21
Las hermanas Cantarinas
Antes de embarcarse en aquel viaje, Seth ya no se acordaba de lo rápido que conducía Vanessa. En esos momentos iba a toda pastilla por las carreteras secundarias de Missouri, cerca del río Missisipi. En las curvas, tomadas a toda velocidad, Seth se bamboleaba a un lado y a otro y no se salía del asiento solo gracias al cinturón de seguridad. En varias ocasiones había tenido la absoluta certeza de que la enorme furgoneta abierta iba a volcar, pero los neumáticos se habían mantenido bien pegados al asfalto, incluso chirriando en algún momento.
Después de abandonar Fablehaven en un todoterreno deportivo con los sátiros en el asiento de atrás y Hugo despatarrado en el techo, Vanessa había conducido durante casi una hora hasta la casa de un antiguo contacto suyo, que comerciaba con automóviles de alta gama. Después de consultar unos minutos en un ordenador, había descubierto que cuatro de sus siete identidades falsas ya no eran seguras, pero le aseguró a Seth que para las tres restantes contaba con pasaporte y permiso de conducir válidos, así como con acceso a millones de dólares.
Mediante transferencia electrónica de fondos, Vanessa había comprado una potente furgoneta abierta de color negro, con cabina grande y unos neumáticos enormes. Seth se sintió como si necesitara una escalerilla para subir al asiento del pasajero. Los sátiros se alegraron mucho de poder viajar en un asiento trasero superespacioso, y la presencia de Hugo en la parte abierta no parecía restar fuerza al formidable motor. En un primer momento, Seth se había sentido vulnerable al llevar al golem en la parte de atrás, hasta que Vanessa le recordó que para la mayoría de la gente Hugo era como un montón de tierra.
Hasta ese momento solo habían dormido dentro de la camioneta. Seth y los sátiros daban cabezadas siempre que les apetecía. Vanessa aprovechaba para dormir alguna hora suelta cuando paraban a repostar o a comer algo.
Finalmente, redujo la velocidad y detuvo el vehículo en el margen de la carretera. Habían bajado hacia el sur desde Saint Louis por la 1-55, antes de abandonar la autopista. Ahora estaba consultando su GPS, la carta de Patton y un mapa detallado de la región.
La carta contenía toda clase de detalles para encontrar a las Hermanas Cantarinas, pero no daba mucha información sobre qué hacer una vez que llegasen allí. Después de la gran cantidad de detalles que Patton había incluido sobre cómo tratar con Cormac, Seth se sentía decepcionado al disponer de mucha menos orientación para enfrentarse al reto más grande. Lo único que sabía con certeza era que tenía que llegar a un acuerdo con las Hermanas si no quería que le quitasen la vida.
—¿Quieres que conduzca yo? —se ofreció Newel—. Así tú puedes concentrarte en encontrar el rumbo.
—Antes muerta —respondió ella con toda la calma del mundo.
—No puedo ser un conductor más temerario que tú —replicó Newel con un mohín.
—Es más complicado de lo que parece —respondió la mujer—. Creo que estamos casi en nuestro destino.
Después de cambiar la marcha para reanudar el viaje, dejó el mapa a un lado, aceleró y se incorporó a una pista de tierra con rodadas de otros vehículos.
—¿Podemos parar a por más comida basura? —preguntó Doren.
—Después —respondió ella escuetamente.
—Yo quiero burritos —dijo Newel.
—Ni hablar —replicó Doren—. Hamburguesas de queso y espirales de patatas fritas.
—Ravioli tostados —contraatacó Newel.
—Esos me molan —convino Doren.
Gracias a la velocidad ilegal de Vanessa y a su infatigable conducción, habían pasado solo dos días en la carretera desde que habían salido de Fablehaven. Cada vez que los sátiros divisaban algún restaurante de comida basura que reconocían de haberlo visto en anuncios de la tele, se habían puesto a suplicar a gritos una parada para comer. Vanessa no siempre accedía a ello, pero siempre que se les presentaba la ocasión, Newel y Doren habían ingerido hasta la saciedad batidos, hamburguesas, sándwiches, tacos, nachos, pretzels, frutos secos, cecina de ternera, cóctel salado de frutos secos, refrescos donuts, chocolatinas en barrita, galletas, galletitas saladas y queso en aerosol. De los cincuenta eructos más impresionantes que Seth había escuchado en su vida, la totalidad se había producido en este viaje por carretera.
—Me da mucha rabia interrumpiros el festín —dijo Vanessa—, pero hemos venido aquí con un propósito. A ver si podemos centrarnos un ratito en otra cosa que no sean grasas dulces y grasas saladas.
—Los hay que tenemos el metabolismo rápido —farfulló Doren.
—Solo queremos llevar combustible en el depósito, antes de jugarnos el pellejo —se lamentó Newel.
—¿Queréis nutrición? —preguntó Seth—. Recordadme que os dé unas lecciones sobre la pirámide alimenticia, chicos.
—¿Una pirámide de alimentos? —dijo Doren con fervor.
—Somos tus humildes discípulos —afirmó Newel con gesto de sometimiento.
Delante, a lo lejos, apareció de nuevo el río Missisipi. A algo menos de veinte metros desde la orilla se veía una isla alargada, en paralelo a la ribera. La pista de tierra acababa delante de una casucha destartalada, con anexos a los lados y cubierta de revestimiento de aluminio. En medio de los hierbajos, un camión oxidado viejísimo repesaba sobre dos bloques. Detrás de un columpio polvoriento hecho con una rueda de coche, Seth divisó un embarcadero en estado de abandono y una balsa maltrecha.
