9
Encargos
Aunque Kendra sabía que había salido el sol, se quedó escondida debajo de las sábanas igualmente. Echaba de menos a Lena. Echaba de menos a Patton. Echaba de menos a sus padres. Echaba de menos a su hermano. Y no estaba segura de cómo afrontar otro día.
La conversación con Patton el día anterior había puesto las pilas a sus abuelos. El abuelo había estado contactando con varios caballeros del Alba; su abuela había estado buscando información en el desván; y todo el mundo andaba ajetreado haciendo planes.
Kendra tenía un papel que desempeñar en ellos. Decidida a ser valiente, había aceptado con entusiasmo sus responsabilidades, pero estas la habían puesto nerviosa. ¿Y si fracasaba? Muchas cosas dependían de su participación.
Aquella mañana, después de desayunar, Kendra, Warren y Tanu usarían el Translocalizador para visitar una reserva de Escocia llamada Stony Valey, Valle Pedregoso. Warren y Tanu habían estado allí. Tal como había propuesto Patton, el abuelo quería que Kendra hablase con la reina de las hadas y, gracias al Translocalizador, podían acceder sin problemas al santuario de Valle Pedregoso.
Los demás parecían dar por hecho que Kendra y la reina de las hadas eran uña y carne. En realidad, ella podría perfectamente acabar con Kendra de un plumazo por hollar suelo sagrado, si le parecía que su intrusión estaba injustificada. Por descontado, en su día Kendra había sido aleccionada para confiar en su instinto en cuanto a saber si una visita suya resultaba apropiada o no, y estaba segura de que la reina de las hadas estaría de acuerdo en que esto era una crisis en toda regla. Como archienemiga del rey de los demonios, estaría interesadísima en que Zzyzx siguiese intacta.
Sin embargo, el simple hecho de que Kendra pudiese presentarse ante la reina no quería decir que pudiese convencer a aquel enigmático personaje para que realmente les echase una mano, tal como esperaba su familia. Kendra estaba preocupada ante la idea de defraudarlos a todos, incluida ella misma.
El segundo encargo que habían asignado a Kendra la ponía aún más nerviosa que el primero. Los demás habían determinado que era la persona más allegada a Vanessa, y esperaban que por fin la narcoblix se decidiese a contarles su gran secreto, al ver lo verdaderamente triste que estaba Kendra por el secuestro de Seth y de sus padres. También en este caso comprendía la lógica que respaldaba la tarea, pero ¡era demasiada presión! Se suponía que debía hablar con Vanessa al volver de Valle Pedregoso.
Metida en el espacio cerrado de debajo de las sábanas, aceptó a regañadientes que, por mucho que postergase ambos desafíos, no acabarían desapareciendo. Podría fracasar en el intento, pero desde luego esconderse en la cama no devolvería a su familia a casa. Aun así, si arañaba unos minutitos más de sueño, quizá sus problemas se desvanecerían temporalmente de su cabeza…
¡No! Se destapó dando una patada y rodó de lado para salir de la cama. El mero hecho de estar de pie la ayudó a sentirse un poco más preparada para acometer sus futuras obligaciones.
Después de ducharse y vestirse, Kendra encontró a Warren y Tanu disfrutando de un desayuno a base de tortitas. Espátula en mano, su abuelo trajinaba frente a la plancha de cocinar, y animó a Kendra a sentarse.
—¿Por qué nadie ha venido a avisarme? —preguntó la chica, cogiendo un par de tortitas del montón y colocándolas en su plato.
—Oímos que estabas en la ducha —explicó su abuelo—. Si no te importa esperar un segundo, enseguida saco unas recién hechas.
Kendra comprobó la blanda superficie con el dedo.
—Estas aún están tibias —dijo, y las bañó en sirope de arce.
Coulter entró tranquilamente en la cocina.
—¡Caramba, Stan haciendo tortitas! ¡Ha debido de llegar el momento de embarcarse en otra misión a vida o muerte!
