14
El Corazón y el Alma
Ahí arriba a la izquierda —indicó Nero—. Perfecto, puedes bajarnos. Yo lo guiaré desde aquí.
Hugo dejó a Seth en el suelo. El chico encendió la linterna. El gólem sujetaba a Nero por los tobillos. El trol iba colgando boca abajo y miraba fijamente en dirección a los huecos de piedra que eran los ojos del gólem.
—No dañar Seth —le advirtió Hugo. Las palabras le salieron como berruecos inmensos que entrechocaran unos contra otros.
—Te doy mi palabra —se comprometió Nero, al tiempo que ponía una de sus manos palmeadas encima del pecho.
El gólem dio la vuelta a Nero y lo depositó en el suelo. Pero siguió agarrándolo por un brazo. Nero trató de soltarse, pero Hugo le tenía fuertemente cogido.
—Puedes soltarme —lo invitó Nero.
El gólem se inclinó hacia delante y sujetó a Nero por la nuca haciendo pinza con el pulgar y el dedo índice.
—No dañar Seth.
—Estoy de su lado —logró decir el trol con la voz estrangulada—. Lo juro.
—Suéltalo, Hugo —dijo Seth. El gólem liberó al trol y se irguió—. Si acaba haciéndome daño, tienes mi autorización para hacerlo papilla.
—Gracias por el voto de confianza —dijo Nero en un tono amargo entre arcadas, frotándose la garganta.
—Seth no ir —bramó Hugo.
—Debo intentarlo, Hugo. Hemos llegado hasta muy lejos. Necesito terminar lo que he empezado.
—Debemos llegar a Grunhold antes de que las piedras guardianas empiecen a cambiar de sitio —intervino Nero—. Te conviene aprovechar hasta el último segundo.
Seth le dio un abrazo a Hugo. El gólem le dio unas palmaditas en la espalda.
—Hugo venir.
Seth movió la cabeza en gesto negativo.
—Eres demasiado grande. Hundirías la balsa. Y en el agua te deshaces fácilmente. Tú solo espera aquí, para que puedas llevarme a casa cuando volvamos.
Seth siguió a Nero hasta la balsa. El gólem levantó una mano para despedirse.
—Tener cuidado.
—Volveré enseguida —prometió Seth.
Nero empujó la balsa al agua y saltó encima. La embarcación, de forma rectangular, era un poquito más grande que un colchón de matrimonio tamaño extra. Sin barandillas, las cornamusas de amarre eran la parte más alta de la nave, a escasos treinta centímetros por encima del agua. Asiendo con fuerza una pértiga, el trol indicó mediante gestos al chico que se montara. Seth saltó a la embarcación.
Apoyando el cuerpo sobre la pértiga, el trol impulsó la balsa para separarla de la orilla. La superficie del agua negra y humeante se cubrió de ondas.
—Apaga la luz —murmuró Nero—. A partir de aquí debemos evitar llamar la atención.
Seth apagó la linterna. No podía ver nada. Oía el suave sonido del agua al chapalear contra la balsa.
—¿Tú puedes ver en la oscuridad? —susurró.
—Sí.
—¿Puedes verme a mí?
—Desde luego.
—¿No debería ser invisible?
—El caminar en sombra solo funciona antes de que te hayan visto. En cuanto un observador te localice, la penumbra ya no te ocultará.
Seth se quedó pensativo.
—¿Y si dentro de un rato me escabullo de ti?
—Entonces quizá no pudiera verte.
Seth se sentó con las piernas cruzadas. En la ciénaga el aire no parecía tan frío. Un tufo intenso como de aguas estancadas invadía sus orificios nasales.
—¿Por qué me ayudas?
—Eres un aliado de la noche —respondió Nero—. Graulas pertenece a la realeza demoníaca. Hace mucho tiempo sirvió a las órdenes de Gorgrog, el rey de los demonios, como su mano izquierda. Con Graulas tengo una deuda inmensa. Él fue quien me entregó mi piedra de la videncia.
—¿Me esperarás mientras yo voy a coger el cuerno?
—Tanto si regresas esta noche como si lo haces mañana, estaré esperándote con la balsa cerca de la orilla en la que te deje. Silencio. Se acerca algo. —Seth aguzó el oído, pero no podía oír nada. Nero se agachó en cuclillas a su lado y le susurró al oído—: Túmbate boca abajo.