Varios perros acudieron corriendo hasta la camioneta, lanzando ladridos agudos y enseñando los dientes. Vanessa detuvo el vehículo. Cuando Hugo se bajó de la parte trasera, los animales echaron a correr dando gañidos. Al parecer, no necesitaban leche mágica para percibir que el golem podía traerles problemas.
La puerta de la casucha se abrió de golpe y salió un anciano con la coronilla calva y el resto de la cabeza cubierta de pelo blanco rapado. Vestía vaqueros negros descoloridos, con tirantes y sin camisa. Tenía el pecho arrugado cubierto de rizos de pelo gris. Se quedó inmóvil en el porche medio hundido, con un bastón tallado en una mano.
—Es el centinela —dijo Vanessa.
En la carta, Patton había advertido de que para llegar a la isla iban a tener que pasar por delante de un centinela. Explicaba que no había una forma segura de conseguirlo, pero que, en cualquier caso, iban a tener que convencerle de que las Hermanas Cantarinas concederían audiencia a Seth.
Vanessa bajó la ventanilla con la manivela.
—Propiedad privada —dijo el hombre abruptamente.
—Necesitamos cruzar hasta la isla —explicó Vanessa.
—En esa isla no hay nada de su incumbencia —replicó de malos modos el tipo—. Esta carretera no es pública. Están ustedes en mis tierras. Ordene a ese golem que vuelva a meterse en la camioneta y lárguense.
Seth se inclinó hacia delante para abrir su ventanilla.
—Necesito ver a las Hermanas Cantarinas.
—Será mejor que den media vuelta antes de que llame a la policía —repuso el hombre, retirándose ya al interior de su chabola.
—¿Cogemos la balsa sin pedirle permiso? —preguntó Newel.
—Es preciso que lleguemos a un acuerdo con él —respondió Vanessa—. Newel y Doren, esperad en la camioneta. Seth y yo entraremos.
—¿Me llevo la espada? —preguntó el chico.
—Me da la sensación de que se lo tomaría como una provocación, cuando no tiene mucho sentido que la usemos contra él. Este anciano es más de lo que aparenta. Déjala aquí.
Al apearse de la camioneta, Seth notó que estaba nervioso. Pero supuso que si su objetivo último era hablar con las Hermanas Cantarinas, sería mejor que al menos tuviese la valentía de enfrentarse a su guardián. Es probable que fueran más temibles que ese viejo y su deprimente casucha.
Hugo se quedó cerca mientras se aproximaban a la vivienda. Las moscas zumbaban a su alrededor cuando Seth y Vanessa subieron la escalera del porche. Hugo se detuvo en el escalón de abajo, pisándolo con fuerza repetidas veces e inclinándose hacia delante como si tratase de continuar.
—Espera aquí —le ordenó Vanessa.
El golem dejó de tratar de vencer la invisible barrera.
Seth miró abajo, a una vieja bañera de hojalata llena de manzanas podridas. Vanessa tiró de la mugrienta pantalla contra insectos de la endeble puerta y llamó con los nudillos.
No hubo respuesta.
Volvió a llamar. A la tercera, aporreó la puerta haciendo mucho ruido. La puerta retembló como si solo hiciera falta apenas un poquito más de ímpetu para abrirla por la fuerza. Aun así, tampoco hubo respuesta.
Giró el picaporte y abrió. El viejo los esperaba de pie, mirándolos en medio de la habitación, con el bastón agarrado con ambas manos, como si de un bate de béisbol se tratara.
—No deben entrar aquí —los advirtió, mostrando sus dientes renegridos.
—Este joven desea ser recibido por las Hermanas —respondió Vanessa, entrando con mucho cuidado en el interior de la casucha, como si estuviese penetrando en la jaula de un león.
Seth avanzó con ella.
—Un encantador de sombra, eso es lo que es, ¿eh?
—Sí —respondió Vanessa.
—Y usted es una narcoblix. Y en la camioneta hay un par de sátiros. Y un golem sensible. Les aseguro que son el grupo más extraño que se ha cruzado en mi camino desde que tengo memoria.
—Usted es el centinela de las Hermanas Cantarinas, ¿verdad? —preguntó Seth.
El hombre se volvió y escupió en el suelo.
—Podrías llamarlo así. No mucha gente elige ya esta carretera. De esa isla no vuelve más que uno de cada cinco.
—¿Cómo consiguió este empleo? —preguntó el chico.
Los labios del anciano se movieron en un espasmo fugaz.
—Tuve una necesidad hace mucho tiempo. Las Hermanas me ayudaron. A lo mejor tú puedes ocuparte ahora de mi vigilancia.
—¿Cómo llego a la isla? —preguntó Seth.
—¿Eres tú el que quiere ir? —respondió el viejo.
—Yo soy.
El hombre le sostuvo la mirada.
—¿Por qué no le pides a la damisela que espere fuera?
—Yo quiero ir con él a la isla —dijo Vanessa.
—También tiene usted tratos con las Hermanas, ¿eh? —soltó el viejo, sin apartar en ningún momento la vista del chico.
—Mi intención es acompañar a Seth hasta su puerta —respondió Vanessa.
El viejo frunció los labios.
—Le diré lo que haremos. Déjeme a solas con el solicitante. Si se gana el pasaje a la isla, usted puede ir con él. Pero el golem no.
—Ve —dijo Seth—. Tendré que hacer frente a cosas peores que esta antes de que todo termine. Será un buen entrenamiento.
Vanessa tocó a Seth en el hombro y salió. Seth se resistió a mirarla, manteniendo los ojos puestos en el anciano. La pantalla de la puerta se cerró con estrépito.
—Cierra la puerta —dijo el viejo.
