6
Espejismo viviente
Seth apenas era capaz de pensar. No podía oír nada. No podía percibir ningún olor. Lo único que veía era una nada gris sin sonidos, que casi se parecía más al olvido que la negrura más negra. Cuando intentaba moverse, no se producía la menor respuesta física, la menor sensación, como si todos sus nervios estuviesen desconectados.
El concepto del tiempo había perdido su significado. Su sentido del yo había empezado a menguar. Su mente estaba como ralentizada, como medio dormida. No soñaba, pero cuando se concentraba era capaz de recordar.
Recordaba haber mirado la punta de la flecha, así como el horror reflejado en el rostro de Kendra. Recordaba el enfado que sintió. ¡Qué disparo tan rastrero! ¡Justo por la espalda! Al dar unos pocos pasos se dio cuenta de que no iba a ser de ayuda para nadie: estaba muriéndose.
Enseguida se le vino a la mente tomar la poción gaseosa. El bebedizo no serviría para curar la herida, pero le pondría en hibernación e impediría que la herida fuese a peor. Entre tanto, no sería una carga para los demás. Podrían luchar sin tener que llevarle a él a rastras de un lado para otro, lo que quizá resultaría en su muerte y en la de ellos. Recordaba haber pensado que si sus amigos conseguían vencer como fuera, a lo mejor después podían rescatarle.
Seth recordó que le había dado a Kendra su kit de emergencias. Eso era importante. Dentro llevaba la torre, el leviatán y algunos otros artículos de gran valor que no quería que cayesen en manos del enemigo si le mataban o le apresaban.
Después de volverse gaseoso, se había desplazado lentamente, flotando en la dirección que él mismo escogía. Al haber perdido el don del habla, había tenido que contemplar, mudo, cómo Kendra utilizaba el Translocalizador para escapar junto con Trask y Elise. Había visto al mago mandar cadenas a los demás, mientras los zombis abarrotaban la sala.
Luego, Trask había vuelto para tratar de ayudar a Tanu y, sin previo aviso, Seth había notado efervescentes corrientes de burbujas haciéndole cosquillas por todo su vaporoso cuerpo. Fue entonces cuando aquella nada gris se había apoderado de él y prácticamente había dejado de sentir sensación física alguna.
¿Su mente se había separado de su cuerpo, como si de alguna manera se hubiese salido del gas? Era lo que parecía, por cómo se sentía. Le costaba muchísimo concentrarse en el instante presente. No había nada en lo que enfocar la atención.
Se dio cuenta de que de vez en cuando caía en un trance. No sabría decir cuánto rato le duraban. Cada vez que su mente se engranaba de nuevo y recobraba la conciencia de sí mismo en lugar de patinar a la deriva, combatía aquella sensación de vacío con recuerdos, personas a las que conocía, lugares en los que había estado, cosas divertidas que había hecho: lo que fuera con tal de que no se le apagase la mente y se fundiese con la nada.
Gracias a este estado de aturdimiento, no era capaz de saber cuánto tiempo llevaba flotando en aquella nada gris cuando de golpe y porrazo recuperó su capacidad de sentir. Notó una sensación de movimiento, de diminutas burbujas que le recorrían todo el cuerpo, y a continuación volvió a ser de carne y hueso, tendido de costado sobre una alfombra de felpa. Un terrible dolor le abrasaba en el pecho.
Volvió la cabeza y alzó la vista, clavando la mirada en los negros ojos de la Esfinge. La de su enemigo era afectuosa y amable. Hizo un gesto en dirección al brujo que había atacado a sus amigos en el interior de la Piedra de los Sueños, el hombre de la barba trenzada y el turbante. El brujo señaló la flecha que Seth tenía clavada en el pecho, y esta se deshizo como si fuera de humo, si bien el profundo dolor de la herida persistió. Cuando el brujo agitó su mano, se evaporaron también la espada y el cuchillo del chico.
—Bienvenido de vuelta —dijo la Esfinge a Seth. Y lanzó una mirada al brujo—. Déjanos solos.
El hombre de la tez dorada asintió en silencio y se alejó hasta desaparecer de su vista. Seth oyó que una puerta se abría y luego se cerraba. El intenso dolor de su pecho seguí ahí. Temía moverse, por miedo a que le manase sangre de la herida. Percibía un aroma a incienso que ardía en algún lugar.
La Esfinge hizo aparecer una tetera de lustroso cobre con forma de gato, cuya cola formaba el pico. Sostuvo en alto la tetera encima del cuerpo de Seth, como si fuera a verter su contenido. De ella salió un polvillo. Seth notó un cosquilleo momentáneo en las heridas y a continuación desapareció toda sensación de dolor. La Esfinge dejó a un lado la tetera.
—El objeto mágico de Fablehaven —dijo Seth.
