12

Grunhold

Seth cruzaba el jardín a pisotones, calzado con unas botas aislantes. No quedaba nada de nieve en la exuberante pradera de hierba ni en los arriates de flores de vibrantes colores. Las hadas la habían derretido. Más allá del jardín, las rachas de viento habían sacudido gran parte de la nieve de las ramas desnudas de los árboles, y habían dejado la tierra cubierta de un manto blanco. Una capa inmensa y monótona de nube gris tapaba el cielo de horizonte a horizonte.

La noche anterior habían trasladado a la Kendra bulbo-pincho a la Caja Silenciosa, tras quitar de allí al Maddox de mentira, el cual pronto expiraría en su celda de las mazmorras. La falsa Kendra se había mostrado entusiasmada ante la perspectiva de aprovechar la Caja Silenciosa para alargar su vida. A Seth le resultaba muy extraño haber estado, a esas alturas, con tres versiones diferentes de su hermana.

Una vez en el límite del jardín, Seth se metió entre los árboles, rompiendo con sus pisadas la película de hielo que cubría la nieve, y se hundió en unos veinte centímetros de suave y esponjosa nieve en polvo. Allí donde la nieve se había acumulado, las botas se le hundían hasta el final de la caña.

—¡Eh, ah, Seth! —le llamó Doren desde la hamaca en la que estaba tumbado.

Newel se bajó de su hamaca y las pezuñas de sus patas de cabra se le hundieron en la gruesa capa de nieve.

—¿Recibiste nuestro mensaje?

—Lo vi desde mi ventana. —Alguien había formado, a base de pisotear la nieve, las palabras «hoy hamacas» justo pasado el lindero del jardín, visibles desde la ventana del desván.

—Nos fijamos en que no ibas con el grupo que se marchó hace unas horas —dijo Doren—. ¿Adónde se dirigían?

—A ver a los centauros.

—¡Pues qué suerte para ti! —repuso Newel—. De esa panda no van a obtener nada más que cabezas altivas y miradas torvas.

—Yo quería ir. Sé que los centauros pueden ser unos cretinos, pero molan un montón.

—Ni por un segundo te dejes engañar —repuso Doren—. Tener dos patas más los convierte en unos estúpidos y en unos presuntuosos.

—Ganarás mucho más estando en nuestra compañía —reconoció Newel—. Dos pezuñas son una gloria. Cuatro, un exceso.

—Me alegro de veros, chicos —dijo Seth, sonriendo por primera vez en todo el día.

—Tu hamaca te espera —le ofreció Newel—. Ponte cómodo. Hemos estado pensando en lo que hablamos la vez anterior, y tenemos una nueva propuesta que hacerte.

—Creo que esta te va a gustar —dijo Doren.

Seth se sentó en su hamaca, entrechocó las botas para quitarse la nieve y pasó las piernas por arriba.

—Soy todo oídos.

—Hemos ido a pescar a la poza de brea varias veces más —empezó a explicar Newel.

—Sabemos que no te hace ninguna gracia la idea de sacar cosas de valor de Fablehaven —continuó Doren.

—Pero ¿qué te parece si encontrásemos algo que pudieras utilizar aquí? —propuso Newel.

Rebuscó en una gran saca de basta tela de arpillera y sacó un peto de armadura de tonalidad gris humo, con un lustre espectacular.

—¡Qué pasada! —exclamó Seth, incorporándose.

—Así es —dijo Doren—. ¿A que esto sí que mola?

—Seth, este peto forjado por obra de un embrujo está hecho de adamantita —le explicó Newel, al tiempo que se lo mostraba por todos los lados—. Se trata de la aleación mágica más liviana y fuerte jamás creada. Antaño se libraron guerras para obtener armaduras de esta calidad. De buena gana un señor acaudalado habría dado todos sus tesoros a cambio de un peto como este.

Doren señaló la pieza de armadura.

—En la actualidad una pieza como esta es considerablemente rara. Este peto posee un valor incalculable.

—¿Cuánto queréis por él? —preguntó Seth, tratando de parecer despreocupado.

Los sátiros se cruzaron una mirada. Doren asintió y Newel tomó la palabra:

—Estábamos pensando en noventa y seis pilas tamaño C.

Seth tuvo que aguantarse las ganas de reír. ¿De verdad estaban dispuestos a dar esa pieza a cambio de unas pilas?

—Deja que la vea.

