26

La isla Sin Orillas

Kendra se apoyó en la barandilla, cerca de la parte delantera del Dama Suerte, para contemplar el lúgubre mar. Aunque en esos momentos las nubes tapaban la luna llena, ella podía ver a bastante distancia. La nave avanzaba suavemente y a un ritmo constante. Incluso durante la tempestad del día anterior, el Dama Suerte se había mantenido milagrosamente estable, abriéndose paso entre las olas gigantescas con una celeridad sobrenatural.

En los tres días que llevaban en el mar, los marineros de ultratumba no habían izado ni una vela. De hecho, en cuanto los marineros se hubieron dispersado cuando Seth volvió del camarote del capitán, Kendra prácticamente no había vuelto a ver a aquellos fantasmagóricos compañeros de travesía. Permanecían casi todo el tiempo en la bodega, y rara vez se atrevían a subir al castillo de proa, donde dormían ella y sus amigos.

Bracken la había despertado hacía unos minutos. Ahora que el viaje estaba a punto de finalizar, sus amigos permanecían ocupados preparando todo el equipamiento. Kendra había subido para ver si divisaba la isla Sin Orillas, pero aún no la había atisbado.

—¿Ves algo? —le preguntó Seth, sobresaltándola.

—Aún no.

—¿Cuánta distancia llegas a ver? —le preguntó.

—No sé. Unos cuantos cientos de metros, supongo.

Su hermano rio.

—Yo ni siquiera alcanzo a ver el agua.

—Enseguida todos veremos tierra firme.

Se quedaron callados.

—¿Te has besuqueado ya con Bracken? —preguntó Seth.

—No, enfermo mental —replicó Kendra, molesta—. ¡Y no es asunto tuyo!

—Habéis estado de lo más acaramelados —observó Seth.

—Solo quiere darme calor —dijo Kendra—, ver si puede hacerme sentir mejor. Y es posible que también él necesite que le den ánimos.

—Ya sé lo que podría infundirle valor —dijo Seth, y puso morritos.

Kendra le dio un manotazo.

—No seas idiota.

Su hermano se rio con ganas.

—Para que te enteres: igual no tenéis muchas ocasiones más.

Kendra arrugó el ceño.

—Ya lo sé. Eh, ahí veo algo.

—¿El qué?

—Una bruma.

Seth puso los ojos en blanco.

—La bruma no puede considerarse una gran noticia.

—No, me refiero a mucha bruma. Un muro de bruma. Ahora lo verás, estamos cada vez más cerca.

—¿Ves algo en medio de la bruma? —preguntó Seth, transcurridos unos minutos.

—No. Es demasiado densa.

Kendra siguió mirando mientras el bauprés perforaba el vaporoso muro. Un instante después, notó la humedad en la cara y en las manos, igual que su sabor al inspirar.

—Tienes razón —dijo Seth—. Ha sido en un abrir y cerrar de ojos.

Bracken apareció detrás de ellos.

—Todo nuestro equipo está listo.

—¿Se sabe algo de los refuerzos? —preguntó Seth.

—Agad está en camino —respondió Bracken—. No puedo entrar en detalles. Nagi Luna ha estado siguiéndonos mucho últimamente. Nada más subirnos al barco, dirigió su mirada hacia nosotros. En este momento nos está observando.

Kendra se estremeció.

—¿Notas dónde está?

—Cerca, en la isla —dijo Bracken—. Dentro de la cúpula. No distingo mucho más. En realidad no le preocupamos, solo siente curiosidad.

—¿Puedes iluminar la bruma? —preguntó Seth.

—No estoy seguro de que te guste lo que verías. Hay centinelas de ultratumba encima de rocas escarpadas.

—Estoy empezando a oírlos —dijo Seth—. Casi todos gimen. Unos pocos parecen sedientos. Otros nos invitan a unirnos a sus filas.

—¿Tú sí que los ves? —preguntó Kendra a Bracken.

—Los percibo —respondió él—. También hay en el agua unos bichos enormes. Pero no se acercan al barco.

Mientras el navío proseguía su avance, Kendra oyó algo que giraba y succionaba, un sonido que venía de delante, hacia la derecha.

—¿Oyes eso?

—¿El remolino? —preguntó Bracken—. El sonido irá haciéndose cada vez más fuerte.

El Dama Suerte pasó justo al lado del gorgoteante vórtex, sin inclinarse ni mecerse en ningún momento. Cuando remitió el abominable sonido de succión del remolino, la bruma empezó a disiparse.

—Veo la isla —dijo Kendra—. Es grande. No logro verla entera. En el mar hay un montón de rocas puntiagudas. No veo ninguna playa, solo olas rompiendo sobre roca escarpada.