—Deberías alegrarte de que tenga en mi poder las Arenas de la Santidad —replicó la Esfinge—. Tu herida era mortal.
—¿Dónde estaba? ¿Qué ha pasado?
—Mientras te encontrabas en estado gaseoso, Mirav te encerró en una botella. Eso te ha desorientado.
Seth se levantó y empezó a sacudirse polvo de la camisa, medio grogui.
—Kendra escapó.
La Esfinge sonrió. Era un hombre apuesto, con rastas cortas y adornadas con cuentas, y la tez muy oscura. Llevaba un suéter blanco de canalé y unos vaqueros holgados. Iba descalzo.
—Estás más alto.
—Tanu y Trask también han huido, ¿verdad? Y Elise. ¿Qué pasó con Mara y Berrigan?
La Esfinge se lo quedó mirando, con aquellos ojos negros e insondables.
—Hay algo diferente en ti, Seth Sorenson. —Era difícil ubicar de dónde procedía el leve acento con que hablaba, pero apuntaba a islas tropicales—. Has tenido tratos con demonios.
Seth notó que se le ponía la cara colorada.
—Soy encantador de sombra.
—Puedo verlo. Me habían llegado rumores. Enhorabuena.
El chico arrugó el ceño: que la Esfinge le felicitase no era ningún halago.
—Dime qué les ha pasado a los demás.
—Tenemos a Mara y a Berrigan. Los otros escaparon con el Translocalizador. Deberíamos haberos apresados a todos. Laura, la encargada de la reserva del desierto de Obsidiana, demolió un puente y dirigió un contraataque que bloqueó nuestra persecución.
Seth notó que perdía parte de su tensión. Por lo menos los demás habían escapado. La misión había sido un éxito. Echó un vistazo a la habitación. No tenía ventanas; solo había una puerta sencilla. Del techo colgaban unos velos vaporosos. Tapices y otros tipos de colgaduras suavizaban las paredes. Los suelos estaban cubiertos de cálidas y suntuosas alfombras. Por todo mobiliario, había cojines y almohadones de formas variadas, aunque Seth se fijó en que en uno de los rincones había una mesa convencional de despacho, junto a un diván.
—¿Dónde estamos?
La Esfinge se sentó en un cojín. Hizo un gesto para indicar otro cojín cercano.
—Siéntate.
Seth tomó asiento.
—¿Hoy no hay mesa de futbolín?
La Esfinge sonrió.
—Me alegro de volver a verte. Te he echado de menos.
—¿Recibiste mi tarjeta de felicitación por Navidad? La pinté yo mismo.
—No todos los días se crea un encantador de sombra —dijo la Esfinge, poniéndose cada vez más serio—. Despiertas en mí tanta curiosidad como tu hermana. Me encantaría tener una charla sincera contigo.
—¿Qué tal una respuesta sincera a la pregunta de dónde nos encontramos? —insistió Seth.
La Esfinge le miró detenidamente.
—Cuando los maestros juegan al ajedrez, suele llegarse a un punto, muchas veces antes del jaque mate, en el que el resultado queda decidido. A veces el perdedor inevitable se resigna. Otras el jugador ya condenado continúa hasta el movimiento final. Pero, rebasado ese instante crucial, la incertidumbre y la tensión quedan atrás.
—¿Es tu manera de decir que has ganado? —preguntó Seth—. ¡No son tan idiotas como para estar dispuestos a renunciar a todo a cambio de recuperarme!
—Todavía no he cantado victoria. Zzyzx aún no está abierta. Lo que digo es que he rebasado ya el punto en que supe que mi victoria es segura.
A Seth se le retorcieron las tripas.
—Lo que pretendes es un poquito más complicado que ganar una partida de ajedrez.
—Mucho más complicado.
—Creo que descubrirás que todavía tenemos unos cuantos ases en la manga. —Seth cruzó los dedos para que así fuese.
—Estoy seguro de que tienes razón. Subestimar al adversario puede tener consecuencias mortales. Seth, no estoy tratando de presumir ni de intimidarte. Lo que te estoy diciendo es que estoy tan seguro de mi victoria, tan seguro de que solo te marcharás de aquí cuando a mí me dé la gana, que podemos tener una charla lo más sincera y abierta posible. Pregúntame lo que quieras.
—Vale, por tercera vez: ¿dónde estamos?
—En el este de Turquía, en una reserva llamada Espejismo Viviente. Al menos esa es la traducción que más se acerca a su significado. Hay quien la ha llamado también el Gran Oasis. Tus amigos y tu familia se refieren a ella como la quinta reserva secreta. Yo lo llamo mi casa.
Seth no pudo disimular su perplejidad.
—¿Vives en la quinta reserva? ¿La que nadie consigue encontrar?
