20
Roon
Kendra contempló desde las alturas la entrada del fiordo Rompenaves y tiritó a pesar del grueso abrigo que había cogido antes de salir de Estambul. Una corriente de aguas turbulentas entraba en el fiordo por un tramo de rápidos, formados por la marea misma, que los cubría de espuma y formaba violentos remolinos. Pasados los rápidos, unos acantilados tapados por un manto de nieve bordeaban el prístino brazo de mar.
—¿No os dije que era una pasada? —comentó Raxtus.
—Muy bonito —coincidió Kendra, a quien le castañeteaban los dientes.
—Tiene frío —dijo Bracken—. Deberíamos haber buscado mejores prendas de invierno.
—Nada de eso —respondió la chica—. Voy forrada de ropa. Ya perdimos bastante tiempo dedicándolo a protegerme del frío.
—Buscaré algún saliente en el que podamos aterrizar —dijo Raxtus.
Aunque el sol brillaba en lo alto y la temperatura estaba por encima del punto de congelación, a Kendra el viento del vuelo había ido quitándole poco a poco el calor del cuerpo, se pusiese como se pusiese el gorro de punto o la bufanda.
—No quiero que nos retrasemos por mi culpa —dijo.
—A todos nos vendría bien un pequeño descanso —insistió Bracken.
Raxtus entró planeando en el desfiladero y se posó en una ancha cornisa en el medio de un acantilado, aproximadamente. Tan grande como para albergar varios árboles, la cornisa se beneficiaba además en esos momentos de la luz directa del sol. Solo quedaban cercos de nieve helada en la zona en sombra de debajo de los árboles.
Kendra se quitó los guantes y dio unos pistones en el suelo, mientras se frotaba enérgicamente las manos. El olor a mar le llegaba desde abajo, fresco y con un penetrante toque a salitre. Aunque se deleitó contemplando la asombrosa vista del mar azul intenso flanqueado por las imponentes escarpaduras, se mantuvo a varios pasos del borde.
—¿Preparo una hoguera? —preguntó Bracken.
—No, ya estoy entrando en calor —respondió Kendra.
Bracken llevaba la espada de Warren colgada de un hombro. Cuando habían dado con el curandero de Estambul, Warren tenía fiebre. Había insistido en que le dejasen allí, en lugar de aguardar a su recuperación. Dado que era urgente ir a avisar a Roon Oricson, habían aceptado su petición a regañadientes. Bracken le había dejado un comunicador. Mientras descansaban en el pico de una montaña letona, habían recibido la noticia de que iba recuperándose a buen ritmo.
Bracken había propuesto que Kendra se quedase con Warren, para no exponerla al peligro. Aunque Raxtus le aseguró a la chica que muchas veces podía ver a través de hechizos distractores, ella sabía que podrían necesitarla para encontrar la fortaleza escondida de Roon.
Además, incluso sin tener un papel fundamental que desempeñar, sentía que debía ayudarlos. Tanto si era una misión peligrosa como si no, proteger a los eternos implicaba unas consecuencias tan importantes que no podía quedarse tranquilamente al margen.
—¿Qué crees que encontraremos allí? —preguntó Kendra.
—Esperemos simplemente llegar a la fortaleza de Roon antes que nuestros enemigos —respondió Bracken, haciendo ejercicios de estiramiento y rotación—. Si no, tendremos que evaluar la situación in situ. Ojalá la Esfinge se ponga en contacto con nosotros y nos dé información para hacernos una mejor idea de a qué nos enfrentamos.
—¿Has seguido tratando de contactar con él?
—Creo que aún no ha cogido el comunicador de mi celda. Estoy seguro de que tiene entre manos un montón de asuntos preocupantes. Por lo que sabemos, es posible que Graulas ya le haya encarcelado.
—Nunca imaginé que me vería deseándole suerte a la Esfinge —dijo Kendra.
—Un desastre como la apertura de Zzyzx es capaz de forjar curiosas alianzas. —Bracken se acercó hasta Raxtus y le dio unas palmaditas en el cuello—. ¿Cómo lo llevas?
