23
Vasilis
Seth estaba sentado en la ladera sembrada de rocas mientras Vanessa consultaba el mapa dibujado a mano que le habían entregado las Hermanas Cantarinas. Lo cotejó con un segundo mapa, consultó la brújula y comprobó la información del GPS. Delante de ellos, Newel y Doren practicaban esgrima con los bastones de montaña, produciendo fuertes chasquidos con la madera al atacarse, parar golpes y tratar de pincharse. Hugo aguardaba junto a Seth, gigantesco a su lado, esperando a que Vanessa terminara de orientarse.
Después de abandonar las carreteras pavimentadas de British Columbia, había conducido la furgoneta casi cautelosamente. Seth suponía que unas pistas de tierra aisladas que bordeaban precipicios de cientos de metros de caída vertical animarían a cualquiera a transitar con un poquito de cautela. Vanessa los había llevado durante horas por pistas oscuras que discurrían por el fondo de altos barrancos, que serpenteaban entre escarpadas montañas y pintorescos parajes fluviales o lacustres hasta que, cuando faltaba poco para el amanecer, la última pista había terminado delante de una pequeña zona de acampada, donde había anunciado que a partir de ahí continuarían a pie.
—Estamos muy cerca —dijo Vanessa—. Si estoy interpretando bien estos mapas, a la vuelta de esta montaña deberíamos encontrar un valle alargado que se estrecha formando un barranco. El Muro de los Tótems nos espera al final del barranco. Aprovechemos para descansar bien aquí y para comer algo.
—¡A comer! —exclamó Seth para llamar a los sátiros.
Estos dejaron el duelo y se acercaron trotando, abriendo ya los macutos.
—¿Quieres un sándwich, Mike? —preguntó Newel.
Se refería al pasaporte falso que Vanessa había utilizado para Seth cuando cruzaron la frontera canadiense. Era el mismo que había usado en el viaje al desierto de Obsidiana. Elise se había quedado con sus documentos, por lo que su pasaporte había vuelto con ella. Vanessa lo había recuperado durante su registro de Fablehaven y había añadido unos documentos falsificados en los que se le asignaba a ella su tutela. Su vasta experiencia en viajes internacionales les había venido de perlas.
—¿Pretzels, señor McDonald? —preguntó Doren, llamándole por el apellido que figuraba en el pasaporte de Seth. Le tendió una bolsa abierta y la agitó tentadoramente.
—Por supuesto —respondió el chico, aceptando uno de los bollitos con forma de rosca entrelazada—. Al menos yo no he tenido que cruzar la frontera a pie para que después me recogieran al otro lado.
—Era mejor dar por hecho que los canadienses habrían puesto objeciones a unas cabras extranjeras —respondió Newel, tendiéndole a Seth un sándwich comprado ya hecho.
—O a un montón enorme de tierra en la parte trasera de la camioneta —añadió Doren—. O a un puñado de armas. Os hicimos un favor, muchachos, al sacar de vuestro vehículo todo el material que podía considerarse de contrabando.
Newel se desperezó abriendo los brazos en cruz. Ante la admirable vista de las cumbres cercanas, se llenó los pulmones del aire fresco de la mañana.
—Me sorprende que no haya más gente que viva aquí arriba. Es uno de los lugares más bonitos que he visto en mi vida, y además el menos poblado.
—Los inviernos son muy crudos —dijo Vanessa—. Tenemos suerte de que, por lo que se ve, estén teniendo una primavera suave. En altitudes superiores o más al norte apuesto a que podríamos encontrar aún una gruesa capa de nieve.
Seth comprimió con las manos en alto el sándwich precocinado y le dio un mordisco, haciendo crujir la lechuga. Como los sátiros habían conservado los bocadillos en una neverita portátil, estaba helado. El sándwich llevaba demasiada mostaza y pepinillos para su gusto, pero le sirvió para saciar su hambre.
Doren le lanzó unos pretzels a Newel, que los atrapó con la boca. Vanessa se comió la mitad de su sándwich; luego, se recostó y cerró los ojos. Después de tantas horas al volante, tenía que estar exhausta.
Seth intentó no obsesionarse con la tarea que le esperaba a continuación. Deseó poder llegar al Muro de los Tótems y ponerse manos a la obra. La espera le estaba volviendo loco.
Los sátiros volvieron a practicar esgrima con los bastones de montaña. Vanessa ni se inmutó. Seth supuso que se había ganado un breve descanso. Para distraerse, sacó la moneda que le había dado Bracken.
—¿Me oyes? —dijo, moviendo solo los labios.
«Te escucho. Debería haber intentado contactar antes con vosotros. No hemos podido proteger al eterno. Solo queda uno. Vamos camino de Texas. ¿Cómo estás?».
—A punto de llevar a cabo una de las partes más difíciles de mi misión. Si lo consigo, es posible que pronto podamos encontrarnos. ¿Kendra está bien?
«Estamos todos bien. Ilesos, quiero decir. Tan solo un pelín desanimados. Con suerte, tanto vosotros como nosotros tendremos más fortuna en el futuro próximo».
—Contactaré de nuevo contigo —susurró Seth.
«Ten a mano esa moneda».
—¿Estás hablando con Bracken? —preguntó Vanessa, enderezándose.
—Han perdido a otro miembro de los Eternos —anunció Seth—. Solo queda uno.