—He morado aquí desde hace mucho tiempo.
—Aquí es donde está escondido el último objeto mágico.
La Esfinge sonrió.
—Fue el primer objeto mágico que yo recuperé, hace muchas vidas.
Seth se puso pálido.
—Entonces, tienes tres. Las Arenas de la Santidad, el Óculus y…
—Y la Pila de la Inmortalidad.
—¿Así es como has vivido tanto tiempo?
—Cuando nos conocimos, me preguntaste si realmente era una esfinge. No soy el avatar de una esfinge, soy un ser humano que ha prolongado su vida a través de la Pila de la Inmortalidad.
Seth miró a la Esfinge con escepticismo.
—Además eres un embustero de tomo y lomo. Un maestro del engaño. ¿Cómo sé que una sola palabra de lo que me has dicho es verdad?
—El engaño ha sido un compañero inseparable —reconoció la Esfinge—. Extraño. Guardo estos secretos desde hace tanto tiempo que casi me sorprende que alguien no se los crea. Pero tienes razón. Podríamos estar en cualquier sitio. Yo podría ser cualquier persona… o cosa. Recuerda que acabo de curarte con las Arenas de la Santidad. El Óculus descansa en mi mesa, y es mi medio para saber que nadie está escuchando esta conversación a escondidas. Y la Pila de la Inmortalidad se encuentra también en esta habitación, aunque supongo que podrías confundirla con un elaborado elemento de utilería.
—Deja que la vea —dijo Seth.
—¿Por qué no? —La Esfinge se levantó y se dirigió a la mesa.
Seth fue detrás de él, fijándose en que en el escritorio, apoyada sobre un cojín, estaba la esfera de cristal de múltiples caras, de superficie absolutamente perfecta, refractando la luz en diminutos arcoíris. Era tal como Kendra la había descrito.
La Esfinge retiró un tapiz, abrió un armario oculto que había en la pared y extrajo un objeto de pequeñas dimensiones. Seth reconoció la espiral recta y nacarada de un cuerno de unicornio, aunque este era mucho más grande que el que había recuperado de los centauros. El cuerno hacía de largo pie de una copa de alabastro, adornada con esmalte brillante. Por el extremo opuesto tenía una recia peana.
—¿Esa es la Pila de la Inmortalidad? —preguntó Seth.
—No puedo demostrártelo a corto plazo —respondió la Esfinge—, pero si una vez a la semana das un sorbito de esta copa, dejarás de envejecer.
—¿Eso es un cuerno de unicornio? —preguntó el chico.
—No es la primera vez que ves uno —reconoció la Esfinge—. Lo necesitaste para entrar en Wyrmroost. Lo que utilizaste tú fue un cuerno primero. Este es el tercer y último cuerno de un unicornio. —La Esfinge volvió a guardar el objeto mágico en el armario e inclinó la cabeza hacia la mesa de despacho—. A diferencia de la Pila, si tocas el Óculus experimentarás al instante su autenticidad.
—Me lo creo —respondió Seth, para no tener que comprobarlo por sí mismo.
—Siéntate —le invitó la Esfinge—. No era mi intención que dejases de estar a tus anchas. —El chico hizo lo que se le decía. La Esfinge se quedó de pie—. No puedo hacer nada más para convencerte de mí sinceridad. En tus manos queda el creerme o no creerme, como decidas. Comprende que me he ocultado durante siglos. La única manera de guardar realmente un secreto es no contárselo a nadie. Pero mi identidad, la historia de mi vida, ya no es ningún secreto. Es solo historia. Jamás escaparás de aquí con esta información. Y si escaparas, daría igual. Ya no tengo motivos para mentir.
—¿Cómo encontraste esta reserva? —preguntó Seth.
—Yo no encontré Espejismo Viviente. Espejismo Viviente me encontró a mí.
—¿Se supone que es un acertijo?
—Me crie aquí; era un esclavo.
Seth arrugó el entrecejo.
—Eso es horrible. ¿De dónde eres?
—De Etiopía.
—¿El encargado tenía esclavos?
La Esfinge se puso a andar de un lado para otro.
—Fue hace mucho tiempo. No todos los responsables eran hombres buenos como tu abuelo. Aquí había muchos esclavos. Gracias a su duro trabajo, los que dirigían la reserva vivían como reyes. No, como tiranos. Esta reserva era mortal. Se empleaban esclavos para muchas tareas de elevado riesgo. Cuando morían, no se consideraba que se había perdido una vida, sino solo que se había reducido la mano de obra.
—Ya veo cómo eso pudo agriarte el carácter —dijo Seth.
—Yo era un niño brillante, que trabajaba duro. Comprendí que, dadas mis circunstancias, lo mejor que podía hacer para llevar una vida buena era obedecer diligentemente a mis amos. Los esclavos que oponían resistencia eran castigados y acababan teniendo que cumplir peligrosos encargos. Los rebeldes nunca duraban mucho.