Seth obedeció, cerrándola con suavidad. Los dos se miraron fijamente.
—¿Ahora qué? —preguntó Seth.
—¿Comes sándwiches?
La pregunta le sorprendió.
—Mm, sí.
—¿Qué tal uno de crema de cacahuete y pasta de nubecitas?
A diferencia de los sátiros, había estado alimentándose con cordura. Tenía sitio para un sándwich.
—¿Hay trampa?
—¿Quieres decir que si el sándwich te vinculará a mí convirtiéndote en mi eterno esclavo? No, solo es un bocadillo. ¿Quieres uno?
—¡Y tanto!
—Ven adentro.
Seth siguió al centinela hasta la humilde cocina. Al mirar al suelo vio huecos entre las tablas de madera. La mesa, redonda, estaba plagada de arañazos y zonas erosionadas.
—¿Quiere que le ayude?
—Toma asiento —dijo el anciano, apoyando contra la pared el elaborado bastón.
Seth se sentó junto a la mesa en un taburete de tres patas que se movía cuando cambiaba el peso del cuerpo. Una vieja puerta abollada, puesta encima de dos caballetes, hacía las veces de encimera. El viejo sacó un tarro de crema de cacahuete y un recipiente de masa de nubecitas, puso una servilleta de papel abierta y sacó de una bolsa dos rebanadas de pan blanco.
—Cuéntame por qué quieres ir a ver a las Hermanas Cantarinas —dijo, extendiendo cuidadosamente la crema de cacahuete en una rebanada.
—Unos demonios están a punto de abrir Zzyzx. Quiero que las Hermanas Cantarinas me ayuden a encontrar la Espada de la Luz y la Oscuridad.
El viejo se quedó quieto, sosteniendo inmóvil el cuchillo de punta roma.
—Esa espada tiene nombre.
—Vasilis.
El viejo continuó extendiendo la crema.
—Hermano, tiene pinta de que necesitas ayuda.
—Los demonios tienen secuestrados a mis padres… y a otros familiares.
El viejo limpió el cuchillo en la servilleta de papel y comenzó a extender masa de nubecitas en la otra rebanada.
—Las Hermanas Cantarinas no dan consejo así como así. Te pedirán un alto precio. Si no logras cerrar un trato con ellas que sea de su agrado, te destruirán.
—No tengo otra alternativa.
El viejo dejó la servilleta de papel delante de Seth y cortó en diagonal el sándwich por la mitad. Cruzándose de brazos, miró al chico fijamente, con aire meditabundo.
—Esas son las palabras mágicas.
—¿Las palabras mágicas?
—Yo estoy aquí para impedir que vayan a la isla quienes no tienen nada que hacer allí. Intento espantar a la gente, asustarlos, convencerlos para que se vayan. No tener otra alternativa es la única razón adecuada para visitar a las Hermanas. Llevo mucho tiempo haciendo esto. Te creo. Prueba el sándwich.
—¿Usted no va a tomar nada?
—Acababa de comer.
Seth dio un mordisco. Estaba delicioso, realmente.
—Humm —dijo, con la boca pastosa por la crema de cacahuete.
—Es mi especialidad —respondió el anciano, que se sentó en la otra banqueta.
Seth tragó.
—Entonces, ¿puedo ir a la isla?
—Aunque seas capaz de embaucar a las Hermanas para que te orienten en la dirección correcta, apoderarte de la Vasilis no será fácil. Te puedo decir que estás enfrentándote a un problema gigantesco. ¿Estás seguro de que quieres jugártelo todo por esto? ¿Estás seguro de que acudes a las Hermanas con la pregunta adecuada para arreglar tu problema?
Seth levantó un dedo mientras masticaba y tragaba.
—A no ser que usted pueda decirme otra mejor.
El anciano se quedó callado mientras el chico se terminaba el bocadillo. Seth se limpió los labios con el dorso de la mano.
—Puedes usar la servilleta —dijo el viejo.
—Tiene migas del sándwich. No quería que se cayeran por todas partes.
El hombre casi sonrió.
—Esta vieja casa tiene problemas mucho más gordos que un puñado de migas. Pero aprecio la cortesía.
—¿Y ahora qué?
—Te llevaré hasta la isla en la balsa de pértiga. Con una condición.
—¿Cuál?
—Nunca le dirás a nadie lo que hiciste aquí para obtener mi permiso.
—Si prácticamente no he hecho nada, salvo comerme un sándwich y explicarle mi problema.
—Por eso mismo. No quiero que se corra la voz, porque si no, tendré que cambiar de táctica.
De repente Seth comprendió por qué Patton había sido tan impreciso en su carta sobre el modo de convencer al centinela.
—Se lo prometo.
—Más te vale. —El viejo se levantó, recogió la servilleta de papel y la tiró a la basura—. ¿Quieres un refresco de zarzaparrilla?
—Claro.
El viejo sacó una botella y la abrió. Seth dio un sorbo. Estaba a temperatura ambiente, pero era dulce y rica. El viejo aguardó mientras el chico bebía. Cuando hubo terminado, el hombre tiró la botella a la basura y cogió de nuevo su bastón de andar, delicadamente tallado. Seth siguió al centinela hasta la puerta.
El anciano titubeó antes de salir.
—Normalmente no doy indicaciones.
—Está bien —dijo Seth.
—A lo mejor se me puede convencer si me lo piden educadamente.
—¿Tiene usted algún consejo que darme?
El viejo se frotó el mentón.