—Una manera de rebajar la tensión —murmuró Warren.
—¿Puedo? —preguntó Coulter—. ¿O son solo para los condenados?
—Prohibido el acceso a viejetes pesimistas —informó Warren.
Riendo para sí, Coulter también se sentó a la mesa. Tanu hizo ademán de ofrecerle tortitas, pero Coulter levantó una mano para darle a entender que no quería.
—Esperaré esas otras calientes.
Kendra cortó sus tortitas con el filo del tenedor, ensartó dos trozos juntos, se los metió en la boca y saboreó con placer aquella textura perfecta, dulce, suave y esponjosa.
—Están de lujo, abuelo —dijo—. Deliciosas.
Warren untó una tortita con mermelada casera y se comió un trozo.
—Te gustará Valle Pedregoso, Kendra.
—Es muy pintoresco —coincidió Tanu.
—El responsable es uno de nuestros caballeros más fiables —dijo Coulter, recibiendo del abuelo las tortitas recién hechas que le sirvió con la espátula.
—No sabe que vamos a hacerle una visita —aclaró Warren—. Esta es una operación secreta, de entrar y salir rápidamente sin armar jaleo. Nos teletransportaremos de allí al menor indicio de que la cosa se complica.
—Cuando se trata de hacer un viaje —comentó Coulter—, no se me ocurre mejor medio que el Translocalizador.
—Lo sé, me estáis malcriando —respondió Warren—. No estoy seguro de poder volver a usar otra vez un aeropuerto a partir de ahora.
Tanu asintió.
—Nada de control de aduanas, nada de registro de maletas, nada de asientos minúsculos durante diez horas seguidas.
—¿De qué te quejas? —replicó Warren—. Tú hibernas como un oso durante esos largos vuelos.
—Me duermo para escapar de la tortura —afirmó Tanu.
—Ese es mi problema —dijo Warren, levantando las manos—, que no he aprendido a dormir mientras me someten a tortura.
Tanu sonrió.
—La cosa cambia si eres un maestro en pociones.
Kendra desayunaba en silencio, contenta de disfrutar de aquella conversación desenfadada. Escucharles bromear y tomarse el pelo contribuía a crear la sensación de que era un día normal. Para alargar el rato del desayuno, procuró tomárselo con calma, pero, después de unas tortitas acompañadas de zumo de naranja, ya no le cupo más comida.
Warren miró la hora en su reloj de pulsera.
—En Escocia son cinco horas menos. Podríamos empezar a movernos.
—Kendra, ¿estás preparada? —preguntó Tanu.
Kendra respiró hondo. En parte, lamentaba que no hubiesen optado por comunicarle el encargo en el último momento. Al haberlo planeado el día anterior, había tenido demasiado tiempo para preocuparse. Trató de sacudirse sus inseguridades.
—Lo más preparada que voy a poder estar.
—Relájate, Kendra —dijo su abuelo—. Si notas que algo va mal, no tienes más que hacer que te traigan aquí de vuelta. Esa es la belleza del viaje instantáneo.
—Te cubriremos bien las espaldas —le aseguró Warren, al tiempo que se abrochaba el cinto de una espada—. Lo harás genial.
El abuelo abrió un cajón y sacó de él el Translocalizador.
—¿Lo guardas en un cajón de la cocina? —preguntó Kendra.
El abuelo se encogió de hombros.
—Solo esta mañana. Quería tenerlo a mano.
—Quiere mandarte a Escocia antes de que remita la euforia postortitas —dijo Coulter, mientras se limpiaba la barbilla con una servilleta.
—Algo así —admitió el abuelo, y le pasó a Tanu el Translocalizador.
—¿Vamos directamente al santuario? —preguntó Kendra.
—Los dos hemos estado en el santuario de Valle Pedregoso —dijo Warren—. Nunca nos hemos acercado realmente, pues de lo contrario ahora no estaríamos aquí. Pero yo he estado lo más cerca que se atrevería cualquier mortal en su sano juicio. Empezarás bien cerquita.
