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Diario
Kendra Sorenson frotó con un movimiento rápido y enérgico la cabeza de una cerilla de madera contra la superficie áspera de uno de los laterales de una caja rectangular de fósforos. Haciendo pantalla con la otra mano para proteger la llama, sostuvo la cerilla encendida junto a la mecha renegrida de un cabo de vela. En cuanto la llama prendió en la mecha, agitó la mano para apagar la cerilla y unos finos hilillos de humo describieron volutas ascendentes.
Sentada ante la mesa de su cuarto, observando lo que había quedado de la cerilla, Kendra se maravilló de lo rápido que el fuego había consumido la madera, dejando frágil y carbonizado el tercio superior del fósforo, transformada su materia en algo irreconocible. Reflexionó acerca de la plaga que había asolado Fablehaven, que en un abrir y cerrar de ojos había convertido a muchos de los habitantes de la reserva mágica, que eran seres de luz, en criaturas de las tinieblas. Ella y su familia y sus amigos habían logrado detenerla antes de que acabara con la reserva, pero sus esfuerzos le habían costado la vida a Lena, la náyade.
Bruscamente, Kendra abandonó sus ensoñaciones y dejó la cerilla quemada a un lado, introdujo tres llavecillas en un diario, lo abrió y se puso a hojear a toda velocidad sus páginas. Esta era su última vela umita; no podía permitirse el lujo de desaprovechar la iluminación especial que tornaba visibles las palabras inscritas en las páginas.
Se había traído a casa el Diario de secretos de Fablehaven. En su día había pertenecido a Patton Burgess, antiguo responsable de Fablehaven a quien Kendra había conocido por sorpresa cuando él había viajado hacia delante en el tiempo, a finales del verano anterior. Escrito en un idioma secreto del mundo de las hadas, las palabras que recogía el diario quedaban todavía más camufladas al haber sido inscritas con cera umita. Solo a la luz de una vela hecha con la misma cera aparecían las letras a la vista, y únicamente en virtud de su condición de miembro del reino de las hadas podía Kendra descifrar su significado.
Leer y hablar idiomas del mundo de las hadas eran solo algunas de las habilidades que le habían sido concedidas a Kendra cuando centenares de hadas gigantes la habían cubierto de besos. Veía en la oscuridad. Determinados trucos mentales mágicos no surtían efecto en ella, y podía ver más allá de las ilusiones, que ocultaban de la vista de los mortales a prácticamente todas las criaturas mágicas. Y las hadas estaban obligadas a obedecer cualquier orden que ella diese.
Kendra miró por encima de su hombro para comprobar que no hubiera nadie y aguzó el oído unos segundos. La casa estaba en silencio. Su madre y su padre habían adoptado la costumbre de practicar jogging en el polideportivo las tardes de entre semana, con la esperanza de hacer de ello un hábito antes de Año Nuevo. Ella dudaba de que semejante resolución fuese a durar más allá de un par de semanas, pero de momento le proporcionaba una oportunidad para examinar el diario sin que nadie la molestase. Sus padres no sabían nada del universo mágico que ella y su hermano habían descubierto.
Como consecuencia, el día que la sorprendieron leyendo a la luz de una vela un libro lleno de símbolos raros, pensaron que se había metido en algún tipo de culto extraño. Era imposible plantearse explicarles que ese libro en realidad contenía los secretos de un antiguo responsable de Fablehaven.
Como no quería que sus padres le confiscasen el diario, Kendra fingió que lo había devuelto a la biblioteca, y había empezado a leerlo solo cuando estaba segura de poder pasar un largo rato a solas.
Dado que la presencia de sus padres reducía su tiempo de lectura, y como disponía de suministros limitados de velas, Kendra aún no había leído todo el contenido del diario de cabo a rabo, aunque sí que había echado un vistazo al conjunto. Estaba familiarizada con la voz del diario, pues había leído muchas entradas en algunos de los diarios menos secretos de Patton, en Fablehaven.