—Esa es una buena pregunta. ¿Sabes?, yo he negociado con las Hermanas alguna vez. Y he hablado con otros que han regresado de la isla, haciéndoles preguntas de tanto en tanto. No puedo darte detalles, pero con el tiempo he visto que hay una especie de esquema que se repite. Las Hermanas piden el oro y el moro, y no están dispuestas a aceptar mucho menos de lo que piden. Tendrás que darles hasta que ya te duela y todavía un poco más. Mi consejo sería plantarte después de la primera oferta. Si les dejas tiempo, cada una irá haciéndote una oferta a ti. Al final puedes aceptar una de sus propuestas, o bien hacer una contraoferta. Nunca he oído de nadie que haya vuelto de esa isla sin haber aceptado una de las ofertas iniciales o sin que le aceptasen su primera contraoferta. ¿Me sigues?
—Creo que sí.
—Un consejo nada más: haz lo que tú creas con mis observaciones. Una vez más, que esta conversación no salga de entre nosotros.
—Descuide.
El viejo abrió la puerta y Seth salió al exterior. Los sátiros se habían bajado de la camioneta. Newel, Doren, Vanessa y Hugo le esperaban los cuatro juntos, expectantes.
El anciano carraspeó ruidosamente.
—Bueno, esto no pasa ni siquiera de higos a brevas, pero el maldito chiquillo ha podido conmigo, así que por lo que se ve voy a llevar en la balsa al que quiera venirse a la isla. A excepción del golem.
Hugo se quedó cabizbajo.
—No pasa nada, Hugo —dijo Seth—. Necesitamos que alguien se quede cuidando la furgoneta.
—Es lo mejor —afirmó el anciano—. Para empezar, hundiría la balsa, y en segundo lugar es tan imposible que pueda pisar esa isla como que entre en mi domicilio.
Todos siguieron al anciano hasta el embarcadero mecido por las aguas del río, donde el hombre cogió una larga pértiga que había al borde del agua. Cuando llegaron hasta la balsa, el viejo se detuvo unos instantes.
—En este punto tendré que pedirles que se deshagan de todas sus armas. Es para bien. No traten de hacerse los listos. Me daría cuenta.
Newel dejó en el suelo la honda. Doren echó sobre los tablones un cuchillo. Vanessa se deshizo de un cuchillo que llevaba escondido, sujeto con una cincha a la pierna, así como de una cerbatana oculta en la manga y varios dardos repartidos por todo el cuerpo.
El viejo les indicó mediante gestos que subieran a bordo, tras lo cual se arrodilló para desamarrar la balsa de las cornamusas de hierro del borde del embarcadero. Un momento después, el hombre subió a bordo y empezó a empujar la embarcación con la pértiga río adentro. Por su aspecto nadie diría que fuera tan fuerte. Impulsándose con la pértiga sin esfuerzo aparente, mantuvo la embarcación contra la corriente y los propulsó ágilmente hasta la orilla de arena de la isla.
—La isla es estrecha —dijo el anciano mientras la balsa encallaba en la arena—. Lo que andan buscando está por allí. —Con la mano trazó en el aire una línea diagonal desde la orilla—. Arriba, en la pared del acantilado más alto que corta la isla, encontrarán la puerta. Es imposible no verla. Yo estaré aquí para llevarte de vuelta a tierra, Seth, o solo a tus acompañantes, dependiendo de cómo salga la cosa.
—Gracias —dijo Seth, saliendo de un saltito de la balsa.
Abriéndose paso entre la tupida vegetación, Vanessa los llevó en la dirección que les había recomendado el viejo centinela. El chico iba detrás de ella, con la cabeza bulléndole al tratar de anticiparse a lo que las Hermanas Cantarinas podrían pedirle a cambio de sus servicios. Se preguntó qué les habría pedido el anciano para terminar trabajando de centinela suyo.
No tuvieron que recorrer mucho trecho antes de encontrar una puerta en la pared del rocoso acantilado. A pesar de la pintura roja descolorida, desconchada por todas partes, como cuando se pela la piel al tostarse excesivamente al sol, la puerta tenía aspecto de recia. Seth podía ver, a un lado de la isla, la ancha extensión de agua del Missisipi, plácido como un lago, y al otro la franja mucho más estrecha de agua que los separaba de la orilla occidental.
—¿Llamo? —preguntó.
—Sería lo educado en estos casos —dijo Newel.
Seth puso los ojos en blanco.
—Me refiero a si tenéis algún consejo último que darme.
—No bajes la guardia —le aconsejó Vanessa—. Sabes que te pedirán mucho. Sal de ahí con un acuerdo que después no te haga la vida imposible. Nosotros estaremos esperándote.
—Puedes hacerlo —le animó Doren.
—Si todo lo demás falla —le aconsejó Newel—, échales arena a los ojos y sal corriendo.
Riéndose, el chico dio varios pasos para llegar hasta la puerta y llamó dando tres golpes con los nudillos. La puerta se abrió exactamente después de recibir el tercer golpe. Gracias a que Vanessa había cogido manteca de morsa de casa, Seth pudo reconocer adecuadamente al trol verde cubierto de escamas y con aberturas de branquias en el cuello. Ancho y muy musculoso, el trol le sacaba una cabeza de alto.
—¿Qué negocio te trae por aquí? —preguntó el trol con voz grave y babeante.
—Quiero hablar con las Hermanas Cantarinas.
—No puedo prometerte que vayas a salir vivo de aquí.
—Lo entiendo.
El trol chasqueó los gruesos labios.
—Necesito que declares de viva voz que entras aquí por tu propio pie y sin invitación.
Seth lanzó una mirada a Vanessa, que movió la cabeza en gesto afirmativo.
—Entro aquí por mi propio pie y sin invitación.
—Entra —dijo el trol, volviéndose un cuarto de vuelta para dejarle pasar.