Newel le tendió el peto a Seth. Era casi tan liviano como si fuese de plástico, pero cuando probó a doblarlo, el metal no cedió ni lo más mínimo.

—¿Qué te parece? —preguntó Doren.

—Al tacto parece bastante endeble —respondió Seth. Luciendo su mejor cara de regateador, examinó con recelo la pieza de armadura.

—¿Endeble? —exclamó Newel—. Hugo no pudo hacerle ni un arañazo golpeándolo con un mazo. El peso liviano forma parte de su valor. Sin restringir tu libertad de movimientos, ese peto desviará cualquier espada y detendrá cualquier flecha.

—¿Para qué quiero yo una armadura? —preguntó el chico, haciéndoles pasar un mal rato aposta—. No soy ningún caballero. A lo mejor antiguamente esto era la bomba, pero, muchachos, cualquier objeto posee tan solo el valor que un comprador esté dispuesto a pagar por él.

Los sátiros juntaron cabezas y deliberaron en voz baja.

—Setenta y dos pilas es nuestra oferta final —declaró Newel.

Seth se encogió de hombros.

—A ver, chicos: hace ya un tiempo que nos conocemos. Y me caéis bien. Pero no sé. Apuesto a que Nero os daría algo de oro a cambio de esto.

—¿Es que no te has enterado de los últimos titulares? —repuso Newel, haciendo rechinar los dientes—. El oro ya no sirve para comprar pilas.

—Estamos realmente necesitados de pilas —suplicó Doren—. Nos estamos perdiendo mogollón de programas…

Seth tuvo que hacer grandes esfuerzos para no sonreír. Los sátiros estaban desesperados.

Normalmente eran negociadores mucho más habilidosos.

—Tendré que consultarlo con la almohada.

—Está jugando con nosotros —acusó Doren, entornando los ojos—. Disfruta con esto. ¿Quién más que Seth Sorenson desea ser un caballero?

—Lo has retratado —coincidió Newel, y le tendió a Seth una mano—. Devuélvemelo.

Seth soltó una carcajada.

—Tenéis que relajaros, chicos.

—Estábamos intentando mantener una conversación seria —dijo Newel muy tieso, y le reclamó la armadura moviendo los dedos—. Tienes razón, Seth. El valor es algo subjetivo. Como nadie la quiere, pues arrojaremos de nuevo la armadura a la poza de brea y listo.

Seth carraspeó y adoptó un semblante serio.

—Tras reflexionar un poco más, he decidido aceptar vuestra oferta.

—Huy, qué lástima —se lamentó Doren—. Demasiado tarde.

Newel le arrebató el peto de las manos.

—El precio acaba de dispararse hasta las ciento veinte pilas. Sin duda mucho más de lo que un mirón sin el menor interés, como tú, estaría dispuesto a dar.

—Vale, mirad —dijo Seth, tratando de disimular los nervios—. Este peto de armadura es realmente una chulada. Y podría venirme bien. No debería haberos chinchado. Sé que vuestra carencia de pilas os tiene con los nervios de punta. Yo solo estaba aburrido y por eso me propuse hacer de duro negociador.

—Eres nuestro único suministrador de pilas —dijo Newel—. Hemos estado devanándonos los sesos con este asunto. No puedes tomarnos el pelo de esta manera. No con un asunto como el de las pilas.

—Cuanta más tele vemos, más necesitamos —explicó Doren.

Seth enarcó las cejas.

—A lo mejor es que pasáis demasiado tiempo delante del televisor. Os estáis volviendo cascarrabias. Tal vez tenga razón el abuelo. Quizá deberíais tomaros un descanso y aprender a apreciar la naturaleza.

—Llevamos los últimos cuatro mil años apreciando la naturaleza —gruñó Newel—. Ya lo pillamos.

Las hierbas son lindas y huelen bien. Para nosotros, la nueva exótica frontera son las situaciones de suspense que toquen en cada temporada, de esas que terminan apoteósicamente.

—Vosotros veréis… —dijo Seth—. Escuchad: claro que quiero esa armadura. Pero la Sociedad viene por nosotros como nunca antes, de modo que es posible que tarde un par de semanas en poder acercarme a una tienda. Si me dais esa pieza de valor incalculable, os entregaré ciento veinte pilas C en cuanto me sea posible.

—Hecho —dijo Newel, y le arrojó el peto de armadura a Seth.

—Le hemos puesto unas correas para que te lo puedas llevar puesto a casa —dijo Doren.