»Me dejaba la piel para ser el sirviente ideal. Muchos de los otros esclavos me despreciaban por eso. A medida que se me fueron reconociendo mis talentos y mi entrega, empezaron a asignarme trabajos fuera de la reserva. Mis amos nunca me quisieron, pero sí valoraban mi utilidad, mi fiabilidad. Cuando me hice mayor, me nombraron administrador: jefe de los esclavos, para que me entiendas.
»Lo que no sabían mis amos, lo que no podían ni imaginar los demás esclavos, era que yo era la persona más peligrosa de todo Espejismo Viviente. En lo profundo de mi ser, por debajo de mis modales afables y de mi callada competencia, en el yo invisible que nadie conocía era un rebelde hasta la médula. Furioso. Ambicioso. Vengativo. Pero era un rebelde paciente. Observaba. Escuchaba. Aprendía. Maquinaba. No quería rebelarme de una manera simbólica. No me interesaba cometer inútiles actos de rebeldía que pudieran acabar destruyéndome. Yo quería volverles las tornas a mis captores. Ansiaba la victoria.
»Abrigar una sola meta te proporciona un poder inmenso. Con mis palabras y con mis actos, sobresalía en el cumplimiento de mis tareas diarias. Pero, con mis pensamientos, estaba tramando mi golpe. Andaba constantemente a la búsqueda de oportunidades para que mis ojos y mis oídos recibiesen la información que necesitaba. Descubrí que Espejismo Viviente era una reserva secreta que solo conocían un puñado de personas de fuera. Fue un dato importante. Quería decir que si era capaz de organizar un golpe, podría tener posibilidades de adueñarme de la reserva, de ocultarles mi triunfo a potenciales enemigos exteriores. Cuando me enteré de la existencia del objeto mágico, mis ambiciones aumentaron. ¿Y si era capaz de acabar con mis captores, convertirme en amo de Espejismo Viviente y luego vivir eternamente? Eso sí que sería una venganza.
»Yo aún era joven cuando oí hablar de quien sería mi futuro mentor, el demonio más temido de Espejismo Viviente, tal vez el demonio más temido del mundo: Nagi Luna. Este demonio residía dentro de una caja silenciosa en el extremo más profundo de las mazmorras de Espejismo Viviente, debajo del Gran Zigurat.
—¿Qué es un zigurat? —interrumpió Seth.
—Un tipo de templo antiguo, gigantesco; una pirámide escalonada.
—¿Pirámide escalonada?
—Ahora estamos en una. Un tipo de pirámide con terrazas. Imagínate una pirámide que va retrocediendo poco a poco conforme vas subiendo de nivel. —La Esfinge dibujó con mímica la silueta de una escalera.
—Ya lo pillo. Perdona, continúa. —Seth contempló de nuevo la habitación. Por detrás de las suaves colgaduras y de la suave luz de la lámpara, las paredes eran de piedra.
—La caja silenciosa de Nagi Luna se guardaba en la celda más profunda de las mazmorras, un recinto al que solo podía accederse por una trampilla en el techo. Solo el carcelero mayor y el encargado jefe tenían una llave con la que podía abrirse. Meses después de enterarme de dónde estaba Nagi Luna, me encomendaron la tarea de castigar a un esclavo anciano, un hombre llamado Funi. Lo recuerdo perfectamente de cuando yo era un crío: un tipo de lo más desagradable, que maltrataba a los débiles.
»Una de mis obligaciones habituales consistía en supervisar a los esclavos asignados a trabajar en el interior de las inmensas mazmorras de debajo del zigurat. En el curso de estas obligaciones yo había trabado amistad con el carcelero mayor. Era un hombre duro y reservado, pero predecible de alguna manera. Le dije que quería darle un susto a Funi llevándomelo a las catacumbas en las que teníamos confinados a los muertos vivientes. La llave de esas catacumbas era la de la celda en la que se pudría Nagi Luna.
»El carcelero no debería haberle entregado a nadie esa llave. Pero nadie podía creer que yo supusiese peligro alguno. Además, le caía mal, y dio por hecho que yo mismo me llevaría un susto tan gordo como Funi. Él sabía que era posible que sufriese un accidente que me costaría la vida o el trabajo, y le divertía imaginarse a este esclavo con aires de superioridad sufriendo un percance que le bajaría los humos. Yo sabía que el carcelero no se acercaría ni en broma a la zona de los muertos vivientes. Tal y como calculaba, dejó la llave a su ayudante y le ordenó que me dejase entrar en las catacumbas.