Seth se metió, apretándose contra la jamba para poder pasar, y el trol cerró la puerta. Una escalera de piedra labrada descendía siguiendo una serie de curvas irregulares. El trol bajaba encorvado detrás de él, pisando ruidosamente los escalones con sus pies planos. Llevaba una lámpara de barro.
—¿Qué clase de trol eres? —le preguntó Seth para romper el silencio.
—Un trol de río —respondió a su espalda—. De la variedad occidental. No somos tan larguiruchos como nuestros primos orientales, ni tan temerosos del sol como la rama septentrional. ¿Cómo aprendiste duggués?
—He ido pillándolo poco a poco —respondió Seth sin mucha precisión, pues no quería dar más información sobre sí mismo de la necesaria—. ¿Aquí vivís muchos troles?
—Muchos. Solo los troles servimos a las Hermanas. Los trasgos son demasiado estúpidos. Es un gran honor.
Al pie de la larga escalera había varios troles de corta estatura, inflados y cabezones esperando para recibir a Seth. Tenían la boca grande, labios gruesos, orificios nasales enormes y grandes orejas. Se apiñaron alrededor del chico y le llevaron por un pasillo. Las paredes estaban recubiertas de una gruesa capa de cal, lo que otorgaba al corredor el aspecto de una garganta gris pálido. El trol de río no fue con ellos.
El pasillo daba a una habitación húmeda sembrada de charcos por todas partes. Cada uno contenía un gusano enorme y blanco, con sus segmentos brillantes contraídos de un modo grotesco. Alrededor de uno de los charcos más grandes había tres mujeres cogidas de las manos, formando un corro. La más alta era además la más flaca, mientras que la más baja estaba casi calva y la tercera estaba excesivamente fofa. Las tres parecían rondar el final de la madurez.
Otro trol con la cabeza hinchada estaba subido a un taburete, dando de comer sanguijuelas de un plato grande a la mujer más alta. Los troles, todos bajos, guiaron a Seth hasta las mujeres. Al mirarlas más de cerca se dio cuenta de que no estaban cogidas de la mano, puesto que no tenían manos. Estaban unidas por las muñecas, con lo que creaban un círculo indivisible de tres.
—Seth Sorenson —dijo la mujer fofa—. Te esperábamos. Acércate.
Él se acercó con cautela. Los troles se retiraron. Las tres mujeres lo observaron. La más alta tenía que mirarle por encima del hombro.
—Está nervioso —dijo la más baja, riendo socarronamente.
—¿Sois las Hermanas Cantarinas? —preguntó Seth.
—Así se nos conoce —respondió la más alta—. Yo soy Berna.
—Yo soy Orna —dijo la más baja.
—Y yo soy Wilna —soltó la fofa—. Cuéntanos por qué has venido.
—Necesito dar con la Vasilis, la Espada de la Luz y la Oscuridad.
Orna se rio con sorna.
—¡Mira qué valiente!
—Se parece a él —dijo Berna.
—Vagamente. —Wilna suspiró—. Hay que echarle algo de imaginación.
—¿A quién? —preguntó Seth.
—A Patton, claro está —respondió Orna.
—¿Saben que somos parientes? —preguntó Seth.
—Nosotras sabemos lo que elegimos saber —contestó Wilna dándose aires.
—¿Saben que estoy intentando salvar el mundo? —preguntó Seth.
—Os lo dije —comentó Orna en tono burlón—. Otra vez a vueltas con Patton Burgess.
—No tenemos el menor interés en tus motivaciones —dijo Wilna—. Al igual que con el resto de nuestros suplicantes, damos por hecho que tendrás tus razones personales. A nosotras solo nos importa lo que nos puedas ofrecer tú.
—¿Qué os ofreció Patton? —preguntó Seth.
—Cada negociación es diferente —dijo Berna—. Patton acudió a nosotras en más de una ocasión, y el coste de nuestra asistencia nunca fue el mismo.
—Patton era nuestro favorito —susurró Orna, sonrojándose.
—Era un espécimen espléndido —dijo Wilna con aire distante—. Acércate más.
Seth dio unos pasitos hasta estar tan cerca de ellas que podía tocar el círculo de mujeres. Bajó la vista al charco por encima de los brazos continuos de Wilna y Orna. El gusano del charco se levantó lentamente y se retorció. Era tan largo como su propia pierna y tan grueso como su antebrazo.
—La Vasilis no es cualquier trofeo —afirmó Wilna, hablando con repentina vehemencia—. Es una de las seis grandes espadas, un vestigio esplendoroso de una era de maravillas, y su ubicación actual se hallaba muy bien protegida de mentes fisgonas. Pides demasiado Seth, y deberás darnos mucho a cambio.
—Tres vidas —dijo Berna entre dientes—. Queremos tres vidas. La de un amigo, la de un enemigo y la de un pariente. Danos tres vidas y te diremos dónde encontrar la Vasilis.
—¿Queréis decir… matar a tres personas? —preguntó Seth—. ¿Matar a un pariente?
—Sí —respondió Berna.
El chico trató de pensar en un pariente al que no le importaría sacrificar con el fin de salvar a todos los demás. Pero no se le venía ninguno a la cabeza.
—¿Por qué os importa tanto que mate a un familiar mío? ¿Por qué no os conformáis con que mate a tres enemigos?
—Nuestras necesidades son sencillas —dijo Berna—. A nosotras nos importa principalmente el precio que pagues tú. Solo ayudamos a quienes estén dispuestos a demostrar cuánto aprecian nuestra asistencia.
—No expliques tanto —le espetó Wilna.
—Es tan joven —replicó Berna.