—No hace falta que me lo preguntes cada dos por tres. Estoy bien. Vosotros dos pesáis poco. Podría seguir así durante días.
Bracken asintió, meditabundo.
—Luchaste valerosamente contra las arpías. ¿Cómo te sentirías si tuvieras que participar en otra refriega, si la cosa se pone así de mal?
Raxtus rascó el suelo.
—Siempre, sin decírselo a nadie, he querido ser un héroe. Llevar a la práctica ese deseo ha sido siempre… complicado. Cada vez que surge una oportunidad para demostrar mi valía, tiendo a echar a correr o a esconderme. Pero después de lo de esas arpías, mi confianza está mejor que nunca y teneros a los dos a mi lado debería servirme de motivación. Al fin y al cabo, lo que pretendemos es evitar el fin del mundo. Contra eso no hay muchos peros que valgan. Todo se reduce a elegir entre la opción A, jugarse el pellejo ahora, o la opción B, tener una muerte segura después. Soy plenamente consciente de que los demonios querrán lincharme por haber matado a Navarog. Si tenemos alguna posibilidad de vencer, claro que participaré en el combate.
—Fenomenal —dijo Bracken.
Kendra contempló el mar. Siempre había pensado que viajaría por Europa, pero nunca se había imaginado haciéndolo montada en un dragón. Habían llegado muy bien de tiempo. Raxtus volaba mucho más rápido con solo dos pasajeros. Hacía apenas un día que la Esfinge los había ayudado a escapar de Espejismo Viviente. Con suerte, pronto convencerían a Roon de que se marchase con ellos a algún escondite seguro, y Zzyzx estaría un poco más a salvo. Sabía que debían darse prisa.
—Ya he entrado en calor —anunció.
—¿Seguro? —preguntó Bracken, que había acudido a su lado.
Ella alzó la vista hacia él. ¡Parecía tan joven! Podría estar en el instituto. Kendra casi podía verlos, a ella y a él, estudiando juntos para un control de Ciencias. Pero, por supuesto, en realidad era mayor que sus abuelos. Mucho mayor. Y, aparte, unicornio.
Desde luego, no tenía para nada el aspecto de un unicornio. Con esa tez perfecta, y con esos ojos que la miraban con intensidad, enmarcados en esas largas pestañas…
Hizo esfuerzos para hacer descarrilar el tren de sus pensamientos.
—Seguro. Deberíamos darnos prisa.
Raxtus saltó hasta ellos y los recogió con las garras, y despegaron de la cornisa. Ladeando el cuerpo para aprovechar las corrientes de aire, Raxtus siguió el curso serpenteante del angosto y profundo fiordo. Kendra lamentó no llevar encima una cámara de fotos. A falta de ella, trató de grabar en su recuerdo aquel paraje espectacular.
El fiordo se hizo algo más estrecho y menos profundo, hasta terminar abruptamente. Raxtus viró hacia el noreste. La sombra del dragón iba subiendo y bajando por el accidentado terreno. Sobrevolaron colinas escarpadas, barrancos cortados a pico, crestas pedregosas, lagos bordeados de hielo y bosquecillos desperdigados de abetos.
—Ahí delante —dijo Kendra al divisar un torreón chato de piedra gris, situado sobre una colina plana entre dos montañas rocosas.
Un alto muro de piedra que se perdía de vista más allá de las colinas rodeaba una vasta extensión del paisaje. En el muro se veía que alguien había destrozado una pesada puerta de madera para abrirse paso; ahora colgaba de lado de una sola bisagra gigantesca.
—Ya lo veo —dijo Raxtus—. Mi vista se desvía una y otra vez de ese punto.
—Yo también lo veo —intervino Bracken en tono grave—. Esa puerta destrozada es mala señal. Raxtus, bájanos a esa cresta. —Indicó el filo rocoso de una colina, al lado de la brecha del muro.