Seth se tendió sobre la tripa. Notó que el trol se tumbaba a su lado. Un momento después oyó que algo a lo lejos se abría paso por el agua. Se dirigía hacia ellos. Lamentó no tener unos ojos como los de su hermana para poder penetrar en la oscuridad sin necesidad de ninguna luz. ¿Qué podía ser?
Por el sonido, debía de ser algo grande. Contuvo la respiración.
El chapoteo se oía cada vez más cerca. El ritmo de las zambullidas hacía pensar en alguna criatura gigante vadeando por el agua. Un pierna chapoteó hacia delante, luego la otra, una, otra…
Nero se apartó sigilosamente de Seth. La ciénaga estaba a oscuras. Mientras los chapoteos seguían en dirección a ellos, las olas comenzaron a zarandear la balsa. Pero entonces la embarcación empezó a deslizarse hacia delante, apartándose del camino de aquella amenaza cada vez más próxima. Seth oyó una fuerte respiración por encima y por detrás de ellos.
Incapaz de ver nada, cerró los ojos y se concentró en aplacar su propia respiración. La criatura les pasó exactamente por detrás, sin detenerse en ningún momento, y al poco rato la amenaza y su chapoteo se habían alejado. El ruido casi había desaparecido por completo cuando Nero retomó la pértiga y prosiguió remando con ella a toda prisa.
—¿Qué fue eso? —susurró Seth.
—Un gigante de niebla —respondió Nero—. No ven mejor que tú en la oscuridad. Rondan por el pantano sin rumbo fijo. Pero si dan contigo, es el fin.
—Ha estado a punto.
—Por muy poco. Hemos tenido suerte de que no haya captado nuestro olor ni nos haya oído. El bruto debía de tener un destino en mente.
—Aquí el agua no es profunda —dijo Seth.
—El agua en la ciénaga casi nunca es profunda. A un gigante de niebla le llega por la rodilla. En breve estaremos cerca de la orilla de los centauros. Si te cogen dentro de su territorio, es tan seguro que te matarán como si te hubiese atrapado un gigante.
Seth dejó de hablar. La emoción le invadía. Estaba a punto de entrar él solo a escondidas en el bastión secreto de los centauros, armado únicamente con un plátano. Si los centauros le pillaban, no solo moriría, sino que además provocaría una guerra. Era para pensárselo.
Sin previo aviso, la balsa encalló en tierra, resbalando sobre la orilla de barro y juncos.
—Hemos llegado —susurró Nero—. Aléjate del agua. Mantente siempre en la sombra. Ve deprisa. Se está haciendo tarde.
—Gracias por traerme —susurró también Seth—. Nos vemos pronto.
El chico saltó del bote, haciendo ruido con los juncos al aterrizar. Se quedó petrificado, en cuclillas, aguzando el oído. Al comprobar que no se le echaba encima ningún centauro furibundo, se marchó con sigilo, muy agachado y pisando con cuidado. Delante de él, entre los árboles, empezó a distinguir el fulgor trémulo de una fogata. Avanzó hacia la luz.
El follaje de los alrededores de la ciénaga dio paso enseguida a una zona de árboles de hoja perenne. Había pocos matorrales, por lo que Seth fue avanzando de un árbol a otro hasta que consiguió divisar una enorme colina. La monstruosa silueta de una piedra colosal dominaba el primer plano. Antorchas y pebeteros encendidos ardían en la colina, lo cual creaba cálidos auras de luminosidad y dejaban en claroscuro el megalito.
Seth sacó su brújula. Casi no podía verla por la titilante luz de las lejanas llamas.
Encontró el norte y al instante determinó cuál de los megalitos era el que se hallaba más al sur. Era el segundo monolito de la derecha.
La antorchas no alcanzaban, en absoluto, a iluminar toda la colina. Las trémulas llamas simplemente ofrecían un punto de luz cada cierta distancia. En un primer momento, la zona parecía desierta. Después, empezó a distinguir centauros espaciados alrededor del pie de la colina, acechando en parches de oscuridad, resguardados de la luz de los pebeteros llameantes. Contó tres y dio por hecho que habría más en el extremo opuesto al de la entrada. En lugar de apiñarse en torno a la piedra ubicada más al sur, los centauros habían optado por distanciarse unos de otros, como si simplemente estuviesen vigilando la colina. Sus posiciones no mostraban preferencia por ningún megalito en concreto.