—Lo cual hace todavía más importante nuestra empresa —dijo Vanessa, poniéndose en pie—. No deberías comunicarte demasiado con la moneda. El Óculus está en poder de nuestros enemigos, así que todo lo que digamos o hagamos puede delatar nuestros objetivos.
—He hablado siempre de manera imprecisa —le aseguró él—. Que sepamos, llevan todo este tiempo viéndonos.
—No creas —respondió Vanessa—. Cuento con que hayan dirigido su mirada hacia otra parte. Hacia los eternos, principalmente, y hacia el propio Zzyzx. Si supieran qué es lo que nos proponemos, hace tiempo que habríamos encontrado obstáculos. Gracias a todo lo que tienen entre manos, parece que de momento no se han percatado de nuestro viajecillo por carretera. Pero, claro, eso podría cambiar en cualquier momento.
A Newel se le partió el bastón de montaña. Doren empezó a perseguirle por la ladera, pinchándole por la espalda.
—¡No es justo! —exclamó Newel—. ¡Estoy desarmado!
—Touché! —gritaba Doren a cada pinchazo.
—Hay que ponerse en marcha —les anunció Vanessa.
—Justo cuando el juego empezaba a ponerse interesante —se quejó Doren, deteniendo la persecución.
Newel señaló a su amigo con un dedo.
—No me voy a olvidar de esto.
—Pues harías mejor borrándolo de tu recuerdo —le aconsejó el otro—. A mí me parecía humillante.
Hugo recogió en brazos a Seth y a Vanessa, que le indicó al golem por dónde tenía que ir. Los sátiros echaron a andar detrás de ellos.
Encontraron el valle que Vanessa había anticipado. Tal y como había predicho, se estrechaba para formar un barranco escarpado y árido. Cuando Hugo se topó con una barrera invisible que le impidió seguir avanzando, supieron que les faltaba muy poco para llegar a su destino. Hugo dejó a Seth y a Vanessa en el suelo.
—Supongo que a partir de aquí es donde yo ya voy solo —dijo Seth.
—Al Muro de los Tótems solo tenemos que pedirle un favor —repuso Vanessa—. No debemos arriesgarnos presentándonos todos ante él.
—Tengo las indicaciones de las Hermanas —afirmó Seth—. No puede ser demasiado complicado, ¿verdad?
Vanessa levantó una ceja.
—Podría serlo. Pero he aprendido a tener fe en ti. Tráete esa espada.
—¿Debería llevarme la mía? —preguntó. Cuando dejaron la furgoneta, se había atado al cinto la espada de adamantita y se había traído el escudo del mismo material.
—Yo no sé gran cosa del Muro de los Tótems —dijo Vanessa—. Es magia antigua. Teniendo en cuenta lo que te contaron las Hermanas sobre lo que hay al otro lado del muro, yo diría que podría venirte bien llevar una espada. Pero no la uses para enojar innecesariamente a algún ser poderoso.
—Llévatela —la secundó Newel—. Corta en pedazos a cualquiera que te dé problemas.
—Yo tengo entendido que es más fácil si primero les partes su arma —añadió Doren, lo que le valió un puñetazo en el hombro de parte de Newel.
—Vale —dijo Seth—. Nos vemos pronto. Lo mismo podríais dar unas cabezaditas, mientras Hugo monta guardia.
Dio media vuelta e inició la marcha por el barranco, pisando con cuidado debido a la gran cantidad de rocas sueltas. Echó un vistazo atrás una vez y vio que los demás le seguían con la mirada, con gesto sombrío. Se animaron de inmediato y le dijeron adiós con la mano, pero el instante inicial en el que se había vuelto a mirarlos había dejado patente el grado de preocupación que sus compañeros habían estado ocultando. Lamentó haber mirado atrás.
La quebrada seguía un trazado serpenteante, y a medida que Seth avanzaba, se tornaba menos profunda y más escarpada. Pensó que en el punto en el que se habían quedado los demás sí que podría haber escalado las paredes, pero ahora todo intento de escalarlas resultaría imposible.
Delante de él apareció ante su vista un poste con tótems, pintado de intensos colores, como si hubiese sido creado hacía poco, de pie muy recto y alto en medio del barranco. Las imágenes puestas una sobre otra representaban, entre otros elementos, un guerrero rechoncho y regordete en el pie, tres caras feroces encima de él y un águila en lo alto. Las grotescas caricaturas le miraban con sendas sonrisas maliciosas, mostrándole sus dientes de madera. Y Seth se dio cuenta, instintivamente, de que el elaborado poste estaba avisándole.
Una vez rebasado el poste, su angustia fue en aumento. El barranco parecía sumido en un silencio sobrenatural. No oía ni el zumbido de los insectos, ni el piar de los pájaros, ni el murmullo de las hojas. El aire parecía inmóvil y pesado. Notaba que le miraban unos ojos, pero no era capaz de detectar nada que confirmase su sospecha. Avanzaba con una mano puesta en la empuñadura de su espada.