Raxtus descendió volando en círculos. Kendra trató de detectar movimiento al otro lado del muro o alrededor del torreón, pero no vio nada. El dragón se posó delicadamente.
—¿Queréis que vaya a echar un vistazo? —preguntó Raxtus.
—¿No te importa ir a investigar? —contestó Bracken.
Raxtus se volvió invisible.
—Es mi especialidad. Vuelvo enseguida.
Kendra notó y oyó que Raxtus se alejaba volando. Bracken se quedó mirando mientras el dragón se alejaba, como si pudiese seguir con la mirada su vuelo.
—¿Tú le ves? —preguntó Kendra.
—A duras penas —respondió Bracken—. Hiciste bien en hacerte su amiga. Hay en Raxtus una profunda bondad, algo que pocos dragones poseen.
—¿Llegamos demasiado tarde? —preguntó Kendra, mirando instintivamente hacia el silencioso torreón.
—Casi con toda seguridad. No veo señales de que esté librándose ninguna batalla. La puerta ha sido destrozada hace poco rato; se puede deducir porque los trozos rotos de la madera no están desgastados.
—¿Eso lo alcanzas a ver desde aquí?
—Sí.
Kendra arrugó el entrecejo.
—Entonces… ¿ahora qué?
Bracken miró a Kendra con una expresión de decepción.
—En cuanto Raxtus finalice su vuelo de reconocimiento preliminar, iremos a ver qué podemos averiguar, con suerte daremos con algún tipo de pista que nos sea útil. Si todo lo demás fracasa, a lo mejor podemos volver junto a Warren.
Bracken se sentó en el suelo. Kendra tomó asiento a su lado. Una gélida brisa la despeinó.
—¿Qué se siente siendo unicornio?
Bracken arrugó el ceño.
—Qué gracia, nunca me habían preguntado algo así. Veamos. Es muy diferente de habitar dentro de una forma humana. Da mucha paz. Casi como si no hubiese pasión, en comparación. Nosotros amamos, pero desde cierta distancia. Experimentamos una claridad extraordinaria. Vamos de acá para allá, sanamos, servimos. Somos los guardianes del mundo de las hadas.
—Entonces, ¿como humano te sientes diferente?
—En lo más profundo continuo siendo el mismo ser, pero mis vivencias como humano me han transformado. Por lo general, los unicornios somos criaturas solitarias. El haber pasado tanto tiempo en forma humana me ha ayudado a relacionarme con los demás. ¡Incluso a veces lo paso bien! Aún intento mejorar. Los viejos hábitos son difíciles de erradicar. Pero tú me habrías gustado incluso en mi anterior estado. Los de mi especie siempre hemos sentido debilidad por las doncellas virtuosas.
Kendra bajó la vista e hizo esfuerzos por no ruborizarse.
—Tú no eres mortal, realmente, ni siquiera en tu forma humana.
—No, conservo cierta conexión con mis cuernos. Para que yo envejeciera de verdad, tendrían que destruirse. Podría morir, pero no de enfermedad ni de vejez.
—¿Cómo perdiste todos los cuernos exactamente? ¿O es un tema demasiado personal? Solo me lo has contado a grandes rasgos.
Él sonrió.
—Es muy personal. Para un unicornio, su cuerno es su gran orgullo. Pero te lo contaré. Es casi imposible quitarle el cuerno a los unicornios. Normalmente tenemos que entregarlos nosotros de forma voluntaria. Yo entregué mi primer cuerno a un hombre, como regalo por haberme salvado la vida. Ese cuerno ha pasado por muchas manos. Todavía percibo su presencia en el mundo.
»El siguiente cuerno que di fue mi tercer cuerno. Fue un acto más que infrecuente. No estoy seguro de si algún otro unicornio habrá dado sus cuernos, salvo quizá Ronodin, el unicornio oscuro, quien corrompió sus cuernos deliberadamente. Desprenderme de mi tercer cuerno supuso renunciar a mi estado de unicornio, pero también dejar encerrada a la horda de los demonios; por eso se lo entregué a Agad, el brujo.