—¿Puedo salir ya? —preguntó una voz a espaldas de Seth.

—Claro —respondió Newel.

—¿Verl? —dijo el chico, retorciendo el cuerpo en la hamaca.

El sátiro de capa manchada en blanco y negro como las vacas apareció dando unos saltitos, con un objeto rectangular de grandes dimensiones envuelto en papel marrón.

—Necesito tu ayuda.

—¿Dónde estabas? —preguntó Seth.

—Acurrucado detrás de un cúmulo de nieve. Newel dijo que tenía que permanecer escondido hasta que cerraran un negocio contigo. Por cierto, ¿qué son pilas?

—Unos cilindritos de energía —dijo Doren—. No te esfuerces en comprenderlo.

—De acuerdo —soltó Verl, y se puso a quitar a tiras el papel marrón para enseñar lo que traía en las manos. Era un lienzo con una gran imagen del rostro de Kendra pintado a carboncillo.

—¡Vaya! —dijo Seth—. Tiene un estilo muy realista. ¿Lo has dibujado tú?

—Junto con muchos otros —admitió Verl tímidamente—. Al principio hice cuadros en los que se nos veía a los dos juntos: en un tiovivo, remando por un canal, bailando el vals en un baile. Doren me advirtió de que se me notaba demasiado. Al final me decanté por esta impactante imagen de mi musa. ¿Qué mejor modo de declararle mi cariño que, simplemente, deleitarme en su belleza? ¿Serías tan amable de entregárselo?

—Ningún problema —dijo Seth, sonriendo de oreja a oreja.

—Me ruborizo de imaginármela contemplando mi obra —confesó Verl, pasándole el lienzo.

—Nosotros también —le aseguró Newel.

—Le va a encantar —dijo Seth, tratando de coger el lienzo de sus manos.

Verl no lo soltaba.

—¿Estás seguro, Verl? —se burló Doren—. Es un regalo de lo más sentimental. A Stan no le va a hacer gracia.

Verl soltó el cuadro.

—Sí, estoy seguro. Llévaselo a Kendra, con todo mi respeto.

Seth notó y oyó un retumbo que se transformó en palabras.

«Ven a mí, Seth».

El chico miró a Newel y a Doren.

—¿Habéis oído eso, chicos?

—¿El qué? —preguntó Doren—, ¿a Verl garantizándose una humillación? ¡Alto y claro!

—Una voz que me llamaba por mi nombre —dijo él.

«Ven a verme esta noche. Hay poco tiempo». La voz era como un trueno lejano.

—¿Nada? —preguntó Seth.

Los sátiros respondieron negativamente moviendo la cabeza.

El leve temblor cesó.

Newel dio un toque a Seth en el brazo con un puño.

—¿Te encuentras bien, colega?

Seth se obligó a sonreír.

—Estoy bien. Últimamente no dejo de oír cosas. A lo mejor debería volver al jardín. —Se bajó de la hamaca.

—Quédate con el peto de armadura —dijo Newel—. Pero no te olvides de que nos debes…

—Ciento veinte pilas tamaño C —acabó Seth.

• • •

Cuatro estoicos centauros aguardaban en las lindes de sus dominios; sus musculosos torsos estaban desnudos, salvo por las pieles de lobo que pendían de sus poderosos hombros. Kendra reconoció a dos de ellos. El plateado con un arco gigantesco era Ala de Nube. El otro era Frente Borrascosa, a quien Kendra había visto principalmente en forma de centauro oscuro. La capa de su cuerpo de equino era blanca moteada de gris. Tenía la frente alta y el pelo largo y lacio. Uno de los centauros desconocidos tenía la capa color dorado y no era tan excesivamente musculado como los otros tres. El último centauro era zaino de capa y tenía el pelo rizado y color caoba.

Hugo detuvo la carreta delante de los centauros. El abuelo ya había explicado que Hugo no podría entrar en el reino de los centauros.

—Saludos, Stan Sorenson —proclamó Ala de Nube con voz clara y musical de barítono.

—Buen día, Ala de Nube —respondió el abuelo—. Frente Borrascosa. Tranco Veloz. Espina de Sangre. Entiendo que recibisteis mi mensaje.

—Ayer el gólem nos trasladó la noticia de tu venida —respondió Ala de Nube—. Te has traído mucha compañía.

—Es preciso que nos reunamos con Crin Plateada —dijo el abuelo.

Ala de Nube ladeó la cabeza.