Un instante después, el Dama Suerte fue ralentizándose hasta detenerse.

—Esta debe de ser nuestra parada —dijo Bracken.

Bajaron a la cubierta principal, donde un par de marineros de ultratumba los llevaron a un lateral del barco. Abajo los esperaban dos botes de remos, tripulados por más marineros zombis.

—Si hasta le han traído a Hugo un bote… —dijo Seth.

—Estos piratas zombis están en todo —respondió Warren—. Pienso recomendarles el Dama Suerte a mis amistades.

Kendra bajó por el lateral de barco entre Bracken y Seth. Todos se metieron en un bote, excepto Doren y Hugo. En cuanto los pasajeros estuvieron ubicados, los remeros empezaron la maniobra para alejarse del barco.

Mientras las embarcaciones se deslizaban hacia la isla, la luna apareció entre las nubes, iluminando la escena. Mirara donde mirara, Kendra solo veía agua salpicando con fuerza contra rocas traicioneras, la densa espuma reflejando la luz de la luna. No podía entender cómo iban a llegar a la costa sin naufragar.

En medio de aquellas aguas turbulentas, el botecito no gozaba de la misma estabilidad sobrenatural que el Dama Suerte. Kendra se aferró a la borda, mientras el bote subía y bajaba pronunciadamente y millones de gotas heladas se colaban por los costados. Remando con todas sus fuerzas, los marinos guiaron la embarcación por una especie de turbulento campeonato de eslalon en medio de amenazantes rocas. En tres ocasiones la chica cerró los ojos, convencida de que iban a chocar de un momento a otro, pero los marinos de ultratumba se las ingeniaban para esquivar los obstáculos.

La impenetrable costa iba acercándose; sobre sus angulosas rocas rompían con fiereza las olas, que creaban surtidores de agua salada o salían salvajemente por respiraderos naturales. El bote de remos avanzaba a trompicones entre las olas rompientes. Kendra se armó de valor para enfrentarse a la inevitable colisión, preparada ya para que la embarcación se hiciera pedazos contra la piedra inclemente. En el último momento, con los remos golpeando el agua con todas sus fuerzas, el bote viró a la izquierda y, colándose ladeado por debajo de un arco de piedra, entró en una pequeña gruta escondida.

Aunque se hallaba en gran medida resguardada del rompeolas, el nivel del agua en el interior de la gruta subía y bajaba de manera irregular. El bote en el que iba Hugo apareció justo después de ellos. Rocas de lados casi verticales circundaban la gruta por todas partes. Los remeros pilotaron los botes hasta la parte más fácil de escalar.

Hugo se impulsó para salir del suyo y encontró agarre en la empinadísima pendiente. El golem les tendió la mano y, cuando el nivel del agua de la gruta subía al máximo, Bracken ayudó a Kendra a darle la suya. Hugo la sujetó bien con su pedregosa mano y rápidamente escaló la cara de la roca. Desde lo alto, Kendra observó con atención el desembarco de los demás y su complicada ascensión por la empinada pendiente. Bracken creó una bola flotante de luz para que los demás pudiesen ver mejor por dónde subían.

Cuando todos estuvieron en lo alto de la roca, los botes de remos habían abandonado ya la gruta para retornar al barco. Kendra no podía imaginar cómo los botes podrían avanzar contra la incesante barrera de olas en sentido contrario, pero, por lo que alcanzaba a ver, los marineros de ultratumba consiguieron salir de allí sin el menor percance.

Bracken aumentó el tamaño y la intensidad de su bola de luz y la dejó suspendida a unos seis metros por encima de su cabeza. No lejos del escarpado litoral la vegetación empezaba a cubrir la isla; altos árboles envueltos en tallos de enredadera se elevaban junto a exóticos helechos. Cerca de allí se veía la estatua de un león, erosionada y cubierta de grietas; le faltaban tres patas. Puesto de pie, habría sido casi tan alto como Hugo.

Bracken se puso en cabeza y los llevó a lo largo de la línea costera hasta que llegaron a una laguna arenosa. Una barricada de rocas negras, que sobresalían como si fuesen hileras de dientes de animales, protegía la parte más alejada de la plácida laguna de la furia del mar. La playa estaba llena de inmensas planchas de piedra y columnas partidas, desperdigas aquí y allá, como si en algún momento hubiese habido allí bellas construcciones. Kendra pasó la mano por la base inclinada de una columna partida, examinando los restos de intrincadas tallas.

—Parece un sitio precioso para una comida campestre —dijo Seth, sentándose en el filo de un pedestal medio enterrado—. Estos bloques son como bancos.

—A mí no me vendría mal comer algo —respondió Warren.

—Esta podría ser nuestra mejor oportunidad para comer —convino Bracken.