Cuando había ojeado el Diario de secretos, Kendra había encontrado el pasaje en el que Patton narraba con pelos y señales cómo Ephira se había convertido en un peligroso espectro, sin omitir ni un solo detalle escalofriante, y también varios párrafos en los que manifestaba sus temores más profundos acerca de su relación con Lena. Kendra había leído también que existía un pasadizo que llevaba a una gruta subterránea ubicada debajo de la vieja casona, así como una serie de alijos de tesoros y armas escondidos en diversos puntos de Fablehaven, además de un estanque a los pies de una pequeña cascada en la que un intrépido cazafortunas podría atrapar a un leprechaun. Había encontrado información sobre una cámara secreta al fondo del pasaje del Terror, en las mazmorras de Fablehaven, así como las contraseñas y las instrucciones para acceder a ella. Leyó acerca de viajes a lugares remotos, como la India, Siberia o Madagascar.
Se empapó de información sobre diferentes reservas ubicadas en los rincones más distantes del planeta. Y leyó detenidamente teorías relativas a posibles amenazas y villanos, entre otros muchos supuestos complots diseñados por la Sociedad del Lucero de la Tarde.
Esa noche, con la vela umita casi pegada a la página, eligió su entrada favorita del diario y leyó las palabras manuscritas por Patton con su letra tan familiar:
Tras haber regresado hace escasas horas de una singular aventura, me hallo ahora incapaz de contener el impulso de exponer mis pensamientos. Rara vez me he planteado la pregunta de a quién pretendo dirigir la información encubierta compilada en este diario. En las ocasiones en que me he detenido a considerar la cuestión, he llegado a la vaga conclusión de que estaba garabateando estas notas para mí mismo. Pero ahora sé que tendrán una destinataria y que su nombre es Kendra Sorenson.
Kendra, para mí esta constatación es emocionante y, al mismo tiempo, me llena de preocupación.
Te enfrentas a una época plagada de desafíos. Parte de los conocimientos que poseo podrían ayudarte. Lamentablemente, muchos de esos mismos conocimientos podrían colocarte también ante peligros inenarrables. Una y otra vez mantengo conmigo mismo encendidas discusiones en las que trato de discernir qué información te garantizará una ventaja sobre tus adversarios y qué información podría ponerte en mayor peligro. Mucho de lo que sé puede provocar más perjuicio que beneficio.
Tus enemigos de la Sociedad del Lucero de la Tarde no se arredrarán ante nada para apoderarse de los cinco objetos mágicos que, juntos, pueden abrir Zzyzx, la prisión de los demonios. En el momento de nuestra despedida, que nosotros supiéramos solo habían conseguido un objeto mágico, mientras que tu abuelo estaba en posesión de otro. Dispongo de información acerca de dos de los objetos mágicos que os faltan, y probablemente podría obtener más información con un poco de esfuerzo. Con todo, dudo si debo compartirla contigo. Si tú o los otros intentáis ir por los objetos mágicos o protegerlos, sin querer podríais conducir a vuestros enemigos hasta ellos, o bien podríais resultar heridos en vuestro intento por cogerlos. Por otro lado, si la Esfinge está buscando con avidez los objetos mágicos, me siento inclinado a creer que tarde o temprano logrará lo que se propone. En determinadas circunstancias, disponer de mis conocimientos beneficiaría vuestra causa, con el fin de mantener los objetos mágicos lejos de su alcance.
Así pues, Kendra, he optado por confiar en tu juicio. No voy a incluir detalles concretos en este diario, puesto que ¿quién podría resistirse a un acceso tan tentadoramente cómodo, al margen de la integridad de dicha persona? Pero en la cámara oculta que hay al otro lado del pasaje del Terror dejaré, camuflados, los detalles relativos a los lugares en los que se esconden los dos objetos mágicos. Desvela esa información solo si consideras que es necesario. De lo contrario, no la menciones ni siquiera. Recurre a la discreción, a la paciencia y a la valentía. Mi esperanza es que permanezca oculta durante toda tu vida. Si no puede ser así, la información sobre la localización de la cámara secreta te aguarda en otro pasaje de este diario. Ve a la cámara y descubre con ayuda de un espejo el mensaje del techo.
Kendra, ojalá pudiera estar ahí para ayudarte. Tus seres queridos son personas fuertes y capaces.
Deposita tu confianza donde corresponda y decide con cabeza. Mantén a raya a ese hermano tuyo.
Me siento agradecido de tener una sobrina tan ejemplar.
Kendra tamborileó con los dedos y apagó la vela de un soplido, taco de cera que quedaba era suficiente para volver a prenderlo otra vez, pero la llama no duraría mucho. Seguramente ahora su abuelo tendría más velas umitas en Fablehaven, pero conseguirlas sería un follón. Se recostó en su silla, mordiéndose el labio inferior.