—Yo no he estado tan cerca como Warren —dijo Tanu—. Probablemente porque estoy un poco más cuerdo.
—La operación está muy pensada —le aseguró el abuelo a Kendra—. Escogimos Valle Pedregoso porque es una reserva segura y porque tendréis un acceso sumamente cómodo al santuario.
Kendra se puso de pie al lado de Warren.
—Acabemos con ello.
Tanu agarró un extremo del Translocalizador; Kendra, el otro. Warren giró la sección del centro. Kendra se sintió como si estuviese replegándose hacia dentro. Cuando pasó la sensación de vértigo, estaba de pie entre hierba alta rodeada de árboles nudosos y grises. Se dio cuenta de que se había preparado mentalmente para el momento en que se quedase de golpe y porrazo sin aire en los pulmones, pero, claro, esto no era el Cronómetro, sino el Translocalizador.
Entre los árboles contempló a cierta distancia un lago amplio y espejeante, que abrazaba como una herradura una fina península que iba poco a poco ensanchándose a medida que se alejaba de la orilla. En la punta de la península había dos piedras rectangulares, sin tallar, puestas de pie y separadas por una tercera piedra pesada. La formación le recordó inmediatamente las fotografías de Stonehenge.
Kendra oyó el silbido metálico del acero cuando Warren desenvainó su espada. Tanu asía una ballesta con una mano y el Translocalizador con la otra. Era algo más del mediodía en Escocia, pero el sol seguía alto, brillando a través de un cielo parcialmente encapotado. El aire estaba inmóvil y fresco, pero no frío. Al otro lado del lago y de los árboles que los rodeaban, Kendra divisó unas montañas bajas que se sucedían hasta perderse de vista.
—¿El santuario está en esa península? —preguntó Kendra en voz baja.
Tanu respondió afirmativamente con la cabeza.
—No podemos aventurarnos allí contigo, pero montaremos guardia cerca de la orilla.
Flanqueada por Warren y Tanu, Kendra empezó a caminar al frente. Cuando estuvieron cerca de la península, sus acompañantes se detuvieron y se quedaron atrás. En general, se sintió tranquila respecto de continuar hacia delante, y concluyó que la ausencia de señales claras de alerta significaba que la reina de las hadas la recibiría con agrado.
Una pareja de mujeres de gran estatura salió de entre los árboles, impidiéndole el paso. Una llevaba el pelo cobrizo adornado con flores; la otra tenía unos tallos de parra entrelazados en sus negras trenzas. Sus vestidos largos y compuestos de varias capas hicieron pensar a Kendra en el follaje primaveral cubierto de resplandecientes gotitas de rocío. Cada una de las mujeres sostenía en alto una recia vara de madera.
—¿De dónde sales tú? —preguntó la mujer morena con una voz resonante de contralto.
—Pisas suelo sagrado —la advirtió la otra.
Warren y Tanu se colocaron rápidamente detrás de Kendra. Tanu era grande, pero aquellas mujeres le sacaban media cabeza.
La de la cabellera negra levantó una ceja.
—¿Pensáis amenazarnos con armas?
Desde ambos lados y desde detrás salieron más dríades de entre los árboles.
—Somos amigos —dijo Kendra—. Tengo un asunto urgente que debo tratar con la reina de las hadas.
—Esta tiene un aspecto extraño —susurró la dríade de la melena cobriza.
—Ciertamente —replicó la otra dríade también en un cuchicheo—, y habla nuestro idioma.
—Hablo muchos idiomas —dijo Kendra.
La dríade se quedó atónita.
—¿Incluso nuestro dialecto secreto? —preguntó la de melena cobriza.
Kendra alzó la vista hacia ellas, cruzando los dedos para que su mirada transmitiese más seguridad de la que realmente sentía.
—Soy de la familia de las hadas, y estoy al servicio de la reina. Estos son mis acompañantes.