Al doblar por el siguiente recodo, el barranco terminó de sopetón. Se encontró contemplando el Muro de Tótems. Seis veces más alto que él, construido en la pared del fondo de la quebrada, se extendía a lo largo y ancho de toda la barrera natural como un dique. Centenares de rostros formaban, sin solución de continuidad, el monumento de madera, ajado por la lluvia y el sol, gastado por el paso del tiempo, pero diestramente tallado, con cada cara aún muy reconocible. Aparecían representados gran variedad de animales: osos, lobos, ciervos, alces, uatipíes, linces, castores, nutrias, focas, morsas, águilas, búhos y muchos otros. Entre las imágenes humanas había mayor diversidad aún: hombres, mujeres, viejos, jóvenes, unos gordos, otros delgados, unos bellos, otros horrendos. Dependiendo de cada quien parecían amigables, furiosos, sabios, ridículos, astutos, enfermos, petulantes, asustados, serenos.
Seth nunca había visto nada igual. Podía imaginarse el Muro de Tótems como protagonista estrella de una exposición en el museo más exclusivo del mundo. Así de impresionante era, así de detallado, así de único.
Delante del Muro de los Tótems, un tocón bajo dominaba el barranco. Seth se acercó a él con curiosidad. Le llegaba a la altura del pecho y medía unos ochos pasos de ancho, por lo menos. Trató de imaginarse lo alto que debía de haber sido el árbol antes de que lo talaran. A juzgar por la incontable cantidad de anillos visibles, debía de haber tenido miles de años.
Su intuición le dijo que tenía que dirigirse al muro desde lo alto del tocón, usándolo como una especie de estrado o plataforma. Al trepar a él se dio cuenta de que algunos de los anillos que dejaba ver estaban más espaciados entre sí que otros. Se colocó en el centro, pisando el conjunto apiñado de círculos concéntricos que formaban los anillos más próximos al eje central.
El Muro de Tótems empezó a cobrar vida con una cacofonía de murmullos, gruñidos, ladridos, rugidos, chillidos y toses. Las caras de madera pestañearon, olisquearon y bostezaron. Las lenguas se agitaron. Las expresiones cambiaron. La maraña de palabras pronunciadas por los rostros humanos estaban en un idioma que Seth no comprendía.
—Soy Seth Sorenson —dijo—. He venido a hablar con el Muro de Tótems.
Las cabezas guardaron silencio. Una gran cabeza de hombre anciano y orgulloso, cerca de la parte inferior central del muro, habló con una voz profunda y resonante.
—Somos muchos. Escoge a cuatro para dirigirte a ellos.
—¿Habláis todos inglés? —preguntó Seth.
—Oirás tu idioma —respondió la cabeza—. Elige. —De alguna manera, se le notaba impaciente.
—Muy bien —dijo Seth, tratando de mantener un tono de voz solemne—. Hablaré con Anyu, el Cazador, con Tootega, la Vieja Bruja, con Yuralria, la Bailarina, y con Chu, el Castor.
Un murmullo de sorpresa recorrió todo el muro, aunque terminó tan rápidamente como había comenzado.
—Te escucho —dijo una cara de hombre toscamente labrada, situada hacia la mitad del muro, en la parte izquierda. Un nudo de la madera le desfiguraba una mejilla como si fuese una cicatriz.
—Te escucho —anunció una cara de bruja ganchuda, situada cerca de la parte inferior derecha. Con su intrincada talla, era el tótem con más arrugas.
—Te escucho —dijo un rostro joven y bello, de altos pómulos, cerca del extremo superior del muro. La pulida lisura de sus rasgos denotaba escasos daños causados por las inclemencias del tiempo.
—Te escucho —anunció la cara peluda y dentuda de un castor, justo debajo de la joven. Su voz parecía la de un adolescente.
Después de estos saludos, el Muro de Tótems se quedó esperando, puestos en Seth todos los ojos. Él cambió el peso del cuerpo de una pierna a otra y entrelazó las manos a la espalda.
—Busco la Vasilis, la Espada de la Luz y la Oscuridad. Sé que la guardáis vosotros. Quiero entrar a por ella.
Otro estallido de exclamaciones susurradas recorrió el muro.
—Silencio —impuso la Vieja Bruja—. ¿Cómo es que sabes dónde se guarda la Vasilis?
—Pagué un precio —respondió Seth.
El Cazador tomó la palabra, en tono hosco.
—Entonces deberías entender que nosotros solo concedemos favores si se nos hace un sacrificio aceptable.
—Lo entiendo —contestó el chico respetuosamente.
—Sin embargo, tú apenas llevas objetos de valor —dijo el Castor—, salvo tal vez la espada y el escudo. Representan una sombra indigna del tesoro que nosotros protegemos.
—No le presiones tanto —intervino la Bailarina, inquieta—. Es joven. —Su voz se dulcificó—. ¿Qué puedes ofrecernos?
—Además de la espada, albergáis un gran mal —dijo Seth—. Permitidme que me lleve la espada y yo purgaré el mal que hay en vuestro interior antes de salir.
—Otros han acudido a nosotros en busca de la Vasilis —musitó la Vieja Bruja—. Rara vez han sospechado antes el lugar exacto en el que se encuentra. A algunos les dejamos pasar. Ninguno de ellos volvió a salir.
—El mozo habla con seguridad —dijo el Cazador, aprobadoramente.
—Cualquier bobo puede hablar con seguridad —dijo la Bailarina—. En ocasiones los mayores locos son los que más valentía muestran. El chico es joven y cándido. Sufrirá algún percance y no cumplirá su promesa.