Entre las clases y su trabajo de voluntaria en la guardería infantil, casi no había tenido tiempo para dedicarle al asunto la reflexión que se merecía.
Todavía no había compartido con nadie el mensaje de Patton. Él había confiado en su juicio y ella no tenía ninguna prisa por traicionar su confianza. Patton tenía razón: en cuanto se diese a conocer la información sobre la ubicación de los objetos mágicos, más de uno querría ir por ellos. Y también acertaba con que la Esfinge estaría pendiente de la menor oportunidad para aprovecharse de cualquier intento en este sentido. Mientras no fuese esencial, ella no diría nada.
A lo largo de todo el otoño, Kendra se había mantenido en contacto con sus abuelos. Por teléfono no hablaban abiertamente sobre ningún secreto, pero habían encontrado la manera de hacerle llegar noticias sin tener que entrar en demasiado detalle. Desde que se supo que la Esfinge era el cabecilla de la Sociedad del Lucero de la Tarde, toda actividad por parte de dicha sociedad parecía haber cesado. No obstante, todos sabían que la Esfinge estaba ahí, observando y conspirando, aguardando el momento oportuno para atacar.
Dos miembros de los Caballeros del Alba velaban de forma constante por la seguridad de Kendra y de Seth, y les pasaban información cuando hacía falta. De momento no se había producido ningún incidente alarmante. Aunque los individuos asignados a su protección iban rotando, al menos uno de los guardaespaldas era siempre alguno de sus amigos de confianza, como Warren, Tanu o Coulter.
Los últimos cuatro días, Warren había estado vigilándolos, junto con una tal Elise, una chica, en teoría, de fiar.
Kendra suspiró. Después de tantos secretos y traiciones en los últimos dos años, se preguntaba si alguna vez volvería a confiar plenamente en alguien. Quizá por eso también se callaba el mensaje de Patton.
A su espalda algo produjo un leve roce. Se dio la vuelta y vio que alguien había metido por debajo de su puerta una hoja doblada. Cruzó la habitación, recogió el papel del suelo, lo abrió y leyó de arriba abajo una lista mecanografiada. A medida que iba leyéndola, iba entornando más los ojos. Salió de su cuarto muy indignada, recorrió el pasillo y se detuvo en el hueco de la puerta abierta de Seth.
—¿De verdad esperas que te regalen un ala delta por Navidad? —preguntó Kendra a su hermano pequeño.
Seth levantó la vista de la mesa, en la que había estado garabateando lagartijas en sus deberes de matemáticas.
—Si no la pido, no, desde luego.
Kendra levantó el papel con la lista.
—¿Quién más ha recibido esto?
—Mamá y papá, por supuesto. Además, mandé copias por correo electrónico a todos nuestros parientes, incluso a unos lejanos a los que localicé por Internet. Y mandé una copia por e-mail a Santa Claus, para tener cubiertos todos los frentes.
Kendra cruzó la habitación, se detuvo junto a su hermano y agitó el papel delante de él.
—Nunca habías pedido cosas tan disparatadas. ¿Un juego de palos de golf a medida? ¿Un jacuzzi? ¿Una moto deportiva?
Seth le arrebató la lista a Kendra.
—Solo estás enumerando lo más gordo. Si no te llega para regalarme un sillón de masajes, entonces podrías comprarme una cometa, un videojuego o una película. En mi lista de deseos encontrarás ideas para todos los bolsillos.
Kendra se cruzó de brazos.
—¿Qué estás tramando?
Seth la miró con los ojos como platos, la expresión con la que se mostraba un poco ofendido y que solía poner cada vez que ocultaba algo.
—Limitar lo que recibo por Navidad es una cosa. Limitar lo que pido es otra. ¿Quién eres? ¿El Grinch?
—Normalmente te preparas para la Navidad con un enfoque estratégico, y pides un puñado de regalos que deseas de verdad. Y suele darte resultado. Nunca habías hecho campaña para conseguir nada más caro que una bici o que una consola para videojuegos. Eres realista con tu lista de deseos. ¿A qué se debe este cambio?
—Está usted sobre analizando, profesora —suspiró Seth, devolviéndole la lista—. Solo pensé que este año no tendría nada de malo que apuntase más alto.