Kendra se sentó y se puso a buscar agua en su mochila. En la travesía en el Dama Suerte habían consumido prácticamente todos los víveres que llevaban, pero aún les quedaba una cantidad suficiente de comida y bebida para un último tentempié decente. En esos momentos iban a tener que limitarse a cecina, frutos secos, galletitas saladas y fruta reseca. Mientras todos cogían su parte de las existencias, Kendra se dio cuenta de que había preparado sus provisiones dando por hecho que, pasado el día de hoy, ya no necesitarían más comida. Si se las arreglaban para salir de allí con vida, supuso que podrían alimentarse a base de peces.

Ninguno dijo nada mientras comían. El peligroso viaje a la costa había dejado temblando a Kendra, y la misteriosa atmósfera de aquella funesta playa no contribuía precisamente a animarla mucho. La idea de que estaban todos a punto de morir dominaba el ambiente mientras comían. Ninguno quiso hablar del destino que les esperaba de manera inminente, pero Kendra estaba segura de que todos lo tenían in mente. Comió de forma mecánica, sin saborear ni los frutos secos ni la cecina que se metía en la boca.

Cuando ya estaban terminando de comer, Bracken se puso de pie.

—Percibo el santuario de la reina de las hadas a no mucha distancia, aquí en la costa. Queda cerca del lado oriental de la cúpula que cubre la puerta de acceso a Zzyzx. Si entiendo correctamente la leyenda, la cúpula debería abrirse hacia el lado por el que sale el sol cada mañana, de modo que el santuario podría ser un sitio idóneo en el que realizar los últimos preparativos.

—Llévanos —dijo Trask.

—Seréis conscientes de que tenemos que salir con vida de esta —dijo Warren, poniéndose su macuto al hombro—. No pienso consentir que mi última comida esté compuesta de tentempiés de montañero.

Newel y Doren se echaron a reír. Fueron los únicos capaces de reunir las fuerzas suficientes para ello. Empezaron a caminar, con Bracken al frente.

—¡Vamos, amigos! —los animó Newel—. Warren acaba de contar un chiste. ¡Y tiene su parte de razón! ¡No hace falta que vayamos a Zzyzx andando pesadamente como los dolientes de nuestro propio funeral! Vinimos a esta misión sabiendo que el resultado sería nuestra desaparición. ¿No os parece que eso elimina ya gran parte de la angustia? Yo estaría muchísimo más nervioso si pensase que tengo alguna opción de sobrevivir.

—Es como Bodwin, el Valiente —añadió Doren alegremente, coincidiendo con Newel—. A los que habían ordenado su ejecución los miró con una sonrisa en la cara, y al verdugo le dio una propina. Puede que estemos condenados a morir, pero ¿por qué no pasarlo bien? Eso atenuará la victoria de nuestros adversarios.

—Me gusta —comentó Seth—. Yo voy a sonreír a los demonios. En serio. Ya me veréis.

—Yo me alegro de haber salido de aquel barco —dijo Kendra—. Por lo menos moriremos en una isla tropical.

—Yo soy más del plan de Warren de no morir —dijo Vanessa—. ¿Alguno tenéis algún mensaje que queráis que transmita?

—Estáis todos como cabras —intervino Trask, riéndose.

—Esto es mucho mejor que dejarnos acongojar —dijo Warren—. Apuesto a que seré el último que quede en pie.

—Ya quisieras —respondió Seth—. Será Bracken. Y apuesto a que de paso se lleva a unos cuantos demonios.

—¿Y yo no? —exclamó Warren.

—Igual uno pequeñito —bromeó Seth.

—No hay muchas armas capaces de herir a un demonio de los más grandes —dijo Bracken—. La espada de Seth es nuestra mejor arma, con diferencia. Mi cuerno también puede. Warren cuenta con la espada de adamantita, que debería atravesar la mayoría de las pieles de demonio. Las espadas que nos llevamos del Asesino Gris cortarán la carne de los demonios. En estos momentos, las dos las tiene Trask, pero debería darle una a Vanessa. Vi el pensamiento de Vanessa. Es muy hábil con la espada. Los demás deberíais esperar atrás y coger nuestras armas cuando nosotros caigamos. Y, para que os enteréis: si vais a apostar a ver cuál de nosotros es el último que queda en pie, yo pongo la pasta por Hugo.

—No —bramó el golem—. No último. Hugo salvar a Seth. Hugo salvar a Kendra.

A la chica las lágrimas le escocían en los ojos.

Newel levantó una mano.

—¿Y yo cómo puedo aparecer también en esa lista?

Esta vez todos se rieron con ganas, incluido el golem, que agitó sus pedregosos hombros.

