27

Los Caballeros del Alba

Cuando remitieron los temblores, la brecha de la cúpula era tan grande como una cancha de baloncesto. Seth contempló la gran fisura, esperando ver aparecer un demonio. A su alrededor, ástrides y hadas bullían de ansiedad.

—Aguantad —exclamó Bracken—. Esperad mis órdenes.

—¿Eres mi guardaespaldas? —preguntó Seth a un ástrid que se había colocado a su lado.

—Sí —respondió el musculoso ástrid—. Me llamo Peredor. También Denwin está asignado a tu protección.

El otro ástrid era un poco más alto que el primero. Llevaba dos lanzas cortas. Peredor blandía un martillo de guerra y llevaba un cinturón-soporte para varios cuchillos largos.

—¿Cuándo os ha dicho que ocupéis este puesto? —preguntó Seth.

—Bracken nos transmite telepáticamente casi todas las órdenes —le explicó Denwin—. Solo usa la voz para que los humanos podáis entenderle.

—A mí a veces también me habla telepáticamente —dijo Seth—. Me regaló una moneda mágica.

—Ten preparada tu espada mágica —le recomendó Peredor, lanzando una mirada la Vasilis—. Nosotros trataremos de protegerte, pero nos enfrentamos a una tropa de demonios nunca vista en el mundo.

—Lo haré lo mejor posible —repuso Seth, empuñando la espada.

La espera era insoportable. ¿Cuánto rato pasaría antes de que apareciese algún demonio? ¿Sería Graulas el primero en salir?

Un murmullo recorrió la multitud de ástrides y hadas congregados cuando los primeros demonios asomaron por la grieta de la cúpula. Seth sacó unos prismáticos de su caja de emergencias para poder verlos mejor.

A la cabeza iba contoneándose una musculosa mujer con cuatro brazos y cuerpo de serpiente. Cerca de ella avanzaba cojeando un hombre muy pálido, considerablemente más alto que una persona normal, con el cuerpo cubierto de llagas. Sus brazos y piernas desproporcionados, largos y flacos, le daban aspecto de araña; su boca flácida babeaba y alrededor de sus ojos rojos tenía pegotes de una especie de engrudo grasiento. Al otro lado de la mujer serpiente salía andando un lobo gigantesco, de dientes curvos que le asomaban como los colmillos de un elefante, y con la pelambre negra como la pez.

—¿Reconocéis a esos tipos? —preguntó Seth.

—El alto flacucho es Zorat, el Hombre Peste —dijo Peredor—. Sin unicornios para ayudarnos, podría eliminarnos él solo impregnándonos enfermedades.

—Bracken mantendrá a raya su influjo —dijo Denwin—. La mujer es un demonio más poderoso llamado Ixyria: es mentora de brujas de todo tipo. El lobo se llama Din Bidor. La oscuridad y el miedo aumentan su tamaño.

Detrás de esos tres demonios venía una figura que prácticamente llenaba todo el hueco de la grieta: un hombre con el torso desnudo, grande como una montaña, que llevaba un aro de hierro alrededor del cuello y una máscara de acero tapándole la cara. En una mano sostenía una enorme maza con aristas, y en la otra una impresionante bola con púas, enganchada a un mango. Bajo su piel gris como de elefante y gruesas capas de grasa, sus músculos rotundos se contraían a cada movimiento.

—Brogo —murmuró Peredor con sobrecogido respeto—. Uno de los tres hijos de Gorgrog. Atacaba castillos él solo. Sin ayuda de nadie ese bruto ha aplastado bosques, ha destrozado monumentos, ha hecho picadillo ejércitos y ha arrasado ciudades.

—Se dice que es el demonio más forzudo de todos los tiempos —añadió Denwin—. Fue uno de los primeros en ser encerrados en Zzyzx.

Más demonios salieron en avalancha al lado de Brogo y detrás de él. Unos iban sobre dos piernas, otros sobre cuatro patas, otros sobre seis. Algunos se deslizaban por el suelo. Otros rodaban. Otros tenían alas. Los había con cuernos, tentáculos, caparazones, escamas, púas, pelo. Muchos llevaban armadura y empuñaban armas. Unos tenían cabeza de dragón, otros de chacal, de pantera, cabeza humana o de insecto. Muchos eran más altos que Hugo. Unos cuantos iban reclinados en literas portadas por subalternos.

