replicó Trask—. Esperábamos dejar a la niña y a su protector aquí, en el torreón, mientras los demás íbamos por la llave.
—Lo lamento —dijo Agad, al tiempo que entrelazaba las manos—, vuestra intención es vana. Para mantener la paz con los dragones, los visitantes solo pueden buscar refugio entre los muros del torreón del Pozo Negro durante la primera y la última noche de su estancia.
Kendra y Warren se miraron preocupados.
—Supongo que no habrá problema en hacer una excepción con la niña, ¿no? —dijo Dougan.
—Me temo que los términos de nuestra tregua no nos permiten hacer ninguna excepción —dijo Agad, dando un suspiro—. Sin embargo, si me dejáis, quisiera tener unas palabras a solas con la niña.
—Nosotros teníamos la intención de solicitarle un poco de ayuda… —empezó a decir Trask.
Agad levantó una mano.
—Yo velo por el torreón y vigilo la cancela. No me relaciono mucho con los diversos habitantes de esta reserva tan especial, y no tengo prácticamente el menor interés en los planes de los visitantes. Salta a la vista que las hadas han adoptado a esta niña, y yo cultivo desde mucho tiempo atrás un interés académico en esta clase de hechos insólitos. La mejor manera de ganaros mi asesoramiento sería que me permitieseis tener unas palabras con ella en privado.
Warren apoyó la mano en el hombro de Kendra para tranquilizarla, y se puso en pie.
—¿Cómo vamos a…?
—Soy el señor de esta fortaleza y el guardián de este refugio. Como visitantes, vuestra vida y vuestra muerte dependen de lo que yo diga. Estará más segura conmigo que en vuestra compañía. Os juro que no pretendo hacerle ningún daño. —Agad no levantó el tono de su voz, pero su forma de hablar no dejaba margen a que nadie le rebatiera.
—Hablaré con él —dijo Kendra—. Adelante, no me preocupa.
Agad sonrió, como si sus palabras hubiesen zanjado el asunto.
—Simrin os mostrará vuestros aposentos. El galante protector de la niña puede esperar fuera del salón.
Kendra les reiteró en susurros a Trask y a Warren que no pasaría nada, y se quedó en su silla mientras los demás salían discretamente. Simrin salió la última y cerró las enormes puertas al fondo de la cámara.
—Acércate un poco más —la invitó Agad—. ¿Deseas comer algo?
—No tengo hambre —respondió Kendra, moviéndose a la silla más próxima.
—¿Te importa si sigo con mi comida?
—En absoluto. Adelante.
Manteniendo los codos pegados al pecho, el viejo prosiguió, transportando con los dedos viscosos pedazos de carne desde el cuenco hecho de pan hasta su boca.
—Hace mucho tiempo que me preguntaba cuándo aparecerías.
—¿Qué quiere decir?
—Patton me contó que un día una niña adoptada por las hadas se presentaría aquí buscando la llave. ¿Has venido voluntariamente? Espero que esos acompañantes tuyos no sean tus captores.
—Son amigos —le tranquilizó Kendra—. Estoy aquí porque quiero.
—¿Y crees que os apoderaréis de la llave?
—Debemos hacerlo. Nuestros enemigos también andan tras ella. No han venido aún, ¿no?
Agad negó con la cabeza.
—No. Vosotros siete sois los primeros invitados que tenemos desde hace una buena temporada.
—¿Cómo supo que pertenezco al reino de las hadas?
—Apenas alcanzaría a ser ni medio brujo si no pudiese ver el brillo delatador que te acompaña, mi querida Kendra.
—Sabe cómo me llamo.
—Patton habló de ti con bastante detalle. —Agad se metió en la boca otro trozo de carne chorreante y el jugo rojo le manchó los bigotes.
—Yo pensaba que los brujos os habíais extinguido —dijo Kendra.
—No anda eso muy lejos de ser verdad. Quedamos muy pocos brujos auténticos. Bueno, claro, puedes encontrar farsantes, magos y brujas y ese tipo de cosas, pero los de mi especie hemos pasado a ser un puñado extremadamente raro de ver. Como sabrás, todos los brujos auténticos fuimos dragones en su día.
—¿Usted es un dragón?
—Ya no. Muchos dragones maduros pueden adoptar forma humana. La mayoría se conforma con transformarse temporalmente y de manera ocasional. Hace unos cuantos siglos, un dragón muy sabio llamado Archadius descubrió que, si adoptaba de forma permanente la forma humana, incrementaba de manera considerable sus facultades mágicas. Otros, los más interesados en la magia, seguimos su ejemplo.
—Supongo que eso le convierte en un estupendo encargado de una reserva de dragones.
Agad se limpió los labios con una servilleta.
—Sí y no. Desde luego, comprendo muy bien a los dragones. Lo suficiente para darme cuenta de que no les hacemos mucha gracia aquellos de nosotros que optamos por la forma humana de manera permanente. En parte nos ven como seres débiles, pero también nos tienen envidia; por otro lado, nos echan la culpa del declive general de los dragones.
—¿Por qué echar la culpa a los brujos?
—Tienen sus motivos. Los brujos se cuentan entre los más grandes cazadores de dragones. Al igual que los humanos, los dragones tienen sus aliados y sus adversarios. Esas batallas se encarnizaron cuando una serie de dragones adoptaron forma humana y, de paso, la humanidad descubrió cómo matar dragones. Además, los brujos desempeñaron un papel crucial en el confinamiento de los dragones en reservas. —Mojó los dedos en el cuenco de agua y a continuación se secó las manos en la servilleta.