La cháchara duró aún un rato, animada sobre todo por Warren, Seth y los sátiros. Al final la conversación cesó. Kendra se alegraba de que hubiesen hablado del peligro que les esperaba y de que hubiesen intentado reírse de ello. Seguían corriendo el mismo peligro, pero aquella camaradería había contribuido a subirle los ánimos.

Iba andando detrás de Bracken, tratando de imaginar cómo podría ayudar en el combate final. Si no encontraban a ningún ástrid al que transformar, dudaba de que pudiera hacer mucho por colaborar.

Con las armas cualquiera era mejor que ella. Además, Torina había usado todas sus flechas con pluma de ave fénix y no había dejado ninguna para que pudiera emplearlas otro. De acuerdo con lo que había explicado Bracken, las flechas normales como las que había llevado Kendra solo molestarían un poco a los demonios. A lo mejor la reina de las hadas podía entregarle algún tipo de arma. Se lo pediría, seguro.

Llegaron a otra laguna, esta resguardada por arrecifes con picos.

La playa, con forma de media luna, estaba cubierta de restos de muros derribados, arcos y columnas caídos. Más restos arquitectónicos desperdigados formaban un reguero tierra adentro, entre los árboles. Hacia el interior se veía también, imponente, la voluminosa forma de una inmensa cúpula de piedra.

—Los primeros indicios del amanecer comenzarán dentro de una hora —informó Bracken—. Ya estamos cerca del santuario.

Bracken los llevó hacia el interior de la isla, desde la playa, por entre unas altas palmeras. Pasaron por delante de la estatua decapitada de un caballo. Delante de ellos, a cierta distancia, Kendra vio una extensa formación de columnas dispuestas en círculo, conectadas mediante arcos. A diferencia de las otras obras de piedra que habían encontrado, aquel impresionante círculo de arcos parecía absolutamente intacto.

—¿Eso es el santuario? —preguntó Kendra.

Bracken asintió.

—Creo que os convendría quedaros aquí, a todos los demás —dijo, y cogió a Kendra de la mano.

—¿No necesitas que yo vaya? —soltó Kendra.

—Voy a necesitar toda la ayuda que pueda conseguir —respondió Bracken, insistiendo para que le acompañase—. Tenemos mucho que pedirle.

Cogidos de la mano, Bracken y Kendra se dirigieron al amplio anillo de pilares comunicados entre sí. Al pasar por debajo de uno de esos arcos decorados, ella se sorprendió al ver que el suelo estaba pavimentado con piedra. Unos escalones poco profundos bajaban hasta un estanque circular, con una islita en el centro. Un delicado arco cruzaba el agua hasta la isla. Se acercaron a la cabeza del frágil puente. Kendra titubeó.

—¿Qué le vamos a pedir a la reina de las hadas? —preguntó.

—Ya lo verás —respondió Bracken—. Aguardemos un poco a que su majestad pueda crear una pantalla para que no se oigan nuestras palabras. Nagi Luna sigue espiándonos.

—¿La reina de las hadas puede bloquear el Óculus? —preguntó Kendra.

—En realidad no, pero tiene alguna que otra manera de incitar a Nagi Luna a desviar su atención hacia otros sitios. Vamos.

La guio por el estrecho arco. Si no la hubiese llevado todo el tiempo cogida de la mano, Kendra habría temido perder el equilibrio, pero gracias a la estabilidad que le transmitía, cruzó el puente sin dificultad. En el momento en que puso el pie en la isla, notó el aire cargado de electricidad, como si estuviese a punto de caer un relámpago. El vello del brazo se le erizó.

—¿Notas eso? —preguntó.

—Sí.

Bracken la llevó hasta la diminuta estatua de un hada, junto a un cuenco de oro. Se arrodillaron los dos juntos, y los envolvieron unos intensos aromas: a desierto durante una tormenta, a interior de un tronco en estado de descomposición, a panales chorreando dulzura.

«Así pues, las cosas han llegado a este punto».

Las palabras iban acompañadas de un torrente de emociones en conflicto: honda tristeza, profundo agotamiento, ira en lenta ebullición.

—Los dos lo veíamos venir —dijo Bracken simplemente—. Yo he hecho todo lo que estaba en mi mano para evitarlo.

«Por mucho que queramos postergarlo, el juicio final acaba llegando inevitablemente».

—¿Vas a ser el fin del mundo? —preguntó Kendra.

«Podría ser».

—He estado en contacto con Agad —dijo Bracken—. Llegará según lo planeado. Has recibido mis mensajes, ¿verdad?

«Sí. Y estoy de acuerdo con tus conclusiones».

—¿Puedes hablar con ella sin estar en un santuario? —preguntó Kendra.

—En realidad no —respondió Bracken—. Sin mi tercer cuerno no puedo oírla. Pero ella a mí sí. Contaba con eso.