—¿Y por qué mandar la lista a parientes tan lejanos que ni siquiera te conocen?
—Uno de ellos podría ser un multimillonario solitario, ¿quién sabe? Tengo el presentimiento de que este podría ser mi año de suerte.
Kendra contempló a su hermano. Desde el verano ya no parecía un crío. Cada vez estaba más alto, todo él brazos y piernas desgarbados, y su rostro estaba más flaco y el mentón más definido.
Durante el otoño no habían pasado juntos mucho tiempo. Él contaba con sus propios amigos, y ella ya tenía bastante con acostumbrarse al instituto. Ahora quedaba menos de una semana para el paréntesis de las vacaciones de Navidad.
—No hagas ninguna estupidez —le avisó Kendra.
—Gracias por el brillante consejo —replicó él—. ¿Te importa que te cite en mi diario?
—¿Escribes un diario?
—Tendré que empezar si tú no paras de dispensarme semejantes perlas de sabiduría.
—Tengo la entrada perfecta para el comienzo —sugirió Kendra, taladrándole con la mirada—. Querido diario: hoy me he comprado unos regalos de Navidad muy chulos con el oro que robé en Fablehaven. Fingí que los regalos me los mandaban unos parientes lejanos forrados de pasta, pero no he conseguido engañar a nadie y los Caballeros del Alba me han pescado y me tienen encerrado en una mugrienta mazmorra.
A Seth se le abrió la boca y se le volvió a cerrar varias veces, sin emitir ningún sonido, al iniciar y a continuación abandonar varias respuestas posibles. Después de carraspear un poco, finalmente logró decir:
—No lo puedes demostrar.
—¿Cómo sacaste el oro sin que nadie se enterase? —preguntó Kendra, asombrada—. Creía que el abuelo confiscó el tesoro que tú y los sátiros les birlasteis a los nipsies.
—No pienso mantener esta conversación contigo —dijo Seth con insistencia—. No sé de qué me estás hablando.
—Seguro que teníais varios alijos escondidos y que el abuelo no dio con todos. Pero ¿cómo estás convirtiendo el oro y las joyas en dinero contante y sonante? ¿Vas a una casa de empeños?
—Esto es absurdo —mantuvo Seth—. Me parece que aquí la única que tiene una mente criminal eres tú.
—Ahora estás en guardia, pero lo he entendido todo hace un momento. ¡Ese oro no les pertenecía ni a Newel ni a Doren y, por tanto, no podían dártelo! Después de todo lo que ocurrió el verano pasado, ¿cómo pudiste salir por la puerta con un tesoro robado en el bolsillo? ¿Hasta dónde llega tu falta de vergüenza?
Seth suspiró, derrotado.
—Los abuelos no lo querían para nada.
—Exacto, Seth, porque son los responsables de Fablehaven. Están tratando de proteger a las criaturas y las cosas que se esconden allí. ¡Es como si robases en un museo!
—¿Más o menos como cuando te llevaste la vara de la lluvia de Meseta Perdida? ¿O como cuando Warren se quedó con la espada que encontró allí?
Kendra se puso colorada.
—Técnicamente, Meseta Pintada no formaba parte de la reserva de Meseta Perdida. Además, ¡yo no estoy trapicheando con la vara de la lluvia para comprarme una moto acuática! ¡Ni Warren está tratando de comerciar con la espada a cambio de una moto de nieve! Si tenemos estos objetos es, en parte, para protegerlos, ¡no para venderlos por una fracción de su auténtico valor!
—Cálmate, todavía tengo todo el oro.
—Mejor dámelo a mí para que lo ponga a buen recaudo.
—Ni en sueños —se burló Seth. La miró con cara de pocos amigos—. Pero la próxima vez que vayamos a verlos, le devolveré al abuelo el tesoro.
Kendra se relajó.
—Eso no me parece mal.
—No me quedan muchas otras opciones, viviendo con la chivata más grande del mundo. ¿Y si te soborno? ¿Guardarás silencio? Podría comprarte algunos regalitos espectaculares de Navidad.
—Yo no me vendo por un ala delta.
—Podría ser cualquier cosa —le ofreció Seth—. Vestidos, joyas, un poni… ¡Cualquier chorrada de chicas que se te antoje!