Mientras la dantesca procesión continuaba saliendo de la fisura, de pronto a Seth se le ocurrió una idea y corrió a contársela a Bracken; sus guardaespaldas iban a medio paso detrás de él. Bracken estaba hablando con Trask, Vanessa, Warren y Kendra.

—Esto es bueno —decía Bracken, con la mirada puesta en la creciente multitud de demonios—. Impacientes después de años encarcelados, muchos de los cabecillas demoníacos han salido pronto. Entre ellos veo ya a varios cobardes destacados. Aunque les encantan la destrucción y las matanzas, muchos demonios dudan a la hora de jugarse el pellejo. Prefieren intimidar.

—¿Cómo le sacamos partido a esto? —preguntó Trask.

—Tenemos que dispersar la batalla todo lo posible. Acosaremos y asustaremos a los líderes más débiles. Y entonces retrocedemos ante ellos, con la esperanza de que salga Gorgrog con su vanguardia para celebrar su libertad y contemplar nuestra destrucción.

—¿Esto solo es la vanguardia? —preguntó Warren.

—Lo que veis ahí es una reducida representación de la gran cantidad de demonios apresados dentro de Zzyzx —confirmó Bracken.

Al otro lado del campo seguían saliendo demonios de la fisura. Un puñado de hadas de tamaño humano y ástrides comenzaron el ataque en grupúsculos desde diferentes direcciones; volaban a toda velocidad hacia los demonios, repartían unos cuantos golpes y se alejaban a toda prisa por los aires. Cuando los demonios voladores empezaron a perseguirlos, los ástrides se reunieron en un mismo punto, maniobrando hábilmente para esquivar a los alados atacantes y azuzándolos desde el cielo.

—Bracken —dijo Seth—. Tengo una idea.

—Oigámosla —respondió Bracken, sin apartar la vista del combate.

Seth empezó a desabrocharse el cinturón de la espada.

—¿Por qué no llevas tú la Vasilis? Estoy seguro de que podrías aprovecharla mejor que yo.

—Un gesto noble —dijo Bracken, desviando momentáneamente la mirada de las escaramuzas desperdigadas—, pero te equivocas, Seth. Una espada como la Vasilis no siempre conecta con un nuevo amo como ha conectado contigo. Tú y la Espada de la Luz y la Oscuridad os complementáis. Presiento que en mis manos sería una gran arma, pero no conseguiría extraer de mi mente y de mi corazón tanta fuerza como contigo. Me las arreglaré igual de bien con mi cuerno. Quédate tú con ella.

—¿Qué deberíamos hacer? —preguntó Vanessa.

—Esperaremos —respondió Bracken—. Sin alas, nosotros no podemos hostigar al enemigo como los ástrides y las hadas. Nuestras armas serán necesarias a medida que vaya desplegándose la batalla.

En el campo entre el santuario y la prisión, las batidas de hostigamiento habían encabritado a los demonios y la batalla cobraba fiereza. Seth vio a un par de hadas derribadas en pleno vuelo, y un ástrid herido tuvo que ser rescatado por sus compañeros. Los demonios se dispersaron todavía más para hacer frente a las misiones de combate que les llegaban desde diversas direcciones. De momento, Bracken había conseguido evitar que los demonios concentrasen sus esfuerzos en el santuario.

Sin previo aviso, la Esfinge apareció cerca de Bracken. Polvoriento y sin aliento, sostenía en sus manos el Translocalizador, y en el hueco del codo agarraba el Cronómetro. De su cinturón asomaba la Pila de la Inmortalidad.

—¿Los otros dos objetos mágicos? —preguntó Bracken a la Esfinge, sin manifestar la menor sorpresa ante su aparición.

—Nagi Luna no soltaba el Óculus ni en broma —respondió la Esfinge—. Graulas hace lo mismo con las Arenas de la Santidad. Ha sido el primer momento en que he tenido la oportunidad de apoderarme de alguno de los objetos mágicos. Gorgrog acaba de salir de su confinamiento y estaban totalmente pendientes de él. No me quedó más remedio que agarrotar al señor Lich.

—¿Mataste a tu amigo? —preguntó Seth.

—Se puso de parte de los demonios y contra mí —respondió la Esfinge—. Su traición consentida contribuyó a propiciar este desastre. Se lo agradecí como correspondía.

—Pero… ahora… ¿los objetos mágicos nos servirán para algo? —preguntó Kendra.