—¿Agad? ¿El mismo Agad que vive en Wyrmroost?
Bracken asintió con la cabeza.
—¿Él contribuyó a encerrar a los demonios?
Bracken cogió una piedrecita y la arrojó al vacío desde la cresta de la colina.
—Fue uno de los cinco brujos que crearon Zzyzx.
—¿Y tú le ayudaste?
—Solo permitiéndole que tallasen mi cuerno para convertirlo en la Pila de la Inmortalidad.
Kendra estiró las piernas hacia delante.
—¿Y llevas desde entonces atrapado en tu versión humana?
—Ese fue el precio.
—¿Por qué te importaba tanto?
Él la observó pensativo.
—Gorgrog, el rey de los demonios, destruyó a mi padre.
Kendra tuvo la sensación de haber fisgado en un tema demasiado íntimo.
—Lo siento.
—No fue culpa tuya. Todo esto sucedió hace mucho tiempo.
—No me extraña que quieras impedir que los demonios salgan de Zzyzx.
—Pocas cosas me importan más que eso.
—¿Y qué pasó con tu segundo cuerno? —quiso saber Kendra.
—La Esfinge me lo quitó cuando me apresó. Antes te dije que es casi imposible arrebatarle a un unicornio su cuerno. Las protecciones de nuestros cuernos atacan los sentimientos, pero como la Esfinge es un encantador de sombras, era inmune a sus efectos. Me quitó el cuerno impunemente y me metió en una mazmorra. —Mantenía mirada perdida en el infinito—. Traté de sacarle lo positivo a la situación, intenté establecer amistad con otros cautivos, procuré encontrar vida en medio de la oscuridad. Sin embargo, el amor de mi vida ha sido siempre lo que nos rodea en estos momentos: la brisa fresca las plantas silvestres llenas de vida, los ríos rumorosos, el sol, la luna y las estrellas.
—Ha debido de ser duro vivir encerrado —dijo Kendra, cruzando los tobillos—, especialmente para un unicornio.
—Todo ser vivo aborrece que le encierren —contestó él—. Y todo ser vivo es capaz de soportarlo si lo intenta. Lo más duro ha sido acostumbrarme a mi forma humana. Anteriormente había adoptado la forma humana, pero nunca por un periodo largo de tiempo. Cuando me convertí en humano, viví solo durante años, siglos en realidad, vagando sin rumbo. La soledad es un viejo hábito difícil de romper. Conforme pasaban las estaciones, y los años se sucedían a toda velocidad, empecé a sentir que mi identidad se desdibujaba. Con el tiempo, experimenté con las relaciones humanas. Probé la amistad y el deber. Hay aspectos de la humanidad que he aprendido a apreciar. He llevado muchas máscaras, he desempeñado muchos papeles. Es difícil vivir siendo un ser que no cambia, en un mundo sujeto al paso del tiempo.
—Ya lo creo —dijo Kendra.
—No desperdicies conmigo sentimientos de lástima. Estoy en paz con mis decisiones. Yo lo siento por ti, tan joven y, aun así, obligada a enfrentarte a tantas cosas.
—Estoy bien.
—Lo llevas bien, pero no estás bien. Comprendo tus preocupaciones y tu dolor. Te prometo, Kendra, que haré todo lo que esté en mi mano para protegerte a ti y a tu familia.
Al notar que las lágrimas amenazaban con derramársele, Kendra volvió la cabeza para que no la viese.
—Gracias.
—Vivimos tiempos oscuros, pero cada generación tiene sus retos. —Bracken se puso de pie—. Ya vuelve Raxtus. Estaba empezando a preocuparme.
La chica miró con atención arriba y abajo, pero no pudo discernir ni el menor signo del dragón hasta que notó el soplo de sus alas, al posarse no lejos de ellos. Una vez en tierra, se hizo nuevamente visible, titilando.
—Ha sido una escabechina —informó Raxtus.