»Cogí a Funi y, con el ayudante pegado a nosotros, descendimos a los niveles prohibidos de la mazmorra. Cuando llegamos a la puerta de las catacumbas, apresé al ayudante con una llave de estrangulamiento hasta que perdió el conocimiento. Luego obligué a Funi a ayudarme a meter al hombre a rastras por la mazmorra, hasta que llegamos a la celda más profunda. Abrí la trampilla, metí al ayudante del carcelero en el recinto con ayuda de una cuerda, ordené a Funi que se metiese y a continuación me metí yo también.
—¿A quién metiste en la caja silenciosa? —preguntó Seth conteniendo la respiración.
—Al ayudante —respondió la Esfinge, hablando cada vez más bajo—. Fue el riesgo más grande que he corrido en toda mi vida, y eso que la caja silenciosa estaba rodeada de un aro de contención.
—¿Un aro de contención?
—Una prisión mágica tan fuerte, al menos, como la caja silenciosa. Marcaba, en esencia, el territorio de Espejismo Viviente por el que Nagi Luna tenía permiso para moverse: un círculo de acero en el suelo, de unos diez metros de diámetro.
—Algo así como la zona de Fablehaven en la que vive Graulas —dijo Seth—. O donde vivía Kurisock.
—Algo así —convino la Esfinge—. Pero considerablemente más fuerte. Obligué a Funi a meter al ayudante del carcelero en la caja silenciosa, mientras yo miraba desde fuera del aro. Le costó lo suyo, porque Funi estaba viejo y frágil, pero se las apañó para meter al hombre inconsciente dentro de la caja y cerrar la puerta. La caja giró lentamente. En el instante en que se abrió la caja silenciosa, Funi dio media vuelta y me atacó.
—¿Control mental? —preguntó Seth.
—Muy bueno. Sí, antes de salir de la caja, Nagi Luna se hizo inmediatamente con el control. Funi se echó sobre mí como un poseso. Aunque estaba preparado para esa posibilidad, pues me había quedado con la cachiporra del ayudante del carcelero, arremetió con tal vehemencia que casi pudo conmigo. Funi era más bajo que yo, más delgado y más viejo, pero luchaba con una fuerza y una fiereza inhumanas, sin importarle las heridas. Cuando aplasté su ataque, el hombre estaba irreconocible.
—Qué asco. ¿Entonces Nagi Luna salió? ¿Cómo era el demonio?
—Inofensivo. Una mujer encorvada, diminuta y calva que me llegaba por la cintura. Tenía la piel morada y le caía formando unos pliegues húmedos. Una argolla en un tobillo la ataba a una cadena blanca terminada en una tablilla de piedra en la que había escritos unos extraños caracteres, y arrastraba la tablilla allí donde iba. Mientras por la boca decía cosas sin sentido, se comunicaba conmigo mentalmente, tratando de convencerme para que entrase en su círculo de contención. Como yo me negaba, continuó hablando en voz alta para elogiarme por resistirme a sus invitaciones. Le expliqué mi situación. Ella me contó cuánto aborrecía su confinamiento. Decidimos ayudarnos mutuamente.
—¿Y qué hizo ella? —quiso saber Seth.
—Primero, me pidió que le mostrase la llave de su celda. Cuando se la enseñé, ella se puso en cuclillas, juntó un poco de tierra del suelo arañando con las manos y la transformó en una réplica exacta de la llave de metal. Puso la llave en el borde del aro de contención y yo la acerqué hacia mí con ayuda de la cachiporra. Entonces ella sacó una aguja, sobre la que escupió, y me la pasó. Me explicó que quien fuera pinchado con aquella aguja moriría a la mañana siguiente. Tuvimos una larga conversación. Al final, salí de la celda por el techo, aupé lo que quedaba de Funi y volví con el carcelero.
—¿Dejaste a su ayudante en la caja silenciosa?
—Correcto.
—¿Cómo se lo explicaste?
—Me inventé una historia. Dije que el ayudante del carcelero había venido con nosotros a las catacumbas, que Funi le había empujado contra la puerta de una celda y que la ira que llevaba en su interior le había devorado, en cuerpo y alma. Conté que había matado a Funi como castigo. Tenía la aguja lista, pero no tuve necesidad de usarla ese día. El carcelero mayor no quiso que se supiera nada de su imprudencia al prestarme la llave, por lo que hicimos ciertos cambios en mi relato de los hechos. Acordamos que Funi había atacado y había matado al ayudante y que lo había arrojado por un hueco profundo, por lo que yo maté a Funi. Y eso fue lo que contamos. Pero estoy desviándome con detalles enrevesados.
—No me importa —dijo Seth—. Es interesante.
—Utilicé mi llave de mentira para visitar a Nagi Luna de vez en cuando. Ella me enseñó lo que necesitaba saber para derrocar a las autoridades de la reserva. Y me hizo encantador de sombra.