—Mi plan depende de que los recuperemos —dijo Bracken, que cogió de la mano a la Esfinge y le miró a los ojos con desapasionamiento—. ¿Querrás regresar para recuperar los objetos mágicos, con un equipo de ataque?

—Sería un honor para mí —dijo la Esfinge.

—Suficiente —respondió Bracken, soltándole la mano—. Targoron, Silvestrus, id con la Esfinge y apoderaos de los demás objetos mágicos.

—Necesito un arma mejor —dijo la Esfinge.

—Llévate la mía —respondió Trask, ofreciéndosela.

La Esfinge entregó a un ástrid que tenía cerca el Cronómetro y la Pila de la Inmortalidad, y cogió de manos de Trask la espada que le tendía.

—Esta espada pertenecía al Asesino Gris —dijo, reconociendo el arma; sus ojos se tiñeron de una expresión dura—. Debería servir para nuestro fin.

—Solo lucharás con el enemigo como último recurso —dijo Bracken—. Tu prioridad debe ser trasladar los objetos mágicos para que los recuperemos.

—E intentar devolverme la espada —añadió Trask.

—Graulas y Nagi Luna no soltarán fácilmente los otros objetos mágicos —declaró la Esfinge, al tiempo que cortaba el aire con la silbante espada.

—Déjame ir contigo —le espetó Seth—. Yo me encargaré de Graulas.

Bracken miró la espada enfundada de Seth. Vaciló, mirando a Kendra, quien negó con la cabeza. Bracken se frotó una sien.

—La Esfinge irá primero con Targoron y Silvestrus, y luego regresará a por Seth y Peredor. —Kendra miró a Seth con cara de pocos amigos. Él trató de aplacar su enojo con una pequeña sonrisa. Bracken apoyó una mano en el hombro del chico—. Después de apoderarte de los objetos mágicos, tu prioridad será proteger a Seth y su espada.

De la fisura de la cúpula salió un rugido ensordecedor, un bramido de ira y triunfo, que se impuso al clamor de la batalla. Una figura gigantesca salió de la grieta a grandes pasos: un humanoide tocado con un conjunto impresionante de cuernos retorcidos. El personaje, con el cuerpo cubierto de una pelambre densa, era más alto que Hugo, pero no tanto como el colosal Brogo. Desafiando el resplandor directo del sol naciente, las tinieblas le rodeaban formando un halo ondulante. En un puño blandía una complicada y enorme espada, con los filos dentados y con pinchos. Detrás de él se arrastraban por el suelo varios cadáveres, fijados a su ancho cinturón mediante unas cadenas negras. Una corona de hierro abrazaba la base de la cornamenta, apoyada en una cabeza que parecía de toro.

—Gorgrog —dijo Bracken.

—Este es el momento de pasar a la acción —insistió la Esfinge.

—Adelante —ordenó Bracken.

La Esfinge giró el Translocalizador y desapareció con Targoron y Silvestrus. Al instante, volvió a aparecer él solo. Seth dio unos pasos al frente junto a Peredor. Cada uno puso una mano en el Translocalizador. Cuando la Esfinge giró el mecanismo, de pronto se encontraron en el interior de la cúpula.

Aunque por la enorme grieta abierta en la pared se colaba una cantidad de luz suficiente para iluminar la cúpula, quedaban a uno y otro lado persistentes sombras. El techo parecía curvarse a una altura imposible de creer. En el centro de la sala, los demonios seguían emergiendo de un hueco redondo que había en el suelo y que constituía la auténtica entrada a Zzyzx.

Vistos desde aquel lugar privilegiado, los demonios parecían mucho más aterradores. Targoron estaba ya enzarzado en combate con un enemigo dotado de seis brazos y Silvestrus atravesó con una lanza a un bruto bicéfalo que tenía los dientes como cuchillos. Peredor descargó un golpe con su martillo de guerra en la cabeza de un fornido contrincante barbudo que tenía la piel azul y unos brillantes ojos amarillos.

Graulas no estaba lejos de allí, cerca de la pared, apartado de la marabunta de demonios que desfilaban hacia la fisura de la pared de la cúpula. Su rostro se iluminó con una gran sonrisa maliciosa cuando cruzó la mirada con Seth. En una mano sujetaba las Arenas de la Santidad. En la otra asía una pesada lanza.

—Al final has venido a buscarme —dijo Graulas, cuya resonante voz se oyó por entre el tumulto—. Debería haberlo sabido. Menuda espada has conseguido. Una vez más, me dejas asombrado, Seth Sorenson. Desgraciadamente, la última lección que te daré será que toda espada es solo tan poderosa como lo sea su amo. Ven. Tú y yo tenemos unos asuntos pendientes.