—¿Queda algún enemigo? —preguntó Bracken.
—Ninguno —respondió Raxtus—. Registré el lugar con mucho cuidado.
—¿Roon? —preguntó Bracken.
—Había un trono en el salón principal. Ahora está sentado en él un hombre de gran tamaño, achicharrado. Si era Roon, está muerto y bien muerto.
—¿Tenía guardias? —preguntó Bracken.
—Al menos dos docenas —confirmó Raxtus—. Ha debido de tratarse de una buena refriega. Serias pérdidas en ambos bandos. Un jabalí del tamaño de un hipopótamo estaba atacando con fiereza algunos de los cadáveres, pero lo espanté.
—¿Mujeres, niños? —quiso saber Bracken.
—No.
Bracken movió levemente la cabeza en gesto afirmativo.
—Vayamos a echar un vistazo.
Bajaron volando suavemente hasta la puerta. Una vez cruzado el muro vieron a unos cuantos hombres con armadura tendidos allí donde habían caído, rodeados de una docena de trasgos muertos. Kendra se permitió a sí misma mirar solo con rápidas ojeadas a los guerreros fallecidos. Bracken recorrió andando toda la zona, agachándose, tocando huellas de pisadas, dando la vuelta a algún cuerpo, apartando escudos abollados.
—¿Alguna cosa entre este punto y el torreón? —preguntó.
—No realmente —respondió Raxtus—. Lo verás tú mismo. Es como si todos se hubiesen retirado al salón principal para un último intento de resistir.
Raxtus los llevó hasta el torreón. Las pesadas puertas habían quedado destrozadas, hechas astillas.
—Aquí se ha empleado la magia —comentó Bracken.
Kendra pensó en Mirav al instante.
—Puedes esperar aquí fuera con Raxtus —le propuso Bracken.
—Iré contigo —dijo Kendra.
El tenebroso salón estaba construido alrededor de un largo hogar en el que aún quedaban brasas encendidas. Enormes trofeos en forma de cabezas de exóticas criaturas mágicas miraban hacia abajo desde las paredes: gigantes de tres ojos, wyvernos, troles y extrañas bestias astadas. Nada más entrar en la sala, Kendra se arrepintió de estar acompañando a Bracken. Nunca había imaginado semejante carnicería.
Un montón de hombres con armadura yacían destripados entre un sinfín de enemigos caídos. Kendra vio minotauros muertos, cíclopes, así como una escalofriante variedad de trasgos y duendes malignos. Flechas y lanzas sobresalían de muchos de los cuerpos. A algunos les faltaba alguna extremidad.
Sentado en un trono sobre una tarima, al fondo de la sala, un cadáver carbonizado presidía la masacre. Un tigre muerto yacía al lado del trono, con el pelo manchado de sangre. Kendra trató de pensar que estaba contemplando una escena chabacana de algún desfile de carnaval de mal gusto, pero una y otra vez el olor la convencía de lo contrario.
—Menuda lucha —murmuró Bracken.
—Sí, lo fue —respondió una voz de hombre.
Kendra dio un brinco. Por un instante, tuvo la horrible certeza de que el cadáver achicharrado del trono había dicho esas palabras. Pero entonces el tigre se levantó.
Bracken desenvainó y avanzó a grandes pasos.
—¿Quién eres?
—Paz, unicornio —dijo el tigre con voz lenta y cansada—. Entiendo que no eres amigo de los asaltantes.
Bracken mantuvo la espada desenvainada.
—Hemos venido a avisar a Roon.
El tigre suspiró.
—Habríais podido, de haber llegado anoche.
—¿Atacaron al amanecer?
—Dos horas antes del alba.
—¿Quiénes?
—Un brujo. Varios guerreros avezados. Unos cuantos licántropos. Y la chusma que veis por toda la sala. Si no hubiesen estado el brujo ni un par de los guerreros más hábiles, habríamos vencido la contienda. A Roon siempre le gustó la gresca.
Bracken se acercó un poco más.