Evidentemente, no deseaban que la situación de sus centinelas delatase el lugar en el que se hallaba la entrada. Este despliegue podría serle ventajoso. Le proporcionaba más margen de maniobra. La zona llana entre los bosques de hoja perenne, al pie de la colina, carecía de vigilancia. Pero estaba en penumbra. Si su habilidad funcionaba como Nero la había descrito, debería poder avanzar a hurtadillas hasta allí y luego escabullirse a lo largo de la base de la colina hasta el megalito colocado más al sur. De lo contrario, lo capturarían en el instante mismo en que saliese de entre los árboles.
Seth se agachó para ponerse a cuatro patas e inició su cauteloso avance, con la mirada puesta en el centauro más próximo. El vigilante se encontraba quizás a unos treinta metros de distancia, con sus musculosos brazos cruzados sobre el pecho. La protección de los árboles enseguida quedó detrás de Seth. Por momentos, el centauro parecía mirarle directamente a la cara; acto seguido, su rostro de mirada torva se volvía hacia otro punto. Todo iba bien hasta entonces.
Seth no tenía ni idea de cuánto tendría que moverse para que su invisibilidad dejase de actuar y llamara la atención, por lo que avanzaba muy lentamente. Se acercó gateando al megalito más cercano, con el corazón en un puño de la preocupación. Una vez que se hallase a suficiente distancia de la enorme piedra, esta se interpondría en todas las líneas de visión desde la colina. Para su desgracia, la piedra más al sur quedaba aún a más de noventa metros de distancia.
Cuando llegó al megalito, se incorporó, sudando a pesar del frío. Empezó a abrirse camino alrededor de la peña gigantesca para escudriñar de nuevo la montaña. Justo cuando empezaba a divisar un trozo de colina, el suelo empezó a vibrar.
Seth se quedó helado. La vibración aumentó hasta convertirse en un temblor, y el temblor dio paso a un movimiento de tierras; el megalito que había a su lado empezó a elevarse. El chico se tiró al suelo boca abajo y reptó sobre su vientre en dirección a la colina. Se agazapó tras el arbusto más próximo y permaneció quieto, preparado para escuchar a algún centauro dando la voz de alarma.
De repente, el temblor de tierra se detuvo.
Seth miró atrás por encima del hombro y vio que el filo inferior de la piedra se hallaba a metro y medio del suelo aproximadamente. Parecía que el megalito se hubiese elevado unos cuatro metros y medio. En el suelo se había abierto un hoyo oscuro en el hueco en el que había estado clavada la colosal piedra. Lentamente, el megalito empezó a desplazarse de lado.
El reloj le decía que disponía de una hora para entrar por la abertura, recorrer el laberinto, hacerse amigo del trol, coger el cuerno, volver por el laberinto y salir sin que nadie lo viera.
Se puso de rodillas y, supervisando los alrededores, se aseguró de que los centauros no se hubiesen movido de sus enclaves anteriores y miró en busca de algún centinela que se le hubiese pasado por alto. Sin novedad. El centauro más próximo se encontraba a unos nueve metros de distancia, subiendo por la pendiente. Desde aquel ángulo, una antorcha situada algo más arriba recortaba perfectamente su silueta.
Seth comenzó a recorrer el pie de la colina, agachado, procurando que entre él y los centinelas hubiese siempre algún arbusto o seto. En varias ocasiones tuvo que atravesar espacios desprotegidos, muy agachado. Procedía con lentitud y nadie dio ninguna alarma.
El instante más tenso se produjo cuando tuvo que cruzar a gatas una extensión despejada, a menos de cuatro metros y medio delante de un centinela. Había atravesado ya la mitad del trecho en penumbra cuando su rodilla topó con un palito seco, que se partió con un chasquido. Seth se detuvo, con la cabeza gacha y los músculos totalmente tensos, presa del pánico.
Por el rabillo del ojo vio que el centauro se acercaba con cierta parsimonia para investigar. No le quedaba más remedio que quedarse inmóvil como una estatua y cruzar los dedos para estar mucho menos visible de lo que él se sentía. El centauro se detuvo justo a su vera. Si Seth hubiese alargado el brazo, habría podido tocarle el casco. El chico se concentró en respirar con suavidad. ¿Podría olerlo el centauro? Los brazos empezaron a temblarle por permanecer tanto rato en la misma postura.
Al final, el centauro se retiró, retrocediendo hasta su puesto en medio de la penumbra, junto a un seto de gran altura. Seth continuó su avance a hurtadillas, procurando moverse en silencio.