Seth recordó que el viejo centinela le había sugerido esperar a que cada una le hiciese una proposición.
—¿No me queda otra opción? —preguntó Seth.
—Podemos ofrecerte tres pruebas —repuso Wilna en tono misterioso—. Si las superas y sales con vida, te otorgaremos lo que nos pides.
—¿De qué van las pruebas? —preguntó Seth.
—Debes acceder a hacerlas si quieres que te las expliquemos —respondió Wilna.
—Las pruebas están amañadas —soltó Orna—. Nadie sale nunca con vida. Solo son para nuestra diversión.
—¡Orna! —chilló Wilna con voz aguda.
—¡Es que es verdad! —protestó Orna.
—Orna, en serio —la reprendió Berna.
—Prefiero hacer pruebas que matar a un amigo —dijo Seth—. ¿Alguna otra proposición?
Wilna le miró con gesto duro.
—¿Acaso te ha dicho alguien que podías esperar que te hiciéramos varias ofertas?
—Ya lo sabríais —respondió Seth.
Wilna arrugó la nariz.
—El centinela. Debería saber mejor lo que le conviene…
—Es que el chiquillo desarma —dijo Orna.
—¡Ya has dicho bastante, hermana! —le espetó Wilna—. Esta negociación ha llegado a un punto muerto. Seth, no tienes la opción de escoger lo que quieras. ¿Aceptas el trato ofrecido por Berna? Sí o no.
—No.
—¿Quieres las pruebas?
—No.
Wilna asintió mirando a Orna.
—¿Qué? —preguntó esta, todavía herida por haber sido reñida—. ¿Ya puedo hablar? ¿Estás segura?
—Adelante —respondió Wilna.
Orna carraspeó.
—A cambio de información sobre cómo apoderarte de la Vasilis, un año después de que consigas la espada volverás aquí para convertirte en nuestro sirviente de por vida.
—Demasiado generosa —se mofó Berna.
—Me cae bien —replicó Orna.
Seth sopesó la oferta. ¿Pasarse el resto de su vida siendo esclavo de aquellas hechiceras era un buen trato a cambio de salvar el mundo? Probablemente sí. Pero ¿y si conseguía un acuerdo mejor?
—¿Puedo haceros yo una oferta? —preguntó.
—Solo atenderemos una proposición de tu parte si rechazas la oferta de Orna —respondió Wilna.
—Acepta mi oferta —dijo Orna—. Te pareces demasiado a él para convertirte en alimento de gusanos.
Seth reflexionó. Aun si lograba hacerse con la Vasilis, era probable que acabase perdiendo la vida cuando se abriese Zzyzx. Seguramente no viviría para cumplir aquella condena a la esclavitud. Aceptar el trato le garantizaría tener acceso a la espada.
Pero ¿y si se las arreglaba para sobrevivir a la apertura de Zzyzx? El objetivo consistía en no fracasar. Patton había tratado con las Hermanas Cantarinas sin convertirse en su esclavo de por vida. Había tenido que idear un pacto él mismo.
—Rechazo la oferta —respondió Seth, siguiendo el dictado de su instinto.
Orna puso cara de enfado.
Wilna le fulminó con la mirada.
—Si no tienes una alternativa mejor, entonces tendremos que dar por concluida esta entrevista.
—A ver si lo he entendido bien —dijo el chico—. Si me estáis pidiendo tanto a cambio, debe de ser en parte porque la Vasilis es un bien muy valioso.
—Sí —respondió Berna—. El valor del trofeo influye en el precio.
—¿Cuánto querríais vosotras haceros con la Vasilis? —preguntó Seth.
—¿Es esa tu oferta? —cuestionó Wilna.
—Solo me pica la curiosidad —dijo Seth.
—Pues sería todo un trofeo —intervino Orna—, pero tú la quieres mucho más que nosotras.
—No le des pistas —ordenó Wilna.
—A mí me costaría mucho renunciar a una poderosa espada mágica —siguió Seth—. En parte, la cosa va de eso, ¿no es cierto?
—En parte sí —dijo Orna.
El chico captaba que la espada por sí sola no sería suficiente. Intentó pensar en qué otra cosa fuera algo a lo que le costase mucho renunciar. Trató de pensar en algo que pudiera agradarles. ¿Algo que ellas pudiesen utilizar?
—Haz tu oferta —le instó Wilna en tono cansino.
—Muy bien —dijo Seth frotándose las manos—. Hagamos una mezcla con varias ideas. Al cabo de un año desde que encuentre la Vasilis, os la traeré aquí. Y os entregaré una aparición, para que la uséis como a vosotras os plazca. —Orna asintió, animándole en silencio a que ofreciese algo más—. Y… a instancia vuestra, usando la espada, me pondré a vuestro servicio como paladín, para apoderarme de cualquier objeto que deseéis.
—¿Qué decís, hermanas? —preguntó Orna, llena de entusiasmo.
—Igualito que Patton —musitó Berna.
—Esa oferta es una birria —soltó Wilna—. No ha aceptado nuestras propuestas. Solo resta una opción. El chico debe morir.
—Vosotras no sois las únicas que tenéis voz en todo esto —protestó Orna—. Ser unas prepotentes no basta para hacer que vuestra opinión cuente más. Vosotras exigisteis la muerte de nuestro último solicitante. ¿Os resultó tan divertido? ¿Qué dices tú, Berna?
Seth contuvo la respiración mientras Berna le miraba detenidamente.
—El pacto que propone es razonable —dijo, evaluando en voz alta—. Tres obsequios: la espada, una aparición y algo de nuestra elección. Considerad las posibilidades.
—Yo también me inclino por aceptarlo —dijo Orna—. ¿Es unánime, hermana, o te quedas en minoría?