—Los sabios nunca hacen nada —se quejó el Castor—. Los sabios se quedan sentados prodigando consejos. Su comprensión les impide pasar a la acción. No subestiméis al joven.
—¿Qué hazañas has realizado? —preguntó el Cazador.
Seth no había planeado contarles su currículo. Trató de rememorar sus momentos estelares de los últimos dos años.
—Le arranqué del cuello un talismán oscuro a una aparición. Atrapé a un leprechaun. Desperté a Olloch, el Glotón, y volví a dormirle. Encontré el Cronómetro, una de las llaves de Zzyzx. Robé el cuerno de unicornio que tenían en Grunhold los centauros. He regateado con el gigante Thronis y mi trato le dejó contento. Maté a la dragona Siletta para llevarme un objeto de los dragones de Wyrmroost. Sobreviví después de entrar en la Piedra de los Sueños del desierto de Obsidiana y ayudé a recuperar el Translocalizador, otra de las llaves de Zzyzx. Y he negociado con las Hermanas Cantarinas.
—Dice la verdad —sentenció la Vieja Bruja.
—Y ahora también os estoy diciendo la verdad —afirmó Seth—. Yo no siento el miedo. Puedo coger esa espada y libraros del mal que se esconde cerca de ella. Y después la emplearé para salvar el mundo.
—No miente —anunció la Vieja Bruja.
—Tootega reconoce cuando alguien dice la verdad —admitió la Bailarina.
—Ha obrado grandes proezas —concedió el Cazador.
—No deberíamos juzgarle por su edad ni por su apariencia —dijo el Castor.
—No nos pide información —murmuró la Vieja Bruja—. No necesita adivinar nada. ¿Qué dices tú, Kattituyok?
La orgullosa cara que había hablado en primer lugar respondió con su voz atronadora.
—El mal que habita tras la Puerta de Aliso nos ha acosado muchos veranos. El joven ha nombrado a los cuatro que controláis la Puerta de Aliso. Parece un buen augurio.
—Puede que no regrese. Debería dejarnos alguna prenda —sugirió la Bailarina.
—La espada y el escudo —dijo el Cazador.
—Y los objetos mágicos que lleva en el zurrón —añadió la Vieja Bruja—. La torre y el pez.
—¿No necesitaré mi espada para luchar? —preguntó Seth.
—Tu espada y tu escudo están bien labrados, en un buen material, pero no te servirán de nada una vez que cruces la Puerta de Aliso —dijo Kattituyok—. Deja aquí los objetos que te pedimos, para sellar el pacto.
—Podré reclamar mis cosas si logro mi objetivo, ¿no?
—Purga el mal que acecha tras la Puerta de Aliso y podrás marchar en paz con la Vasilis y con tus otros objetos —sentenció la Vieja Bruja.
—Yo digo lo mismo —afirmó el Cazador.
—Yo digo lo mismo —repitió el Castor como un eco.
—Yo digo lo mismo —suspiró la Bailarina.
—¿Aceptas? —preguntó Kattituyok.
—Acepto —respondió Seth, que se desabrochó el cinto de la espada.
—El pacto ha quedado cerrado y sellado —bramó Kattituyok. El retumbo de sus palabras hizo vibrar el tocón.
Seth dejó en el suelo la espada y el escudo. Luego, sacó de su bolsa la torre de ónice y el leviatán de ágata. Dejó los objetos en el suelo. Cerca de la parte inferior derecha del muro se abrió una puerta que hasta entonces no era visible. El rostro marchito de la Vieja Bruja ocupaba todo el centro de la puerta.
—¿Puedo entrar? —preguntó Seth.
—Adelante —respondió Kattituyok—. Buena caza.
El chico se bajó del tocón y se dirigió a la puerta abierta, consciente de la gran cantidad de ojos del Muro de Tótems que seguían con interés todos sus movimientos. Del pasillo oscuro que había al otro lado le llegó una ráfaga de aire frío. Una antorcha primitiva situada en la pared se prendió espontáneamente. Cruzó la puerta, se metió la linterna en un bolsillo y cogió la antorcha. Detrás de él, la puerta se cerró sola, con la irrevocabilidad de una tapa de ataúd.
El pasillo, tosco y redondeado, dibujaba una suave pendiente hacia abajo. Ni vigas ni mampostería sujetaban las paredes y el techo, que se desmenuzaban fácilmente. A medida que Seth iba avanzando, el aire se volvía cada vez más frío, por lo que se acercó la antorcha para calentarse.
Las Hermanas Cantarinas le habían advertido de la existencia de los muertos enhiestos. No estaba muy seguro de qué podría encontrarse exactamente, pero imaginó que quizá fuesen como el aparecido de la Arboleda Embrujada. No llevaba espada, pero quizá la antorcha encendida le viniese mejor. Las Hermanas le habían dicho que podría pasar por delante de los muertos enhiestos solo si se mantenía libre de miedo. Sabía que el miedo mágico no tenía nada que hacer contra él, así que se dispuso mentalmente a resistir el de origen más natural.
El pasillo seguía y seguía, cada vez más profundo y frío. Seth iba caminando aprisa, en parte para calentarse y en parte con la esperanza de que eso le ayudase a no caer presa del pánico.