Por fin, con el corazón a punto de salírsele del pecho, se encontró frente al hoyo correspondiente al megalito ubicado más al sur. La inmensa roca se había desplazado ya por completo a un lado, levitando por el aire. Para llegar hasta el agujero, de nuevo tendría que cruzar una extensión de terreno desprotegido.
Apretando la lengua suavemente entre los dientes, inició el recorrido, a gachas, resistiendo la tentación de echar a correr por esa zona desnuda. No tenía cerca ningún elemento que pudiera servirle de protección. De pronto, oyó una trápala de cascos que se acercaba. Lentamente, giró la cabeza. Varios centauros se aproximaban al lugar por su izquierda, con antorchas en las manos y empujando unas enormes carretillas cargadas de comida.
A su espalda, un centauro que Seth no había visto hasta ese instante emergió del lugar en el que se hallaba oculto. Profirió una serie de gruñidos, sonidos guturales y relinchos. El idioma de los centauros sonaba más parecido a los ruidos que hacen los caballos que a la forma de comunicarse de los humanos.
Los centauros que se acercaban respondieron al saludo profiriendo a su vez una serie de réplicas similares. Se dirigían a la entrada del laberinto.
Cuando el centauro que estaba detrás de Seth trotó al encuentro de sus camaradas, vio que iba mirando a los demás, y que estos le miraban a él. Seth decidió que quizá fuese la única distracción pasable que podría aprovechar antes de que diesen con él, de modo que se levantó, echó a correr a toda prisa hasta el hoyo, muy agachado, y se tiró dentro sin mirar lo que había allí.
Por suerte, las paredes del agujero no eran escarpadas. Seth rodó hasta el fondo. Aliviado una vez más al no oír ninguna voz de alarma, se puso en pie. Una abertura de forma redondeada dominaba uno de los extremos de la cavidad. Como no tenía ningún tipo de puerta, corrió a meterse por ella.
Bajo sus pies, el suelo se tornó firme y liso. El largo túnel descendía en suave pendiente, metiéndose hacia el corazón de la montaña y, al mismo tiempo, hacia sus profundidades. Puesto que no quería arañarse accidentalmente contra una pared, Seth encendió la linterna y, para suavizar el resplandor, puso una mano a modo de visera encima del foco. Al poco rato percibió un fulgor azulado a unos metros de distancia y apagó la linterna.
Seth corrió por el túnel hasta salir a una caverna inmensa. Del techo, alto y abovedado, pendían unas pesadas lámparas de araña que bañaban la cámara con una luz difuminada. Unas altas barreras de hierro negro subían hasta media altura del techo, impidiendo el paso excepto por cinco huecos. No había modo de confirmar que aquellos muros de hierro fuesen invisibles a otros. Desde luego, a él le parecían bien macizos.
Un sonido de cascos de caballo resonó por el túnel. Seth se escabulló entre uno de los huecos que comunicaban con el laberinto, interponiendo así una barrera entre él mismo y la entrada de la caverna.
No se adentró mucho. Si tenía cuidado, la presencia de los centauros podría beneficiarlo. Siguiéndolos a cierta distancia, podría ahorrarse las conjeturas sobre cómo avanzar por el laberinto. Se puso de puntillas y flexionó los dedos de los pies, preparado para echar a correr en caso de que hubiese escogido accidentalmente el acceso correcto del laberinto y los centauros fuesen en esa dirección.
Miró al suelo y reparó en que los muros de hierro no arrojaban sombra alguna. La difusa luz de las lámparas de araña se dispersaba de manera regular, sin ninguna interferencia. Y en aquel preciso instante comprendió que si las paredes del laberinto eran invisibles a los centauros, ¡las barreras de hierro no le valdrían para ocultarse a su vista!
El sonido de los cascos cada vez estaba más cerca, así que los centauros debían de hallarse casi al final del túnel. Seth corrió para salir del laberinto y se apresuró hasta colocarse en uno de los flancos de la abertura del túnel; se pegó a la pared lo máximo que pudo. La luz de las arañas era tenue. ¿Lo bastante débil como para que no le viesen en la sombra? Probablemente no. Trató de pensar en algo.
Solo había atisbado de manera fugaz a los centauros que iban a entrar. Sus carretillas eran de gran tamaño, casi como carretas. El cargamento de comida que transportaban formaban grandes montículos. ¿Y si intentaba colarse, como una suerte de polizón, en la primera que saliese? Si se mantenía agachado y no se movía de la parte delantera de la carretilla, el centauro que la llevaba quizá no lo viera.