—Tal es tu derecho una vez al año.

—Traes contigo a la niña —dijo Frente Borrascosa en tono de acusación, con voz grave y bronca.

—Nos acompaña para ofreceros nuestro aprecio por el noble sacrificio de Pezuña Ancha —aclaró el abuelo.

—No requerimos su gratitud —repuso Frente Borrascosa con su voz chirriante.

—De cualquier modo, aquí estamos —replicó el abuelo, bajándose de la carreta.

—Permanece en el carro —indicó Ala de Nube—. Nosotros tiraremos de él a partir de aquí.

El centauro dorado y el rojizo avanzaron hacia el frente y agarraron los soportes que Hugo había asido para tirar de la carreta. El abuelo había explicado que si no solicitaban ayuda, los centauros podrían ofrecerles este servicio con el fin de abreviar la duración de la visita.

En esos momentos se encontraban en el otro extremo de la zona pantanosa de Fablehaven. La carretera por la que habían viajado había rodeado las ciénagas durante el último tramo del camino. A sus espaldas flotaba el vaho sobre aquellas aguas putrefactas, frías mas no congeladas, en las que el cieno, el musgo y unas plantas altas del tipo de las algas crecían desafiando el invierno.

Sin mediar más palabras, los centauros rompieron a galopar, tirando de la carreta a gran velocidad.

Kendra revisó mentalmente las indicaciones que le había dado el abuelo. A no ser que estuviera conversando con ellos, los centauros consideraban el contacto visual como un desafío. Se suponía que debía mantener la boca cerrada, a no ser que el abuelo le ordenase lo contrario.

Todos habían recibido la orden de aceptar cualquier insulto como si nada y sin rechistar. Teniendo en cuenta la manía de Seth de enfurecer a los centauros, Kendra se sentía aliviada de que se hubiese quedado en casa.

Los centauros los llevaron a remolque por un extenso viñedo y por una huerta de dulces aromas poblados por una variedad de árboles frutales. Había hadas revoloteando entre la vegetación, retirando la nieve y cuidando de que las plantas se conservasen en un estado fructífero totalmente impropio de la época. Solo en la casa principal y en la zona próxima al santuario de la reina de las hadas había visto Kendra tal cantidad de ellas. También divisó centauros hembra entre los árboles; llevaban en equilibrio y sin el menor esfuerzo unos canastos inmensos cargados de fruta. Envueltas en pieles, poseían una belleza dura y fría.

Al otro lado de la huerta, se metieron por una arboleda nevada compuesta por altos árboles de hoja perenne. De vez en cuando, Kendra atisbaba pabellones por entre los árboles. Cuando la carreta salió de la arboleda, un bloque gigantesco de piedra se alzaba imponente ante ellos. El triple de alto que de ancho, el megalito se elevaba hasta los nueve metros de altura. A ambos lados, vio una serie de monolitos verticales que iban formando sendas curvas hasta perderse de vista, lo cual creaba un anillo alrededor de una ancha colina.

—Continuaremos a pie —anunció Ala de Nube—. Bienvenidos a Grunhold. —Los centauros que habían tirado de la carreta soltaron las asas.

Kendra se apeó junto con los demás y siguió a los cuatro centauros alrededor del megalito, tras lo cual subieron por una suave pendiente. Fueron sorteando setos y terraplenes, pasando por debajo de espalderas en arco, subiendo por rampas y cruzando unos puentecillos ornamentales. Al igual que ya pasara en el viñedo y en la huerta, el aire estaba lleno de hadas de gran colorido, que se ocupaban de mantener en flor la vegetación. Entre los jardines en terraza, Kendra reparó en unas piedras verticales de forma y tamaño diverso, primas pequeñas de los megalitos que rodeaban la base de la colina. Aquí y allá centauros macho y hembra paseaban o conversaban, mostrando poco interés en los visitantes.

En algún que otro punto, Kendra se fijó en que, excavadas en la falda de la colina, había unas grandes aberturas. Se preguntó hasta dónde llegarían esos túneles umbríos.

Cuando se acercaban a la cima de la colina, Kendra alzó la vista para mirar el primitivo dolmen que coronaba la cumbre. Cinco piedras inmensas puestas en vertical servían de columnas sobre las que se apoyaba una plancha gigantesca de roca, formando el conjunto un rudimentario refugio. Era como si hubiesen requerido la intervención de un ejército de gigantes para colocar la gran losa encima de las otras piedras. Debajo de la enorme piedra horizontal aguardaba un centauro de mirada reconcentrada, con el cuerpo del color de un nubarrón de tormenta. Su larga melena gris armonizaba con su barba poblada y con la capa de su cuerpo de equino. Tenía las cejas del mismo tono gris oscuro que la cola.