Varios demonios habían rodeado a la Esfinge y a los tres ástrides, pero los demás ignoraron a Seth. A lo mejor no tenía un aspecto tan amenazante como para darles motivos de preocupación. O a lo mejor era que se lo dejaban a Graulas. En cualquier caso, el chico pudo andar tranquilamente hacia él, estrechando la distancia que le separaba del demonio que le había engañado y traicionado.

Seth alzó la vista hacia la cabeza de carnero enmarcada por un par de cuernos curvos. Graulas, con su enorme corpachón, sus grandes músculos, con su ceñida coraza y espinilleras, ya no tenía pinta de estar enfermo. El chico no apartaba la mano del pomo de su espada, siguiendo el dictado de su instinto, que le decía que no la desenvainara todavía. Graulas parecía dar por hecho que Seth no era digno de empuñar la Vasilis, y él no veía motivos para disuadirle de lo contrario.

—Percibo la confianza que sientes por tu arma —dijo Graulas—. La Vasilis es un célebre talismán. Yo estuve a punto de apoderarme de ella en su día. Hombres mucho mejores que tú la han perdido. Vuestra causa está perdida. Hoy no hay ayuda que valga. No sigas demorando el desenlace. La espada funcionará mejor si la desenvainas.

Si Graulas se abalanzaba hacia delante, podía alcanzar a Seth con su lanza. Al chico se le quedó la boca seca. Casi dejó de oír la salvaje algarabía de los demonios que retozaban a su alrededor. ¿Cómo había imaginado que podría derrotar a Graulas? ¡Ese demonio había destrozado una casa con sus propias manos! ¡Le había usurpado el poder a la Esfinge!

Apretó la mandíbula. Ya no había vuelta atrás, ya no había adonde huir. Los únicos aliados que tenía se encontraban luchando a vida o muerte. Y Graulas poseía las Arenas de la Santidad.

Ya no siguió avanzando.

—Yo te curé y tú mataste a mi amigo.

Graulas sonrió con desdén.

—No te detengas ahí. Al curarme, se puede decir que abriste Zzyzx.

—Sí, bueno, pues ahora estoy aquí para deshacer lo que hice.

Cuando Seth desenfundó la Vasilis, el acero cantó en su mano, relumbrando con una intensidad escarlata que no había visto hasta ese momento. El chispeante sentimiento de desafío que brotó de él cobró fuerza en su interior hasta convertirse en una llama de seguridad en sí mismo.

Graulas hizo una mueca, y a sus ojos asomó, titilante, la incertidumbre. El demonio desvió la mirada. Seth la siguió hasta Nagi Luna, que estaba encaramada en lo alto de un afloramiento rocoso, riéndose socarronamente como una loca. Emitiendo un gruñido, Graulas trató de clavarle la lanza a Seth. El empujón le pareció lento y poco ágil, y el chico partió la cabeza de la lanza con un rápido golpe de su espada.

—¡Me aseguraste que la espada no se había adaptado a él! —gruñó Graulas con vehemencia.

Seth detectó que el demonio ya no hablaba en inglés, y aun así fue capaz de entender sus palabras. Unas llamas escarlatas se extendieron por el mango de su lanza.

—Pretendías imponerme tu autoridad, ¿no es cierto? —dijo Nagi Luna burlándose de Graulas—. Pretendías arrebatarme la gloria de mi conquista, ¿eh?

Graulas arrojó el palo de la lanza a Seth, quien la esquivó haciéndose a un lado sin mayor problema.

—Te maldigo por eso, bruja —bramó Graulas con estruendo—. Me las pagarás. Si caigo, te lanzaré una maldición que…

—Mátalo, niño —espetó Nagi Luna.

Graulas y Seth saltaron el uno hacia el otro simultáneamente. La Vasilis emitió un resplandor, trazando un tajo a través de la pelambre y de la coraza de peto casi a la misma velocidad. Unas furiosas llamas aparecieron encima de Graulas, mientras sus zarpas arañaban los costados de Seth de arriba abajo y sus dientes se clavaban fortísimamente en su hombro.