El primer centauro casi había llegado hasta donde estaba él. Podía oír el crujido de la rueda de la primera carretilla, así como el choque tranquilo de los cascos del equino. Cuando la carretilla asomó el morro por la abertura que comunicaba el túnel y la caverna, Seth pegó un brinco delante de ella, se coló dentro y se metió lo más abajo que pudo. Se encontró con un lado de la cara pegado a algo suave y cubierto de pelo áspero. Tardó unos segundos en caer en la cuenta de que se trataba de una oreja de cerdo. De hecho, toda la carretilla iba cargada de gorrinos recién sacrificados, ¡muchos de ellos casi tan grandes como Seth!
Los cerdos muertos formaban tal montaña que el chico no llegaba a ver al centauro que empujaba la carretilla. Retorciéndose, se metió lo más al fondo que pudo. ¿Quién podría saber si esta carretilla se quedaría la primera, o lo que podría pasar cuando hubiesen terminado de recorrer el laberinto?
Debía tratar de esconderse debajo de los cerdos. Pesaban mucho y no dejaba mucho margen de movimientos, pero se las ingenió para esconder parcialmente el cuerpo.
La carretilla entró en el laberinto, avanzando suavemente; giró a la derecha, luego a la izquierda, luego viró un poco hacia la derecha otra vez. Seth trató con todas sus fuerzas de recordar cada giro. Si conseguía evitar que lo descubrieran, tendría que regresar por el laberinto él solo. Se extrañó de que los centauros se moviesen por allí con tanta seguridad, si no podían ver las paredes. O bien habían memorizado la ruta con una precisión asombrosa, o bien se manejaban siguiendo algún tipo de señales secretas, tal vez en el suelo o en el techo. Como intentó centrarse en los muros de hierro que veía desde su posición en la carretilla, enseguida se desorientó, después de tanto doblar a un lado y a otro. Descubrió que si se contentaba con observar periféricamente las paredes y, en cambio, estudiaba bien el techo, era capaz de orientarse mejor.
Estuvieron recorriendo una ruta serpenteante a través del laberinto más tiempo de lo que a Seth le hubiera gustado. Trató de llevar la cuenta de la cantidad de veces que cambiaban de sentido, calculando su ubicación con ayuda de las arañas fijas. Al cabo de un buen rato llegaron a una zona despejada, hacia el centro de la caverna. En medio del amplio espacio se levantaba una piedra que era más o menos del mismo tamaño que un frigorífico. El trol de montaña estaba sentado cerca de la piedra: una criatura gigantesca, encorvada, cubierta de púas. Estaba de espaldas a los centauros, pero Seth podía ver sus gruesas extremidades y su pellejo duro. Sentado, el trol era por lo menos tres veces más alto que Seth. Una cadena de eslabones gruesos como la cintura de Seth conectaba la criatura a una enorme anilla de metal clavada en el suelo.
De repente, la carretilla se levantó por la parte trasera. Seth se encontró metido en la avalancha de gorrinos muertos. Tendido bajo una pesada pila de puercos, oyó que las demás carretillas volcaban también su contenido. Lo malo era que los cerdos lo estaban aplastando. La buena, que aún podía respirar y que había quedado totalmente oculto a la vista.
Oyó que los centauros se marchaban. No intercambiaron ni una palabra con el titánico trol.
Cuando la trápala se perdía a lo lejos, unas pisadas más pesadas se acercaron. La cadena tintineó pesadamente. Seth se imaginó con toda crudeza al trol llenándose las fauces de cerdos muertos, y que se zampaba a un niño humano con ellos. Trató de escabullirse, pero los gorrinos pesaban demasiado. Estaba atrapado.
—¿Hola? —dijo Seth, sin elevar excesivamente la voz.
El trol se detuvo.
—¿Hola? —intentó Seth de nuevo.
Oyó un par de pisotones cerca de donde estaba, y la prensa porcina empezó a aflojarse. Un instante después, Seth había quedado desenterrado. Era su oportunidad. Tenía que comportarse amigablemente. No debía mostrar ni la menor vacilación. Se incorporó de rodillas.
El trol estaba a su lado, como un gigante, y lo miraba con sus ojos amarillos. Sus carnes eran gruesas y con pliegues como las de los rinocerontes. Los crueles pinchos que le sobresalían por los hombros, por los antebrazos, por los muslos y por las espinillas presentaban un tamaño variable, entre la longitud de un cuchillo y la de una espada. El bruto olía a leonera.