La dríade morena entornó sus verdes ojos. Pasados unos segundos, su postura se tornó menos amenazante.
—Os pido disculpas por nuestro abrupto saludo. Vivimos en una época turbulenta, y desde hace mucho tiempo nuestra tarea ha sido proteger este santuario. Hemos oído hablar de ti, pero no te reconocimos. Nunca hemos conocido una mortal que se parezca a ti. Ahora vemos que eres una de las nuestras.
—Gracias —dijo Kendra—. Mis amigos no pueden venir conmigo al santuario.
Las dríades se hicieron a un lado.
—Nos encargaremos de que no les suceda nada malo —dijo la dríade de melena cobriza.
—En realidad, no sé lo que os habéis dicho —susurró Warren—, pero… buen trabajo.
—No os molestarán —les explicó Kendra—. Volveré enseguida.
Tanu bajó la ballesta, Warren enfundó la espada y las dríades adoptaron posturas más distendidas. Kendra pasó entre ellas y continuó andando por la península. Notaba que muchos ojos seguían su avance, pero no miró atrás.
Kendra estudió el terreno, en busca del diminuto santuario, pues no quería pasarlo por alto y verse obligada a desandar lo andado. No encontró nada hasta que llegó al conjunto de megalitos del extremo de la península. Bajo la primitiva estructura, junto a un manantial rumoroso, descansaba un cuenco de madera tallada y una miniatura de hada esculpida en piedra rosada y jaspeada.
Cuando Kendra se estaba arrodillando junto al manantial, una repentina ráfaga de viento alteró la quietud del aire, y trajo consigo ricos aromas a tierra recién removida, fruta madura, corteza húmeda y un toque de salitre. La reina de las hadas habló con la familiar voz con que Kendra la oía en su imaginación, más que en sus oídos.
«Me alegro de que hayas venido».
—La Sociedad está cada vez más cerca de abrir Zzyzx —dijo Kendra en voz baja, pues no quería que las dríades oyesen su parte del diálogo—. La Esfinge ha secuestrado a mis padres y a mi hermano. Nos preocupa que quiera usar el Óculus para reunir el resto de los objetos que necesita. ¿Sabes qué deberíamos hacer? ¿Puedes ayudarnos tú?
«Mi conexión con el Óculus ha perdido fuerza. La Esfinge y su mentor, un demonio llamado Nagi Luna, detectaron que los estaba espiando y me bloquearon el acceso. Tienen un poder mental muy firme. Por eso, solo cuando dirigen la mirada al reino en el que habito puedo vislumbrar lo que tienen en la cabeza. Como ellos lo saben, se han abstenido de dirigir su atención hacia mí. Pese a ello, he percibido cuánto codician el reino que yo protejo, y temo por todas las criaturas de la luz».
—¿Qué has averiguado desde la última vez que hablamos? —preguntó Kendra—. Háblame de Nagi Luna.
«Nagi Luna es el ser que ayuda a la Esfinge a utilizar el Óculus. Su corazón y su mente son oscuros».
La oscuridad invadió a Kendra, como si acabase de quedarse ciega de golpe y porrazo. De la mano de la oscuridad, sintió una honda y pertinaz desesperación. Su capacidad de ver retornó tan rápidamente como se había ido. Acostumbrarse a la manera de comunicarse de la reina de las hadas, con palabras, imágenes y sentimientos, siempre llevaba un tiempo.
«Antes de que sus mentes se cerrasen para mí, percibí determinados aspectos de la relación entre Nagi Luna y la Esfinge. De alguna manera está recluida en algún lugar, y sus poderes están constreñidos. Aunque guía a la Esfinge desde su confinamiento, Nagi Luna ha estado utilizándole a él para conectar con el Óculus y expandir su alcance mental. Sus comunicaciones me han resultado inescrutables, ya que usaba el idioma secreto de los demonios, pero estoy segura de que conversaba con otros de su especie. Con ayuda del Óculus, puede incluso haber llegado hasta algunos de los seres que hay dentro de Zzyzx».