El chico cayó de espaldas en el suelo, con la Vasilis aún en su mano y bajo el peso aplastante del demonio envuelto en llamas. A sus costados notaba unas franjas dolorosas y los dientes del demonio aún encajados en su hombro. El tufo a carne y pelo chamuscados le taponaba la nariz. Seth no podía moverse. A medida que el fuego se extendía por encima de Graulas, se dio cuenta de que podría acabar frito junto a su llameante amigo. ¡Al menos no moriría solo! Coulter estaría orgulloso.

Unas fuertes manos empezaron a tirar de las mandíbulas que le apresaban el hombro, y el peso del feroz demonio se desplazó rodando hacia un lado, liberando a Seth. La Esfinge le ayudó a ponerse en pie. Peredor estaba a su lado. Targoron y Silvestrus proseguían con su valeroso combate, cerca de ellos. Junto a Seth, las voraces llamas consumieron el cuerpo sin vida del viejo demonio.

—Pues sí que sabes usar esa espada —dijo la Esfinge, impresionado.

—¿Las Arenas de la Santidad? —preguntó él, aturdido. Una energía refrescante fluyó por su brazo a través de la Vasilis. Si no hubiese tenido la espada, dudaba de haber podido sostenerse en pie.

—Nagi Luna agarró el objeto mágico en el instante mismo en que Graulas cayó —dijo la Esfinge en tono sombrío.

Seth se dio la vuelta y la vio sonriendo de oreja a oreja en lo alto de su risco, con las Arenas de la Santidad en una mano y el Óculus en la otra. Otros demonios se habían apiñado a su alrededor en formación defensiva.

—Devuelve esos objetos mágicos —exigió la Esfinge.

Nagi Luna soltó una risa gutural.

—¡Ya no soy tu prisionera! ¡Soy la libertadora de los demonios!

Más demonios salieron en tropel para protegerla. Aun siendo una vieja jorobada y marchita, Nagi Luna saldría de allí en breve. Seth, blandiendo la Vasilis por encima de su cabeza, se lanzó a por ella. La espada le transmitía fuerza a raudales, y su hoja destelló como si fuese el carbón más al rojo vivo de una fragua. Los demonios aullaron y gimieron cuando la Vasilis los atravesó, en muchos casos golpeando a dos o tres a la vez de un solo tajo. Al igual que cuando había despachado a los muertos vivientes que moraban detrás del Muro de Tótems, era como si la espada guiase la mano de Seth, como si fuesen dos camaradas trabajando codo con codo.

Se unieron a la refriega la Esfinge, Targoron, Silvestrus y Peredor. Los demonios iban apartándose de ellos, sobre todo huyendo de la fiera espada que sin el menor esfuerzo sajaba armaduras y escudos, caparazones y escamas, y prendía fuego a todo aquel que tuviera cerca.

Nagi Luna empezó a huir a gatas. Al fondo de la sala un demonio descomunal de aspecto andrajoso, con cornamenta como de alce, avanzó hacia ellos blandiendo una enorme hacha de guerra.

—Orogoro viene hacia acá —dijo la Esfinge, jadeando al lado de Seth—. El primogénito de Gorgrog. Si él interviene, está todo perdido.

Seth experimentó una sensación potenciada de consciencia, gracias a la cual fue capaz de asimilar absolutamente todos los detalles de la escena en un instante. Pese al feroz ataque que los otros y él habían librado, había demasiados demonios interponiéndose entre ellos y Nagi Luna. Orogoro llegaría antes a ella. Y ya no podrían arrebatarle los objetos mágicos, los elementos que Bracken había dicho que eran esenciales para su plan. Sin esos objetos mágicos, el mundo tocaría a su fin.

Tomó la decisión en un abrir y cerrar de ojos. Reuniendo todas sus fuerzas, Seth levantó la Vasilis por encima de su cabeza, hasta más atrás aún, y la lanzó por los aires en dirección a Nagi Luna. La espada saltó de entre sus dedos con más ímpetu de lo que permitía alcanzar el lanzamiento, como decidida a dar en su blanco, despidiendo llamas y chispas al tiempo que daba vueltas sobre sí misma por el aire. Atravesó por la espalda al arrugado demonio y las llamas engulleron su marchita silueta.

Seth cayó de bruces en el suelo. Sin la Vasilis, se había quedado sin una pizca de vitalidad. El insoportable dolor de sus heridas renovó su intensidad, como si le hubiesen echado ácido por encima. A duras penas, vio que Peredor, Targoron y Silvestrus alzaban el vuelo dando un brinco. Pegando la mejilla al suelo, sintió que, entre una bruma, las pesadas botas de los ástrides le pasaban rozándole por encima. Al sucumbir al dolor y al agotamiento, no hizo nada por protegerse a sí mismo cuando la turbamulta de demonios empezó a pisotearle. Sin embargo, a medida que iba perdiendo el conocimiento, el dolor también fue menguando.