—¡Hola! —lo saludó Seth alegremente, agitando la mano y sonriendo—. Soy Navarog. ¿Cómo estás?
El trol resopló y gruñó al mismo tiempo. La exhalación intensificó el curioso hedor.
Seth se puso de pie, temblando.
—Soy un encantador de sombras. Un aliado de la noche. Los troles son mis favoritos. Tú sí que eres grandote… ¡Y menudos pinchos! ¡Debes de ser el trol más fuerte de todos los tiempos!
El trol sonrió. Cuatro de sus dientes inferiores le salieron de la boca casi hasta la nariz.
—Pensé que podríamos hacer buenas migas tú y yo —continuó diciendo Seth, al tiempo que se apartaba de los gorrinos muertos—. ¿Qué tal vives aquí dentro?
El trol se encogió de hombros.
—¿Por qué tú en comida? —Las palabras salieron como si fuesen un eructo controlado.
—Estoy trabajando en un truco. Voy a gastarles una broma a los centauros.
El trol se sentó en el suelo, cogió un cerdo y se metió el animal entero en la boca. Al masticarlo, se oyó el revulsivo chasquido de los huesos al partirse.
—Mí gustan bromas.
—Tengo pensada una muy graciosa. No entendí tu nombre…
El trol engulló ruidosamente y se limpió los labios.
—Udnar. —Cogió otro cerdo por los cuartos traseros, lo dejó colgando unos segundos por encima de su boca abierta hacia arriba y lo dejó caer dentro de ella—. Cerdos ricos.
—Sí, a mí también me gustan los cerdos.
Udnar agarró un tercer cerdo y se lo ofreció a Seth.
—Comer.
—No puedo —se excusó Seth—. Me comí uno cuando veníamos para acá, así que ahora estoy lleno. No soy grande como tú.
—¿Tú comer no pedir? —dijo el trol en tono acusador, elevando el volumen de su voz.
—No, mmm, no uno de los tuyos. Me traje uno de casa. Uno pequeñín. Acorde con mi talla.
Udnar pareció satisfecho con la respuesta. Se inclinó sobre un montón diferente, enganchó una calabaza del tamaño de una pelota de playa y se la echó al coleto.
—¿Cuál broma?
Seth pescó su plátano del interior del kit de emergencias.
—¿Sabes lo que es esto?
—Plátano.
Seth respiró hondo para templar los nervios. Rogó que Nero tuviese razón con lo que le contó sobre los troles de montaña y las bromas.
—Voy a darles a los centauros una sorpresa tronchante. Voy a cambiar este plátano por el Alma de Grunhold.
El trol de montaña lo miró fijamente, con los ojos cada vez más abiertos. Se tapó la boca con una mano. A continuación con la otra. La descomunal criatura empezó a estremecerse. Cerró los ojos y le rodaron unas lágrimas por las mejillas. Cuando bajó las manos, el trol soltó un sonido ensordecedor parecido a una sirena de barco que tartamudease.
Seth se unió a su carcajada. Ver a aquel trol partiéndose de risa resultaba realmente gracioso, y el resto venía estimulado por la sensación de alivio.
Las carcajadas remitieron y el trol quedó jadeando.
—¿Dónde poner Alma? —preguntó Udnar.
—Voy a esconderlo, por muy poco tiempo. Unos pocos días. Será una buena broma.
—Tú devolver —quiso cerciorarse el trol, desaparecida del todo su alegría.
—Lo devolveré dentro de unos días —prometió Seth—. Solo necesito esconderlo el tiempo suficiente para que la broma surta su efecto.
—Centauros muy enfadados —dijo Udnar seriamente.
—Seguramente. Pero ¿te imaginas la cara que pondrán cuando vayan a buscar el cuerno y se encuentren un plátano?
Udnar rompió de nuevo a reír a carcajadas, dando palmadas a la vez. Cuando amainó su risa, el trol se zampó otro cerdo.
—Tú gracioso. Hablas bien duggués. Udnar echar de menos duggués.
—A mí el duggués me vuelve loco. Es el mejor idioma del mundo. Bueno, ¿dónde tienes guardado el Alma? —Seth era plenamente consciente de que el tiempo se le agotaba.
El trol señaló con el pulgar la piedra que había en el centro de la gruta.
—Alma en corazón.
—¿Esa roca es el corazón?
—Corazón de Grunhold.