—¿Eres un encantador de sombra? —exclamó Seth, poniéndose de pie.
—Seth, no somos muchos. De hecho, puede que tú y yo seamos los únicos que quedamos. Mi habilidad como encantador de sombra y las alianzas que Nagi Luna me ayudó a forjar resultaron fundamentales para mi asalto al poder en Espejismo Viviente y para acabar descubriendo la Pila de la Inmortalidad.
—Formo parte de los malos —dijo Seth, como ensimismado, y hundió los hombros y la cabeza, sentado en su cojín.
—Nosotros no somos malos —respondió la Esfinge.
—Los demonios son malos.
—Sí.
—¿Dónde está Nagi Luna ahora?
—Sigue en su celda de abajo, sin poder salir por obra del aro de contención. Aún no puedo soltarla.
—¿Por qué no? ¿No eres tú el tipo que quiere liberar a todos los demonios de Zzyzx?
La Esfinge se sentó al lado de Seth y apoyó las muñecas en las rodillas.
—Seth, esto es lo que he aprendido, esto es lo que la vida me ha enseñado: la mejor forma de evitar ser el esclavo es ser el amo.
—Está bien… Tiene su lógica.
—Estás convencido de que te odio. De que odio a tu abuelo.
—Es lo que parece.
La Esfinge arrugó el entrecejo.
—Tienes que comprenderlo: no veo a Stan Sorenson como enemigo mío. Es simplemente mi adversario. A mí tu abuelo me cae bien. Es un buen hombre. Pero es un obstáculo. Tengo que vencerle. No vemos las cosas de igual manera en lo tocante a abrir Zzyzx.
—Tú no paras de cargarte gente —dijo Seth, harto de los pretextos de su enemigo.
La Esfinge suspiró.
—Hago todo lo posible por evitar que maten a las personas que me merecen respeto, como tú o tu hermana. Pero, sí, este es un negocio sangriento y a veces hay personas que tienen que perder la vida. Para serte sincero, si al final es preciso matar a Stan para abrir la prisión de los demonios, le mataré. Él no haría menos para detenerme. No es porque odie a Stan, sino porque se opone a mi causa, y creo en mi causa.
—¿La liberación de los demonios? ¡Acabas de reconocer que son malvados!
—Zzyzx no puede durar eternamente —explicó la Esfinge—. Todo lo que empieza tiene que terminar. Cuando los brujos tratan de hacer que algo sea permanente, se vuelve quebradizo, falible. Es imposible que algo o alguien sea totalmente invencible. Siempre que alguien lo intenta, fracasa. Así pues, en lugar de erigir una prisión inexpugnable, crearon una prisión casi inexpugnable. De este modo, resultó ser lo más fuerte posible, pero a la vez eso quiso decir que tarde o temprano alguien la abriría. He dedicado toda mi vida a prepararme para ser la persona adecuada que libere a los demonios bajo estrictas condiciones… y que los gobierne. No olvides lo que te voy a decir: conmigo o sin mí, al final alguien abrirá esa prisión. Donde otros fallarían, permitiendo que el mal asole el mundo y lo destruya, yo lo haré bien. Con el tiempo, utilizaré el poder de mi puesto para restablecer el equilibrio en el mundo, de manera que las criaturas mágicas no tengan que esconderse en reservas ni en prisiones. En virtud de mi puesto, utilizaré el mal para hacer el bien.
Seth agachó la cabeza y se la tapó con las manos.
—Supongamos que estás siendo totalmente sincero. ¿Cómo podemos confiar en que serás la persona adecuada para abrir la prisión? ¿No sería mejor tratar de que jamás la abra nadie?
—A corto plazo nada más, sí —respondió la Esfinge—. Tarde o temprano, aunque sea mucho después de que todos nosotros hayamos muerto, alguien abrirá esa prisión. Es algo inevitable. Y si no se abre en los términos que he establecido, podría implicar el fin del mundo.
—Pero tú no podrás vivir eternamente —dijo Seth—. Ni con una Pila de la Inmortalidad. Va contra tu regla de que todo lo que empieza tiene que terminar en algún momento. Si liberas a los demonios, ¿qué pasará cuando tú te mueras?
La Esfinge sonrió.
—Buen razonamiento. Viviré todo lo que pueda. Pero si alguna vez pasa una semana sin que pueda dar un sorbo de la Pila, me desharé como un montón de arena. Por muchas precauciones que tome, dado un tiempo infinito, eso acabará ocurriendo algún día. Por tal razón debo montar un sistema, un reino, un nuevo orden, que pueda perdurar hasta mucho tiempo después de que yo haya desaparecido. Todo forma parte de mi plan.
—El abuelo Sorenson no cree que tú seas el más indicado para esto. Y yo tampoco.