La mordedura y los arañazos de Graulas estaban envenenados. Seth podía notar las toxinas recorriéndole las venas. Había engañado a la muerte en numerosas ocasiones. Ahora finalmente había llegado su hora. Lo había dado todo en el intento. Con suerte, alguno de los otros recuperaría los objetos mágicos de Nagi Luna.

Entonces, Peredor se arrodilló a su lado y le colocó entre los dedos la empuñadura de la Vasilis. La espada resplandeció y Seth recobró el sentido.

—Los objetos mágicos —murmuró Seth, y se incorporó hasta quedarse sentado.

—Los han cogido la Esfinge y Targoron —le anunció Peredor—. Como estaban rodeados por todas partes, se han teletransportado a otro sitio con ellos. Silvestrus ha caído.

El ástrid cogió a Seth con sus fuertes brazos y alzó el vuelo. El chico miró hacia abajo, a la masa de demonios que seguía apareciendo en tropel por el agujero redondo del suelo, y contempló a la muchedumbre saliendo con paso firme por la fisura del lado de la cúpula.

—Me siento… débil —murmuró.

—La Vasilis te da fuerzas, pero no te cura —dijo Peredor, esquivando a un demonio alado—. Resiste. Dentro de ti hay veneno. Mantente despierto. Sigue hablando.

—¿Quién cogió los objetos mágicos? —preguntó Seth, pronunciando las palabras lentamente.

Peredor se metió de cabeza por la fisura de la cúpula y, un instante después, planeaban por encima del campo de batalla en dirección al santuario. Con Seth en sus brazos, dedicó todas sus energías a esquivar adversarios, en lugar de pelear contra ellos. Recurrió a mareantes quiebros acrobáticos, con el ejército de demonios debajo, para evitar que se acercaran, pero Seth percibió las maniobras de manera poco nítida, como de lejos.

—¿Sigues despierto? —le preguntó Peredor.

Ya estaban acercándose al santuario.

—Aquí sigo —respondió Seth, con la boca pastosa. En su mano, el brillo de la Vasilis había menguado mucho.

—Silvestrus cogió los objetos mágicos y se los pasó a Targoron cuando cayó —le explicó el ástrid—. Este se los llevó a la Esfinge. Intentaron llegar hasta ti, pero había demasiados demonios atacando. Nuestra misión ha sido un éxito. Esperemos que esto haya servido para restaurar en parte nuestro honor.

—¿Vuestro honor?

—Targoron, Silvestrus y yo nos rebelamos contra la reina de las hadas cuando nos transformó en unos seres enclenques y nos expulsó de su reino. Su consorte había caído a manos de Gorgrog y, sí, como cuerpo de élite, los Caballeros del Alba habíamos fracasado, pero a algunos su castigo nos pareció excesivo. No habíamos cometido ningún acto de traición. Algunos caballeros relajaron su vigilancia y Gorgrog llegó hasta nuestro rey en un ataque por sorpresa. Unos cuantos consideramos que la reina estaba achacándonos a todos el mismo delito cometido por unos pocos. Para nuestra vergüenza eterna, seis renegaron de ella. Tres regresaron tan solo hace poco tiempo, respondiendo a su llamamiento. Tenemos mucho que demostrarle. Generosamente, Bracken nos ofreció una oportunidad.

—Hicisteis bien —le felicitó Seth—. Gracias.

—¡No me lo agradezcas! Si lo hemos conseguido, ha sido gracias a ti. Seth, jamás había visto a nadie lanzar con tanta habilidad una espada. Y, en cualquier caso, ¿quién osaría lanzar semejante espada? Todavía no puedo creer lo que has hecho.

Seth sonrió. Miró hacia abajo, al santuario. Delante de él parecía librarse una lucha encarnizada.

—¿Está sucumbiendo el santuario?

—Nuestros enemigos están atacándolo duramente —respondió Peredor en tono grave—. Sin una intervención, sucumbirá dentro de poco. Nuestras filas se han desordenado demasiado. Bracken ha acudido al campo de batalla.

—¿Y Kendra?

—Daremos con ella. Y para ti encontraremos un unicornio.