Kendra contempló la figurilla del hada.

—¿Puedes ayudarnos?

«Debo hacerlo. El espacio que yo rijo está ligado a vuestro mundo. Por mucho esplendor y mucha belleza que posea, mi reino es una extensión de vuestra realidad. Sin la influencia terrestre de los santuarios, mi inmaculado reino de luz acabaría desintegrándose».

—¿Estás preparada para llegar hasta el final? —preguntó Bracken.

• • •

Dentro de la reina de las hadas chocaron entre sí diferentes sentimientos y Kendra los vivió fugazmente como si los estuviese experimentando ella misma. Vacilación, dudas, preocupación por su reino, preocupación por sus súbditos, preocupación por el mundo, una preocupación concreta y desesperada por Bracken, un deseo de huir y esconderse, un deseo de descansar y un odio antiguo, un anhelo de venganza que había ardido lentamente durante años.

«Solo si no queda otro remedio. Sería una jugada a la desesperada».

—Pues es la única opción que nos queda —dijo Bracken—. Por eso este santuario se encuentra aquí. A modo de obstáculo final.

«¿Qué pasaría si os abriese las puertas de mi reino a ti y a tus amigos? A Kendra, a Seth, incluso al golem. Podríamos encontrar la manera de protegernos».

—¿Abrirnos tu reino? —preguntó Kendra—. ¿Eso no lo volvería vulnerable?

«Podría resultar una alternativa más segura que librar abiertamente una batalla».

—Esto es impropio de ti —dijo Bracken—. No manifiestes de viva voz estos temores. Mi presencia te resta fuerza.

«No puedes imaginarte cuánto me fortaleces».

Kendra sintió tal arrebato de amor que contuvo la respiración y se llevó la mano al pecho, aterrándoselo, mientras le brotaban lágrimas de los ojos.

—No podemos ganar esta batalla —dijo Bracken—. No tiene sentido que nos engañemos a nosotros mismos pensando otra cosa. Sin embargo, aunque no ganemos la batalla, podríamos tener alguna probabilidad de ganar la guerra. Los momentos de crisis suelen exigir sacrificios. En asuntos de gran importancia, ¿cuándo la duda y el miedo han sido buenos consejeros? ¿Por qué no dejarse aconsejar por la fe, el valor, el sentido del deber y el honor? Kendra lo ha hecho, sus amigos lo han hecho, y eso que no tenían motivos para la esperanza.

«Un sólido argumento, como de costumbre. Yo me someteré a tus designios».

Kendra experimentó una oleada de reacia resignación.

—No son mis designios —repuso Bracken—. Yo te propongo que los llevemos a cabo, pero no los ideé yo. Esta estratagema es fruto de los brujos que decidieron colocar aquí un santuario.

—¿De qué designios habláis? —preguntó Kendra.

—Solo la reina de las hadas y yo conocemos todos los detalles —respondió Bracken—. Así debe seguir siendo. Agad seguramente ha descifrado nuestra estrategia, pero eso era algo inevitable. Si el enemigo adivinara nuestras intenciones, descubriríamos nuestra última baza.

—¿Tenemos alguna probabilidad de ganar? —preguntó Kendra.

—Una muy pequeña —dijo Bracken—. Jamás habría permitido que tú o tus amigos vinieseis aquí de no haber habido una probabilidad de éxito.

«Kendra, tú tienes un papel muy importante que desempeñar».

—¿A cuántos has podido reunir? —preguntó Bracken.

«Noventa. Tres de los seis rebeldes regresaron. Y, como bien sabes, tres murieron».

—¿Estáis hablando de los ástrides? —preguntó Kendra.

El estanque que rodeaba la isla borboteó con un aleteo de alas doradas, a medida que los ástrides fueron saliendo del agua. Al poco rato, noventa búhos estuvieron encaramados en lo alto de las columnas conectadas mediante arcos, dirigiendo hacia Kendra y Bracken sus rostros humanos.

—¡Ahora comprendo por qué yo no podía encontrar ninguno! —protestó Kendra.

—Estaban por todo el mundo, buscándoos —le explicó Bracken—. Pero tal como fueron desarrollándose los acontecimientos, decidí que tal vez lo mejor para la reina de las hadas era reunirnos en casa, para estar preparados para este día.

Kendra miró a la figurilla del hada, frunciendo el ceño.

—¿Y tanto viaje no debilitó las protecciones de tu reino, con los ástrides yendo de un lado para otro?

«Sí. Pero no te angusties: para, prácticamente, reparar todo el daño, clausuré todos los santuarios, salvo este. He reservado todas mis energías para esta confrontación. Sigue a Bracken. Ahora toda nuestra esperanza está depositada en su liderazgo».