—Y estás en tu derecho, y él en el suyo —admitió la Esfinge—. Yo no confiaría en ninguna otra persona que no fuese yo mismo, así que puedo entender que otros puedan no confiar en mí. Por eso no odio a tu abuelo, por eso creo que, simplemente, estamos en desacuerdo.
Seth formó con las manos dos puños apretados.
—Entiendes que tiene razón, ¿verdad? Entiendes que estás sobreestimándote, que los demonios te tenderán una trampa o te someterán, ¿verdad? Si logras tu objetivo de abrir Zzyzx, ¡destruirás el mundo entero!
—Me he enfrentado a esas dudas y las he superado —dijo la Esfinge con calma—. Me he preparado. Estoy seguro de lo que hago. Seth, he sido esclavo. Como amo, liberaré a los cautivos y crearé un mundo sin esclavos.
El chico cambió de postura, sentado aún en su cojín. La expresión de la Esfinge tenía algo desconcertante, un exceso de entusiasmo.
—Lo que no pillo es esto: si abres Zzyzx, ¿cuándo vas a poder negociar con los demonios? En cuanto estén fuera, ¿qué fuerza tendrás para llegar a un trato con ellos?
—Una preocupación razonable. Antes de que la prisión se abra del todo hay un intervalo en el que es posible entablar comunicación. Si no aceptan mis condiciones, cerraré la cancela. Estoy absolutamente mentalizado para dar media vuelta y marcharme, y ellos también lo sabrán, así que tendrán que ceder en algo para llegar a un acuerdo conmigo.
Seth observó a la Esfinge con recelo.
—¿Cuánto de todo esto ha sido idea de Nagi Yoma?
—Nagi Luna. Desde el principio, desde nuestra primera conversación, su objetivo fue recuperar la libertad, tanto para ella como para los demás demonios.
El chico irguió la espalda.
—Entonces, ¿cómo sé que no te engañó para que te sientas tan seguro sobre tu plan? ¿Cómo sé que no te ha lavado el cerebro?
—Yo mismo he hecho todas las averiguaciones —dijo la Esfinge—. He tardado muchas vidas, pero estoy seguro.
Seth meneó la cabeza.
—¿Cuánto te fías de ella?
—Muy poco, pero últimamente más que en mucho tiempo. Ella es la clave de mi uso del Óculus.
—¿La pones a ella a que mire?
—No. Tu hermana inspiró mi método. Cuando Kendra miró por el Óculus, encontró a un tutor que la ayudó a despertar del trance de la visión. Según dijo, era Ruth, pero yo creo que era mentira. En todo caso, Nagi Luna tiene una enorme capacidad de videncia, aunque dentro de su encierro su visión es limitada. Cuando necesito despertar de mi trance de visión, la busco y ella me ayuda a volver.
—¿Tanto te fías ella?
—Siempre y cuando nuestros objetivos concuerden.
Seth se llenó los carrillos de aire y lo fue soltando lentamente.
—Total, que esta es la pinta que tiene el tipo que va a destruir el mundo.
—Seth, cuando triunfe seré generoso con los que dudaron de mí o se me opusieron. Cuando hablo de un mundo sin cautivos, eso os incluye a ti y a tus parientes.
—Parece una buena política. ¿Por qué no empiezas a aplicarla ya mismo?
La Esfinge sonrió enigmáticamente.
—Hay fines para los que merece la pena utilizar cualquier medio. Por ahora, capturar rehenes, engañar, traicionar y hasta matar son instrumentos para conseguir el mejor bien para el mayor número de seres. De momento, Seth, tú estás en mi camino. Eres un esforzado integrante de mi oposición. Con suerte, cuando establezca mi nuevo orden, podremos trabajar codo con codo. Puedes ayudarme a dirigir mi imperio, y yo puedo ayudarte a ti a desarrollar todo tu potencial.
—Podemos sentarnos a charlar con zombis —farfulló Seth.
—No subestimes tu talento —le reprendió la Esfinge—. El señor Lich es probablemente el viviblix más poderoso del mundo. Sabe crear y controlar a muertos vivientes, que actúan como sirvientes suyos. Sin embargo, no sabe leerles el pensamiento, oír su voz.
—Supongo que debería dar gracias por lo que tengo —dijo Seth con sequedad.
—Aún no has entendido la ventaja que te da ese don. Los muertos vivientes se sienten terriblemente solos. Entre ellos se comunican muy poco o nada. Con los vivos nada. Pero, estando tú y yo, pueden percibir nuestra mente, igual que nosotros la suya. Nos convertimos en un vínculo con la vida; harían lo que fuera con tal de preservar ese vínculo.
—Extrañas criaturas se han ofrecido a ponerse a mis pies —admitió Seth.