Aunque su rostro parecía más viejo que el de los otros centauros, no tenía arrugas. Es posible que su torno cargase con más grasa que el de los demás, pero ninguno de ellos presentaba una musculatura tan recia como la suya.

—Saludos, Stan Sorenson —dijo Crin Plateada con voz estridente cuando ellos se acercaban—. ¿Qué os trae a ti y a los tuyos a Grunhold?

—Saludos, Crin Plateada —respondió el abuelo con formalidad—. Estamos aquí para honrar la nobleza de Pezuña Ancha y para pediros un favor.

—Adelante, pasad —los invitó Crin Plateada, retrocediendo.

En el interior del dolmen había sitio de sobra para los cinco centauros y los seis visitantes humanos. El refugio carecía de muebles, de modo que se quedaron todos de pie, mirándose unos a otros: los centauros en un lado y los humanos en el otro. Kendra lanzó una mirada, nerviosa, a la inmensa losa de piedra que había sobre sus cabezas. Si se caía, los dejaría aplastados cual tortillas.

—No conozco a todos los que componen tu comitiva —dijo Crin Plateada.

—A mi esposa, Ruth, la recordarás; así como a mi ayudante: Dale —dijo el abuelo—. Este es Tanugatoa, un afamado maestro de pociones. Coulter, viejo amigo y experto en reliquias mágicas.

Y mi nieta, Kendra.

—¿La mismísima Kendra que iba a lomos de Pezuña Ancha cuando este pereció? —preguntó Crin Plateada, lanzando una mirada a Ala de Nube.

—La misma —respondió el abuelo—. Pezuña Ancha la llevó a ella con la piedra de las hadas al reino de Kurisock. De no haber sido por su valentía, Fablehaven habría sucumbido a las tinieblas.

—Sentimos su pérdida —dijo Crin Plateada—. Pezuña Ancha era como un hijo para mí. Dime, Kendra, ¿cómo murió?

Ella miró a su abuelo, quien le hizo un leve gesto afirmativo. Su mirada se volvió hacia Crin Plateada, para lo cual tuvo que echar la cabeza atrás. Él la observaba fijamente con gesto grave.

Kendra notó que tenía la boca seca. Tratando de reprimir los nervios, se recordó a sí misma que los centauros no podrían hacerles daño. Era una visita oficial, protegida. Tan solo tenía que relatar la verdad de un modo elegante.

—Íbamos hacia el árbol negro que tenía el clavo insertado. La única manera de detener la plaga era destruyendo el clavo. La piedra que me había dado la reina de las hadas podía desactivar la plaga. Yo había utilizado la piedra para curar a personas y a criaturas que habían sido infectadas por la plaga. La reina me dijo que si unía la piedra con el clavo, los dos objetos se destruirían.

»A nuestro alrededor, por todas partes, nos atacaban criaturas oscuras. Ephira, la hamadríade que pertenecía al árbol del clavo, había originado la plaga junto con Kurisock. Ella atacó a Pezuña Ancha para proteger el árbol. Su toque era capaz de sumir en la sombra a cualquier criatura. Pregunta a Frente Borrascosa. Pero como Pezuña Ancha estaba en contacto conmigo y yo tenía la piedra, cuando Ephira lo tocó, él se encontró atrapado entre dos poderes. La piedra impidió que se volviese oscuro, pero el duro esfuerzo lo mató.

»Pezuña Ancha se las ingenió para llevarme lo suficientemente cerca del árbol como para que, finalmente, lográsemos nuestro propósito. Unir la piedra y el clavo le costó la vida a mi amiga Lena.

»Sin la ayuda de Pezuña Ancha, habría sido nuestro fin. Siento terriblemente que muriese. No tenía ni idea de que quedar atrapado entre el poder de la piedra y el clavo fuese a matarlo. Lloro su muerte. Fue un auténtico héroe.

Kendra se dio cuenta de que un grupito de hadas se había arremolinado junto al dolmen mientras ella relataba lo sucedido. Trató de ignorarlas, para poder concentrarse en la respuesta de Crin Plateada.