—¿Puedes conseguir que el cielo de la mañana esté despejado? —preguntó Bracken.

«El tiempo atmosférico es la parte más fácil».

—¿Y estás lista para todo lo demás? —preguntó Bracken.

«Sí, estoy lista».

Bracken se puso serio.

—Si vemos que no van dándose las condiciones idóneas, tendremos que abandonar el intento.

«Lo entiendo. Haced vuestros preparativos. Adelante, a la victoria».

Kendra experimentó un arrebato de esperanza tan intenso que estuvo a punto de creérselo. Pero a continuación sintió únicamente sus sentimientos naturales. La presencia de la reina de las hadas los había abandonado.

Bracken cogió a Kendra de la mano y la llevó de vuelta a los arcos.

—¡Gilgarol, tú primero!

Un búho dorado aleteó y se posó delante de Kendra.

—Este es el capitán de los ástrides —anunció Bracken—. Dale un beso en la frente.

Kendra se agachó delante del búho. La solemne cara la miraba desde abajo con una expresión indescifrable. Menos mal que no tenía que rozarle las plumas con los labios. Se inclinó hacia él y le dio un besito en la cérea frente.

Se produjo un resplandor de luz dorada y, cuando se hubo disipado un rutilante remolino de chispas y destellos, Kendra se encontró agachada delante de un alto guerrero. Una armadura dorada protegía su musculoso torso y un casco con forma de cabeza de búho le protegía la cabeza. Sus rasgos faciales parecían mucho más masculinos que antes. Asía una lanza en una mano y una espada en la otra. A su espalda llevaba desplegadas unas alas anchas y relucientes.

El espléndido soldado se dio la vuelta y se postró delante de Bracken, agachando la cabeza.

—Perdona nuestro fracaso, señor —imploró, empañada de emoción su fuerte voz.

—Levántate, Gilgarol —dijo Bracken—. Está todo perdonado. Tenemos una tarea que hacer.

El fornido guerrero se puso de pie.

—Hemos rezado para que llegase este día. Por fin, después de mucho tiempo, una oportunidad para la redención.

Kendra encaró a Bracken.

—Vale, en serio, ¿quién eres? La reina de las hadas te trata como a su favorito. Los ástrides se arrodillan delante de ti. ¿Es que eres el último unicornio del planeta, o qué?

—No, hay más —respondió Bracken.

Gilgarol carraspeó exageradamente.

—¿No sabes quién…?

Una mirada fulminante de Bracken lo silenció.

—¿Qué? —le presionó Kendra—. Vamos, tienes que decírmelo.

Bracken suspiró.

—La reina de las hadas tiene cinco hijos: cuatro hijas y un hijo. Yo soy su hijo.

—¿La reina de las hadas es tu madre?

—Sí.

Kendra se frotó la frente.

—No me extraña que estuviese tan preocupada por ti. Pero ¿cómo es posible que tu madre sea un hada?

—¿He dicho yo que sea un hada?

—¿No lo es?

—Los unicornios fueron los fundadores del reino de las hadas. Mi madre fue la primera.

—¿La reina de las hadas es un unicornio?

—Muy pocos seres, fuera de nuestro círculo íntimo, lo saben —dijo Bracken—. Las hadas la honran como la primera de su especie. Gorgrog destruyó a mi padre. Eso es parte del motivo por el que quiero derrotarle. Se nos echa el tiempo encima. Quedan otros ochenta y nueve ástrides por transformar.

Kendra estaba atónita. ¿Había estado haciendo arrumacos y coqueteando con el hijo de la reina de las hadas? Pero ahora ya no había tiempo para pensar en eso.

—En marcha.

—Venid todos, menos los desleales —los llamó Bracken.

Kendra se arrodilló y uno por uno los ástrides fueron bajando para que les devolviera su auténtica forma. Las transformaciones le llevaron más tiempo de lo que había esperado. Enseguida empezó a cerrar los ojos con cada beso, para que no la cegara el fogonazo de chispas que acompañaba cada metamorfosis. Todos los ástrides eran más o menos parecidos al primero. Las armas no eran todas iguales, así como algunos elementos de la armadura, pero todos tenían alas doradas y un aspecto intimidador.

Al fin, después de restaurar a ochenta y siete ástrides, quedaron tres de color más oscuro. Carecían de las relucientes plumas doradas de los otros, y miraban con expresión contrita.

—Vosotros atacasteis a la reina de las hadas cuando os castigó por vuestro fracaso —los reprendió Bracken—. Sin embargo, acudisteis a su llamada. A partir de ahora seréis considerados los de menor rango de entre todos los presentes. Espero que sepáis recuperar vuestro honor con actos de excepcional valentía.

Bracken hizo una señal a Kendra, bajando la cabeza.