—¿Quién eres tú?
—Soy el guardián de Roon. Me llamo Niko.
—¿Puedo acercarme a ti?
—¿Deseas comprobar mi identidad? Teniendo en cuenta las circunstancias, no me sentiré ofendido.
Bracken cruzó la sala hasta el tigre. A pesar de la voz profunda y racional, seguía siendo un tigre, por lo que Kendra se encogió de espanto, en un movimiento reflejo, mientras Bracken se arrodillaba y colocaba las manos sobre las enormes zarpas.
Tras mirar al animal a los ojos, Bracken retrocedió un poco.
—Eres un transformista.
—Correcto —dijo Niko—. Gracias a eso sobreviví. Mantuve esta forma a lo largo de toda la refriega. Cuando Roon cayó, fingí que moría debido a mis heridas.
—Curándote por dentro, dejando a la vez algún daño exterior —añadió Bracken.
—Lo has entendido bien.
—Háblame de la batalla —le invitó Bracken.
—Antes explícame más sobre tu propósito viniendo aquí.
—Un demonio llamado Graulas se ha hecho con el control de la Sociedad del Lucero de la Tarde —dijo Bracken.
—Recuerdo a Graulas. ¿No tendría que estar muerto?
—Es una larga historia. La versión abreviada es que le han curado. Ahora la Sociedad tiene en su poder los cinco artefactos. Están usando el Óculus para encontrar a los eternos.
Niko se levantó y se sacudió el pelo como si estuviese quitándose agua de encima. Sus heridas desaparecieron.
—He estado aguardando aquí a ver quién podría venir. Sinceramente, no me esperaba ver aliados.
—Te apetecía darle un bocado al que había planeado todo esto —apuntó Bracken.
—Algo así. ¿Deseas información sobre la batalla?
—Te lo ruego.
El tigre se desperezó, extendiendo las zarpas.
—Tal como verás si echas un vistazo a las paredes, Roon, el hijo de Osric, fue un maestro de la caza, un hombre gigante con una barba magnífica y cierto gusto por el hidromiel. Durante siglos esta fortaleza le ha servido como coto privado de caza. No lejos de aquí mantenía otras dos fincas de caza. En todas sus propiedades criaba unas especies extremadamente peligrosas. Los hombres que le servían llegaron aquí como aprendices de cazador. Servir a Roon significaba renunciar al mundo exterior. Jamás contó a nadie su secreto, pero ellos sabían que tenía un inusual pacto con la Muerte. Se atraía a los mejores. Cada año perecían en las cacerías entre uno y tres hombres, pero aun así seguían viniendo.
»Atacados por sorpresa, superados en número, sus hombres aguantaron con él hasta el final. Viejos y jóvenes lucharon ferozmente y murieron con valentía. Todos tratamos de salvarle. Roon derribó a más enemigos que cualquiera de nosotros, primero con el arco, después con la lanza, luego con la maza y después con la espada. Su cuchillo de plata acabó con los dos licántropos que ves en las escaleras de la tarima. Sin embargo, al intervenir la magia, el combate no fue equilibrado. Al final la mujer de las flechas plumadas con plumas de fénix atinó en el blanco. Envuelto en llamas carmesíes. Roon continuó luchando hasta que, solo ya, vencido finalmente, subió dando tumbos a su trono para morir en él.
Kendra jamás se había imaginado a un tigre derramando lágrimas.
—Trágico —repuso Bracken en tono solemne.
—Cazar junto a Roon fue la alegría de mi existencia —dijo Niko—. En el instante final le fallé. Había demasiados enemigos, muchos de ellos poderosos. Esta es una hora fatídica. Dejando a un lado mi dolor personal, la pérdida de otro de los eternos es la auténtica tragedia del día.
—¿Quedan solo dos? —preguntó Bracken.
—Solo dos.
—Por casualidad, ¿no sabrás dónde podríamos encontrarlos?
—¿Con qué fin?