Un sentimiento de ira, vengativo y furibundo, inundó a Kendra. Por un instante se sintió como si pudiera aplanar todo el bosque que tenía alrededor con solo barrer el aire con la mano, o desgarrar el suelo con un solo grito. Pasados unos segundos el sentimiento de indignación cesó. Kendra hizo esfuerzos para recordarse a sí misma que estas emociones no le pertenecían a ella.
«Tanto la Esfinge como Nagi Luna están seguros de que la victoria está al alcance de su mano, pero cada cual entiende la victoria a su manera. Cada uno pretende usar al otro para un fin. La Esfinge cuenta con un plan escrupulosamente diseñado para liberar a los demonios de Zzyzx poniendo él sus propias condiciones. No logré averiguar los detalles, pero estoy segura de que hasta cierto punto le guía la buena fe, por muy erróneas que puedan ser sus intenciones. Pero Nagi Luna ha tramado su propio plan, un panorama de oscuridad y caos desatados como el mundo no ha visto jamás. La Esfinge no tiene nada de tonto, pero me temo que la astucia de ella pueda ser superior».
—¿Podrías decirme dónde están? —preguntó Kendra.
«No estaba claro. Demasiadas cosas no estaban claras. Pero he visto lo bastante para creer que la apertura de Zzyzx es inminente. Tanto si lo consigue la Esfinge, como si lo logra Nagi Luna, nosotros fracasamos. Las consecuencias serán catastróficas».
—Nosotros tenemos dos de los objetos mágicos —dijo Kendra.
«Salvaguardadlos, si podéis. Yo trataré de proporcionaros ayuda. Mi enemistad con los demonios es ancestral y eterna».
—Raxtus me contó que ellos acabaron con tu esposo.
La congoja invadió a Kendra; era un miedo tan hondo y desconsolado que se sintió como si fuese a ahogarse en él. Cuando la sensación hubo remitido, boqueó para recobrar el aliento.
«Mi lucha contra los demonios se remonta a antes de la caída de mi consorte. Nuestra enemistad es inherente a nuestras naturalezas. Yo siempre me opondré a Gorgrog y a sus adláteres, y ellos siempre se enfrentarán a mí. Mi prioridad es proteger mi reino y a mis seguidores. Esto incluye defender vuestro mundo. El vínculo entre mi reino y vuestro mundo es lo que le da la vida. Si cayese tu mundo, mi reino quedaría convertido, en esencia, en una prisión, al no estar vinculado a ninguna esfera viviente. Tanto por vosotros como por nosotros, debemos evitar que abran Zzyzx».
—Yo estoy dispuesta a lo que sea con tal de ayudar —dijo Kendra—. Mis amigos y mi familia comparten el mismo sentimiento. ¿Qué nos recomiendas?
Se produjo un silencio. Sin viento, sin sonidos, era como si el mundo se hubiese sosegado por completo. Cuando se reanudó la comunicación, las palabras salieron lentamente.
«En Wyrmroost tres de mis ástrides perecieron para protegeros. Se han pasado siglos y siglos clamando porque les concediese la oportunidad de redimirse por haber fallado a mi consorte. Tal vez ese día haya llegado al fin. Restableceré la comunicación con ellos. Bebe del manantial».
Kendra cogió el cuenco de madera, lo metió un poco en el agua y bebió. La luz del sol destellaba en la superficie del agua, deslumbrándola. El líquido transparente sabía espeso como la miel, liviano como las burbujas, denso como la nata, ácido como las bayas y fresco como el rocío. Por un instante, Kendra fue consciente de la inmensa reserva de energía mágica que tenía dentro de sí. Se sintió como una nube de tormenta cargada de electricidad, lista para desencadenar un cegador ataque de relámpagos.
Entonces una suave brisa la envolvió, calmándola y sosegándola. Un hondo sentimiento de agrado y bienestar la colmó de serenidad y la dejó adormilada.