Cuando besó a los últimos tres, los ástrides se transformaron en brillantes guerreros que en nada se diferenciaban de los demás. Los tres se arrodillaron delante de Bracken y dijeron al mismo tiempo:

—Pedimos disculpas por nuestra deslealtad. Nuestra rebeldía nos avergonzará por siempre jamás. Gracias por darnos esta oportunidad para demostrar nuestra penitencia. No te fallaremos.

—Habéis elegido el mejor día para demostrar vuestra valía —dijo Bracken—. Mirad, está a punto de amanecer.

Kendra miró hacia el este y vio color en el firmamento. Encima de ellos las nubes estaban disipándose. Acompañados por un buen número de ástrides, Kendra y Bracken regresaron al punto en el que los esperaban sus compañeros, no lejos del santuario.

—Se ve que habéis conseguido refuerzos —comentó Trask, más animado de lo que había estado desde hacía días.

—¿Estos son los ástrides? —preguntó Seth, loco de contento.

—Es solo el principio —les prometió Bracken—. Agad está en camino con un grupo de dragones. Y puede que del santuario salgan más refuerzos. Es posible que no tengamos la fuerza necesaria para derrotar a nuestros adversarios, pero les daremos a esos demonios una bienvenida que no olvidarán.

—¿Cuál es el plan? —preguntó Warren.

—Formaremos al otro lado del santuario —explicó Bracken—. Entre el santuario y Zzyzx hay un extenso claro que los separa. Dado que la reina de las hadas está usando el santuario a modo de portal, nuestra sagrada tierra de origen quedará un tanto vulnerable. Trataremos de llevarnos el combate hacia otros lugares, y doce ástrides se quedarán aquí con la misión específica de proteger el santuario.

—¿Debería levantar una torre yo? —preguntó Seth—. Tengo una torrecita que puede transformarse en una torre de verdad si la planto en el suelo.

Bracken negó con la cabeza.

—La movilidad es un aspecto extremadamente importante. Esos seres poseen un poder inmenso. Los más fuertes derriban muros y torres por pura diversión. Reserva la torre para otra ocasión. Los demonios tratarán de paralizarnos recurriendo al miedo, pero los ástrides y yo podemos contrarrestar sus auras negras. A no ser que nosotros caigamos en la lucha, ninguno sentiréis los efectos del miedo mágico. Kendra y Seth llevarán dos ástrides cada uno, asignados como guardaespaldas. Los demás tendremos uno cada uno.

—Nos enfrentamos a una horda que será imposible detener —les recordó Vanessa—. Podemos atacar su línea de vanguardia, pero seguirán viniendo más, demasiados para poder manejarlos a todos. Es preciso que fijemos unos objetivos concretos.

—Tengo en mente unas maniobras específicas —dijo Bracken—, pero Nagi Luna nos está mirando. La restauración de los ástrides le ha llamado poderosamente la atención. Gran parte de nuestras esperanzas pasan por mantener el elemento sorpresa. Os comunicaré las misiones concretas cuando aparezcan nuestros adversarios.

Vanessa se rio.

—Nos exige mucha confianza.

—Él es el que trajo al ejército —dijo Warren—. No tenemos muchas alternativas, aparte de la de cruzar los dedos para que su plan sea bueno.

—Nuestra situación es tan peligrosa que raya en lo absurdo —afirmó Bracken—. Pero yo estoy seguro de que, en estas circunstancias, mi plan nos garantiza la única oportunidad posible de vencer.

—No empieces ahora con que podríamos vencer —protestó Newel—. Me estás poniendo de los nervios.

—No los derrotaremos —aclaró Bracken—, pero sí podríamos salir con vida.

—Me parece que se le ha ido la olla —susurró Doren, que se llevó un dedo a la sien.

—Por aquí —dijo Bracken—. Cuando salga el sol, la prisión se abrirá.

Kendra se puso en la fila, detrás de Newel y Doren.

—¿Crees que se acordarán? —le preguntó Newel a Doren, mirando a los ástrides.

—¿De qué? —quiso saber Kendra.

Doren hizo pantalla con la mano junto a la boca y susurró:

—En tiempos, Newel se divertía lanzándoles guijarros a los ástrides con la honda.

—Chis —le mandó callar Newel, y le tapó la boca con una mano—. Historias de Doren…

Delante de ellos, a cierta distancia, Kendra vio unas hadas de tamaño humano elevándose del estanque que rodeaba el santuario. La última vez que había visto hadas así de grandes había sido cuando las había ayudado a rescatar Fablehaven de las garras de Bahumat. Altas y elegantes, portaban delgadas lanzas y espadas, y dedicaban miradas altivas a los ástrides.