—Hay que avisarlos —respondió Bracken—. Todavía creen que vivir escondidos los protege. Yo, al contrario, los animaré a viajar hasta Wyrmroost, donde reside ahora Agad. Unos muros así de fuertes tal vez sirvan para protegerlos.
El tigre empezó a pasearse.
—Tal vez la fortuna sonría en medio de la calamidad. Soy el único ser del mundo que quizá podría ayudaros. Veréis: soy el guardián jefe de los eternos, designado por Agad hace milenios. Como tal, soy capaz de percibir la posición de los otros guardianes. Nuestra vida está ligada a la de aquellos a los que hemos jurado proteger. Cuando ellos mueren, nosotros morimos. Excepto yo, que continuaré viviendo mientras quede vivo cualquiera de los eternos.
—¿Pueden matarte? —preguntó Kendra, hablando por primera vez.
—Sí pueden —respondió Niko—, pero todavía ninguno de mis adversarios ha demostrado ser lo suficientemente listo. —El tigre miró a Bracken con frialdad—. Háblame de tu princesa hada.
—Se llama Kendra —replicó Bracken—. Es de la familia de las hadas y está aquí para ayudarnos.
—Puedo verlo. ¿Sabe quién eres?
—Sabe lo suficiente.
—¿Y el dragón que andaba fisgando por aquí antes?
—Él nos ha traído.
—Nunca había visto un dragón como él.
—No lo hay igual.
El tigre gruñó.
—Nuestros enemigos nos han asestado un golpe atroz. Roon era el más poderoso de los Eternos. Debemos apresurarnos, antes de que nuestra causa quede perdida.
—Háblame de los otros Eternos.
—Los conozco de oídas —dijo Niko—. No sé datos concretos.
Los brujos mantuvieron en secreto los detalles. Pero yo puedo percibir dónde están sus guardianes. Uno de ellos estuvo en Sudamérica durante años, hasta que hace poco huyó a Norteamérica. Ahora está en Texas, cerca de Dallas. El otro es un trotamundos inveterado. Ese guardián ha dado la vuelta al mundo docenas de veces, pero ahora se encuentra en la región de Los Ángeles.
—Los dos en Estados Unidos —concluyó Bracken—. Podría ser una suerte. Podrían hallarse mucho más lejos de Wyrmroost.
—Pero no mucho más que si estuviesen aquí —respondió Niko en tono seco.
—¿Puedes adoptar forma humana? —preguntó Bracken.
—Carezco de esa capacidad —dijo Niko—. Nada de humanoides. Lo más parecido a lo que puedo llegar es a transformarme en primate. Pero sí que puedo convertirme en toda clase de animales de mi tamaño aproximadamente. Vuelo y nado.
—No pedimos requisitos para viajar —preguntó Bracken—. A lo mejor tenemos que cruzar el Atlántico usando medios anticuados.
—¿Cuánto tardarán nuestros adversarios en encontrar a los demás con el Óculus? —preguntó Niko.
—No lo sé. Tenemos a un infiltrado en la Sociedad, pero últimamente no se ha puesto en contacto con nosotros. Nuestro problema es que tal vez Graulas le proporcione el Óculus a Nagi Luna.
El tigre rugió. El estallido hizo dar un respingo a Kendra, despertando en ella un pavor instintivo. Se sintió como si se le hubiese parado de pronto el corazón unos segundos. Raxtus asomó la cabeza.
—¿Va todo bien?
—Nagi Luna no tardará mucho entonces —dijo Niko apretando los dientes—. Debemos partir de inmediato.
—¿Quién es ese tigre? —preguntó Raxtus.
—Se ocupa de proteger a los eternos —explicó Kendra.
—¿Puedes llevarnos al otro lado del Atlántico? —preguntó Bracken a Raxtus.
—¿A Estados Unidos, por ejemplo? Claro que sí. Nos interesará seguir rutas marítimas, por si necesitamos descansar en algún momento.
—¿En cuánto tiempo?
—¿Cuál es el lugar de destino?
—Texas o California.