«A medida que vayas encontrando a mis ástrides por el mundo, tócalos y ordénales que se restituyan. Abolí tres de mis santuarios para otorgarte a ti esta facultad».
—¡No destruyas tus santuarios! —exclamó Kendra.
«Ha llegado el momento de unirnos y hacer sacrificios. Debemos oponernos a la liberación del rey de los demonios y de sus malvados seguidores de su confinamiento. El destino de tu mundo y del mío depende de que lo consigamos. Vete, Kendra. Actúa con valentía. Actúa con cabeza».
Con un último empujoncito de esperanza y paz, la reina de las hadas se retiró y Kendra se encontró sola, arrodillada en la hierba húmeda. Se levantó y regresó por la península hasta donde las dríades la esperaban junto a sus amigos. Las majestuosas mujeres la miraron con solemne reverencia.
—¿Ha habido suerte? —preguntó Warren, paseando una mirada cautelosa entre una dríade y otra.
—No sabía dónde tiene la Esfinge a mis padres y a mi hermano —respondió Kendra—. Pero entiende el peligro que entraña la apertura de Zzyzx, y quiere ayudarnos. —Kendra se volvió a la dríade de la melena cobriza—. ¿En esta reserva hay ástrides?
La dríade dio un paso al frente.
—De tanto en tanto pasan algunos por aquí en su viaje migratorio, pero hace muchos años que no vemos uno.
Kendra asintió y se volvió a Tanu.
—¿En Fablehaven hay?
—Los ástrides van a donde les place —respondió Tanu—. Son criaturas extrañas. En Fablehaven no he visto ninguno desde que el santuario se quedó sin sus poderes.
—Deberíamos irnos a casa —dijo Kendra. Se despidió de las dríades con la mano—. Gracias por recibirnos. Buena suerte con la protección del santuario.
Las dríades respondieron con leves reverencias.
Kendra, Warren y Tanu pusieron las manos en el Translocalizador, lo giraron y, después de la sensación de repliegue hacia dentro, se encontraron de nuevo en la cocina de Fablehaven. El abuelo y Coulter estaban ahora acompañados por la abuela.
—¿Estáis bien? —preguntó ella, angustiada.
—Ningún problema —respondió Warren.
La mujer puso cara de alivio.
—Siento haberme perdido la despedida.
—¿Qué tal ha ido la cosa? —preguntó el abuelo.
Kendra relató la conversación con la reina de las hadas, incluido lo que había descubierto sobre Nagi Luna, así como su nueva misión de restituir a los ástrides. Los demás la escucharon atentamente hasta que hubo terminado.
—Nunca había oído hablar de esa Nagi Luna —dijo la abuela, arrugando el entrecejo—. Trataré de averiguar lo que pueda.
—Podría ser complicado —contó el abuelo—. Estoy seguro de que será muy vieja.
—¿Quién habría imaginado que acabaríamos persiguiendo ástrides? —preguntó Warren.
—Siempre supe que tenían importancia para la reina de las hadas —dijo el abuelo—. Pero hasta que Kendra nos contó lo de sus conversaciones en Wyrmroost, no tenía ni idea de que en su día habían sido sus más preciados soldados.
—La reina de las hadas estaba terriblemente resentida con ellos —explicó Kendra—. El que ahora desee restituirlos quiere decir que le preocupa de verdad que la Esfinge logre su propósito.
—¿No puedes convocar telepáticamente a los ástrides? —preguntó Warren.
—Puedo leerles la mente —respondió Kendra—, pero no estoy segura de lo cerca que debo estar.
—¿De cuántos ástrides estamos hablando? —preguntó Tanu.
—Quedan ochenta y siete buenos —respondió Kendra—. Seis le dieron la espalda a la reina de las hadas, y tres murieron protegiéndome de Navarog.
Tanu silbó.
—Ochenta y siete, ¿eh? El mundo es enorme.
—Doce están en Wyrmroost —dijo Kendra.