Varias de estas hadas gigantes se arremolinaron alrededor de Hugo y comenzaron a entonar una canción. El suelo vibró y Hugo empezó a hincharse a medida que la tierra y las piedras subían flotando en dirección a su cuerpo para aportarle más volumen. De los brazos y de las piernas le salieron unos pinchos enormes. Cuando las hadas terminaron de cantar, Hugo había crecido casi el doble de su estatura inicial, más corpulento aún que cuando las hadas le habían preparado para la batalla durante la plaga de sombras. Un grupito de hadas le hizo entrega de una enorme espada, más alta que Trask y con una hoja ancha y afilada.

Seth corrió hasta Kendra.

—¿Has visto eso? ¡Han hecho más corpulento aún a Hugo! ¡A lo mejor sí que tenemos alguna probabilidad de vencer!

—Bracken cree que podríamos tenerla —respondió ella.

—Me está entrando el pánico —dijo Seth, ansioso, y se puso a pisotear el suelo repetidas veces—. Estaré mucho mejor cuando haya terminado la batalla. Mi espada realmente calma mis nervios.

—Tú obedece a Bracken y nada más —imploró Kendra—. Hoy él es nuestro general. Haz lo que él diga y tal vez lo logremos.

—Yo estoy con Newel —dijo Seth—. Creía que estábamos acabados, y oír que puede que los derrotemos me está desconcentrando.

—Mantén la calma —contestó Bracken. Gilgarol y él se habían puesto a su lado—. En cuanto aparezcan los demonios, es posible que nos parezca todo abrumador. Recordad que no tenemos que luchar con ellos directamente. Tendremos unos objetivos específicos.

—¿Dónde están esos dragones? —preguntó Seth.

—Todo a su debido tiempo —le aseguró Bracken.

El cielo estaba más iluminado. Llegaron al otro lado del santuario. Delante de ellos un campo amplio los separaba de una gigantesca cúpula de piedra que tenía toda la superficie grabada por entero con crípticas runas. En el campo, desperdigas aquí y allá, se veían las ruinas erosionadas de antiguas estructuras arquitectónicas.

Kendra supervisó con la mirada el recién formado ejército y contó al menos cien hadas gigantes. Los ástrides, fuertemente armados, daban una imagen adusta y competente; unos estaban en tierra, otros revoloteando por el aire. Hugo se había vuelto absolutamente descomunal. Al margen de cuál fuera el resultado, esto era mucho mejor que enfrentarse a Gorgrog y a sus secuaces con un equipo de nueve personas.

Andando a paso ligero, Bracken se colocó delante de todos y se volvió para dirigirles unas palabras, agitando los dos brazos para que todo el mundo le prestase atención.

—Nuestros enemigos saldrán en cualquier momento. ¡Estad atentos a mis órdenes! ¡Valor! Contamos con el apoyo de la reina de las hadas y con otros poderosos aliados. Y, tras siglos de exilio, los ástrides han recobrado su verdadera forma.

Esto último fue recibido con vítores.

—Durante siglos —prosiguió Bracken—, nuestros ástrides sirvieron como guardia de honor de mi familia. Este regimiento tenía un nombre. ¿Se atreve a adivinar alguno de nuestros compañeros humanos cómo se los llamaba?

Ninguno respondió.

—Los Caballeros del Alba —dijo Bracken—. El mismo nombre que adoptó la hermanad que lucha contra la Sociedad del Lucero de la Tarde. Estoy convencido de que no eligieron este nombre por casualidad. Estoy seguro de que se refiere precisamente a este momento. No hay astro en el cielo capaz de soportar la luz del alba, igual que jamás el mal ha amado la luz. ¡Después de tanto tiempo encerrados en la oscuridad, que ahora nuestros enemigos vengan contra nosotros con el amanecer a nuestra espalda!

Kendra sintió escalofríos. No tenía idea de que Bracken poseyera esa facilidad para el liderazgo. Su arenga había encendido auténticas esperanzas. A su alrededor las hadas y los ástrides aplaudían y silbaban. Muchos entrechocaban el arma contra el escudo, creando una algarabía típica de los soldados.

El sol asomó por el horizonte e inundó el mundo con sus rayos dorados. Entonces, la cúpula empezó a temblar. El rugido de un trueno fue elevándose del suelo como si surgiera de las entrañas del planeta, anulando cualquier otro sonido. Sucesivos temblores recoman el suelo y hacían tambalearse los árboles. Kendra tropezó con un ástrid, el cual evitó que se cayera. El estremecimiento fue intensificándose, hasta que una grieta vertical recorrió la parte baja de la cúpula, que fue haciéndose cada vez más ancha, segundo a segundo. Cuando el sol iluminó el horizonte, la prisión de los demonios se abrió.