—Ya he oído este relato en boca de otros que estuvieron presentes. Aprecio que tú hayas vuelto a contar los hechos con tanta franqueza, y me uno a ti en tu dolor. —Sus ojos se dirigieron al abuelo—. ¿Salvar la reserva merecía el precio de perder a uno de nuestros mejores compañeros? Yo opino que no. Pero, para el objeto que nos ocupa, coincidiré en que Pezuña Ancha murió como un héroe, y lo dejaré ahí. Me dijiste algo de un favor, ¿verdad?

—Teníamos la esperanza de ver el primer cuerno que guardas en tu poder —dijo el abuelo.

Crin Plateada intercambió una mirada sobresaltada con Ala de Nube y con Frente Borrascosa. Su oscura cola acarició el aire con un frufrú.

—Nadie tiene permiso para posar la vista en el Alma de Grunhold.

—Mi antepasado te ofreció el primer cuerno para haceros un favor —le recordó la abuela.

Crin Plateada dio un pisotón al suelo con uno de sus cascos.

—Conozco plenamente el origen de nuestro talismán. Fue un obsequio entregado libremente. Si vamos a ponernos a debatir sobre favores del pasado que de pronto requieren una compensación, podría plantear la muerte de Pezuña Ancha como un grandísimo gesto de gratitud.

—No pretendo insinuar que reclamamos el cuerno —dijo la abuela—. Simplemente deseaba señalar que no es para uso exclusivo de los centauros de un modo intrínseco. Los humanos hemos velado con éxito por el Alma de Grunhold en tiempos pasados.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Crin Plateada.

—El mundo vive tiempos oscuros —dijo la abuela con aire grave—. Fuerzas siniestras están reuniendo talismanes para abrir la gran prisión de Zzyzx y liberar a los demonios más antiguos.

—Funestas noticias, ciertamente —reconoció Crin Plateada—. Pero ¿qué nos va a nosotros en ello?

—Necesitamos el cuerno para acceder a una llave con la cual podremos proteger uno de los talismanes —dijo el abuelo—. Si somos capaces de proteger los objetos mágicos, lograremos impedir que abran la prisión.

Crin Plateada intercambió unas palabras susurradas con Ala de Nube, a su derecha, y luego con Frente Borrascosa, a su izquierda.

—¿Sacarías de Fablehaven el Alma de Grunhold?

—La devolveríamos dentro de unos días —respondió la abuela—. No pedimos más que nos prestéis por poco tiempo el cuerno.

Crin Plateada movió lentamente la cabeza a un lado y a otro.

—Si la horda de demonios escapase de Zzyzx, el Alma de Grunhold sería nuestra única defensa. No podemos asumir ese riesgo. Nos pedís demasiado.

—Si los demonios escapan de Zzyzx, Grunhold se convertirá en un islote en medio de un mar de maldad —insistió el abuelo—. Atacados por la horda de demonios, el cuerno no logrará protegeros y Grunhold sucumbirá. Sin embargo, si nosotros impedimos que los demonios escapen de Zzyzx, es probable que Grunhold exista por siempre jamás.

—No podemos dejar que nuestro preciado talismán corra peligro —repuso Crin Plateada—. Cuando anulaste el poder del santuario de la reina de las hadas, lo destruiste, dejando su santuario irreparablemente profanado. Mi decisión es firme. Buscad otro método para conseguir vuestros objetivos. No os prestaremos ni a vosotros ni a nadie el Alma de Grunhold.

—¿Podríamos, por lo menos, velar el cuerno? —preguntó el abuelo—. Otra forma de proteger los talismanes que abrirían Zzyzx sería asegurarnos de que nuestros enemigos no puedan robaros el cuerno. Es vital que tengamos esa seguridad.

Crin Plateada se sonrió adustamente.

—Podríais también aprovechar la oportunidad para echar un vistazo al lugar y hurtarnos el cuerno vosotros mismos.

—El cuerno no debe robarse —declaró la abuela—. Nosotros no tenemos el menor deseo de hacer eso.

—Como deberíais saber, el Alma de Grunhold no puede robarse —replicó Crin Plateada—. El primer cuerno de un unicornio solo puede ser objeto de un hallazgo o de un obsequio. El objeto irradia tal pureza que hasta el bribón más empedernido quedaría abrumado por tal grado de sentimiento de culpa y de remordimientos con solo pensar en robarlo que se volvería incapaz de perpetrar el hurto. —El impresionante centauro dedicó a la abuela una mirada mordaz—. Eso incluso si el ladrón se hubiese convencido a sí mismo de que solo pretendía tomarlo prestado.