Seth fue a paso ligero hasta la piedra. Udnar se puso a abrir a golpes unos barriles y a beberse su contenido a grandes tragos. Al otro lado de la piedra, Seth encontró el cuerno, claramente visible, saliendo de ella, con la mitad superior encajada en un hueco.
Seth tiró del cuerno para sacarlo del agujero. De unos cuarenta y cinco centímetros de largo, el cuerno, recto y puntiagudo, se retorcía sobre su eje formando una espiral hasta acabar en una punta roma. Era más pesado de lo que Seth habría imaginado y tenía el terso brillo de una perla un poco translúcida. Le pareció que era precioso, pero no experimentó la menor sensación de culpa por haberlo cogido.
—Te lo devolveré —prometió en voz baja.
Empotró el plátano en el hueco. La fruta era demasiado ancha para encajar a la perfección. La retorció y apretó hasta que quedó curvada hacia arriba y no hacia abajo.
El trol se acercó pesadamente para ponerse a su lado y, al ver el plátano, se tiró al suelo soltando risotadas. Seth se alejó del bruto, mientras este sacudía las piernas en el aire, muerto de risa.
—Muy, muy, muy gracioso —dijo Udnar entre jadeos, incorporándose.
—Tengo que irme —anunció Seth, alejándose a grandes pasos en dirección a la única abertura de la barrera de hierro.
—¿Volver pronto? —preguntó el trol.
—Cuenta con ello —le aseguró Seth—. No sabrás de algún truco para salir del laberinto, ¿verdad?
—No tocar paredes —le avisó Udnar.
—No las tocaré. Cuando vean el plátano, no les digas que me echaste una mano. Haz como si no supieses cómo lo hice. De esa manera solo se pondrán como furias contra Navarog el timador. Chao, Udnar. ¡Qué disfrutes de tus cerdos! ¡Nos vemos pronto!
—Volver pronto, Navarog.
Después de guardar el cuerno en el kit de emergencias, Seth se marchó de allí, acelerando hasta ponerse a correr suavemente. Se preguntaba si los centauros podrían notar que alguien había quitado el Alma del Corazón. Fuera como fuera, el tiempo se acababa. ¿Cuánto rato había pasado desde que las rocas gigantes habían empezado a moverse de sitio? ¿Media hora? ¿Menos? ¿Por qué no había consultado la hora en su reloj hasta este momento?
Había tratado de fijarse cuando salió del laberinto con los centauros, y estaba seguro de que el primer giro tenía que ser a la derecha. En la siguiente intersección podía continuar recto o doblar a la izquierda. Ninguno de los pasillos de hierro le resultó más familiar que el otro.
Nero había dicho que el secreto de todo laberinto era girar siempre a la izquierda. Pero Seth supuso que lo contrario funcionaría igual de bien, es decir: girar siempre a la derecha. Habían estado casi todo el tiempo serpenteando por un mismo lateral de la caverna y parecía que los giros a la izquierda lo alejarían de ese lado. Decidió tomar cada pasadizo que saliese a la derecha, pero también mirar constantemente al techo y salirse del esquema si la posición de las arañas empezaba a parecerle equivocada.
Echó a correr. Dado que gran parte del asunto consistiría en una especie de cuestión de ensayo y error, cuanto más rápido cubriese el terreno, más probabilidades tendría de salir a tiempo de allí.
Cuando llegaba a un callejón sin salida, de inmediato daba la vuelta. Lo mismo hacía cuando enfilaba por un pasillo que lo conducía a una sección de la caverna por la que no había pasado en la carretilla. Pronto se vio jadeando y sudando. Los músculos de las piernas empezaban a dolerle.
El cansancio lo obligó a reducir la marcha. Se animaba cada vez que una intersección concreta o una serie de giros cerrados le resultaban familiares. De todos modos, la mayoría de las ocasiones nada le parecía reconocible.
Una y otra vez miraba la hora en su reloj. Puede que cuando había entrado en la caverna no se le hubiese ocurrido mirar la hora, pero sí sabía cuánto rato había transcurrido desde que había iniciado el regreso a la entrada. Diez minutos. Quince. Veinte. La esperanza empezó a desvanecerse a cada fugaz minuto que pasaba.