—Lo más importante que deseo este año es que mi hermanito desarrolle un poco de integridad, para que pueda dejar de hacerle de canguro.
—Siempre podría utilizar parte del oro para contratar a unos matones, para que te secuestren y te retengan hasta después de las vacaciones —sopesó Seth.
—Buena suerte con eso —replicó Kendra, haciendo una bola con la lista mecanografiada y tirando el papel a la papelera, junto a la mesa. La pelota de papel rebotó contra el filo y aterrizó suavemente en el suelo.
Seth se agachó sin levantarse de la silla, agarró el papel arrugado y lo metió en la papelera.
—Bonito intento.
—Bonita lista.
Kendra salió al pasillo dando grandes pasos y regresó a su habitación. El olor del humo de la vela flotaba aún en el ambiente, por lo que abrió la ventana, para permitir que se formase una corriente fría de aire. Agitó las manos para dispersar el olor y luego cerró la ventana y se dejó caer sobre la cama.
Incluso lejos de Fablehaven, dentro de su propia casa, con la vigilancia constante de unos guardaespaldas escondidos, ¡Seth seguía encontrando la manera de causar problemas innecesarios!
En parte, deseaba poder compartir con su hermano el mensaje de Patton. Últimamente era la única persona con la que podía hablar sobre esta clase de problemas. Pero no se atrevía a contarle todo lo que había averiguado gracias al Diario de secretos. No tenía la menor duda de que, de un modo u otro, se las ingeniaría para hacer mal uso de esa información.
Su secretismo en relación con el diario había provocado algo de fricción entre ellos. Cuando hablaban del tema, él sabía por sus respuestas imprecisas que le estaba ocultando cosas. Pero como no podía traducir por sí mismo aquel texto críptico, no había nada que pudiera hacer respecto de la renuencia de su hermana a compartirlo con él.
Kendra rodó para ponerse boca abajo, metió una mano bajo el colchón y sacó cinco sobres sujetos con una goma elástica. No le hacía falta leer las cartas de Gavin, se las sabía de memoria. Pero le gustaba tenerlas en sus manos.
Le había prometido que intentaría cogerse uno de los turnos para ser su guardaespaldas, pero todavía no se había presentado. Como domador de dragones, poseía unas destrezas poco habituales que últimamente habían hecho falta en diversos rincones remotos del mundo. Por lo menos le había mandado cartas, que los guardaespaldas le habían entregado. En ellas compartía detalles sobre sus tratos con dragones: los cortes para extraer tumores cutáneos del costado viscoso de un dragón alargado y fino; el estudio de una insólita dragona submarina que usaba densas nubes de tinta para confundir a su presa; el rescate de un equipo de expertos en hierbas mágicas de las garras de un fiero dragoncillo que tejía telas como si fuera una araña.
Por muy interesantes que fuesen los dragones, Kendra tenía que admitir que la parte que más le gustaba de sus cartas era cuando mencionaba que la echaba de menos o que estaba deseando verla otra vez. Cuando le respondía, dejaba claro que ella también estaba deseando volver a verle, pero esperaba no parecer demasiado ansiosa por el reencuentro. Cerró los ojos y se lo imaginó. ¿Era posible que en su recuerdo él estuviese cada vez más guapo?
Satisfecha después de haber sostenido un rato las cartas entre sus manos, volvió a guardarlas debajo del colchón. Había hecho todo lo posible por evitar que Seth supiese de la existencia de esa correspondencia. Ya le encantaba molestarla diciendo que estaba loquita por Gavin. ¡No se quería ni imaginar que su hermano encontrara pruebas de que, más o menos, era cierto!
Desde la planta baja llegó el retumbar de la puerta del garaje al abrirse. Sus padres estaban en casa. Kendra saltó de la cama para coger el diario y el cabo de vela de la mesa y los subió a una balda alta de su armario, colocando delante varios jerséis doblados. Abrió la cremallera de la mochila y puso encima de la mesa un cuaderno y un par de libros de texto, aunque ya había terminado los deberes.
La chica respiró hondo. Solo tenía que superar dos días más de colegio y, entonces, las vacaciones de invierno le permitirían relajarse y meditar sobre algunos de los asuntos que la tenían preocupada. Salió del cuarto y se dirigió a las escaleras, tratando de poner cara de no haber roto un plato, para saludar a sus padres.