—¿Y si nuestros poderosos adversarios encuentran el modo de sortear tales remordimientos? —inquirió el abuelo—. Con tu consentimiento, podría poner centinelas.

—Ya tenemos nuestros propios centinelas, los mejores que habitan esta reserva —afirmó Crin Plateada—. Además, el Alma de Grunhold se guarda en las entrañas de esta colina, en el corazón de un laberinto como el del Minotauro.

—¿Un laberinto de paredes invisibles? —exclamó Coulter.

Crin Plateada movió la cabeza afirmativamente.

—El mismo que mis congéneres usaron en la Antigüedad. Unos conjuros mortales forman la trama de esas barreras invisibles. El intruso que toque cualquiera de las paredes caerá fulminado al instante.

—El contacto además hará sonar una alarma —añadió Frente Borrascosa.

—Nuestros enemigos han demostrado ser increíblemente ingeniosos —se preocupó el abuelo.

—¿Todavía tienes dudas? —se mofó Crin Plateada—. En el corazón del insoluble laberinto aguarda Udnar, el trol de montaña, como refuerzo final.

—¿Un trol de montaña? —exclamó Dale—. ¿Cómo os ganasteis su lealtad?

—Alcanzamos un acuerdo —respondió Crin Plateada, impasible—. Pasa por el suministro de copiosas cantidades de comida y bebida.

—¿Y qué hay de la entrada al laberinto? —preguntó la abuela.

Crin Plateada, sin despegar los labios, observó detenidamente a los humanos uno por uno.

—La entrada al gigantesco hueco horadado dentro de la colina está sellada. Me contendré para no entrar en detalles y evitaré así que alguno de vosotros pueda resultar herido por una imprudencia.

—No osaríamos llevar a cabo ningún intento para hacernos con el cuerno —le aseguró el abuelo—. Como dices, sería imposible. Nos has dado motivos para esperar que nuestros enemigos se arredrarán igualmente. Tal vez podamos encontrar otro primer cuerno por otras vías.

—Sabias palabras —dijo Crin Plateada—. No lo olvidéis, cualquier intento de robar el Alma de Grunhold significaría declarar la guerra a los centauros. Nosotros disponemos de un reino que nos fue asignado, pero en virtud del tratado somos libres para recorrer gran parte del territorio de Fablehaven a lo ancho y a lo largo, a excepción de unos cuantos dominios privados. La guerra contra los centauros entrañaría el final de tu reserva.

—Por eso hemos viajado hasta aquí, para solicitaros el favor de acuerdo con el protocolo —le apaciguó la abuela.

—Nos causa cierta decepción que os neguéis a prestarnos el cuerno —admitió el abuelo—. Es posible que eso conlleve mucho mal fuera y en casa. No obstante, reconocemos vuestro derecho.

—Así pues, nuestro encuentro ha tocado a su fin —anunció Crin Plateada—. Regresad en paz a vuestros dominios.

—Sabemos de buena tinta que nuestros enemigos están interesados en el cuerno —dijo la abuela—. Permaneced vigilantes.

Crin Plateada se volvió, dándoles la espalda.

—No necesitamos que unos humanos nos den semejante consejo —puntualizó Ala de Nube—. Permitid que os acompañemos hasta la frontera de nuestro reino.

—Muy bien —respondió el abuelo en tono formal—. Adiós, Crin Plateada.

Kendra siguió a los demás al exterior del gigantesco refugio de piedra. Se fijó en que un grupito de hadas seguía revoloteando cerca, mirándola con curiosidad. Al prestarles más atención de la cuenta, varias de las hadas se marcharon volando, probablemente con la pretensión de hacerse las indiferentes ante ella. Una de las que se quedó cerca le resultó familiar. Más delgada que la mayoría de las hadas, tenía unas alas de encendido color, con forma de pétalos de flor.

—Te conozco —dijo Kendra.

Las otras hadas que se habían quedado por allí se volvieron para mirar con envidia a la hadita roja.

—Sí —respondió el hada con su vocecilla, y se acercó a Kendra como una flecha. Las otras hadas pusieron los ojos en blanco y se dispersaron.

—Tú fuiste una de las tres hadas que nos ayudaron cuando acabamos con la plaga de sombra.

—Correcto. He oído de lejos vuestra conversación con Crin Plateada.