Como constantemente miraba el techo, al final se encontró en el lado de la caverna que más cerca estaba de la salida. Dado que solo había estado en esa zona en el primer momento, volvía sobre sus pasos cada vez que los pasillos lo alejaban demasiado. Abandonó su norma de girar generalmente a la derecha, y pronto empezó a sentir que estaba yendo por los mismos pasillos una y otra vez. Cierta intersección que ofrecía cinco caminos diferentes empezó a resultarle familiar. Al llegar de nuevo a ella, estuvo seguro de haber probado cuatro de los cinco ramales, por lo que continuó a paso ligero por el pasillo de hierro que menos le sonaba. Al cabo de dos giros más, salió del laberinto: el túnel que comunicaba con la superficie se abría delante de sus ojos.
Echó un vistazo a su reloj. Habían transcurrido más de treinta minutos desde que había iniciado su camino de regreso. Casi sin resuello, corrió como una flecha por la suave pendiente del túnel hasta llegar al foso. Encima de su cabeza, la piedra gigante se desplazaba ya para volver a su sitio, tapando la luz de las antorchas de la colina. El megalito cubría más de tres cuartos del foso.
Al no ver a ningún centauro, trepó en silencio por la pared del hoyo más alejada de la colina.
Cuando estaba justo por debajo del borde, empezó a dudar. Si coordinaba bien sus acciones, podría aprovechar la piedra gigante a modo de pantalla para ocultarse tras ella. Si no lo hacía bien, quedaría fatalmente aplastado contra la tierra.
La colosal piedra se colocó encima del agujero y comenzó a descender. Moviéndose muy despacio, Seth salió al exterior y se quedó quieto mientras la piedra se encajaba en el suelo, detrás de él. Delante tenía unos árboles de hoja perenne, sus agujas visibles a la luz de las llamas de la colina, que apenas alcanzaban a iluminarlas. Casi todo el terreno que había entre medias quedaba bajo la sombra del megalito.
Seth avanzó a gatas lentamente. Si se precipitaba, podrían verlo y lo echaría todo a perder.
Poquito a poco, los árboles poblados de hojas fueron quedando cada vez más cerca de él. Cuando se detuvo un momento para echar la vista atrás, los centinelas centauros seguían plantados en sus puestos en penumbra, escudriñando la oscuridad de la noche. No parecían albergar la menor sospecha de que el cuerno había sido extraído de su hendidura.
En cuanto estuvo resguardado entre los árboles de hoja perenne, Seth se irguió y echó a correr hasta la orilla de la ciénaga. No vio ni al trol ni la balsa.
—Nero —susurró en medio de la oscuridad—. Nero, ya he vuelto. —Estuvo tentado de registrar la ciénaga con ayuda de la linterna, pero decidió no arriesgarse a que un centauro pudiese advertir el resplandor del foco—. ¡Nero! —gritó en un susurro más fuerte.
Una voz procedente de la negrura le chistó para que se callara. Aguardó en silencio hasta que oyó el agua chapaleando contra la balsa. Conforme fue acercándose a él, logró distinguir al trol.
—Monta —susurró Nero.
Seth obedeció. La balsa se meció y chapoteó cuando se subió encima. Nero aprovechó el impulso del salto para empujar con la pértiga y apartarse de la orilla.
—Puedo verte —susurró Seth.
—Está empezando a clarear. Debemos volver deprisa con el gólem. Si nos pilla algún gigante de niebla, la cosa no acabará bien. ¿Has conseguido lo que te proponías?
—Tengo el cuerno —respondió Seth—. Los centauros no se han dado cuenta.
Como si fuese la réplica a sus últimas palabras, oyó el largo y grave gemido de un cuerno en la lejanía. Cuando los demás cuernos recogieron la llamada, infinidad de lamentos sonoros se repitieron como un eco por toda la marisma.
—Ahora ya lo saben —espetó Nero, y se lamió un ojo. Empezó a impulsar la balsa hacia delante a más velocidad y con menos sigilo—. Ahora eres un fugitivo. El gólem debe llevarte clandestinamente lo antes posible a la seguridad de tu jardín.
—¿Los centauros se pondrán a buscar por todas partes? —preguntó Seth.
—Por todas partes. Afortunadamente, no saben correr por el agua. Tendrán que rodear la ciénaga para llegar hasta ti. Si el gólem se da prisa, no debería pasarte nada.
Cuando llegaron adonde estaba Hugo, el horizonte al este estaba gris. Seth podía ver todo perfectamente. Saltó de la balsa a la orilla embarrada.
—Gracias, Nero.
—Márchate —le instó el trol.
—¡A casa, Hugo! ¡Lo más rápido que puedas! ¡Evita a los centauros a toda costa!
El gólem aupó a Seth en sus brazos y echó a correr a grandes zancadas entre los árboles.