—La última vez que lo comprobaste —puntualizó Coulter—. Los ástrides cambian de sitio caprichosamente.
—Tengo la sensación de que esos doce llevan allí ya cierto tiempo —insistió Kendra—. Tal vez merezca la pena transportarnos al santuario de Wyrmroost. Al parecer, no se alejaban nunca de él.
El abuelo arrugó la frente.
—Dejemos las excursiones a reservas de dragones para otro día. Tanu y Warren pueden encargarse de las pesquisas preliminares para encontrar más ástrides.
Kendra respiró hondo, para armarse de valor.
—Entonces será mejor que yo vaya a hablar con Vanessa.
Warren le dedicó una media sonrisa.
—¿Sabes?, te has ganado un pequeño descanso. ¡Tómate un tentempié! ¿Una manzana, tal vez?
Kendra negó con la cabeza.
—Me siento bien después de haber hablado con la reina de las hadas. Quiero hablar con Vanessa mientras me dura el impulso, antes de que me venga abajo.
—Yo la acompañaré al sótano —se ofreció la abuela.
—Iré con vosotras —dijo Coulter.
—Muy bien —respondió la abuela, mostrando su acuerdo.
Kendra siguió a su abuela Sorenson por las escaleras y aguardó mientras abría el cerrojo de la puerta que daba a las mazmorras. La abuela le puso una mano en el hombro.
—Dará mejor resultado si te dejamos a solas con ella.
Kendra asintió con la cabeza. Si su abuela no hubiese hecho esa sugerencia, lo habría pedido ella. La abuela era, de todos, la que peor se llevaba con Vanessa.
—Estaremos justo al otro lado de la puerta —le aseguró Coulter a Kendra—. Llámanos si nos necesitas.
—No hará ninguna tontería —dijo la abuela—. Tanto si es amiga como si es enemiga, Vanessa no desea reanudar su estancia en la caja silenciosa.
—Me las apañaré bien —apuntó Kendra, casi creyéndoselo. Hacía tiempo que no hablaba con Vanessa. En ese momento lo que más le preocupó fue la incomodidad que podría haber entre ellas a la hora de entablar conversación.
La abuela la llevó hasta la cerca más próxima, introdujo la llave y abrió la puerta. Kendra entró. A su espalda, se cerró la puerta.
Vanessa estaba tendida en el suelo, haciendo unos complicados ejercicios abdominales: con las manos entrelazadas detrás de la cabeza, tocaba alternativamente una rodilla y otra con cada codo opuesto, mientras flexionaba y extendía las piernas sin llegar a tocar el suelo en ningún momento.
—Enseguida estoy contigo —dijo, jadeando.
Su celda tenía un aire acogedor. Una gruesa moqueta cubría el suelo, unas lámparas con pantalla ofrecían una luz suave, y varios cuadros impresionistas daban color a las paredes. Unas macetas con plantas, de tamaños diversos, contribuían a dulcificar un poco más el ambiente. Vanessa disponía de frigorífico, bici estática, un gran puf de bolitas tapizado en ante y un impresionante equipo de sonido. Quedaba claro que los abuelos habían hecho todo lo posible porque estuviese a gusto.
Vanessa finalizó sus ejercicios y se aupó para ponerse de pie.
—¿Te has venido a practicar un poco de calistenia? —preguntó. Hasta sudorosa y vestida con prendas deportivas masculinas, poseía una belleza exótica y natural.
—Tu cuarto está más bonito con cada día que pasa —dijo Kendra.
—Para como son las cárceles, podría ser peor. —Vanessa cruzó la celda y se sentó tras una mesa de escritorio que había junto a la cama—. Has venido a sonsacarme el secreto, ¿no es así?
—¿Podría valernos para encontrar a mis padres y a mi hermano?
—¿Estamos jugando al juego de las veinte preguntas? Sí, podría ayudaros.
—¿Cuál es el secreto? —preguntó Kendra a bocajarro, desesperadamente.