—¿Otro dragón puede saber que antes usted también fue dragón?
—Solo si presencia el abanico de hechizos que soy capaz de obrar. O si me ha visto transformarme. En circunstancias normales, la metamorfosis es tan completa que ni siquiera un dragón, un congénere mío, puede identificar a otro que ha adoptado forma humana. Un avatar humano actúa como un disfraz virtualmente perfecto.
—¿Le gusta ser humano?
El brujo le dedicó una sonrisa torcida.
—Haces unas preguntas difíciles. Todo dragón prefiere ser dragón cuando es dragón. Solo podemos tolerar ser humanos cuando hemos adoptado una forma humana. Cambiar de apariencia una y otra vez resulta mareante. La forma que adoptamos afecta a nuestra mente. Aquí y ahora, no soy capaz de recordar cómo era exactamente ser un dragón. Gozo del dominio de la magia que he adquirido. Sobre todo, disfruto de la forma de pensar y de percibir el mundo que tienen los humanos. ¿Perdura algún tipo de arrepentimiento? En efecto. Pero, en términos generales, dado que no hay modo de reescribir la historia, estoy contento con mi decisión.
—¿La tomó hace mucho tiempo?
Agad exhaló con fuerza.
—Hace miles de años.
—Así pues, ¿envejece despacio?
—Casi tan gradualmente como los dragones. —Bebió un sorbito de su copa—. Pero nos estamos apartando del tema. Quería hablar contigo sobre Patton.
—Por su tono de voz, me había parecido que le aborrecía.
—Tengo que dar esa imagen. Es cierto que fue un personaje muy poco querido entre los dragones de este lugar, ya antes de que cogiese aquel huevo. Pero yo sé la verdad. El huevo que cogió pertenecía a una dragona llamada Nafia, a la que le había dado por comerse a sus pequeños. Los dragones no se reproducen con frecuencia, y yo quería que sobreviviesen las últimas crías que había tenido. Patton se llevó el huevo a un lugar seguro. Para apaciguar a los dragones, fingí estar indignado, inventé el cuento de que Patton había perecido y les hice creer que había enterrado sus restos en nuestro cementerio.
—¿Sabe dónde escondió la llave?
—Desgraciadamente, apenas puedo serte de ayuda. Los dragones no me tienen la menor estima. Unas potentes defensas mágicas, reforzadas por una antigua tregua, me protegen siempre y cuando no salga del torreón del Pozo Negro. Si cruzase este recinto amurallado, me devorarían, a mí y a mis colaboradores. Lo mismo ocurriría si quebrantase nuestra tregua al dejar que os alojarais aquí más tiempo de lo permitido.
—¿Cómo puede ser el encargado de la reserva si nunca sale?
—Mis colaboradores se aventuran allende estas murallas y actúan como mis ojos y mis oídos. No es un cometido envidiable. Además, puedo enterarme de muchas cosas empleando la magia. —El hechicero se arrellanó en su silla—. Cuando les dije a tus acompañantes que fracasaríais, no estaba mintiendo.
—Tenemos que intentarlo —dijo Kendra—. Nuestros enemigos son muy ingeniosos.
—En el hipotético caso de que os las arreglarais de alguna manera para haceros con la llave, ¿podríais guardarla mejor que los dragones?
—Ahora que nuestros enemigos saben que está aquí, encontrarán la forma de apoderarse de ella. Tenemos que trasladarla a otro lugar.
—Tienen el Oculus. La encontrarán otra vez.
Kendra se lo quedó mirando.
—¿Cómo sabe que tienen el Óculus?
—Lo noté cuando espiaron este lugar. No supe identificar al que nos observaba, pero percibí su mirada. Porque no era la primera vez que alguien me espiaba valiéndose del Óculus.
—¿Podría echarnos una mano alguno de sus colaboradores? —tanteó Kendra.
—No puedo arriesgarme a que uno de los míos os ayude. Los dragones no perdonan. Fuera de esta fortaleza sois unos intrusos, y yo no puedo permitir que vuestra misión trastoque nuestra frágil tregua. Además, ninguno de mis ayudantes es muy de fiar. Sé que algunos de ellos me espían por encargo de determinados dragones. No creo que mis colaboradores fuesen a haceros daño en contra de mis órdenes mientras os halléis entre estas murallas, pero incluso respecto de esto albergo mis dudas. Para sobrevivir en un lugar como este hace falta estar hecho de una pasta diferente.
Kendra cruzó los brazos y los apoyó encima de la mesa.
—Está bien. ¿Cuándo debería ir a ver la tumba?
—Daré instrucciones a Simrin para que te muestre el camposanto. Esta noche, escabúllete allí con uno o dos de tus compañeros. Procurad que no os vean mis colaboradores. Tapad vuestras huellas cuando salgáis. —Impulsándose con las manos en los reposa brazos de la silla, el anciano brujo se levantó—. No le reveles a nadie lo de mi amistad con Patton, ni siquiera a tus amigos. Di que quería hablar contigo porque eres miembro del reino de las hadas. Mañana por la mañana os ofreceré consejo, a ti y a tres compañeros tuyos que tú misma has de escoger. La mejor ayuda que puedo ofreceros son mis consejos.
—Valoraremos cualquier cosa que pueda hacer.
El brujo le dio unas palmaditas en el brazo.
—Ojalá pudiera decir que eso será suficiente.