—Muy bien —declaró Wilna con amargura en la voz, al tiempo que le lanzaba una mirada envenenada a Orna. Se volvió hacia Seth—. Aceptaremos tu dudosa proposición, con una condición. No deberás divulgar los términos de nuestra propuesta a nadie, ni contar los detalles de nuestras otras propuestas.
—Hecho —dijo Seth.
—Gromlet —gritó Wilna—, tráenos un cuchillo para sellar el pacto.
Un trol regordete acudió hasta ellos andando como un pato, con un cojín recamado en las manos. Sobre él descansaba una daga fina con empuñadura negra.
—Que el cuchillo pruebe el sabor de tu sangre —cantaron las tres mujeres al mismo tiempo, con los ojos puestos en el charco.
Seth cogió el cuchillo y se pinchó un lado del pulgar. La hoja estaba tan afilada que prácticamente no notó la incisión, pero cuando retiró el cuchillo, le manó sangre de la diminuta raja.
—Prometemos mostrarte el modo de encontrar la Vasilis —cantaron las hermanas con una armonía que ponía los pelos de punta—. Cuchillo en mano, ¡haz tu promesa!
Seth sostuvo el cuchillo en alto.
—Prometo traeros la Vasilis un año después de haberla encontrado, traeros una aparición obligada a serviros y apoderarme de algo más para vosotras, a petición vuestra.
—Una vez que hayamos cumplido nuestra obligación, quedarás vinculado a tu promesa —cantaron las mujeres—. Si no cumples tus deberes o si divulgas los detalles de nuestro acuerdo, este cuchillo te quitará la vida. Así sea.
Las mujeres se relajaron y se comportaron como si estuvieran despertando de un trance. Seth depositó el cuchillo en el cojín y el pequeño trol cabezudo se alejó con sus andares torpones, moviendo a los lados aquella cabeza desproporcionadamente grande.
—¿Y ahora qué? —preguntó Seth.
—Espera y verás —respondió Orna.
—Concéntrate —ordenó Wilna.
Las hermanas pegadas elevaron sus brazos inseparables por encima de la cabeza y comenzaron a tararear. Al principio mantuvieron una sola nota, pero enseguida el sonido se transformó en una maraña de armonías discordantes. Del tarareo pasaron al cántico, si bien Seth no entendió ni una sola de las palabras. Las armonías se volvían bellas en determinadas partes, pero casi todo el tiempo los acordes que entonaban resultaban inquietantes.
El charco que constituía el centro de sus miradas empezó a brillar y el gusano que lo ocupaba empezó a retorcerse. Como el bicho se agitaba cada vez con más ímpetu, salpicaba fuera. El cántico se volvió más apremiante. Durante un acorde en tonalidad menor, sostenido durante un largo intervalo, el gusano estalló. Una nube densa de color morado intenso enturbió el charco luminoso. La luz de este comenzó a vibrar de forma irregular. En medio de la turbulencia, Seth divisó un barranco y una serie de rostros demacrados.
Las hermanas finalizaron abruptamente su canción y el charco se oscureció: el agua era casi negra. Berna empezó a toser con violencia, mientras que las otras hermanas respiraban de un modo entrecortado.
—Deberíamos haberle pedido un precio más alto —dijo Orna casi sin resuello, con un manantial de babas escapándosele por la comisura de la boca.
Wilna la miró con el ceño fruncido, un hilo de sangre le resbalaba desde uno de los orificios nasales.
—¿Se te había olvidado lo que hacía falta para conjurar una información secreta como esta?
—Ha pasado mucho tiempo —se disculpó Orna.
—Dejad de malgastar palabras —jadeó Berna—. El trato está hecho. —Los ojos se le habían enrojecido terriblemente.
—Seth Sorenson —dijo Wilna como declamando—, encontrarás la Vasilis detrás del legendario Muro de los Tótems.
—¿Qué es el Muro de los Tótems? —preguntó Seth.
—Ese muro cumple una función de oráculo similar a la nuestra —dijo Orna—. No sabíamos que además escondía la Vasilis.
—El Muro de los Tótems te aguarda en Canadá —continuó Wilna—. Nuestros sirvientes te proporcionarán un mapa de British Columbia.
—¡Tibbut! —exclamó Berna.
Un trol con la frente hinchada acudió trotando hasta ellas. Berna cerró los ojos y él la imitó. Al instante, el trol hizo una reverencia y se marchó a toda prisa.
—¿Cómo cruzo el Muro de los Tótems? —preguntó Seth.
—El Muro de los Tótems exige sacrificios a cambio de favores —dijo Berna—. Todo depende de qué tótems utilices.
—El muro puede ser más quisquilloso que nosotras —dijo Orna, sofocando una risilla—. La suerte desempeña un papel fundamental.
—Si no cuentas con nuestra ayuda —puntualizó Wilna—. Los hallazgos que te puede proporcionar nuestra visión pueden eliminar en gran medida el factor suerte. Nosotras te orientaremos. Al fin y al cabo, nos interesa que logres tu objetivo.
—A no ser que prefiramos verte fracasar y morir, en lugar de recoger el fruto de tus promesas —añadió Berna, cavilando.
—Hemos hecho ya un esfuerzo enorme para visualizar el camino que te llevará hasta la Vasilis —afirmó Wilna, cuyos mofletes colgantes vibraban al hablar—. La información que podamos darte te la daremos.
—El Muro de los Tótems tiene muchas cabezas —dijo Orna.
—Deberás elegir cuatro tótems con los que tratarás —añadió Berna.
Wilna miraba a Seth con determinación.