—No ha ido muy bien. —Kendra se percató de que Frente Borrascosa la observaba disimuladamente. Dudaba que pudiese entender lo que decía el hada, pero Kendra respondía en un idioma normal y corriente. Bajó la voz y resolvió elegir muy bien las palabras que decía.

—Los centauros no se desprenderán jamás del cuerno —informó el hada.

—¿Tú puedes ayudarnos a hacernos con él? —susurró Kendra sin quitarles el ojo de encima a los centauros, y apartándose del resto del grupo.

La hadita soltó una risita cantarina.

—No es muy probable. Pero sí sé dónde podéis encontrar la entrada al laberinto.

—Dímelo, por favor.

—Encantada. Por cierto, si me negase, tú podrías ordenarme que te revelase lo que sé. Una ayudita para el futuro. Muchas hadas se niegan a ayudar. La entrada queda debajo de la piedra protectora que está ubicada más al sur.

—¿Esa mole gigantesca? —preguntó Kendra, indicando con la cabeza hacia los inmensos megalitos que había al pie de la colina.

—Sí —respondió el hada.

—Parecen demasiado grandes como para que podamos moverlos —susurró Kendra.

—Grandísimos —coincidió el hada—, y anclados en su sitio mediante un hechizo. Pero dos horas antes de que amanezca, las piedras se mueven. Tardan una hora. Durante esa hora de la madrugada, mientras las piedras se trasladan, la entrada al laberinto queda abierta de par en par. Es el único momento en que los centauros pueden entrar.

—¿Esos pedruscos enormes se mueven por sí solos?

—Los veinte, sí. Es para verlo.

—¿Entran en el laberinto muchos centauros?

—No con frecuencia.

—¿Puedes contarme alguna cosa más?

—He aprendido a captar frases sueltas del idioma minotáurico. Los escucho a escondidas durante sus conversaciones, para practicar. Solo un puñado de centauros sabe moverse por el laberinto. Unicamente entran para llevarle comida al trol. Adoran el cuerno y estarían dispuestos a matar con tal de protegerlo. No vayáis a cogerlo, Kendra.

—Gracias —dijo Kendra de corazón—. Será mejor que no conversemos demasiado rato. Los centauros ya recelan de nosotros.

—Ha sido un placer. —La minúscula hada se marchó velozmente.

Kendra regresó con los demás a la carreta. Mientras cruzaban la arboleda de hoja perenne, la huerta y las viñas se mantuvo en silencio. Cuando llegaron a orilla de la lúgubre ciénaga humeante, los centauros devolvieron la carreta a Hugo, el cual esperaba de pie, exactamente como lo habían dejado.

En cuanto estuvieron a una buena distancia por el camino, Kendra se acercó al abuelo.

—¿Podemos hablar sin peligro? —preguntó.

El abuelo miró a su alrededor.

—Creo que sí, si no alzamos mucho la voz.

—Sé dónde está la entrada del laberinto.

—¿Qué? —El abuelo parecía sobresaltado—. ¿Cómo?

—Me lo ha dicho un hada. La entrada está escondida debajo de la piedra guardiana situada más al sur. Así fue como el hada se refirió a las piedras gigantes que hay al pie de la colina. Dos horas antes del amanecer las piedras se cambian de sitio ellas solas, dejando la entrada accesible durante aproximadamente una hora.

—Bien hecho, Kendra —dijo el abuelo—. Por desgracia, no estoy seguro de que eso cambie mucho las cosas. Pocas criaturas poseen más poder en bruto que los troles de montaña. Ninguno de nosotros sabe manejarse en un dédalo minotáurico. E incluso sin los obstáculos, el cuerno no se puede robar, en primer lugar. Si ellos no nos lo dan, nosotros no podemos cogerlo. ¿Me equivoco?

Se habían juntado todos para escuchar la conversación.

—No tengo ni idea de cómo podríamos tomar prestado el cuerno sin permiso —dijo Tanu.

—Yo tampoco —coincidió Dale.

—Nuestra mejor opción es ponernos a buscar otro sitio —propuso Coulter—. En algún lugar del ancho mundo tiene que haber otro primer cuerno.

—Estaremos compitiendo contra la Esfinge a ver quién llega antes —intervino la abuela—. Además, él tiene el Oculus.

El abuelo frunció el ceño.

—Es probable que así sea, pero tener un rayito de esperanza es mejor que no tener nada de nada.