Por fin el pasillo dio a una sala rectangular que tenía el techo tan bajo que casi lo rozaba con la coronilla. A pesar de la inmensa anchura y profundidad de la sala, el techo provocaba una sensación de claustrofobia, como si se tratase de un sótano muy grande. El aire gélido indicaba la presencia de miedo mágico, pero, tal como esperaba, Seth no experimentó parálisis alguna.
Conforme fue viendo la escena gracias a la luz de la antorcha, se le erizó el vello de los brazos y se le puso la carne de gallina. La inmensa sala estaba llena, hilera tras hilera, de cadáveres de pie. Pero no era cualquier clase de cadáveres. Estaban huesudos y secos, como si sus antiguos restos hubiesen sido momificados. La poca carne que les quedaba en los huesos amarillentos parecía cecina renegrida. La poca piel que había resistido hasta entonces estaba marrón, estirada y absolutamente deshidratada. Con un espacio similar entre unos y otros, los cadáveres estaban muy erguidos, con los brazos a los costados, como un ejército en posición de firmes. Fila tras fila de cuencas de ojos vacías miraban al frente fijamente, con expresión ausente.
Seth había estado mentalizándose para no reaccionar con miedo. Se había dicho a sí mismo que viese lo que viese, oyese lo que oyese, oliese lo que oliese, se limitaría a encogerse de hombros y a continuar su camino. Al fin y al cabo, si a los muertos enhiestos solo les interesaban las presas que sintieran miedo, no tenía por qué preocuparse. Solo necesitaba mantener bajo control sus emociones.
Sin embargo, a pesar de sus intenciones, notó que no conseguía dominar del todo la situación. La imagen de esos cuerpos alumbrados por la luz de la antorcha le pilló desprevenido. Era más espeluznante de lo que había imaginado. Así se quedaban los cadáveres después de llevar siglos enterrados en el desierto. Pero no tendrían que estar todos de pie, colocados en filas ordenadas y en columnas, en las entrañas de la tierra.
Algunos de los cadáveres más próximos empezaron a moverse. Seth contuvo el aliento, boquiabierto, al percibir el movimiento, mientras un puñado de muertos daban unos pasos al frente. Los movimientos, acompañados de suaves crujidos, fueron extendiéndose por todo el conjunto de cadáveres. Sintió que dentro de sí surgían claramente las dudas. Empezó a asustarse de estar empezando a asustarse. Huesos resecos se desplazaban rascando el suelo de tierra. Brazos totalmente secos se tendían hacia él.
La cabeza empezó a darle vueltas. ¿Qué problema tenía? ¿Por qué estaba perdiendo el control? ¿Era por encontrarse solo? ¿Era porque dudaba de sí mismo? ¿Era por la idea de tener que atravesar aquella multitud de muertos vivientes? ¿Era por el frío? ¿Era por el techo tan bajo? ¿Por la cantidad de cadáveres? ¿Por su aspecto inhumano? ¿Por el modo en que les crujían los huesos al moverse? ¿Era por el hecho de que hubiese perdido el control hasta el punto de propiciar que los muertos empezaran a moverse? ¿O se trataba de una mezcla de todos esos factores, que parecían crecer como una bola de nieve?
A lo mejor era que se había confiado demasiado, que había estado demasiado seguro de que su inmunidad al miedo mágico bloquearía también el miedo natural. Como todo hijo de vecino, Seth seguía asustándose.
Se dio cuenta de que no podía escuchar sus pensamientos. Se había acostumbrado a oír a los muertos vivientes. Por alguna razón, estos estaban en silencio. Eso había facilitado que se llevase semejante sorpresa al verlos y que le pareciesen aún más extraños.
Hileras enteras de cuerpos momificados avanzaban despacio hacia él arrastrando los pies. Los más próximos casi habían llegado hasta él. Podía ver fibrosos ligamentos y tendones en acción. ¿Estaba a punto de morir? ¿Y su familia? ¿Quién los salvaría? ¿Alguna vez sabrían que había perecido debido a que estaba asustado?
Un sentimiento de vergüenza floreció en su pecho. Casi podía oír a Kendra diciendo que no se creía que le hubiese matado la cobardía. ¡Se suponía que la valentía era su mejor virtud!
¿Cómo podía cambiar lo que sentía? Cuando tenía pesadillas, siempre lo pasaba peor si estaba solo. Si en el sueño aparecía alguna vez un amigo, alguien a quien proteger, el miedo perdía fuerza. En esos instantes, cuando unos dedos sin carne hacían ademán de querer cogerle, necesitaba a alguien al que dedicar su valor, alguien a quien no defraudar. Con gran esfuerzo, trató de visualizar a su familia: a sus padres, a sus abuelos.
Lo que le vino a la mente fue el recuerdo de Coulter. Vio a su amigo apresado bajo una viga y le oyó dar sus últimas boqueadas. Coulter, quien le había salvado en la arboleda donde moraba el aparecido, cuando el miedo mágico los había dejado paralizados. De pronto dejó de sentirse solo. No iba a defraudar a Coulter, de ningún modo. Se lo había prometido.
—¡Alto! —gritó, blandiendo con enojo la antorcha. Los cadáveres se detuvieron—. ¡Ya no tengo miedo! Solo me sobresaltasteis, nada más. —Al decir aquellas palabras se dio cuenta de que eran ciertas. Al parecer, los Muertos Enhiestos también lo notaron. Ninguno de ellos se movió.