—Criaturas que no se pondrían al servicio de ningún otro hombre, pero que sí nos servirían a nosotros. Ser su capitán es una tarea que debe realizarse con precaución, porque cualquier muerto viviente puede volverse contra ti. Pero mientras que el señor Lich, en el mejor de los casos, es capaz de dar órdenes sencillas a los zombis, nosotros podemos utilizar espectros, sombras y fantasmas. Los demonios y los seres de su misma especie se pararán a escuchar nuestros consejos. Los muertos vivientes pueden proporcionarnos información. Y eso tan solo es un aspecto de nuestros poderes.
La Esfinge levantó una mano y la habitación quedó sumida en la oscuridad. La temperatura empezó a bajar. El suelo se inclinó y se puso a girar. Y entonces las luces volvieron a encenderse y cesó el mareante hechizo.
—¿Has hecho tú eso? —preguntó Seth.
—También tú lo puedes hacer, eso y mucho más, con entrenamiento y práctica.
Seth apretó los labios.
—No voy a fingir que no me parece una pasada. —Guardó silencio unos segundos, con las manos entrelazadas sobre el regazo—. Está bien, me has convencido. Quiero unirme a tu causa. No estoy de acuerdo con lo que estás haciendo, pero no veo de qué manera alguien podrá detenerte. Si vas a abrir esa prisión, por el bien del mundo, necesitarás toda la ayuda que puedas obtener.
La Esfinge se humedeció los labios.
—Los dos sabemos que estás mintiendo. Aprecio el intento.
—No, te lo digo en serio. ¿Qué, crees que te traicionaría? ¿Cómo? ¡Si solo soy un adolescente!
—Te he contado algunos de mis secretos —dijo la Esfinge—. Te pedí que mantuviéramos una charla sincera. En ambos sentidos, de mí hacia ti y viceversa. Deduzco que tu abuelo aún no ha descubierto cómo usar el Cronómetro, ¿cierto?
—Están trabajando en ello —dijo Seth para no ser muy específico. No quería desvelar nada que pudiese resultarle útil a la Esfinge—. Yo en ningún momento he prometido que fuese a contarte secretos.
—Y el Cronómetro sigue en Fablehaven, ¿cierto?
—Sin comentarios.
—Y pensar que los dos últimos objetos mágicos se encuentran juntos en un mismo lugar… Aunque los trasladen de sitio, ahora los dos están en la partida y yo tengo el Óculus. —La Esfinge observó a Seth intensamente—. Háblame de Vanessa.
Seth cerró los ojos.
—Que tú estés dispuesto a hablarme con el corazón en la mano y a sacar todas tus vísceras no quiere decir que yo tenga que hacer lo mismo. No me caes bien. No lo entiendo como una partida de ajedrez. Como desconozco qué informaciones son esenciales para el resultado de toda esta movida, voy a mantener el pico cerrado.
Pasados varios segundos, que transcurrieron sin que le respondiese nada, Seth abrió los ojos. La Esfinge le sostuvo la mirada con lúgubre intensidad.
—Muy bien. Ya me has dicho bastante. Más de lo que crees. Esta entrevista toca a su fin. Volveremos a hablar cuando Zzyzx esté abierta.
—Espera —dijo el chico—. En serio, tengo una pregunta más: ¿dónde están mis padres?
La Esfinge dulcificó ligeramente su expresión.
—Están sanos y salvos, Seth.
—¿Por qué los secuestraste?
—Quería asegurarme de que tú y tus abuelos no os escondíais sin remedio con el Cronómetro y con la llave del Translocalizador. Deseaba daros motivos para permanecer activos e implicados. Y, en caso de que surgiese alguna emergencia, quería tener algo con que negociar. Eso es todo lo que te puedo contar en este momento. Ahora eres mi prisionero. Pórtate bien y no serás maltratado. —La Esfinge cruzó la habitación y abrió la puerta—. ¡Mirav! Escolta al prisionero a su celda.
El brujo de la barba trenzada y la tez dorada apareció ante él. Había algo en aquel hombre que no terminaba de encajar, como si no fuese humano del todo. Seth procuró que no se le notara en el semblante la aprehensión que sentía. Se puso de pie y notó que estaba en tensión. ¿Tenía sentido intentar pelear? ¿Y si corría hacia la mesa y la volcaba? ¿Se haría añicos el Óculus? Lo dudaba. ¿Merecía la pena intentarlo? No quería irse derechito a su celda como un perrillo amaestrado.
—Más vale que te avengas sin rechistar —le aseguró la Esfinge, como si le hubiera leído el pensamiento—. Cualquier resistencia que pudieras oponer resultaría embarazosamente inútil. No siempre recurro a Mirav para que acompañe a los prisioneros a las mazmorras. Considéralo un cumplido.
Odiándose a sí mismo por no resistirse más, Seth obedeció.