—Llevándoos a los dos, si vamos a toda caña podemos tardar unos tres días.
Bracken se volvió hacia Niko.
—¿Podrías mantener el ritmo?
—No. Pero os seguiré lo más rápido que pueda.
—Nos convendrá mantenernos en contacto. Te dejaré un nodo de comunicación.
—Muy bien.
—Roon debe de tener una colección impresionante de armas —dijo Bracken—. ¿Te importa si echamos un vistazo, para ir mejor pertrechados? Hace poco escapamos de una mazmorra.
—Servíos vosotros mismos —repuso Niko—. Os mostraré el camino. ¿Tienes nombre, dragón?
—Raxtus.
—El fuego de dragón sería un modo adecuado de eliminar a estos guerreros caídos.
—Sería un honor, pero yo no tengo fuego —dijo Raxtus, avergonzado—. Soy una especie de desastre de dragón. Mi aliento ayuda a crecer a las plantas.
—Entiendo —dijo el tigre. Se transformó en un gorila descomunal y fue hasta el trono para coger una arandela de hierro que hacía las veces de llavero—. Seguidme.
El gorila los llevó por una puerta ubicada en un rincón del fondo de la sala, y a continuación los hizo bajar al subsuelo por una escalera de caracol. En el pasillo en penumbra que había al pie de la escalera, el gorila abrió con una llave una puerta de hierro y a continuación volvió a transformarse en tigre. Bracken creó una luz por arte de magia.
Al otro lado de la puerta encontraron una habitación repleta de armas y armaduras. Kendra miró atónita las panoplias de alabardas, lanzas, jabalinas, tridentes, hachas, porras, mazas, mazos y un interminable fondo de flechas y virotes. Las piezas de armadura iban desde pesadas cotas de malla, que transformarían a quien las llevara en un auténtico tanque humano, hasta piezas ligeras de cuero que apenas impedirían el movimiento. Escudos de toda clase de formas y tamaños colgaban de dos paredes.
—¿Quién anda aquí dentro? —rugió el tigre—. Te he olido desde el pasillo. ¡Sal de inmediato!
Un rimero de escudos al fondo de la habitación se movió y armó estrépito cuando un hombre de semblante avergonzado se puso en pie. Llevaba una armadura de cuero negro, con tachuelas de hierro. Su densa mata de pelo oscuro, recogida en una trenza, le llegaba hasta la cintura. Un largo mostacho le rodeaba la boca.
—Jonas —dijo Niko en tono acusador—. ¿Cómo has podido?
—No temo a bestia alguna —contestó el hombre con voz ruda más temblorosa, y fuerte acento—, pero la brujería diluye mi coraje.
—¡Le habías jurado lealtad! —bramó Niko.
Jonas agachó la cabeza.
—Soy un traidor al juramento.
—Te ocuparás de los muertos —dijo Niko—. Te encomiendo la tarea de retirar los restos de los caídos, amigos y enemigos por igual. Lo idóneo será que el túmulo de Roon se convierta en un monumento que dure más que el tiempo. Cuando hayas terminado, vete adonde se te antoje, pero no te lleves nada de aquí. No olvides jamás la ignominia de este día. Reza para que no volvamos a encontrarnos.
—Como dispongas. —El hombre hizo una leve reverencia y salió de la sala de armas, evitando mirar a los ojos a los demás.
—Supongo que tenía que haber un cobarde en el grupo —refunfuñó Niko—. Jonas no fue nunca el hombre más entusiasta de las cacerías. Tendía a quedarse en un segundo plano cuando las cosas se ponían feas. Al menos, debería tener suficiente cabeza para erigir un túmulo apropiado.
—¿Alguna de estas armas nos está prohibida? —preguntó Bracken.
—Coged lo que necesitéis y más —los invitó Niko—. No se me ocurre mejor uso para estas armas que aplicarlas en la venganza contra nuestros aniquiladores.
Bracken se volvió hacia Kendra.
—Busquemos para ti una armadura de cuero. Manos a la obra.