—Para que puedas abrir la puerta escondida, habla con Anyu, el Cazador, Tootega, la Vieja Bruja, Yuralria, la Bailarina, y Chu, el Castor.
—Si los llamas por su nombres, seguro que los sorprendes —añadió Orna.
Seth practicó a decirlos.
—Te pedirán una ofrenda para abrir la puerta escondida —dijo Wilna—. Diles que erradicarás el mal que hay sepultado dentro.
—Aunque duden de ti, es posible que disfruten del ejercicio de intentarlo —dijo Berna.
—¿Qué mal es ese? —preguntó Seth.
—Solamente a ti te permitirán franquear esa puerta —respondió Wilna—. Reúnes unas condiciones únicas para cumplir la tarea. Al otro lado de la puerta hay una sala abarrotada con los muertos enhiestos. Solo el que no tenga miedo puede pasar. Si perciben temor, te apresarán y entrarás a formar parte del colectivo.
—En la cámara de la espada te espera un peligro aún mayor —murmuró Berna.
—Un ente dotado de un poder terrible —coincidió Wilna, hablando con solemnidad—. Tendrás que matar a ese ser si quieres conseguir la Vasilis. Por lo tanto, tu promesa al muro no incrementará tu carga. Esos tótems en concreto deberían aceptar tu propuesta.
—Dependiendo de las cabezas a las que te dirijas para un asunto u otro, el resultado será uno u otro —dijo Orna—. Nosotras, en realidad, te estamos ahorrando gran parte del esfuerzo que tendrías que dedicar a hacer conjeturas.
—¿Qué pasa si los tótems se niegan a aceptar mi oferta? —preguntó Seth.
—Entonces te tocará improvisar —dijo Berna—. ¡Tibbut! ¡El mapa!
El trol se acercó a toda prisa a Seth con un rollo en la mano. El chico tomó de sus manos el pergamino enrollado.
—¿Acaba de dibujarlo? —preguntó.
—Tibbut trabaja rápido —respondió Orna.
—¿Algún otro consejo?
—Ninguno —contestó Wilna.
—Que cumplas con tu parte del trato —le aconsejó Orna.
—Jamás le mentiría a un cuchillo mágico —dijo Seth—. Gracias.
Los troles bajitos lo escoltaron hasta la salida por el mismo camino por el que había venido. El trol de río le esperaba al pie de la escalera de piedra tallada.
—Sigues con vida —dijo el musculoso trol.
—De momento —respondió él.
—Te ha ido mejor que a la mayoría —comentó el trol en tono de aprobación, para iniciar el ascenso delante del chico por las serpenteantes escaleras.
Al llegar a lo alto, el trol abrió la puerta y Seth salió al exterior, donde ya estaba empezando a ponerse el sol. El trol cerró la puerta sin ningún tipo de ceremonia.
—Os lo dije —exclamó Doren a bombo y platillo. Y le soltó un empellón a Newel—. ¡Me debes cinco monedas de oro!
—¿Has apostado en mi contra? —le preguntó Seth a Newel.
—Es que nos aburríamos —se disculpó.
—Porque no me ha dejado participar, que si no habría perdido otros diez —intervino Vanessa.
—Con tu historial, no me esperaba ganar —explicó Newel—. Y pensé que luego podría sacarle a Doren cinco monedas de oro sin grandes problemas.
—Eso está por verse —replicó Doren, enojado.
Newel se cruzó de brazos.
—¿Qué te parece si vamos doble o nada a ver quién se come más tacos esta noche en la cena?
—Ni hablar —respondió Doren—. He aprendido a no apostar nunca contra tu estómago.
—Os lo apuesto a los tres juntos —los desafió Newel.
Doren guardó silencio unos instantes.
—Puede que sí. Siempre y cuando vayamos a algún sitio donde haya tacos.
—Veo que tienes un rollo de pergamino —intervino Vanessa.
—Es un mapa para llegar a un lugar llamado el Muro de los Tótems —respondió Seth.
—¿El Muro de los Tótems? —exclamó Vanessa—. ¿Es que las Hermanas no pudieron ver el sitio donde se guarda la espada?
—Sí que lo vieron. La espada está escondida detrás del Muro de los Tótems. Nos han dado un mapa que debería llevarnos hasta allí, y me han ofrecido consejos sobre cómo puedo entrar. —Le tendió el rollo a Vanessa.
—¿Qué tuviste que hacer? —quiso saber Newel, extrañado.
—Me hicieron prometer que no lo contaría —dijo Seth.
—Solo espero que no les prometieras asesinar a un par de apuestos sátiros —dijo Newel.
—No tengo que matar a nadie —repuso Seth—. Creo que eso sí que os lo puedo contar.
Vanessa observó atentamente el mapa.
—El viaje por carretera continúa. Deberíamos ponernos en camino.
Volvieron a la balsa, donde encontraron al viejo centinela apoyado en su pértiga. Mientras los demás se montaban en la embarcación, el anciano sin camisa se llevó a Seth a un aparte.
—Sé que no puedes decir demasiado —dijo el viejo—. Pero has salido de allí con vida. No necesito conocer detalles. ¿Te plantearon más de tres propuestas?
—No.
—¿Y tú hiciste más de una?
—No. Creo que se dieron cuenta de que me habías asesorado.
El viejo se rascó un hombro.
—Había un riesgo intrínseco tanto para ti como para mí. Pero si las pistas que doy fuesen una violación clara del acuerdo, no lo habrías conseguido. Me alegro de que hayas sobrevivido. Espero que la información que obtuviste te lleve muy lejos.
Seth miró a sus amigos, subidos en la balsa.
—El primer sitio al que nos llevará es Canadá.