—¿Es que nunca has jugado al juego de las veinte preguntas? —la riñó Vanessa suavemente—. No puedes preguntar cuál es el secreto, sino hacer preguntas sobre cuál puede ser.
—¿Es más grande que una panera?
Vanessa se rio con indulgencia.
—Ya vas entendiendo la idea. Pues a decir verdad, sí que lo es.
—¿Qué tamaño tiene una panera?
—Eso sería un dato importante. Imagina un recipiente para guardar unas cuantas hogazas de pan.
—¿Animal, vegetal o mineral?
—Animal.
Kendra se cruzó de brazos.
—¿Es tu secreto una persona?
Vanessa le devolvió la mirada intensamente.
—Fin de la partida.
—¡Lo es! ¿Por qué tienes que mantenerlo tan en secreto?
Vanessa se reclinó en el respaldo de la silla.
—No te sabría decir. A lo mejor porque en estos momentos podría estar viéndonos la Esfinge, y si este secreto se difunde por ahí, no tendremos probabilidades de detenerle.
—¿Realmente es tan importante? —preguntó Kendra, sin atreverse a creérselo.
—Pronto lo sabrás.
—¿Cuándo?
—Sería peligroso decirlo. —Vanessa se inclinó hacia delante—. Kendra, no pretendo torturarte. Ni siquiera pretendo torturar a tus abuelos, que no me gustan tanto como tú. Al principio me aferré a este secreto porque tenía importancia y porque sabía que con él podría influir para que me dejaran salir de aquí. Pero desde que la Esfinge se apoderó del Óculus, he dado gracias por haber mantenido la boca cerrada. Puede que gracias a mi silencio nos salvemos todos. Mi secreto representa nuestra última y mejor baza para parar a la Esfinge y rescatar a tu familia. Tendrás que conformarte con esto.
—Podríamos usar el Cronómetro —dijo Kendra—, y hablar con Patton sobre tu secreto en un tiempo en el que la Esfinge no pueda vernos.
—¿Habéis descubierto cómo usar el Cronómetro para retroceder en el tiempo? —exclamó Vanessa—. ¡Qué gran noticia! Cuando llegue el momento oportuno, perfectamente podríamos hacer eso que dices. Hasta entonces, si dejamos que otros se enteren del secreto, solo serviría para aumentar las probabilidades de que alguien meta la pata. Créeme, estoy de vuestra parte. Esto lo hago por el bien de todos.
Kendra suspiró, frustrada.
—Lo único que te importa es salir de aquí.
El semblante de Vanessa se endureció. Por un instante, Kendra pensó que quizá perdería los nervios. Entonces, apartándose de la cara un mechón de sus cabellos, la narcoblix se relajó. Y en su rostro se dibujó una sonrisa forzada.
—Comprendo tu frustración y tu desconfianza. De hecho, tienes motivos para confiar en mí menos de lo que lo haces. Pero date cuenta de que si lo único que me importase fuese salir de aquí, entonces habría dejado escapar, literalmente, docenas de ocasiones. ¿A ti te parece que esta celda podría impedirme salir, si puedo controlar a Tanu mientras duerme? Por suerte para vosotros, es cierto que estoy de vuestra parte, y la mayor parte de lo que puedo hacer para ayudaros lo puedo hacer desde aquí igual que en cualquier otro sitio. No siempre tiene por qué ser así. La situación actual es angustiosa. En un momento dado, tus abuelos deberían liberarme para que pueda ofreceros una ayuda más activa.
Kendra no supo qué contestar.
Vanessa se levantó.
—He sido paciente todo este tiempo. Puedo esperar un poco más vosotros también, lo creas o no. Conocer el secreto no servirá para acelerar nada. —Vanessa levantó los brazos y se desperezó—. Puede que el día que os revele todo lo que sé hasta me gane la confianza de Ruth.
—No voy a sacarte nada más, ¿verdad?
—Lo siento, Kendra. Puede que Vanessa Santoro no sea perfecta, pero sabe guardar secretos.