—Debéis de ser los muertos más andrajosos que haya visto en mi vida —les recriminó Seth. Echó a andar hacia delante con grandes pasos, avanzando entre los cadáveres inmóviles—. Sois lo que queda cuando los buitres ya se han aburrido. A vuestro lado, los zombis tienen una pinta de lo más saludable. Si lo que queréis es asustar a la gente, os recomiendo que juntéis vuestros ahorros y contratéis una aparición o algo parecido.
Burlarse de ellos le ayudó a sentirse más animado, y además a los muertos enhiestos parecía no importarles. Los vio con una mirada nueva, como patéticas marionetas sin voluntad propia: esclavos de su estado de ánimo, incapaces de hacerle el menor daño si él sencillamente se negaba. Decrépitos, frágiles, patéticos. Apretó el paso para avanzar entre ellos aprisa, demasiado convencido de su objetivo y con confianza renovada como para dejarle sitio a las dudas.
Al fondo de la sala había una puerta negra. No tenía ni picaporte ni cerradura. Cuando la empujó con la mano que tenía libre, la puerta se abrió hacia dentro.
La antorcha se apagó de inmediato. El instante anterior había estado llameando, y al instante siguiente no quedaba en ella ni el menor rescoldo. Se había creado una oscuridad impenetrable. Procurando que no le flaquease el coraje, Seth entró en la habitación y cerró la puerta, aliviado de saber que había una barrera entre él y los muertos enhiestos. Dejó la antorcha en el suelo y sacó la linterna del bolsillo. La encendió, pero no emitió luz.
—¿Por qué has entrado sin permiso en mi espacio privado? —dijo una voz de hombre, una voz cansada y ronca que venía de algún punto de la habitación delante de él.
—¿Quién está ahí? —preguntó el chico.
—Hizo falta valor para pasar entre los muertos enhiestos —dijo la voz—. Sobre todo después de que inicialmente perdieses la compostura. Pero ellos no son nada, comparados conmigo. Yo podría matarte con una palabra.
—¿Quién eres? —preguntó de nuevo Seth.
—Soy uno de los no muertos —respondió la voz—. ¿No se supone que eres un encantador de sombra, Seth? ¿Es que no puedes indagar en mi mente?
—¿Cómo es que sabes mi nombre?
—Tu mente ha estado abierta a mí desde el instante mismo en que entraste por la Puerta de Aliso. Más abierta de lo que estaría la mayoría. ¿Qué supones que están haciendo tus padres en este momento? ¿Muriéndose, tal vez, como tu amigo Coulter?
Seth asió con fuerza la linterna.
—Me da igual lo que seas, pero será mejor que cierres el pico.
—Cuidado —le advirtió la voz—. Aquí abajo yo soy juez, jurado y verdugo. ¿Por qué quieres la Vasilis?
—Bueno —respondió Seth, poniendo en orden sus ideas y preguntándose qué querría escuchar la voz.
—No te molestes en buscar las palabras —dijo la voz—. Solo necesitaba hacerte pensar en la línea adecuada. ¿De verdad que Zzyzx está a punto de caer? ¿Y que Graulas se ha puesto al frente de la Sociedad?
—Sí. ¿Sabes lo de Zzyzx?
—Tal vez debería presentarme.
Hacia el fondo de la sala apareció una espada, en posición vertical sobre el suelo, con la punta hacia abajo, visible solo en forma de silueta negra pero rodeada por un aura de prístina luz blanca que iluminaba toda la cámara. La estancia, no muy grande, era de planta redonda, con el techo abovedado. Habitaba el lugar otra persona más, a un lado: un extraño zombi en estado de descomposición. Todo su cuerpo, salvo la cabeza y un brazo, se había vuelto de piedra.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Seth, horrorizado.
—Me llamo Morisant —respondió el zombi. Para lo putrefactos que tenía la cabeza y el brazo, su voz parecía muy lúcida—. Puedo ver que mi nombre no te dice nada.
—Perdona —dijo Seth—. ¿Debería significar algo para mí?
—Yo fui el arquitecto jefe de Zzyzx.
—¿Qué? Pensaba que los brujos habían creado Zzyzx.
—Justamente —respondió el zombi semipetrificado.
—¿Tú eres un brujo? —preguntó Seth.
—Soy lo que queda de un brujo antaño poderoso. Hace siglos algunos me habrían considerado el brujo más influyente del mundo. Veo que conoces a Agad. Me alegro de saber que está bien. Él me ayudó con Zzyzx.
—¿Cómo acabaste aquí? —preguntó Seth.
—Para esa pregunta hay más de una respuesta. Estoy aquí porque Agad me metió aquí. Esa es una respuesta precisa. Estoy aquí porque yo era el señor de la Vasilis. También precisa. ¿La mejor respuesta? Estoy aquí por orgullo desmedido.
—¿Orgullo desmedido?
—Esa poco sana variedad de orgullo que lleva a los hombres a la destrucción. Verás, a veces, cuando una persona gana demasiado poder, se cree por encima de las leyes que se aplican a los demás. Tú sabes que los brujos vivimos mucho tiempo.
—Sí.
—Yo era el brujo de más edad de todos los que creamos Zzyzx. El mayor con diferencia. Los brujos envejecemos despacio, pero envejecemos de todos modos. Puede que a los humanos les parezcamos inmortales, pero la muerte siempre nos espera al final del camino. Hasta las más inmensas cantidades de tiempo pasan, inevitablemente. Cuando se acercaba mi final, desafiando la sabiduría que mi larga vida debiera haberme garantizado, opté por engañar a la muerte.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Seth, fascinado.
—Que me convertí en uno de los no muertos —respondió Morisant, con contrición—. Tramé un embrujo muy complicado que me inventé yo solo, un embrujo tan complejo y potente que pensé que podría preservar plenamente mis facultades mentales y proseguir con la vida dentro de un cuerpo no muerto.
—Parece que no lo conseguiste.
—Algo se perdió —dijo Morisant—. Logré conservar gran parte de mi intelecto. Sin embargo, me quedé sin determinadas capacidades, despertaron en mí apetitos imprevistos, y mi espada, Vasilis, empezó a perder su lustre. Di con la manera de obviar aquellos cambios. Me negaba a admitir mi error, sobre todo ante mí mismo. Con el tiempo fui transformándome en una persona diferente. De hecho, me convertí en un peligro para la seguridad del mundo. Mis colegas más fieles se vieron obligados a capturarme y a meterme para siempre en esta prisión, transformando de paso la mayor parte de mi cuerpo en piedra. Juré que jamás me arrebatarían la espada y, al carecer del poder para quitármela, prefirieron meterme aquí con la Vasilis, haciéndome guardián de la espada que había empuñado en vida.
—Caramba —dijo Seth—. Pues parece que de nuevo tienes el control de ti mismo.
—¿Ah, sí? Tantos siglos atrapado en esta celda me han proporcionado una buena oportunidad para la reflexión. He reconocido mis errores y he dominado mi incapacidad para aplacar mis apetitos. Pero no te engañes. Ya no soy el hombre que era. Mi naturaleza está profundamente corrompida. Toda mi vida luché contra la oscuridad, para al final acabar convertido en todo aquello que despreciaba. Mi única esperanza de expiar mis culpas consiste en deshacer las perversiones que engendré y someterme a lo inevitable.
Seth lanzó una mirada a la espada.
—Bueno, ¿y ahora qué? ¿Tengo que pasar un examen?
—He esperado mucho tiempo la llegada de alguien digno de empuñar la Vasilis. Algunos candidatos murieron a manos de los Muertos Enhiestos. Los demás murieron aquí a manos mías, después de haberles analizado la mente. Tu necesidad es justa, al igual que tus intenciones. Aunque fracasaras, la Vasilis habría sido utilizada honorablemente. Y si logras triunfar, las Hermanas Cantarinas serán unas protectoras adecuadas. Desde luego, ellas nunca la empuñarían. La espada es tuya, con una condición.
—¿Cuál?
—Que la uses para acabar conmigo y que luego acabes también con los muertos enhiestos.
Seth se quedó mirando al patético zombi. Casi se había olvidado de que parte de su misión consistía en librar del mal a aquella zona.
—Pero eres un tipo simpático.
—Hay muchos que disentirían. He prolongado mi vida artificialmente. Remedia este error, te lo suplico, o tendré que matarte y esperar a que venga otro. Créeme, Seth, estarías matándome en defensa propia. Mi muerte es la única manera que tenemos tanto tú como yo de obtener lo que necesitamos.
—¿Y qué pasa con los muertos enhiestos? —preguntó Seth.
—Son creación mía —contestó Morisant—. Una legión de muertos vivientes descerebrados, leales solo a mí. Después de mi captura, los convertí en una tropa de protección muy eficaz. Acabar con ellos será un acto de clemencia. Por no hablar de que debes cumplir la promesa que le hiciste al Muro de Tótems, pues de lo contrario jamás saldrás de aquí con vida. ¿Harás lo que te pido? No me mientas, lo sabría.
—Lo haré —respondió Seth, pensando en Coulter y en su familia.
—Gracias —dijo Morisant, con gran alivio.
—¿Puedes aconsejarme? ¿Puedes ayudarme? Si Zzyzx cae, no estoy seguro de lo que tendré que hacer.
—Vas por el cauce correcto, aunque tú mismo no lo entiendas aún. Traté de diseñar Zzyzx de un modo inteligente. Me alegro de que Bracken esté con vosotros. Intentad que Agad se entere de la situación. Podría seros de ayuda. La magia ancestral mantiene encarcelados a los demonios, y es esta la que podría salvaros. No pretendo con ello restar gravedad al peligro. Esta horda de demonios es más fuerte que cualquier ejército que pudierais reunir. Si tienes ocasión, da recuerdos de mi parte a Bracken y a Agad. Dales las gracias en mi nombre y, por favor, transmíteles que no les guardo ningún rencor.
—¿Tiene la espada alguna característica especial que deba conocer? —preguntó Seth.
—Ninguna. La Vasilis refleja y multiplica lo que hay en el corazón y en la cabeza de quien la empuña. Como encantador de sombra que eres, joven, leal, valeroso y bienintencionado, deberías sentir que la espada entre tus dedos es un arma fabulosa. Veo que tienes una hermana. De la familia de las hadas. Eso podría resultar curioso.
Morisant hizo una pausa, como si se hubiera quedado absorto en sus pensamientos.
—¿Decías? —le animó a continuar Seth.
El otro salió de su burbuja.
—La funda de la espada está al lado de la puerta. No la desenfundes más de lo necesario. Si cayeras, ningún enemigo podría apoderarse de la Vasilis, solo un amigo. En vida, la espada solo puede regalarse voluntariamente. Como única precaución, te diré que la Vasilis es poderosa y que el poder puede surtir un efecto adverso en el corazón y en la mente, lo que a su vez puede alterar la espada. Muchos han sido los que se han ganado la espada cuando caminaban por la luz, y que acabaron perdiéndola en la oscuridad.
—Lo haré lo mejor posible —prometió Seth.
—Coulter estaría orgulloso. Y ahora, Seth Sorenson, por este acto pongo bajo tu cuidado la Vasilis con la condición de que nos liberes a mí y a mis engendros de nuestras necróticas prisiones. Coge la espada y cumple tu promesa.
Seth cruzó hasta el fondo de la habitación, donde se encontraba la espada, de pie en el suelo. Casi no podía creerse que hubiera llegado tan lejos. ¡A lo mejor sí que realmente lograba cumplir la palabra que le había dado a Coulter! A lo mejor encontraría la manera de detener a los demonios y de salvar a su familia.
Cuando asió la empuñadura, sintió una oleada de calor recorriéndole todo el cuerpo. De pronto unas llamas rojas envolvieron la oscura hoja de la espada, transformando en escarlata su blanco resplandor. La hoja salió de su hendidura en el suelo con toda facilidad. Seth no sentía la espada como un objeto que su mano asía, sino más bien como una extensión de su brazo.
Notaba amplificados sus sentimientos: su furia contra Graulas, más acentuada; su sentido del propósito, más nítido; su preocupación por su familia, más punzante. El valor que tanto le había costado reunir cuando se encontró frente a frente con los muertos enhiestos parecía ahora brotarle de un pozo interminable.
Dio media vuelta para mirar a Morisant. A la luz del resplandor rojo, el brujo de ultratumba parecía aún más decrépito.
—Sí —dijo el brujo, fascinado—. Tú serás inmensamente fabuloso.
El chico dio unos pasos al frente y levantó la espada. Sabía lo que tenía que hacer, pero vaciló.
—Me lo prometiste, Seth —le recordó el brujo—. Es un auténtico acto de clemencia. —El brujo alzó la voz—. ¡Qué todos sepan que Morisant, el Magnífico, murió en posesión de sus facultades! Más vale tarde que nunca.
El patético despojo humano cerró los ojos. Seth descargó sobre él un golpe atroz. Morisant quedó de inmediato envuelto en una llamarada. A los pocos segundos su carne putrefacta había quedado totalmente consumida.
Seth salió de la habitación a la sala en la que los muertos enhiestos aguardaban ordenadamente, formados en columnas y filas. ¿Era su imaginación, o de verdad notaba que la Vasilis tiraba de él con ansia? Mientras avanzaba por la sala repartiendo sablazos a diestro y siniestro entre los muertos enhiestos, incendiando aquellos cuerpos secos como la yesca, se preguntó para sus adentros si era él quien empuñaba la espada o si era la espada la que le dirigía a él. El arma en sus manos parecía dotada de vida, y al parecer gozaba con aquella masacre. ¿O era él el que la estaba disfrutando? Hacía unos minutos aquellas figuras en llamas habían querido matarle. Ahora él las segaba como la Parca con su guadaña, presa de un ataque de frenesí. Cada tajo con la espada le parecía natural, tan perfecto que se sintió como si estuviese ejecutando una especie de violenta danza predestinada. A su alrededor, los muertos enhiestos se deshacían en montones de cenizas, sin emitir el menor grito, sin derramar sangre, sin el menor signo de dolor, hasta que quedó él solo en pie, repasando la sala vacía con la mirada, al resplandor de su espada.
Solo entonces cayó en la cuenta de que se había olvidado la funda.
Regresó a la habitación en la que había perecido Morisant y recogió la vaina del suelo. Sin su antorcha, necesitaba la luz que desprendía la espada para encontrar el camino de salida, por lo que llevó en una mano la vaina y en la otra la Vasilis. Ajeno a la frialdad de aquella madriguera subterránea, Seth volvió hasta la puerta de salida irradiando un calor abrasador.
La Puerta de Aliso se abrió cuando se acercaba a ella, y Seth salió al exterior, donde brillaba el sol del mediodía. La puerta se cerró a su espalda. Durante un instante cargado de significado, el Muro de Tótems le observó en silencio.
—¡Vaya, eso sí que es una espada de verdad! —exclamó el Cazador.
Seth envainó el acero y experimentó de inmediato una sensación de pérdida. De pronto se sentía cansado, sudoroso y mucho más pequeño. Los rostros del Muro de Tótems empezaron a parlotear y a dar vivas mientras el chico se dirigía al tocón, se subía a él como buenamente pudo y recogía sus cosas. Se detuvo unos segundos, durante los cuales contempló con atención el animado muro. El jubiloso clamor le resultaba ininteligible. No oyó ni una palabra dicha en inglés.
Satisfecho al ver tan contento al Muro de Tótems, se bajó del tocón. Luego, sin lanzar una sola mirada atrás, corrió a reunirse con sus amigos.